Se ha dicho de Edimburgo que es una ciudad huidiza que oculta sus verdaderos sentimientos e intenciones, con habitantes aparentemente respetables y calles que se hielan pronto. Se puede haber estado en ella y marcharse sin haber llegado realmente a entender qué la anima. Fue la ciudad de Deacon Brodie donde sólo por la noche se daba rienda suelta a las pasiones y al mismo tiempo la ciudad de John Knox, indómita y de inquebrantable rectitud. En ella, una casa puede costar medio millón de libras, pero la ostentación no se acepta. Es una ciudad de Saabs y Volvos más que de Bentleys y Ferraris. Los de Glasgow, que se consideran más apasionados, más celtas, piensan que Edimburgo, de tan seria y convencional, resulta remilgada.
Es una ciudad oculta. Prueba de ello es que ante el avance de los ejércitos invasores sus habitantes se escondieron en sótanos y subterráneos de la ciudad vieja. Sus casas serían saqueadas pero las tropas terminarían por marcharse, ya que difícilmente puede disfrutarse el triunfo si no se ve a los vencidos. Estos saldrían después a la luz para reconstruirla.
De la oscuridad a la luz.
El espíritu presbiteriano barrió la idolatría de las iglesias dejándolas extrañamente desnudas y preñadas de ecos para llenarlas con feligreses a quienes desde la cuna les venían repitiendo que estaban condenados. El proceso se fue filtrando en las conciencias a lo largo de años. Edimburgo dio buenos banqueros y letrados quizá porque sus ciudadanos eran maestros en el arte del disimulo y sabían guardar muy bien secretos; la ciudad fue adquiriendo fama de centro financiero y hubo una época en que Charlotte Square, sede de casi todos los bancos y empresas de seguros, estuvo considerada la calle con mayor riqueza de Europa. En la actualidad, por la demanda de espacio para oficinas y aparcamientos, los bancos y las compañías de seguros se concentran en la zona de Morrison Street y en la circunvalación oeste. Es el nuevo sector financiero de Edimburgo, un laberinto de cemento y cristal que circunda esa especie de plaza de toros que es el Centro de Congresos. La opinión era unánime desde un principio en cuanto a que, hasta la construcción de los nuevos edificios, aquella zona no era más que un inmenso solar monstruoso, mientras que respecto a lo inhóspito del nuevo laberinto había división de opiniones. Parecía que en el proyecto se hubiese prescindido de los seres humanos para dar exclusiva carta de naturaleza a las edificaciones. Allí no iba nadie a pasear para ver la arquitectura del sector financiero.
No se veía un solo peatón.
Pero aquel lunes Ellen Wylie y Grant Hood cometieron el error de dejar el coche demasiado pronto en un aparcamiento de Morrison Street que Hood juzgó ideal por la proximidad a la zona. Pero lo anodino de los edificios y la circunstancia de que las aceras estaban cortadas por obras, hizo que acabaran perdiéndose a espaldas del Sheraton en Lothian Road. Wylie sacó finalmente el móvil y, gracias a la recepcionista, pudo orientarse para llegar a una construcción de doce plantas de piedra rosada y cristal ahumado. La recepcionista sonrió al verlos al fin.
—Ah, ya están aquí —comentó colgando el teléfono.
—Ya estamos aquí —dijo Wylie picada.
Los obreros daban los últimos retoques a la Torre Hutton. Había electricistas en mono azul y cinturón de trabajo con herramientas, pintores con el mono blanco manchado de gris y amarillo, silbando, con sus latas de pintura en el suelo, mientras llegaba el ascensor.
—Quedará bonito cuando esté acabado —comentó Hood a la recepcionista.
—El señor Graham les espera en el último piso —dijo esta.
Tomaron el ascensor con un ejecutivo de traje gris que llevaba un montón de papeles entre los brazos como si fuera un pulpo; se bajó tres pisos antes que ellos y estuvo a punto de tropezar con un listillo que había colocado una escalera para alcanzar unos cables del techo. Cuando en el duodécimo piso se abrieron las puertas se vieron en una apacible zona de recepción donde una elegante mujer se alzó de detrás de una mesa para recibirles y guiarlos durante dos metros escasos hasta dos sillones junto a una mesita de centro con los periódicos del día.
—El señor Graham les recibirá enseguida. ¿Quieren café o té?
—A quien queríamos ver es al señor Hutton —dijo Wylie sin que a la mujer se le borrara la sonrisa.
—Con el señor Graham estarán sólo un momento —dijo la mujer volviendo a su mesa.
—Mira qué bien —comentó Hood cogiendo un periódico—, esta mañana no he recibido el Financial Times.
Wylie miró a un lado y a otro los dos largos tramos de pasillo que se perdían en sus extremos, y pensó que debía de dar la vuelta al perímetro del edificio de forma idéntica en todos los pisos. Tenía a ambos lados puertas que seguramente eran de habitaciones con vista al exterior o a otros espacios interiores. Las oficinas con ventanas serían muy codiciadas. Tal como ella trabajaba ahora en Saint Leonard, en un cajón sin ventanas, codiciaba cualquier despacho por pequeño que fuese.
Por la esquina más alejada del pasillo apareció un hombre alto, bien formado y joven. Tenía el cabello moreno corto bien cuidado y engominado y llevaba un traje gris oscuro de hechura perfecta. Lucía gafas ovaladas y un Rolex. Dijo llamarse John Graham y tendió la mano para saludar. Wylie observó sus gemelos de oro en los puños de la camisa amarillo pálido; un modelo sin cuello de los que no permiten llevar corbata. No era la primera vez que veía a un hombre con aura de triunfador, pero para mirar a este casi hacían falta unas RayBan.
—Queríamos hablar con el señor Hutton —dijo Grant Hood de entrada.
—Sí, naturalmente, pero comprendan que Barry está muy ocupado —dijo consultando el reloj—. Ahora mismo le retiene una reunión y hemos pensado que quizá podría yo atenderles. Tal vez si me dijeran qué desean yo podría pasar la consulta a Barry.
Wylie estaba a punto de decir que le parecía una manera muy enrevesada de «atender», pero Graham ya había tomado la delantera pasillo adelante, tras indicar a la recepcionista que no le pasara llamadas durante un cuarto de hora. Wylie cruzó una mirada con Hood como queriendo decir: «Vaya gracia». Hood hizo una mueca para darle a entender que no convenía sulfurarle, al menos de momento.
—Pasaremos a la sala de juntas —dijo Graham franqueándoles la entrada de una sala en forma de L en una esquina del edificio.
Un enorme escritorio rectangular llenaba la mayor parte del espacio. Había vasos de agua, lápices y blocs de notas listos para celebrar alguna reunión, un enorme tablero sin estrenar para escribir con rotulador detrás de la mesa y, en el extremo, un sofá frente a un televisor con vídeo. Pero lo que más les impresionó fue la vista al este del castillo y de Princes Street y la Ciudad Nueva al norte, con la costa de Fife cerrando el horizonte.
—Disfruten de la vista ahora que aún es posible —dijo Graham—, porque hay en proyecto otra torre más alta ahí delante.
—¿Un proyecto de Hutton? —preguntó Wylie.
—Naturalmente —contestó Graham, indicándoles que se sentaran después de acomodarse él en la silla que presidía la mesa sacudiéndose en el pantalón motas inexistentes—. Bien, si son tan amables de ponerme en antecedentes…
—Mire, es algo muy sencillo —dijo Grant Hood arrimando la silla—. La sargento Wylie y yo estamos investigando un asesinato —Graham enarcó una ceja y juntó las manos—, y parte de la indagación requiere que hablemos con su jefe.
—¿Podrían darme detalles?
Wylie tomó la alternativa.
—Realmente no, ¿sabe? En un caso como este no hay tiempo que perder. Hemos venido aquí por simple cortesía, pero si el señor Hutton no nos recibe tendremos que citarle en comisaría —dijo encogiéndose de hombros al terminar.
Hood la miró y luego fijó la vista en Graham.
—Lo que dice mi colega es cierto. Tenemos autoridad para interrogar al señor Hutton quiera o no.
—Que quede claro que no es que se niegue —dijo Graham alzando las manos en gesto conciliador—. Lo que sucede es que está en una reunión y las reuniones a veces se prolongan.
—Hemos llamado previamente anunciando la visita.
—Muy atenta por su parte, sargento Wylie, pero es que hemos tenido un imprevisto relacionado con un negocio multimillonario. Son cosas que suceden a veces, y que requieren decisiones inmediatas porque hay millones en juego. Seguro que lo entienden…
—Sí, señor, pero ya ve que usted no puede ayudarnos en nada —dijo Wylie—. Usted no trabajaría con un tal Dean Coghill en 1978, ¿cierto? Me imagino que hace veinte años estaría aún en el colegio mirando las bragas a las chicas y con la cara llena de granitos como sus compañeros. Así que si el señor Hutton se digna comparecer… —añadió mirando hacia la cámara de un rincón del techo— le quedaríamos agradecidos.
Hood comenzó a balbucir una excusa por las palabras de Wylie viendo a Graham abochornado y cortado, cuando en aquel momento oyeron decir por un altavoz invisible:
—Haz pasar a los policías.
Graham se levantó sin mirarles a la cara.
—Síganme, por favor —dijo.
Los condujo pasillo adelante y les dejó tras decirles:
—Segunda puerta a la izquierda.
—¿Crees que habrá también micrófonos en el pasillo? —dijo Wylie en voz baja.
—A saber.
—Se ha asustado, ¿eh? No esperaba que la de faldas fuese la dura —Hood vio que una sonrisa surcaba su rostro—. Y luego, tú…
—¿Yo, qué?
—Vas y te disculpas por mí —añadió ella mirándole.
—Es lo que hace el poli bueno.
Llamaron a la puerta y abrieron sin esperar respuesta. Era una antesala donde una secretaria se levantó de la mesa para abrirles otra puerta que comunicaba con el despacho de Barry Hutton.
Este les esperaba ya de pie con las piernas ligeramente abiertas y las manos a la espalda.
—Creo que ha estado un poco agresiva con John —dijo dando la mano a Wylie—. De todos modos, admiro su estilo. Si uno desea algo no hay que consentir que nadie se interponga.
No era un despacho muy grande pero en las paredes había muchos cuadros de pintura moderna y en un rincón destacaba un bar, que fue adonde Hutton se dirigió.
—¿Desean tomar algo? —dijo sacando de la nevera una botella de Lucozade a la que desenroscó el tapón para dar un trago. Ellos rehusaron con un gesto—. Soy adicto. Porque de niño sólo te lo daban cuando estabas enfermo —añadió—. ¿Lo recuerdan? Bien, sentémonos.
Les indicó un sofá de cuero blanco y él se sentó enfrente en un sillón tipo tresillo. El televisor portátil era en realidad un monitor en el que se veía la sala de juntas.
—Está bien, ¿a que sí? —dijo Hutton cogiendo el mando a distancia—. Miren, se puede enfocar y hacer zoom sobre las caras…
—Como tendrá sonido incorporado —comentó Wylie—, ya sabe usted de qué queremos hablar.
—De un homicidio, ¿no? —replicó Hutton dando otro trago a su droga—. Me enteré de que Dean Coghill había muerto, pero sería por causas naturales, espero.
—Se trata de Queensberry House —terció Grant Hood.
—Ah, cierto, ese cadáver tapiado.
—En una dependencia rehabilitada por los obreros de Dean Coghill entre 1978 y 1979.
—¿Y bien?
—Pues que es la fecha en que tapiaron el cadáver.
Hutton los miró de hito en hito.
—No me digan…
Wylie desdobló la lista con los nombres de los obreros.
—¿Estos nombres le dicen algo?
—Me traen recuerdos —dijo Hutton sonriendo.
—¿Sabe si desapareció alguno de ellos?
—No —contestó Hutton ya serio.
—¿Había alguien más trabajando, temporeros, por ejemplo?
—No, que yo recuerde. Salvo que se refieran a mí.
—Hemos advertido que su nombre fue añadido más tarde.
Hutton asintió con la cabeza. Era bajo, no llegaría a uno sesenta, y delgado, pero con algo de barriga y mofletes. Vestía un traje oscuro recién estrenado con la chaqueta abrochada y sus zapatos negros brillaban de nuevos. Sus ojos eran pequeños, oscuros y hundidos y llevaba el pelo moreno cortado por encima de las orejas y con gruesas patillas. Wylie pensó que entre una multitud no destacaría particularmente como una persona rica o influyente.
—Trabajé allí para adquirir experiencia. Me gustaba el negocio de la construcción y por lo visto elegí bien —dijo con una sonrisa como invitándoles a hacer lo mismo por su buena fortuna. Pero los dos permanecieron serios.
—¿Tuvo alguna vez tratos con Peter Kirkwall? —preguntó Wylie.
—Él es constructor y yo promotor. Son dos sectores distintos.
—Eso no contesta la pregunta.
Hutton volvió a sonreír.
—Es que no sé a cuento de qué…
—Estuvimos hablando con él y su despacho está lleno de planos y fotos de sus obras…
—¿Y el mío no? Será que Peter tiene un ego que yo no poseo.
—Entonces, ¿le conoce?
Hutton lo reconoció simplemente encogiéndose de hombros.
—A veces he contratado a su empresa. ¿Qué tiene eso que ver con su cadáver?
—Nada —respondió Wylie—. Era por curiosidad —añadió plenamente convencida de que había puesto el dedo en la llaga.
—Bien —dijo Grant Hood—, volviendo a Queensberry House…
—¿Qué podría decirles? Tendría entonces dieciocho o diecinueve años y lo que yo hacía era mezclar hormigón y las tareas de peón. Puro aprendizaje.
—¿Pero recuerda aquella sala? ¿Y las chimeneas?
Hutton asintió con la cabeza.
—Sí, se hizo una cámara de aire. Yo estaba presente cuando abrimos la pared.
—¿Se comunicó a alguien el descubrimiento de las chimeneas?
—Para ser sincero, creo que no.
—¿Por qué?
—Es que Dean pensó que querrían enviarnos a los historiadores, interrumpirían las obras y no cobraría hasta su terminación. Si había que esperar a que vinieran a examinar el hallazgo perderíamos tiempo.
—¿Y lo que hicieron fue volver a taparlas?
—Eso debió de ocurrir. Una mañana, cuando llegué al trabajo, estaban ya tapiadas.
—¿Sabe quién lo hizo?
—Pudo ser el propio Dean, o a lo mejor Harry Connors. Harry era muy amigo de Dean, su mano derecha como quien dice —añadió asintiendo con la cabeza—. Creo que entiendo la conclusión que se plantean: quien tapió la chimenea tuvo que ver el cadáver.
—¿Se le ocurre algo? —preguntó Wylie, pero Hutton dijo que no con un gesto—. Usted habrá leído el caso en los periódicos, señor Hutton. ¿Por qué motivo no se ha presentado a declarar?
—No sabía que el cadáver databa de aquella época. Pueden haber descubierto y tapado la chimenea docenas de veces desde que yo trabajé allí.
—¿Alguna otra razón?
Hutton la miró.
—Yo soy un empresario. Cualquier historia sobre mí la publica la prensa y puede afectarme dentro de mi sector.
—Es decir, que no toda publicidad es buena publicidad —dijo Hood.
—Mejor no podía haberlo expresado —aseveró Hutton sonriendo.
—Bien, sin entrar en detalles —interrumpió Wylie—, ¿puede decirme cómo entró a trabajar en la empresa del señor Coghill?
—Hice una solicitud, como todos.
—¿De verdad?
—¿Qué insinúa? —replicó Hutton ceñudo.
—Sólo me preguntaba si no sería su tío quien le echó una mano, o tal vez más de una.
Hutton puso los ojos en blanco.
—Y yo me preguntaba cuánto tardaría en salir eso a relucir… Escuchen, sí, resulta que mi madre es hermana de Bryce Callan, no puedo negarlo. Pero no por eso soy un delincuente.
—¿Afirma que su tío sí lo es? —preguntó Wylie.
Hutton la miró con gesto despectivo.
—No venga con disimulos. Es sabido lo que la policía piensa de mi tío. Pero son simples rumores sin fundamento porque no hay pruebas, ¿no es cierto? Ni siquiera ha tenido nunca que ir a juicio. Lo que en mi opinión significa que están en un error. Significa que yo me he ganado a pulso lo que tengo, pagando los impuestos, el IVA y todo lo demás. Yo estoy limpio como el que más. Y si piensan que pueden entrar aquí a…
—Creo que está claro, señor Hutton —le interrumpió Hood—. Disculpe si le ha parecido que insinuábamos algo. Estamos investigando un homicidio y tenemos que considerar cualquier detalle por insignificante que parezca.
Hutton se le quedó mirando como queriendo interpretar la última palabra.
—¿Cuándo dejó la empresa del señor Coghill? —preguntó Wylie.
Hutton reflexionó un instante.
—En abril o mayo, más o menos.
—¿Del setenta y nueve? —Hutton asintió—. ¿Y cuándo entró?
—En octubre del setenta y ocho.
—¿Unos seis meses? No duró mucho.
—Me hicieron una oferta mejor.
—¿Y cuál fue, señor? —preguntó Hood.
—¡No tengo nada que ocultar! —exclamó Hutton.
—Nos hacemos cargo, señor Hutton —dijo Wylie en tono conciliador.
—Fui a trabajar para mi tío —Hutton se calmó rápidamente.
—¿Para Bryce Callan? —Hutton asintió con la cabeza.
—¿En qué? —inquirió Hood.
Hutton hizo una pausa mientras apuraba la botella.
—En una promoción inmobiliaria.
—Eso sería su gran oportunidad, ¿no? —preguntó Wylie.
—Sí, ahí empecé. Pero en cuanto pude me establecí por mi cuenta.
—Sí, claro, naturalmente —dijo Hood con un tono que daba a entender: «He trabajado para tener lo que tengo»; pero me han echado una mano tan grande como un campo de fútbol.
Antes de marcharse, Wylie le hizo una pregunta más:
—En este momento debe de estar usted muy satisfecho, ¿no?
—Proyectos no nos faltan.
—¿Obras alrededor de Holyrood? —preguntó.
—El Parlamento no es más que el principio. Planeamos centros comerciales en las afueras y promociones en la costa. Es asombroso lo subdesarrollado que está Edimburgo. Y no sólo Edimburgo. Tengo proyectos en marcha en Glasgow, Aberdeen, Dundee…
—¿Y hay suficientes clientes? —preguntó Hood.
Hutton se echó a reír.
—Hacen cola, amigo. Lo único fastidioso es el papeleo.
—Para los permisos de obra —añadió Wylie asintiendo con un gesto.
Hutton hizo una cruz con los dedos índices.
—La maldición del promotor —dijo.
Pero lo remató con una carcajada final mientras cerraba la puerta del despacho tras ellos.