—Sería mejor abrir la puerta —dijo Ellen Wylie pensando en que habría más sitio para moverse y más luz para ver.
—Nos helaríamos —replicó Grant Hood—. Ya no siento los dedos.
Estaban en el garaje de la casa de Coghill. Era otra mañana gris de invierno y soplaban ráfagas de aire frío que sacudían la puerta de metal. La polvorienta bombilla del techo daba una luz mortecina y sólo a través de un ventanuco lleno de escarcha entraba algo de claridad. Wylie buscaba alumbrándose con una linterna de bolsillo que sostenía entre los dientes y Hood había llevado una bombilla con enchufe de las que usan los mecánicos pero daba demasiada luz y era engorrosa. La había colgado en un estante y más que iluminar arrojaba sombras por todas partes.
Wylie había ido preparada y, aparte de la linterna, llenaba dos termos con sopa y té y se había provisto de botas con calcetines de lana, una bufanda y tenía puesta la capucha de la trenca color verde oliva. Pero se le estaban quedando heladas las orejas y las rodillas porque el calor de la estufa eléctrica de una sola resistencia apenas irradiaba más allá de quince centímetros.
—Iríamos más rápido abriendo la puerta —replicó.
—¿Pero no oyes el viento que hace? Se nos volaría todo.
La señora Coghill, preocupada por ellos, les llevó café y galletas; el único consuelo que tenían eran las interrupciones para ir al váter, y al entrar en la casa, con calefacción central, les daban ganas de quedarse dentro. Grant hizo un comentario sobre la última incursión de Wylie al interior y ella le replicó que no sabía que la controlaba.
La discusión sobre la puerta había sido después.
—¿Has encontrado algo? —preguntó él por enésima vez.
—Lo sabrías de inmediato —contestó ella entre dientes.
De nada servía no hacerle caso porque él volvería a preguntar.
—Lo que hay aquí es muy reciente —protestó Hood dando un manotazo a un montón de papeles que había sobre una caja de té, que cayeron al suelo.
—Vaya manera de buscar —musitó Wylie pensando en que si sacaban fuera lo revisado tendrían más sitio y de paso sabrían lo que estaba acabado… Pero se volaría todo.
—No sé mucho de esto —añadió él haciendo una pausa y sirviéndose un té—, pero me parece que la documentación de la empresa de Coghill está muy desorganizada a juzgar por lo que veo.
—Tuvo problemas con el IVA —comentó Hood.
—También con los trabajadores temporales que contrataba.
—Lo cual complica la búsqueda —añadió Hood acercándose y agradeciéndole la taza de té con una inclinación de cabeza.
Llamaron a la puerta y entró alguien.
—¿Queda café? —preguntó Rebus señalando el termo.
—Media taza —respondió Wylie.
Rebus miró las tazas vacías y cogió la más limpia para que Wylie le sirviera.
—¿Cómo va la búsqueda? —preguntó Rebus.
—Aparte del viento, ¿no? —dijo Hood tras cerrar la puerta con gesto elocuente.
—El frío es saludable —replicó Rebus arrimándose a diez centímetros del calentador.
—No avanzamos mucho —dijo Wylie—. El mayor problema de Coghill es que lo hacía todo él.
—Si hubiese tenido un buen jefe de personal…
—Ahora sabríamos dónde buscar —añadió Wylie.
—A lo mejor eliminó papeles —comentó Rebus—. ¿Hasta qué fecha habéis encontrado papeles?
—El problema es que no tiraba nada, señor; guardaba todos los papelitos —dijo Wylie tendiéndole una carta con membrete de Constructora Coghill.
Rebus la cogió y vio que era un presupuesto de 1969 para la construcción en Joppa de un garaje individual, detallado en libras, chelines y peniques.
—Es que hay que localizar un año entre treinta —añadió Wylie apurando el té y enroscando el vasito en el termo— que es como buscar una aguja en un pajar.
Rebus apuró el café.
—Bueno, no os interrumpo más… —dijo consultando el reloj.
—Si no tiene mucho que hacer, señor, no nos vendrían mal dos manos más.
Rebus miró a Wylie y comprendió que lo decía en serio.
—Tengo otra cita —dijo—. He pasado por aquí para ver cómo iba la búsqueda.
—Muy agradecidos —añadió Hood casi en el mismo tono que su compañera, y volvieron a ponerse manos a la obra en cuanto salió Rebus.
Wylie oyó el motor del coche y tiró los papeles que tenía en la mano.
—Es increíble. Llega tranquilamente, se toma el poco té que hay y se larga tan fresco. Si hubiésemos encontrado alguna cosa, se la habría llevado a la comisaría para recibir los laureles.
—¿Tú crees? —dijo Hood mirando a la puerta.
—¿Tú, no? —replicó ella mirándole.
—Él no es así —contestó Hood encogiéndose de hombros.
—¿A qué ha venido, si no?
—Porque no puede evitarlo —dijo Hood sin dejar de mirar la puerta.
—Es decir, que no se fía de nosotros.
Hood negó con la cabeza y cogió otro archivador.
—Mil novecientos setenta y uno —dijo—. El año en que nací.
—Espero que no le importe que le haya citado aquí —dijo Cammo Grieve abriéndose paso entre unos andamios que había en el suelo para montar o para retirarlos.
—No pasa nada —contestó Rebus.
—Es que buscaba un pretexto para echar un vistazo a esto.
«Esto» era la sede provisional del Parlamento de Escocia en el edificio de la sala capitular de la cumbre del Mound. Trabajaban a buen ritmo y eran ya visibles, entre las vigas de madera del techo, los soportes metálicos para las luces; sobre el primitivo suelo crecía un hemiciclo escalonado estilo anfiteatro. Aún no había sillas ni escritorios, pero en el patio esperaba la estatua de John Knox sin desembalar «para que no se deteriorara», decían, aunque hubo quien comentó que era por no ver su gesto de disgusto por la remodelación en la sede suprema de la Iglesia de Escocia.
—Me han dicho que en Glasgow habían dispuesto un edificio para sede del Parlamento —dijo Grieve chasqueando la lengua y sonriendo—. Como si en Edimburgo fueran a dejarles. De todos modos… —añadió mirando a un lado y a otro— es una lástima no haber esperado a tener lista la sede definitiva.
—Se ve que no es posible esperar tanto —dijo Rebus.
—Por el solo hecho de que a Dewar se le ha metido entre ceja y ceja. Recuerde cómo se cargó la idea de edificarlo en Calton Hill, simplemente por temor a que se convirtiera en «símbolo nacionalista». Ese puñetero es idiota.
—Yo habría preferido Leith —dijo Rebus.
—¿Por qué? —preguntó Grieve con auténtico interés.
—Por lo mal que está aquí el tráfico, y además para evitar el desplazamiento de prostitutas hasta Holyrood para el desempeño de su oficio.
La carcajada de Cammo Grieve resonó en la sala. Había carpinteros dándole a la sierra y al martillo y un par de obreros silbaba acompañando a una cancioncilla que emitía un transistor. Uno de ellos se golpeó con el martillo y sus maldiciones resonaron en el hemiciclo.
Cammo Grieve miró a Rebus.
—No le ha hecho mucha gracia que le llamase, ¿verdad, inspector?
—Bueno, ya sé que los políticos tienen sus maneras.
Grieve volvió a reírse.
—Me da la impresión de que es mejor que no le pregunte a qué maneras se refiere.
—Va usted mejorando, señor Grieve.
Siguieron caminando y Rebus, que recordaba datos por sus visitas con el CESPP, fue haciendo comentarios para beneficio del parlamentario residente en Londres.
—¿Así que esto será la Asamblea? —preguntó Grieve.
—Justamente. Hay otros seis edificios, casi todos propiedad del ayuntamiento. Uno albergará los servicios colectivos, un segundo está destinado a los parlamentarios y de los demás ya no me acuerdo.
—¿Y salas de reuniones para el comité?
Rebus asintió con la cabeza.
—Al otro lado del puente Jorge IV, frente a los despachos de los parlamentarios; conectadas por un túnel.
—¿Un túnel?
—Para que no tengan que cruzar la calle. Hay que evitar accidentes.
Grieve sonrió. A pesar de todo, Rebus le caía bien.
—Habrá naturalmente un edificio de prensa —aventuró Grieve.
—En Lawnmarket —contestó Rebus.
—Malditos periodistas.
—¿Siguen aún al acecho frente a la casa de su madre?
—Ya lo creo. Cuando voy a verla no dejan de acosarme con las mismas preguntas —dijo mirando a Rebus con expresión deprimida y cansada.
—¿Siguen sin tener idea de quién asesinó a Roddy? —preguntó.
—Ya sabe usted lo que le dije.
—Sí, claro, que prosigue la investigación… y todas esas chorradas.
—Serán chorradas, pero es la verdad.
Cammo Grieve metió las manos en los bolsillos de su abrigo negro estilo Crombie. Tenía aspecto viejo y frustrado y un algo parecido al solemne desencanto vital de Hugh Cordover. Por elegante que fuera su atuendo, tenía el cutis fofo y los hombros caídos y no cesaba de ajustarse el casco blanco obligatorio, que le molestaba. A Rebus le dio la impresión de que era un hombre que había llevado una mala vida.
Estaban en lo alto de la tribuna pública. Grieve quitó el polvo de uno de los bancos para sentarse, arreglando el abrigo a su alrededor. Abajo, en el centro del hemiciclo, había dos individuos examinando unos planos y señalando con el dedo diversos puntos de las obras.
—¿Será un prodigio? —dijo Grieve.
Habían desplegado el plano en un banco de trabajo sujetándolo por sus extremos con dos tazas de café.
—¿Ese olor? —preguntó Rebus sentándose al lado del diputado.
Grieve aspiró el aire.
—Serrín.
—Lo que unos tiran para otros es nuevo. Huele a eso.
—¿Lo que a mí me parece un prodigio a usted le parece una renovación? —dijo Grieve mirándole con aprecio. Rebus se limitó a encogerse de hombros—. Entiendo. A veces es muy fácil encontrar un sentido en las cosas.
Había unos rollos de cable eléctrico y Grieve apoyó los pies en uno de ellos a modo de escabel, se quitó el casco y lo dejó en el banco para atusarse el pelo.
—Podemos empezar cuando usted quiera —dijo Rebus.
—Empezar, ¿qué?
—Algo tendrá que decirme.
—¿Usted cree? ¿Por qué está tan seguro?
—Sería decepcionante que me hubiera traído aquí para servirle de cicerone.
—Bueno, sí, hay una cosa; pero no sé si es relevante… —empezó Grieve mirando las claraboyas del techo—. Es que recibí unas cartas; pero como los diputados recibimos correspondencia de todo tipo de chalados, no les di importancia, aunque se lo confié a Roddy. Probablemente como orientación de lo que se le venía encima, pues en caso de ser diputado también pasaría por esa experiencia.
—¿Él no había recibido ninguna?
—No llegó a decirme que hubiera recibido ninguna, pero sí que noté, no sé… Me dio la impresión cuando se lo conté de que ya tenía noticias de ellas.
—¿Qué decían las cartas?
—¿Las que yo recibí? Que iba a morir por ser un hijo de puta conservador, y en algunas me adjuntaban cuchillas de afeitar por si me animaba a suicidarme.
—Eran anónimas, claro…
—Por supuesto, y con matasellos de diversos lugares. Se ve que el remitente viaja bastante.
—¿Qué dijo la policía?
—No informé a la policía.
—¿Quién más sabía de su existencia, aparte de su hermano?
—Mi secretaria, porque abre mi correspondencia.
—¿Las conserva?
—No, las tiré a la papelera en el acto. El caso es que he llamado a mi despacho y no se ha vuelto a recibir ninguna desde el día en que murió Roddy.
—¿Por respeto al duelo?
Cammo Grieve hizo un gesto escéptico.
—Yo pensaría más bien que ese cabrón se regodea.
—Ya entiendo —dijo Rebus—. Piensa usted que si al autor o autora de los anónimos le anima algún rencor por su familia, optó tal vez por asesinar a su hermano al no poder llegar hasta usted.
—¿Sería necesariamente él?
—No, claro que no —replicó Rebus—. Si le llegan más cartas, me lo comunica. Y no las tire.
—Entendido —dijo Grieve levantándose—. Esta tarde regreso a Londres. Si desea algo, tiene el teléfono de mi despacho.
—Sí, gracias —respondió Rebus sin hacer ademán de levantarse.
—Bien, adiós, entonces, inspector. Y buena suerte.
—Adiós, señor Grieve. Ande con cuidado.
Cammo Grieve se detuvo un instante antes de tirar escalera abajo y Rebus continuó donde estaba, escuchando sierras y martillos.
De vuelta a Saint Leonard hizo un par de llamadas. Sentado a su mesa con el receptor pegado a la oreja examinó los mensajes que le habían dejado. Linford había optado por comunicarse con él mediante notas; en la última decía que estaba interrogando a personas que habían pasado a pie por Holyrood la noche del crimen. Hi-Ho Silvers, con su tesón, había localizado cuatro bares en donde Roddy Grieve estuvo bebiendo solo aquella misma noche. Dos de ellos estaban en el sector oeste, otro en Lawnmarket y el último era precisamente la Holyrood Tavern. Adjuntaba una lista con clientes habituales, hombres y mujeres, a quienes estaba sondeando. Una pérdida de tiempo casi segura, pensó Rebus. Pero él tampoco hacía maravillas siguiendo sus corazonadas.
—¿Es la secretaria del señor Grieve? —inquirió, y a continuación le preguntó sobre los anónimos.
Le dio la impresión por la voz de una joven de veintitantos años o poco más de treinta, y por la manera de explicárselo se imaginó la fiel secretaria. No parecía tener una versión preparada de antemano y él no encontró motivo para pensar lo contrario.
Salvo por una corazonada.
A continuación habló con Seona Grieve, a quien localizó en el móvil y le pareció nerviosa. Fue ella misma quien se lo corroboró.
—Es por el poco tiempo que tenemos para organizar bien la campaña —alegó—. En mi colegio están que trinan porque habían imaginado que no eran más que unos días de permiso por el duelo y ahora les digo que a lo mejor no vuelvo.
—Si sale elegida.
—Sí, claro, con esa pequeña salvedad.
Había mencionado la palabra duelo pero no parecía muy compungida. No tenía tiempo. Quizá fuese lo mejor, olvidar el asesinato. Linford se había preguntado si Seona Grieve tenía un móvil: matar a su marido para ocupar su puesto como vía rápida al Parlamento. Rebus no acababa de verlo claro.
La verdad era que en ese momento no veía nada claro.
—Inspector, no será una simple llamada de cortesía…
—No, perdone, es que quería preguntarle si su esposo recibió alguna carta anónima.
Se hizo un silencio.
—No, que yo sepa.
—¿Le contó a usted que su hermano sí las recibía?
—¡No me diga! No, Roddy nunca me confió nada. ¿Se lo dijo a él Cammo?
—Eso parece.
—Bien, pues es la primera noticia. ¿No cree que, de lo contrario, yo se lo habría dicho?
—Tal vez.
—Si no tiene usted nada más, inspector… —dijo, con tono irritado por la supuesta insinuación.
—No, eso es todo, señora Grieve. Disculpe por la molestia —añadió él en tono neutro sin sentirlo.
Ella lo captó.
—Escuche, le agradezco lo que hace y las molestias que se toma —replicó ella con estilo político melifluo y poco sincero—, así que, naturalmente, llámeme cuando se le ocurra cualquier cosa en que yo pueda serle útil.
—Muy amable por su parte, señora Grieve.
Ella hizo caso omiso del tono irónico de Rebus.
—Bien, si no tiene más preguntas…
Rebus colgó sin añadir palabra.
En el despacho contiguo encontró a Siobhan. Tenía el receptor sujeto entre la mejilla y el hombro y anotaba algo.
—Gracias —decía—. Muy agradecida. Nos vemos, pues; iré con un colega mío —añadió mirando a Rebus—, si no tiene inconveniente —hizo una pausa escuchando—. Muy bien, señor Sithing. Adiós.
El receptor cayó directamente del hombro a su alojamiento en el aparato.
—Bonito truco —comentó Rebus.
—Lo mío me ha costado perfeccionarlo. Dime que es la hora de almorzar.
—Y te invito yo —Siobhan cogió la chaqueta del respaldo de la silla y se la puso—. ¿Vamos a ir a ver a Sithing? —preguntó.
—Esta tarde si te viene bien —él asintió con la cabeza—. Está en esa iglesia y ha dicho que nos veremos allí.
—¿Ha sido muy rastrero?
Siobhan sonrió al pensar cómo ella le había sacado casi a rastras a la calle.
—Bastante, pero le he puesto una buena zanahoria en las narices —dijo ella.
—¿Las cuatrocientas mil libras?
Ella asintió con la cabeza.
—Bueno, ¿adónde me invitas?
—Pues, hay un sitio precioso de Fife…
—O un bocadillo en la cantina —añadió ella sonriendo.
—La elección es dura, pero la vida es así.
—Fife está muy lejos. Tal vez otro día.
—Lo dejamos para otro día —dijo Rebus.
Se sentaron a la mesa en la cocina de la señora Coghill. El primer plato fue la sopa del termo, pero de segundo la señora Coghill había hecho macarrones con queso. Estuvieron a punto de rehusarlos cortésmente hasta que los sacó burbujeantes del horno con su gratinado crujiente de pan rallado.
—Bueno, tal vez unos cuantos.
La anciana les sirvió y los dejó a solas pretextando que ella ya había comido.
—Últimamente no tengo mucho apetito, pero ustedes que son jóvenes… Espero que no dejen nada —añadió señalando la fuente con la cabeza.
Grant Hood inclinó la silla hacia atrás recostándose y se estiró. Había repetido dos veces, pero aún quedaba bastante.
—Vamos, acábalo tú —dijo.
—No puedo más —contestó ella—. Y te digo una cosa, no sé si podré ponerme en pie, así que será mejor que hagas tú el café.
—Vaya indirecta —comentó él echando agua en el hervidor.
El cielo que se veía por la ventana había oscurecido y tenían encendida la luz de la cocina. El viento arrastraba hojas y paquetes de patatas fritas.
—Qué día más repugnante —comentó Hood.
Wylie no le escuchaba. Había abierto un archivador negro que había encontrado antes de comer en el que estaban las transacciones entre el seis de abril de 1978 y el cinco de abril de 1979. El año fiscal de Dean Coghill. Sacó la mitad de los documentos y los desplegó sobre la mesa. Hood fregó los platos y volvió a poner la cazuela en el horno antes de sentarse aguardando a que hirviera el agua; cogió el primer papel.
Media hora más tarde hicieron una pausa. Tenían una lista del personal contratado para la obra en Queensberry House. Ocho nombres. Wylie los anotó en su bloc.
—Hay que localizarlos y hablar con ellos.
—Haces que parezca muy sencillo.
—Es muy posible que algunos sigan trabajando en la construcción —dijo ella empujando la lista hacia Hood.
Este leyó los nombres: los siete primeros escritos a máquina y el octavo añadido a lápiz.
—¿Qué pone aquí, Hutton? —preguntó.
—¿El último? —dijo ella comprobando en su bloc—. Hutton o Hartón, y el nombre de pila Benny o Barry.
—¿Qué hacemos, hablar con todas las constructoras de Edimburgo dando estos nombres?
—Si no, a mirar el listín telefónico.
El hervidor hizo el clic de desconexión y Hood fue a ver si la señora Coghill quería una taza de café, para volver con el volumen de páginas amarillas que abrió por «Empresas constructoras».
—Léeme los nombres —dijo— a ver si hay suerte.
Al tercer nombre, exclamó: «¡Bingo!» señalando un recuadro que decía: «J. Hicks. Ampliaciones, Rehabilitaciones, Transformaciones». Podía corresponder al John Elides de la lista.
—Vale la pena hacer una llamada —añadió.
Wylie cogió el móvil y brindaron con café.
El negocio de John Hicks estaba en Bruntsfield y él se encontraba en una obra en Glengyle Terrace, junto al campo de golf. Era una vivienda con jardín en la planta baja y el hombre estaba atareado transformando un dormitorio grande en dos pequeños.
—Los alquileres han subido —les dijo— y hay gente a quien no le importa vivir en una conejera.
—O no tienen dinero para más.
—Cierto, encanto —respondió Hicks, que era un cincuentón bajito y nervudo, de cabeza apepinada y curtida y espesas cejas negras. Sus ojos chispeaban humor—. Tal como están las cosas en Edimburgo, no va a quedar un solo edificio sin dividir.
—Es trabajo para usted.
—No puedo quejarme —dijo con un guiño—. Me dijeron por teléfono que era algo relacionado con Dean Coghill.
Se oyó un portazo.
—Son estudiantes —explicó Hicks—. Les cabrea que esté aquí de ocho a cinco de la tarde dando golpes —añadió cogiendo un martillo y golpeando un ladrillo.
Wylie le mostró la lista, él echó un vistazo, la cogió y lanzó un silbido.
—Es un viaje al pasado —comentó.
—Tenemos que indagar sobre todos esos nombres.
—¿Por qué? —preguntó el hombre levantando la vista.
—¿No ha leído en el periódico lo de ese cadáver encontrado en Queensberry House? —Hicks asintió con la cabeza—. Lo tapiaron allí a finales de 1978 o en 1979.
Hicks asintió de nuevo.
—La época en que trabajamos nosotros —dijo—. ¿Creen que alguno de los obreros…?
—Estamos llevando a cabo una línea de investigación. ¿Recuerda usted que destaparan la chimenea?
—Ah, sí. Hubo que hacer una cámara de aire. Por eso la destaparon.
—¿Volvieron a tapiarla?
Hicks se encogió de hombros.
—No recuerdo. Debió de hacerse al finalizar la obra, pero realmente no me acuerdo.
—¿Quién la tapiaría?
—Ni idea.
—¿Puede decirnos algo sobre los demás de la lista?
El hombre volvió a leerla.
—Bueno, Bert y Terry trabajaron los dos conmigo en muchas obras. Eddie y Tam lo hacían a tiempo parcial, sin contrato. Vamos a ver… Harry Connors era algo mayor y llevaba mucho tiempo trabajando con Dean por muy poco dinero. Murió un par de años después. Dod McCarthy se marchó a Australia.
—¿No dejó nadie el trabajo durante las obras?
El hombre negó con la cabeza.
—No, estábamos todos cuando se terminaron, si se refiere a eso.
Wylie y Hood cruzaron una mirada: otra hipótesis que se venía abajo.
Hicks seguía mirando la lista.
—Hay un nombre del que no ha dicho nada —dijo Hood.
—Benny Hartón —dijo Wylie.
—Barry Hutton —corrigió Hicks—. Es que Barry sólo estuvo con nosotros en un par de obras. Supongo que era por enchufe de su tío.
—¿Hay algo de él que pueda decirnos?
—No, nada. Sólo que…
—¿Qué?
—Bien, que Barry se ha hecho rico, ¿no es cierto? De todos nosotros es el único que ha hecho fortuna.
Wylie y Hood no entendían nada.
—¿No saben quién es? —preguntó Hicks como sorprendido—. El dueño de Promociones Hutton.
Wylie abrió los ojos por la sorpresa.
—¿Es este Barry Hutton? Es un promotor inmobiliario —añadió mirando a Hood.
—De los más importantes —agregó Hicks—. Quién lo iba a decir, ¿eh? Cuando yo le conocí Barry era un don nadie.
—Señor Hicks, ¿no dijo antes algo de un tío de este Hutton? —preguntó Hood.
—Es que Barry no sabía nada de albañilería y a mí me parece que su tío debió de hablar con Dean para que diera al chico una oportunidad.
—¿Quién era su tío…?
Hicks volvió a mirarles sorprendido sin acabar de creerse semejante ignorancia.
—Bryce Callan —contestó dando otro martillazo en el ladrillo—. Barry es hijo de su hermana. Tienen buenas influencias, claro. No es de extrañar que el chico haya triunfado.