Dean Coghill había muerto y la empresa ya no existía. El edificio lo ocupaba ahora una empresa consultora de diseño y en el antiguo almacén de materiales de construcción se alzaba un bloque de viviendas de tres plantas. Hood y Wylie lograron finalmente averiguar la dirección de la viuda.
—Tantos muertos… —comentó Grant Hood.
—En la especie humana, la esperanza de vida del varón es inferior a la de la hembra —dijo Ellen Wylie.
Como no pudieron averiguar el teléfono de la viuda de Coghill fueron al último domicilio conocido.
—Ya verás como ha muerto o vive de su pensión en Benidorm —comentó Wylie.
—¿Tú crees que hay alguna diferencia? —replicó él.
Wylie sonrió, aparcó junto al bordillo y echó el freno de mano; Hood entreabrió la puerta y miró hacia abajo.
—Vale —dijo—, desde aquí al bordillo puedo ir andando.
Wylie le dio un codazo. «Hematoma seguro», pensó él.
La señora Coghill era una mujer bajita y dinámica de setenta y tantos años. No sabían si iba a salir o esperaba visitas porque la encontraron impecablemente vestida y arreglada. Al hacerles pasar al cuarto de estar oyeron ruido en la cocina.
—Es la asistenta —dijo ella, y Hood estuvo a punto de preguntarle si se arreglaba para recibir a la asistenta, pero pensó que estaba de más.
—¿Quieren tomar una taza de té u otra cosa?
—No, gracias, señora Coghill —dijo Ellen Wylie sentándose en el sofá.
Hood permaneció de pie y la anciana se arrellanó en un sillón tan grande como para tres. Hood miró unas fotos enmarcadas de la pared.
—¿Es este el señor Coghill? —preguntó.
—Ese es Dean. Todavía le echo de menos.
Hood pensó que el sillón que ocupaba la viuda debía de ser el de su difunto esposo. En las fotos se veía a un hombre robusto, de brazos y cuello fuertes, con la espalda recta, que sacaba pecho y escondía la barriga. A juzgar por su rostro tuvo que ser buena persona siempre que no le buscaran las pulgas. Su pelo, corto, era plateado, y lucía un collar y una pulsera en la muñeca izquierda y un grueso Rolex en la derecha.
—¿Cuándo murió? —preguntó Wylie en el tono que acostumbraba utilizar en aquellas circunstancias.
—Pronto hará diez años.
—¿De enfermedad?
—Él ya padecía del corazón, estuvo hospitalizado y le vieron especialistas, pero Dean era incapaz de parar, ¿saben? Su trabajo antes que nada.
—Para algunas personas es difícil parar —comentó Wylie asintiendo despacio con la cabeza.
—¿Tenía algún socio, señora Coghill? —preguntó Hood, que se había sentado en el brazo del sofá.
—No —dijo la anciana haciendo una pausa—. Dean tenía sus miras en Alexander.
Hood volvió la cabeza hacia las fotos: el matrimonio con un chico y una chica en diversas etapas, desde la adolescencia hasta los veinte años aproximadamente.
—¿Su hijo? —preguntó.
—Pero Alex tenía otros proyectos. Está casado, en Estados Unidos. Trabaja de vendedor de coches, automóviles, como les dicen allí.
—Señora Coghill —dijo Wylie—, ¿conocía su marido a un tal Bryce Callan?
—¿Es ese el motivo de su visita?
—¿Así que le conoce?
—Era un gánster o algo así, ¿no?
—Desde luego, eso decían.
La anciana se levantó y fue a toquetear unos cachivaches de la repisa de la chimenea: gatitos de porcelana jugando con madejas y pelotas y spaniels de orejas gachas.
—¿Hay algo que quiera decirnos, señora Coghill? —preguntó pausadamente Hood mirando a Wylie.
—Ya ha pasado mucho tiempo, ¿no es cierto? —respondió la anciana con voz trémula sin volverse hacia ellos. Wylie pensó si no tomaría calmantes para los nervios.
—No se lo calle, señora Coghill —dijo ella.
La viuda siguió ocupada con las figuritas mientras hablaba.
—Sí, Bryce Callan era un matón. Si no pagabas, tenías problemas. Desaparecían herramientas, aparecían rajados los neumáticos de la camioneta o destruían la obra por las buenas, pero no eran unos gamberros cualquiera, sino los hombres de Bryce Callan.
—¿Su marido pagaba protección a Bryce Callan?
—Ustedes no saben cómo era mi Dean —respondió la anciana volviéndose—. Él era el único capaz de enfrentarse a Callan, y yo creo que fue eso lo que le mató. Esa preocupación, aparte del exceso de trabajo… Fue como si Bryce Callan le hubiera oprimido el pecho secándole el corazón.
—¿Su marido le dijo eso?
—No, por Dios. Él no me decía una palabra porque no quería mezclarme en el negocio. La familia de un lado y el trabajo de otro, decía él. Por eso puso una oficina, para no traerse trabajo a casa.
—Quiso que la familia se mantuviera aparte del negocio —dijo Wylie—, pero había puesto sus miras en Alex.
—Eso fue al principio, antes de que apareciera Callan.
—Señora Coghill, ¿sabe usted que ha aparecido un cadáver en una chimenea de Queensberry House?
—Sí.
—La empresa de su marido hizo obras allí hace veinte años. ¿Cree usted que hay algún archivo o alguien que trabajase con su esposo con quien podamos hablar?
—¿Creen que tiene algo que ver con Callan?
—Antes que nada hay que identificar el cadáver —dijo Hood.
—¿Recuerda si su marido trabajó allí, señora Coghill? —preguntó Wylie—. ¿No le mencionaría acaso que había desaparecido un obrero…?
La señora Coghill negó con la cabeza y Wylie miró a Hood, que sonreía. Sí, claro, habría sido demasiado sencillo. Tenía la impresión de que era uno de esos casos en que no acompaña la suerte.
—Hacia el final él trajo aquí sus cosas —dijo la anciana—. Tal vez eso les sirva de ayuda.
Al preguntar Wylie a qué se refería, la mujer les dijo que la acompañasen.
—Yo no tengo carnet de conducir —dijo la anciana— y vendí los dos coches de Dean; tenía dos, uno para el trabajo y otro para ir de paseo —añadió con una sonrisa evocando algún recuerdo.
Cruzaban el camino de entrada de la casa que era un bungaló alargado en Frogston Road con vistas al sur de las cimas nevadas de los montes Pentland.
—Este doble garaje lo construyó su empresa —continuó la señora Coghill—, y ampliaron también la casa con dos habitaciones a cada lado.
Los dos agentes asintieron, intrigados de que les condujera al garaje. La anciana abrió una puerta lateral, encendió la luz y vieron un gran espacio lleno de cajones, muebles de oficina y herramientas. Había piquetas, palancas, martillos y cajas con tornillos y clavos; dos taladradoras, un par de neumáticos y hasta cubetas metálicas con restos de cemento. La señora Coghill puso la mano sobre una de las cajas de té.
—Los papeles están aquí. Y tiene que haber también un archivador en algún sitio…
—¿Debajo de esa manta? —aventuró Wylie señalando un rincón.
—Si quieren saber detalles sobre Queensberry House, tienen que estar por aquí.
Wylie y Hood cruzaron una mirada.
—Otro trabajito para el equipo de arqueólogos —comentó ella.
Hood asintió con la cabeza y miró a su alrededor.
—Señora Coghill, ¿hay calefacción en el garaje?
—Les traeré una estufa eléctrica.
—Dígame dónde la tiene y yo la cogeré —dijo Hood.
—¿A que ahora sí que quieren esa taza de té? —añadió la anciana, que parecía encantada de tener compañía.
Siobhan Clarke miraba en su despacho los efectos personales de la bolsa del mendigo «Supertramp», esparcidos ante ella en la mesa; la cartilla de la caja de ahorros, la cartera (entregada no sin protestas por su último dueño) y las fotos. Tenía también un montón de cartas de chiflados y mensajes telefónicos, tres de ellos de Gerald Sithing.
Era un periódico sensacionalista el que había acuñado el nombre de Supertramp. En un artículo también sacaron a relucir el escándalo en la escalinata de la iglesia y una foto de Dezzi. Siobhan sabía que los buitres andarían buscando a la mendiga para hacerle una entrevista a cambio de alguna cantidad sustanciosa, y cabía la posibilidad de que ella les hablase de la cartera. No le ofrecerían un cheque, pues dudaba mucho que Dezzi tuviera cuenta bancaria, pero harían periodismo «en metálico». Y si localizaban también a Rachel Drew, ella no le haría ascos a un buen cheque. Más carnaza para los lectores y los cazafortunas.
Mientras el caso fuese noticia no dejarían de lloverle cartas.
Se levantó y estiró la espalda hasta sentir crujir las vértebras. Eran más de las seis y no quedaba nadie en el DIC. Habían tenido que cambiar las mesas, por dar prioridad al caso Grieve, y la suya había quedado al fondo, en un rincón de la habitación larga y estrecha, lejos de las ventanas. Claro que Hood y Wylie estaban peor, sin luz natural y en una caja de zapatos. Aquella misma tarde, el comisario le había dicho de un modo terminante que le daba unos días más para investigar, pero que si no descubría la identidad de Supertramp darían carpetazo al caso. El dinero sería para Hacienda y el misterio de Mackie pasaría a la historia.
—Tenemos trabajo importante —le había dicho su jefe, que parecía estar al borde del infarto—, y los mendigos se suicidan todos los días.
—Pero no en circunstancias extrañas, señor —osó ella replicar.
—El dinero no es ninguna circunstancia extraña, Siobhan. Es simplemente un misterio, pero la vida está llena de misterios.
—Sí, señor.
—Lleva demasiado tiempo con John Rebus.
—¿Qué quiere decir? —preguntó ella frunciendo el entrecejo.
—Quiero decir que está buscando algo que seguramente no existe.
—El dinero existe. Lo llevó él mismo en metálico a una caja de ahorros y luego estuvo viviendo sin blanca.
—Un rico excéntrico. El dinero hace que la gente haga cosas raras.
—Borró su pasado, como si ocultara algo.
—¿Cree que es dinero robado? ¿Y por qué no lo gastó?
—Ese es otro interrogante, señor.
Su jefe suspiró y se rascó la nariz.
—Tiene unos días más, Siobhan. ¿De acuerdo?
—Sí, señor… —le había contestado ella.
—Buenas a todos.
Rebus estaba en la puerta.
—¿Cuánto tiempo llevas ahí? —preguntó ella mirando el reloj.
—¿Cuánto tiempo hace que miras a la pared? Siobhan advirtió de pronto que estaba en el centro de la sala mirando las fotos del lugar del crimen del caso Grieve.
—Soñaba. ¿Qué haces aquí?
—Lo mismo que tú, trabajar —respondió él entrando en el DIC y apoyándose en una mesa con los brazos cruzados. «Lleva demasiado tiempo con John Rebus».
—¿Cómo va el caso Grieve? —preguntó ella.
Rebus se encogió de hombros.
—¿No tendrías que preguntar primero qué tal está Derek?
Ella se volvió un poco, levemente ruborizada.
—Perdona —dijo él—. Ha sido de mal gusto, incluso viniendo de mí.
—No congeniamos —añadió ella.
—A mí me sucede igual.
—¿Es Derek el problema o eres tú? —preguntó ella volviéndose hacia él.
Rebus puso cara de pena, hizo un guiño y fue al fondo de la sala por entre las filas de mesas.
—¿Todo esto son las pertenencias del mendigo? —preguntó.
Ella le siguió hacia el escritorio. Olía a whisky.
—Le llaman Supertramp.
—¿Quién?
—Los de la prensa.
Rebus sonrió y ella le preguntó por qué.
—Yo fui una vez a un concierto de Supertramp en el Usher Hall, creo.
—Eso fue antes de mis tiempos —dijo ella.
—Bueno, ¿qué pasa con ese Supertramp?
—Se trata de alguien que tenía una fortuna, pero que no podía gastarla o no quería hacerlo, y cambió de identidad. Mi hipótesis es que huía de algo.
—Tal vez —comentó Rebus revolviendo entre los objetos de la mesa.
Siobhan cruzó los brazos y le miró enojada, pero él no lo advirtió. Abrió la bolsita de pan y sacó la maquinilla de afeitar, un trozo de jaboncillo y un cepillo de dientes.
—Era un hombre organizado —comentó—. Se agenció un neceser para su higiene personal.
—Es como si representara un papel —añadió ella.
Rebus alzó la vista al notar el tono que había empleado.
—¿Qué sucede? —preguntó.
—Nada —replicó ella, pensando: «Es mi caso, mi mesa».
Rebus cogió la fotografía hecha en comisaría.
—¿Por qué le detuvieron?
Ella se lo explicó y él se echó a reír.
—La pista se remonta sólo hasta mil novecientos ochenta, fecha de nacimiento de «Chris Mackie».
—Habla con Hood y Wylie, que están comprobando las personas desaparecidas en el setenta y ocho y el setenta y nueve.
—Sí, a lo mejor.
—Pareces cansada. ¿Qué tal si te invito a cenar?
—¿Para hablar de trabajo? Pues vaya cambio…
—Yo tengo un repertorio de temas de conversación muy variado.
—Dime tres.
—Los bares, el rock «progre» y…
—No te esfuerces.
—La historia de Escocia. Últimamente he estado leyendo.
—No me digas. Además, los bares donde tú vas a charlar, no es un tema de tu conversación.
—Te hablaré sobre ellos.
—Estás obsesionado.
—¿Quién es este señor Sithing? —preguntó Rebus, que hojeaba los mensajes.
Ella puso los ojos en blanco.
—Se llama Gerald y se presentó esta mañana. No será el único ni el último.
—¿Tenía mucho interés en hablar contigo?
—Una vez y basta.
—Cruje la madera y salen los monstruos, ¿no es eso?
—Tengo la impresión de que citas alguna canción.
—No es una canción, es un clásico. Bueno, ¿quién es este Sithing?
—El jefe de un grupo de chiflados que se denominan a sí mismos Caballeros de Rosslyn.
—¿El Templo de Rosslyn?
—Eso mismo. Dice que Supertramp era un acólito.
—No parece verosímil.
—No, aunque creo que sí se conocían. Lo que no veo claro es que Mackie le dejara el dinero al señor Sithing.
—¿Quiénes son los Caballeros de Rosslyn?
—Unos que creen que hay algo enterrado bajo el suelo de la iglesia y que cuando llegue el nuevo siglo se revelará y ellos serán los primeros en saberlo.
—Yo estuve allí el otro día.
—No sabía yo de tu interés por Rosslyn.
—No es eso. Es que Lorna Grieve vive en los alrededores —dijo Rebus, que había fijado su atención en el periódico que Mackie llevaba en la bolsa—. ¿Estaba doblado así? —inquirió.
El periódico estaba mugriento como si lo hubiesen sacado de la basura. Lo habían abierto y doblado por una página interior.
—Creo que sí —contestó ella—. Sí, ya estaba así de arrugado.
—No, Siobhan, arrugado no. Mira el artículo por el que está abierto.
Ella miró y vio que era la noticia sobre «el cadáver de la chimenea». Le arrebató el diario y lo desplegó.
—Podría ser por otro cualquiera de estos.
—¿Cuál? ¿Ese de la congestión de tráfico o el del médico que receta Viagra?
—Sin dejarte el anuncio sobre la Nochevieja en Count Kerry —dijo ella mordiéndose el labio inferior y pasando hojas hasta la primera página en la que aparecía la noticia del asesinato de Roddy Grieve.
—¿Ves tú algo que a mí se me escapa? —preguntó pensando en las palabras del jefe: «Anda buscando algo que seguramente no existe».
—A mí me parece que a Supertramp le interesaba lo de Mojama. Deberías interrogar a los que lo conocieron.
Rachel Drew del albergue, Dezzi, la que calentaba la hamburguesa en el secador de los servicios, y Gerald Sithing. No era una perspectiva muy halagüeña.
—Tenemos en Queensberry House un cadáver de finales del setenta y ocho o de principios del setenta y nueve —dijo Rebus—. Un año más tarde nace Supertramp —añadió alzando un dedo de la mano derecha—. Y, de pronto, Supertramp decide suicidarse al leer en el periódico que ha aparecido un cadáver en una chimenea —alzó un dedo de la mano izquierda y lo juntó con el otro.
—Ten cuidado, que eso es una grosería en algunos países —comentó ella.
—¿No encuentras cierta relación? —parecía decepcionado.
—Siento jugar a Sully contigo, Mulder, pero ¿no será que ves conexiones en este caso porque en el tuyo no vislumbras ninguna solución?
—Lo que en otras palabras significa: «No metas la nariz en mis asuntos, Rebus».
—No, es que yo… —dijo ella frotándose la frente—. Yo sólo sé una cosa.
—¿Cuál?
—Que no he comido nada desde el desayuno —respondió mirándole—. ¿Sigue en pie esa invitación?