Comieron en el Pataka’s de Causewayside. Ella le preguntó por su hija y Rebus le explicó que estaba en el sur en tratamiento con un fisioterapeuta, pero que no había novedades dignas de mención.
—¿Pero se recuperará?
Hablaban del atropello de Sammy; el conductor se había dado a la fuga. A consecuencia de ello, su hija estaba en una silla de ruedas. Rebus asintió con la cabeza sin decir más por no tentar al destino.
—¿Cómo está Patience?
Rebus se sirvió más lentejas aunque ya había comido bastante y Siobhan repitió la pregunta.
—Curiosilla sinvergüenza —replicó él.
Ella sonrió recordando que la mendiga le había dicho lo mismo.
—Perdona, creí que, por la edad, empezaba a fallarte el oído.
—No, te he oído perfectamente —dijo él levantando un tenedor con lentejas pero sin llevárselo a la boca; lo dejó en el plato.
—A mí me pasa lo mismo —dijo Siobhan—. Como demasiado en los restaurantes indios.
—Yo como demasiado siempre.
—¿Así que habéis roto? —preguntó Siobhan tapándose la cara con el vaso de vino.
—Amigablemente.
—Lo siento.
—¿Cómo deseabas que rompiésemos?
—No, lo digo porque parecíais… —dijo mirando el plato—. Perdona, no digo más que tonterías. A ella sólo la conozco de tres o cuatro veces y me pongo a pontificar.
—No te pareces en nada a un pontífice.
—Te agradezco que lo digas —dijo ella mirando el reloj—. No está mal, dieciocho minutos sin hablar de trabajo.
—¿Es una nueva marca? —comentó él apurando la cerveza—. De tu vida privada casi no hemos hablado. ¿Has vuelto a ver a Brian Holmes?
Siobhan negó con la cabeza y miró inquieta a su alrededor. Había otras tres parejas y un matrimonio con dos hijos. Sonaba música étnica a un volumen que no impedía hablar, aunque garantizaba la intimidad de la conversación.
—Le he visto un par de veces desde que dejó el Cuerpo y luego he perdido su rastro —respondió ella encogiéndose de hombros.
—Según me dijeron, se marchó a Australia con idea de quedarse —dijo Rebus apartando comida hacia el borde del plato—. ¿Tú no crees que deberíamos tratar de investigar si hay relación entre Supertramp y Queensberry House?
Siobhan imitó el ruido de una chicharra y volvió a mirar el reloj.
—Veinte minutos. Has defraudado al equipo, John.
—Venga ya.
—Puede que tengas razón —dijo ella recostándose en el asiento—. Pero el jefe sólo me da un par de días más.
—Bueno, ¿qué otras pistas tienes?
—Ninguna —respondió ella—. Sólo un montón de chalados y cazafortunas que no me sirven.
Apareció el camarero para preguntarles si querían más bebida. Rebus miró a Siobhan.
—Yo he venido en coche —comentó él—, pero tú puedes pedir.
—Bueno, pues tomaré otro vaso de vino blanco.
—Y otra cerveza para mí —dijo Rebus señalando la vacía al camarero—. Sólo es la segunda que tomo y no se me nubla la visión hasta la cuarta o la quinta —añadió para Siobhan.
—Pero habías bebido antes. Lo olí.
—¡Bien por los caramelos de menta extrafuertes!… —farfulló Rebus.
—¿Cuánto tardará en afectar a tu trabajo?
—¿Tú también, Siobhan? —dijo él mirándola enfadado.
—Es algo que me pregunto —añadió ella sin pedirle disculpas.
—Puedo dejar de beber mañana —replicó él encogiéndose de hombros.
—Pero no lo harás.
—No, no lo haré. Ni dejaré de fumar, ni de decir tacos, ni de hacer trampa en los crucigramas.
—¿Haces trampa en los crucigramas?
—Como todo el mundo —respondió él mirando a una de las parejas que se levantaba para marcharse. Salieron cogidos de la mano—. Qué gracia —dijo.
—¿El qué?
—Al marido de Lorna Grieve también le interesa Rosslyn.
—Vaya manera de cambiar de tema… —comentó ella con un bufido.
—Figúrate si estaría interesado que compraron una casa en el pueblo —prosiguió él.
—¿Y qué?
—Puede que conozca al señor Sithing y que sea incluso miembro de los Caballeros.
—¿Y qué?
—Pareces un disco rayado, ¿sabes? —replicó él mirándola hasta que ella musitó un «perdona» antes de dar un sorbo de vino—. Ese interés por Rosslyn conecta a Supertramp con mi caso de homicidio. Y el mendigo también podría haber tenido algún interés por Queensberry House.
—¿Vas a hacer un solo caso de tres?
—Lo único que digo es que hay…
—Conexión, ya. Los típicos seis grados de diferencia.
—¿Los típicos, qué?
—Bueno, a ti no te dice nada porque no es de tu época —replicó ella mirándole—. Todos los habitantes de la tierra están relacionados con otra persona por seis únicos enlaces —añadió ella haciendo una pausa—. Estoy convencida de ello.
Al llegar el segundo vaso de vino Siobhan apuró el primero.
—Al menos valdría la pena hablar con Sithing.
—A mí me causó muy mala impresión —dijo ella arrugando la nariz.
—Puedo acompañarte, si quieres.
—¿Qué es lo que quieres, subirte a mi caso? —dijo ella sonriendo para hacerle ver que bromeaba. Aunque, en el fondo, no estaba segura.
Después de la cena Rebus le preguntó si le apetecía tomarse la última en Swany’s pero ella negó con la cabeza.
—No quiero inducirte a la tentación.
—Entonces te acompaño a casa —dijo Rebus dirigiéndose al Saab y haciendo un gesto de despedida en dirección a las potentes luces del bar propuesto.
Una aguanieve rasante azotaba Causewayside. En cuanto subieron al coche encendió el motor y comprobó que la calefacción estaba al máximo.
—¿Has visto el tiempo que ha hecho hoy?
—¿Por qué?
—Pues porque ha hecho frío, ha llovido y hemos tenido viento y sol. Cuatro estaciones en una, por así decir.
—Está claro que Edimburgo da mucho juego —comentó él—. Ah, mira —añadió estirando el brazo hacia la guantera; notó que ella se ponía tensa como si fuera a tocarla. Sonrió y sacó un casete—. Un regalito para ti.
Siobhan se estremeció. Pensó que había querido meterle mano, a ella, que tenía casi la edad de su hija Sammy.
—¿Qué es? —preguntó.
A Rebus le pareció que se había ruborizado pero no podía asegurarlo por la poca luz del coche. Le tendió la funda del casete.
—Crime of the Century [Crimen del siglo] —leyó ella en voz alta.
—Cuando Supertramp estaba en su mejor momento —dijo Rebus.
—Te gusta mucho esta música antigua, ¿eh?
—Y la de la cinta de The Blue Nile que me diste. Seré un carcamal si quieres, pero tratándose de rock no tengo prejuicios.
Fueron a la ciudad nueva. Rebus iba pensando que vivían en una ciudad dividida: la ciudad vieja al sur y la nueva al norte. Dividida además entre el sector este (Hibs FC) y el oeste (Hearts). Una ciudad definida tanto por el pasado como por el presente y que sólo en ese momento, con la construcción del Parlamento, miraba al futuro.
—Crime of the Century —repitió Siobhan—. ¿Qué te sugiere, el del diputado asesinado o mi misterioso?
—No olvides el cadáver de la chimenea. ¿Cuál es tu calle?
—Broughton.
Contemplaban los edificios y los peatones, atentos también a los otros coches que paraban junto a ellos en los semáforos; instinto de polis. La mayoría de la gente se limitaba a vivir su vida, mientras que la vida de un agente de policía formaba parte de la de otras personas. Las calles de Edimburgo estaban tranquilas; era aún pronto para que deambularan los borrachos y el frío retenía a la gente en casa.
—Esta época del año es tremenda para los sin techo —comentó Siobhan.
—Tendrías que ver las celdas en la época de Navidad; los encierran a casi todos.
—No lo sabía —dijo ella mirándole.
—Porque no has estado de servicio en esa época.
—¿Los detienen?
Rebus negó con la cabeza.
—Son ellos los que piden que los encierren para tener comida caliente; luego los soltamos en Año Nuevo.
—Dios, las navidades —comentó ella reclinándose en el reposacabezas.
—¿Te parecen una tontería?
—Mis padres siempre quieren que las pase con ellos.
—Diles que estás de servicio.
—Sería mentirles. ¿Tú qué planes tienes?
—¿Estas navidades? —replicó él pensándolo—. Si me proponen un cambio de turno en Saint Leonard seguramente lo aceptaré. El día de Navidad se pasa muy bien en comisaría.
Ella le miró sin decir nada hasta avisarle que doblara en la siguiente calle a la izquierda. Delante de su casa no había sitio para aparcar; Rebus detuvo el Saab junto a un todoterreno negro reluciente.
—No me digas que es tuyo.
—Para nada.
—Bonita calle —comentó él mirando las casas.
—¿Quieres tomar un café?
Rebus reflexionó un instante recordando cómo se había puesto tensa. ¿Sería por algo relacionado con el concepto que tenía de él, o era un simple problema de Siobhan?
—De acuerdo —contestó al fin.
—Más allá tienes un hueco —dijo ella.
Rebus hizo marcha atrás cincuenta metros y aparcó junto al bordillo. Siobhan vivía en el segundo. El piso estaba perfectamente ordenado, tal como él se lo había imaginado y le agradó ver que había acertado. Adornaban las paredes grabados y carteles de exposiciones de arte, todo bien enmarcado. Tenía una estantería de discos compactos y un buen aparato de música. Además de varios estantes con vídeos, casi todos comedias de Steve Martin y Billy Cristal; y libros: Kerouac, Kesey, Camus y muchos textos jurídicos. Había un sofá verde de dos plazas de diseño funcional y un par de sillones a juego. Por la ventana vio otro piso igual con las cortinas ya echadas y las luces apagadas. Se preguntó si ella no tenía costumbre de correr las cortinas.
Siobhan fue a la cocina a poner el hervidor, y Rebus, una vez terminada la inspección del cuarto, fue a hacerle compañía. Cruzó por delante de la puerta abierta de dos dormitorios y oyó ruido de vasos y cucharillas. Al entrar en la cocina vio que ella abría la nevera.
—Tenemos que hablar de Sithing y del mejor modo de abordarle —dijo Rebus. Siobhan soltó una palabrota—. ¿Qué pasa?
—Que no hay leche —respondió ella—. Creí que tenía en el armarito un cartón de UHT.
—Lo tomaré solo.
—Estupendo —comentó ella acercándose al fogón y abriendo un tarro—. Pues… tampoco hay café.
—No recibes muchas visitas, ¿eh? —dijo Rebus riendo.
—Es que esta semana no he podido ir al supermercado.
—No pasa nada. En Broughton Street hay una tienda de pescado frito y con suerte tendrán café y leche.
—Espera que te dé dinero —dijo ella buscando el bolso.
—Invito yo —añadió él sin aguardar a que lo encontrara.
En cuanto salió Rebus, Siobhan apoyó la cabeza en el armarito. Había escondido el café allí, en el fondo. Necesitaba estar sola un par de minutos. Ella raramente llevaba a su casa a nadie, y era la primera vez que iba John Rebus. Le bastarían un par de minutos a solas para reflexionar. En el coche, cuando estiró el brazo… ¿qué habría pensado él de su reacción? A ella le había parecido que iba a meterle mano, cosa que él nunca había intentado. ¿Por qué se había echado a temblar? Casi todos los compañeros de trabajo se le insinuaban y contaban a veces chistes verdes para ver cómo reaccionaba, pero John Rebus no lo hacía, nunca. Sabía que era raro y tenía problemas pero, pese a todo, Rebus confería cierta solidez a su vida y era alguien en quien podía confiar contra viento y marea.
Algo que no quería perder.
Apagó la luz de la cocina, fue al cuarto de estar y se acercó a la ventana para mirar la calle, pero casi enseguida se puso a ordenar cosas.
Rebus se abrochó la chaqueta, contento de verse al aire libre. Era evidente que a Siobhan no le apetecía que hubiera subido a su casa. También él se había sentido a disgusto. Hay que mantener separado el trabajo de la vida privada. Pero en el Cuerpo era difícil porque bebes con los compañeros y hablas de asuntos que no entienden quienes no son policías. Era un vínculo más fuerte que el simple hecho de estar juntos en la comisaría y salir de servicio en el coche patrulla.
Pero aquella noche sintió que era distinto. Aunque, al fin y al cabo, a él tampoco le gustaban las visitas y nunca había pedido a Siobhan ni a nadie que le invitara a su casa. Tal vez ella era mucho más parecida a él de lo que creía. Quizá era eso lo que la ponía nerviosa.
No, no iba a volver. Se marcharía a casa y llamaría disculpándose. Abrió el coche pero dejó las llaves en el contacto sin ponerlo en marcha. Encendió un cigarrillo. Tal vez sería mejor comprar la leche y el café y dejárselo en la puerta. Sería lo más apropiado. Pero el portal estaba cerrado y tendría que llamar para que le abriera. ¿Y si se lo dejaba en la calle delante de casa…?
No, mejor marcharse.
De pronto oyó ruido y vio que alguien salía de una casa frente a la de Siobhan. Iba por la acera, casi a la carrera pero entonces giró a la izquierda y se metió en un callejón, donde se detuvo. Rebus vio un chorro de orina que mojaba la pared y el vaho que desprendía. Se quedó quieto, sentado en la oscuridad, observando. ¿Sería alguien que salía y no había podido aguantarse? ¿Alguien que tenía estropeado el váter…? El hombre se subió la cremallera y regresó corriendo sobre sus pasos. Rebus pudo verle la cara un instante bajo la luz de una farola antes de que entrara de nuevo en el portal de aquella casa.
Siguió fumando y comenzó a fruncir el entrecejo.
Apagó el cigarrillo en el cenicero y sacó las llaves de contacto. Abrió la puerta sin hacer ruido y no la cerró. Cruzaba la calle prácticamente de puntillas, con las luces apagadas, para evitar la luz de las farolas, cuando pasó un taxi a toda velocidad y tuvo que arrimarse a la barrera protectora de delante de la casa. Llegó al portal y vio que no estaba cerrado con llave como el de Siobhan. Era un edificio menos cuidado y la escalera necesitaba una buena mano de pintura. Había un leve aroma a orina de gato. Cerró despacio la puerta. Otro taxi disimuló el ruido. Se acercó a la escalera y escuchó. Se oía un televisor en algún piso, o quizá fuese una radio. Miró los peldaños de piedra y comprendió que inevitablemente haría ruido al subir. La suela de sus zapatos sonaría como una lija. ¿Se los quitaba? Ni hablar. Además, no creía que el elemento sorpresa fuese estrictamente necesario.
Comenzó a subir.
Cuando llegó al rellano del primer piso y empezó a subir al segundo, oyó pasos que bajaban. Era un hombre con el cuello de la gabardina subido y con las manos en los bolsillos a quien casi no se le veía la cara. Al pasar a su lado lanzó una especie de gruñido sin mirarle.
—Hola, Derek.
Derek Linford bajó dos peldaños más como si no lo hubiera oído, pero enseguida se paró en seco y se volvió hacia él.
—Creí que vivías en Dean Village —añadió Rebus.
—Vengo de casa de un amigo.
—¿Ah, sí? ¿Qué amigo?
—Christie, en el piso de arriba —respondió Linford sin dudarlo.
—¿Christie, qué? —replicó Rebus con una sonrisa burlona.
—¿Qué pretendes? —dijo Linford subiendo un peldaño sin compensar la desventaja al tener a Rebus en un plano más alto— ¿Qué haces aquí?
—¿Acaso ese Christie tiene el váter estropeado o qué?
Linford comprendió la situación pero no atinó a responder.
—No te esfuerces —dijo Rebus—. Los dos sabemos lo que sucede: eres un mirón.
—Mentira.
Rebus chasqueó la lengua.
—La próxima vez dilo con más convicción no sea que te encuentres con una denuncia —dijo.
—¿Y tú, qué? —replicó Linford con desdén—. Has echado un polvete rápido, ¿no? Ya he visto que no has estado mucho rato.
—Si hubieras mirado bien habrías visto que subí al coche. ¿Desde cuándo te dedicas a esto? ¿Crees que a los vecinos no acabará por extrañarles ver a un tío subir y bajar a todas horas?
Rebus descendió unos peldaños para ponerse a la altura de Linford y mirarle a la cara.
—Anda, vete —dijo con voz pausada—. Y no vuelvas. Si se te ocurre, se lo digo a Siobhan y a tu jefe de Fettes. Puede que les gusten los niños bonitos, pero los pervertidos no tanto.
—Sería tu palabra contra la mía.
Rebus se encogió de hombros.
—¿Qué tengo yo que perder? Mientras que tú… Y otra cosa, a partir de ahora el caso lo llevo yo y no quiero que te entrometas, ¿entendido?
—Los jefes no lo aceptarán —replicó Linford sarcástico—. Si no intervengo yo a ti te lo quitarán.
—¿Tú crees?
—Me apuesto lo que quieras —replicó Linford dando media vuelta y bajando la escalera.
Rebus le siguió con la vista y luego subió hasta el descansillo. Desde la ventana se veía el cuarto de estar de Siobhan y uno de los dormitorios. Las cortinas seguían descorridas. Ella estaba en el sofá con la barbilla apoyada en una mano mirando al vacío. La vio muy abatida y pensó que no era cuestión de llevarle café.
La llamó desde el móvil camino de casa pero por su tono de voz no le pareció que se hubiera molestado en exceso. Al llegar al piso se dejó caer en el sillón con un vaso de Bunnahabhain. Westering home [Rumbo a casa] decía la etiqueta de la botella, citando la balada: «Light of me eye and it’s goodbye to care» [He conocido a alguien y todo da igual]. Sí, había probado whiskys que ejercían ese efecto, pero era un falso consuelo. Se levantó a echar un poco de agua y a poner música. Eligió la cinta de The Blue Nile, de Siobhan. Tenía mensajes en el contestador.
Ellen Wylie decía que continuaba la investigación y le recordaba que tenía pendiente darles datos sobre Bryce Callan.
Cammo Grieve quería verle y le indicaba lugar y hora. «Si está de acuerdo no hace falta que me llame. Allí nos veremos».
Bryce Callan hacía tiempo que se había marchado de Edimburgo, pero conocía a alguien que podía informarle, aunque no estaba seguro. Miró el reloj. Se lo había prometido a Wylie y Hood y no era cuestión de fastidiar a los subalternos.
Recordó cómo había fastidiado a Derek Linford y reflexionó al respecto.
Otros diez minutos de The Blue Nile, Walk Across the roogops [Andando por los tejados] y Tinseltown in the Rain [Ciudad de oropel], y decidió que era el momento de dar un paseo, no por los tejados sino en coche. Se dirigió a la poco recomendable zona de Gorgie.
Gorgie era el centro de operaciones de Big Ger Cafferty. Cafferty había sido el gánster más famoso de Edimburgo hasta que Rebus logró encerrarle en la cárcel de Barlinnie. Pero el imperio de Cafferty seguía en pie, quizá aún más floreciente, dirigido por un tipo a quien llamaban el Comadreja. Rebus sabía que el Comadreja estaba al frente de una empresa de taxis en Gorgie, a la que habían prendido fuego tiempo atrás, pero que resurgió de sus propias cenizas. En la entrada había una oficina pequeña, pero el Comadreja tenía el despacho arriba, un despacho que pocos conocían. Eran casi las diez cuando llegó. Aparcó el coche y lo dejó abierto. Lo más probable era que allí estuviese más seguro que en ningún otro sitio de Edimburgo.
En la oficina había un mostrador, una silla y un teléfono, y delante del mostrador un banco para esperar. El que estaba detrás del mostrador miró a Rebus cuando este entró. Hablaba por teléfono dando detalles sobre un servicio al día siguiente por la mañana de Tollcross al aeropuerto. Rebus se sentó en el banco y cogió el periódico de la víspera. El cuarto estaba revestido de paneles de falsa madera y el suelo era de linóleo. El hombre terminó de hablar por teléfono.
—¿Qué desea? —preguntó.
Llevaba el pelo negro tan mal cortado que parecía una peluca que no le favoreciera y en la nariz se apreciaban los golpes del pasado. Tenía los ojos estrechos, almendrados y los dientes que le quedaban estaban torcidos.
Rebus miró a su alrededor.
—Creí que el dinero del seguro daría para más.
—¿Cómo?
—Quiero decir que no está mucho mejor que cuando Tonny Telford le pegó fuego.
—¿Qué quiere? —sus ojos menguaron hasta ser dos meras rendijas.
—Quiero ver al Comadreja.
—¿A quién?
—Escucha, si no está arriba me lo dices, pero no me mientas porque me da la impresión de que lo notaría y no iba sentarme muy bien —dijo Rebus enseñándole el carnet y dirigiéndolo hacia la cámara del vídeo de seguridad que había en un rincón.
Por un altavoz de la pared se oyó decir:
—Henry, que suba el señor Rebus.
Había dos puertas al final de la escalera, pero sólo una de ellas estaba abierta. Daba paso a un pulcro despachito con fax y fotocopiadora, un escritorio con un portátil y el monitor del vídeo de seguridad, más una segunda mesa en la que estaba el Comadreja. Su aspecto era el de siempre, insignificante, pero era quien mandaba en aquella zona de Edimburgo hasta que Big Ger saliera de la cárcel. Peinaba su escaso pelo grasiento hacia atrás desde una frente protuberante y la mandíbula huesuda y la boca pequeña daban a su cara ese aspecto alargado que hacía honor a su apodo.
—Siéntese —dijo.
—Me quedaré de pie —dijo Rebus disponiéndose a cerrar la puerta.
—Déjela abierta.
Rebus apartó la mano de la manija y reflexionó un instante. Notó que la atmósfera estaba cargada y olía a humanidad; luego se acercó a la puerta contigua y llamó tres veces con los nudillos.
—¿Qué tal estáis, muchachos? —la abrió y vio tres hombres alerta—. No voy a tardar mucho —dijo cerrando antes de volver al despacho del Comadreja, que cerró también para quedar los dos a solas.
Al sentarse vio junto a la pared unas bolsas de compra con botellas de whisky.
—Lamento aguaros la fiesta —dijo.
—¿Qué es lo que desea, Rebus? —dijo el Comadreja con las manos apoyadas en los brazos del sillón como dispuesto a incorporarse de un salto.
—¿Estabas tú aquí a finales de los setenta? Sé que tu jefe sí. Pero por entonces el negocio era poca cosa y él comenzaba a hacer sus pinitos. ¿Tú estabas ya con él?
—¿Qué quiere saber?
—Creo que te lo he dicho. Quien partía el bacalao en aquella época era Bryce Callan. No me irás a decir que no sabes quién es.
—Le conozco de oídas.
—Cafferty fue durante un tiempo su fuerza muscular. ¿Lo recuerdas o no? —añadió Rebus ladeando la cabeza con gesto de suficiencia—. Se me ocurrió que era mejor preguntártelo a ti que viajar hasta Barlinnie y hacer perder el tiempo a tu jefe.
—¿Qué quiere preguntarme? —replicó el Comadreja quitando las manos de los brazos del sillón.
Se relajó al ver que el interés de Rebus era por un asunto del pasado y no por algo actual. Pero Rebus sabía que al más mínimo movimiento en falso por su parte, el Comadreja chillaría y entrarían sus hombres en tromba, garantizándole, cuando menos, un viaje a Urgencias.
—Algo sobre Bryce Callan. ¿Tuvo algún enfrentamiento con un constructor llamado Dean Coghill?
—¿Dean Coghill? —repitió el Comadreja frunciendo el entrecejo—. Nunca he oído ese nombre.
—¿Seguro?
El Comadreja dijo que sí.
—A mí me han dicho que Callan le daba quebraderos de cabeza.
—¿De eso hace veinte años? —preguntó el Comadreja y aguardó a que Rebus se lo confirmara—. Entonces, ¿qué diablos tiene que ver conmigo? ¿Por qué tengo que decirle nada?
—Por el aprecio que me tienes.
El Comadreja resopló pero Rebus vio que su expresión cambiaba. Se volvió mirando al monitor pero era demasiado fuerte. Oyó fuertes pisadas lentas en la escalera y la puerta se abrió. El Comadreja se puso en pie y salió de detrás de la mesa. Rebus también se levantó del asiento.
—¡Hombre de paja! —tronó la voz estentórea de Big Ger Cafferty. Llevaba un traje de seda azul y una camisa blanca impecable con los dos primeros botones desabrochados—. Lo que me faltaba para completar el día.
Rebus se había quedado de piedra; por segunda o tercera vez en su vida no sabía qué decir. Cafferty cruzó la puerta llenando el cuarto y pasó rozándole con la agilidad de un felino. Tenía el cutis pálido y arrugado como el de un rinoceronte blanco y el pelo plateado. Al agacharse de espaldas a Rebus, su cabeza apepinada casi desapareció en el cuello de la camisa; al incorporarse sostenía una botella de whisky en la mano.
—Tú y yo vamos a dar un paseíto —dijo cogiendo a Rebus del brazo y llevándole hacia la puerta.
Rebus, sin salir de su asombro, le dejó hacer.
Hombre de paja era como Cafferty llamaba a Rebus.
El coche era un BMW negro de la serie 7. Al lado del chófer iba otro de no menor envergadura y, en el asiento trasero, Cafferty y Rebus.
—¿Adónde vamos?
—No tengas miedo, Hombre de paja —dijo Cafferty dando un trago de whisky, pasándole la botella y eructando ruidosamente. Iban con las ventanillas ligeramente abiertas y el aire azotaba los oídos de Rebus—. Es simplemente un viajecito sorpresa —añadió Cafferty mirando por la ventanilla—. He estado un tiempo fuera y me han dicho que esto ha cambiado. Por Morrison Street hasta la circunvalación oeste —dijo al chófer— y luego a Leith por Holyrood si quieres. Las obras de renovación son música para mis oídos.
—No olvides el nuevo museo.
—¿Qué puede interesarme un museo a mí? —replicó Cafferty mirándole y tendiendo la mano para que Rebus le pasara la botella. Rebus dio un sorbo y se la entregó.
—Me da la terrible impresión de que has salido en plan legal —dijo al fin Rebus.
Cafferty hizo un guiño.
—¿Cómo te las arreglaste?
—Te seré sincero, Hombre de paja. Creo que al director no le gustaba que fuese yo quien organizaba el cotarro. A él le pagan para eso, y sus funcionarios respetaban más a Big Ger que a él —dijo echándose a reír—. El director pensó que fuera estorbaría menos.
—Lo dudo —replicó Rebus mirándole.
—Bueno, tal vez estés en lo cierto. Digamos que el buen comportamiento y un cáncer incurable inclinaron la balanza. ¿Sigues sin creértelo? —añadió mirando a Rebus.
—Quiero hacerlo.
—Sabía que podía contar con tu buena disposición —dijo Cafferty riendo otra vez y dando unos golpecitos a la bolsa de revistas del respaldo del asiento del chófer en la que asomaba un sobre marrón grande—. Ahí están las radiografías —añadió.
Rebus lo cogió, lo abrió y fue mirando los negativos uno por uno a contraluz.
—Son esas zonas más oscuras.
Pero lo que le interesaba a Rebus era el nombre de Cafferty que atisbo en la esquina inferior de las radiografías: Morris Gerald Cafferty. Volvió a meterlas en el sobre. Todo parecía en orden: Hospital de Glasgow, Departamento de Radiología. Devolvió el sobre a Cafferty.
—Lo siento —dijo.
Cafferty sonrió entre dientes y luego dio una palmada en el hombro al que iba de copiloto.
—Rab, no creas que oirás muy a menudo al Hombre de paja decir que lo siente.
El tal Rab se volvió ligeramente y Rebus vio que tenía cabello negro con patillas largas.
—Rab salió una semana antes que yo —dijo Cafferty—. Dentro nos hicimos muy buenos amigos —añadió tocando otra vez el hombro de Rab—. Ya ves, tan pronto estás en el banquillo como en un BMW. No dirás que no te cuido —añadió con un guiño a Rebus—. Rab me sacó de algunos aprietos —comentó repanchigándose en el asiento y dando otro trago de whisky mientras miraba los edificios—. Desde luego, Edimburgo ha cambiado bastante, Hombre de paja. Han cambiado muchas cosas.
—¿Tú no?
—En la cárcel la gente cambia, lo habrás oído decir, ¿no? En mi caso me ha obsequiado con un cáncer —añadió con gesto de despecho.
—¿Te han dicho cuánto tiempo…?
—Bah, no nos pongamos sensibleros. Toma —añadió pasándole la botella y guardando el sobre de las radiografías en la bolsa del asiento—. Lo bueno es estar fuera y me da igual por lo que haya sido. Estoy aquí y basta —añadió volviendo a mirar por la ventanilla—. Me han dicho que la construcción no para.
—Compruébalo.
—Eso pienso hacer —dijo con una pausa—. ¿Sabes? Es agradable estar los dos aquí echando un trago y hablando de los buenos tiempos…, pero ¿qué demonios hacías en mi oficina?
—Preguntándole algo al Comadreja sobre Bryce Callan.
—Uf, ese pasó a la historia.
—No creo, está en España, ¿no es cierto?
—¿Ah, sí?
—Si no me equivoco tú seguías pasándole un porcentaje.
—¿Por qué iba a hacerlo? El tiene familia, ¿no? Que le cuiden ellos —dijo Cafferty rebulléndose en el asiento como si le molestara la simple mención del nombre de Callan.
—No quiero aguar la fiesta —dijo Rebus.
—Estupendo.
—Si me dices lo que quiero dejamos el tema.
—Dios, hombre, ¿siempre ha sido tan molesto?
—He estado tomando clases mientras tú estabas dentro.
—Pues tu maestro merece un premio. Bien, pregunta de una vez.
—Se trata de un constructor llamado Dean Coghill.
—Le conocí —afirmó Cafferty con un gesto.
—En Queensberry House ha aparecido un cadáver.
—¿En el antiguo hospital?
—Parte del edificio va a ser sede del Parlamento —dijo Rebus sin dejar de observar a Cafferty. Estaba cansado físicamente pero el cerebro le bullía, reponiéndose de la sorpresa—. El cadáver llevaba allí veintitantos años, desde las obras en el setenta y ocho y el setenta y nueve.
—¿Y las hizo la empresa de Coghill? —preguntó Cafferty al tiempo que asentía—. La verdad, entiendo lo que buscas, pero ¿qué tiene que ver con Bryce Callan?
—Es que me han contado que Callan y Coghill estaban a malas.
—Si así era, Coghill se habría quedado sin un par de manos. ¿Por qué no le preguntas a Coghill?
—Ha muerto —Cafferty se volvió hacia Rebus—. De muerte natural.
—La gente se muere, Hombre de paja, pero tú siempre andas desenterrando cadáveres. Estás con un pie en el pasado y otro en la tumba.
—Te prometo una cosa, Cafferty.
—¿Qué?
—Que cuando te entierren a ti no pienso aparecer con una pala. Tu cadáver es uno de los que me alegrará que se pudra.
Rab volvió despacio la cabeza y clavó en Rebus sus ojos fríos.
—Ahora le has molestado, Hombre de paja —dijo Cafferty dando una palmadita en el hombro a su guardaespaldas—. Y yo no puedo por menos de ofenderme —añadió taladrando a Rebus con la mirada—. Quizá en otra ocasión, ¿eh? ¡Para! —bramó inclinándose hacia el chófer, que inmediatamente dio un frenazo.
Sin que le dijeran más, Rebus abrió la puerta y se encontró en West Port. El coche arrancó a todo gas y la puerta se cerró sola. Se dirigió al Grassmarket y después a Holyrood. Cafferty había dicho que quería ver Holyrood, centro de los cambios en la ciudad. Se restregó los ojos. Precisamente ahora Cafferty volvía a entrar en su vida, pero recordó que él no creía en coincidencias. Encendió un cigarrillo y fue hacia Lauiston Place; podía cruzar por los Meadows y llegar a casa en un cuarto de hora, pero había dejado el coche en Gorgie. Bueno, que se quedara allí hasta el día siguiente: el mejor producto británico para quien quisiera robarlo.
Pero al llegar a Arden Street se lo encontró en doble fila con una nota que decía que lo habían cambiado de sitio para que pudiera salir el autor de dicha nota. Comprobó la portezuela y vio que no estaba cerrada con llave ni había ninguna en el contacto. La tenía él en el bolsillo.
Era obra de los hombres de Cafferty.
Lo habían hecho simplemente para demostrarle que podían.
Subió al piso, se sirvió un whisky y se sentó en el borde de la cama. Vio que no había mensajes en el contestador. Lorna no había intentado localizarle, y sintió una mezcla de alivio y de decepción. Miró las sábanas y a su mente acudieron recuerdos deslavazados, sin orden ni concierto. Ahora volvía a tener en Edimburgo a su bestia negra dispuesto a recuperar su imperio. Fue a la puerta y echó la cadena, pero se detuvo a medio camino del cuarto de estar.
«¿Qué haces, hombre?».
Volvió sobre sus pasos y la quitó. Cafferty no se andaría con miramientos. Tenía cuentas que saldar y él era una de ellas. No importaba. Cuando Cafferty llegara, le estaría esperando.