Los pasillos del hospital tenían una buena insonorización y las enfermeras cruzaban las puertas como flechas mientras los médicos, con sus tablillas sujetapapeles, hacían la ronda. No había camas, sólo salas de espera, cuartos de reconocimiento y despachos. A Derek Linford no le gustaban los hospitales porque había visto morir a su madre en un hospital. Su padre aún vivía pero casi no se hablaban; sólo se llamaban alguna vez por teléfono. En cuanto él tuvo edad de votar y votó a los conservadores, se ganó el repudio del padre. Así era el hombre, tozudo y lleno de rencor absurdo. Derek le había objetado con sorna: «¿Cómo vas a ser tú de la clase trabajadora si hace veinte años que no trabajas?». Era cierto, cobraba una pensión de invalidez permanente por un accidente en la mina. Una invalidez que aparecía a su conveniencia, pero nunca cuando iba al pub con sus amigos. Mientras, la madre se dejó la piel en la fábrica hasta que la enfermedad se la llevó por delante.
Derek Linford había hecho carrera no a pesar de sus orígenes sino precisamente por ellos, ascendiendo en la jerarquía para fastidiar a su padre y hacerle saber a su madre que era él quien tenía razón. El viejo, no tan viejo a sus cincuenta y ocho años, seguía viviendo en una casa pareada, de protección oficial. Linford pasaba a veces en coche por delante de ella, aminorando la marcha sin importarle que le viera. A veces un vecino le saludaba con la mano al reconocerle. ¿Se lo contaría a su padre? «Vi a Derek el otro día por aquí. ¿Así que seguís viéndoos…?». Se preguntaba cuál sería la reacción de su padre; un gruñido, seguramente, y vuelta a enfrascarse en las páginas de deportes y en sus crucigramas rápidos. Cuando él era estudiante su padre se dedicaba a preguntarle vocablos para rellenar el crucigrama y él se estrujaba el cerebro, pero cualquier respuesta que le daba siempre estaba mal. Tardó tiempo en darse cuenta de que el viejo se inventaba las palabras y que siempre que él sugería alguna le replicaba: «No burro, eso no es», y le daba como solución una palabra que no existía en el diccionario.
Aquel no era el hospital donde había muerto su madre. En su último momento, con la respiración ya débil, la mujer le cogió la mano, diciéndole con la mirada que no le importaba dejar este mundo. Estaba gastada como una máquina a punto de estropearse del todo, a ella le habían faltado cuidados. El viejo estaba a los pies de la cama con un ramo de claveles del jardín de un vecino y unos libros que había sacado de la biblioteca; unos libros que ella ya no podría leer nunca.
No era de extrañar que detestara los hospitales. Sin embargo al ingresar en el Cuerpo había pasado muchas horas en hospitales aguardando las curas de víctimas y agresores para hacer el atestado. Sabía lo que era la sangre y los vendajes, había visto caras tumefactas, miembros retorcidos; había asistido a la sutura de una oreja y un día contempló un hueso grisáceo que salía de una pierna destrozada. Accidentados de tráfico, víctimas de atracos, mujeres violadas.
No era de extrañar.
Al fin dio con la sala de espera para familiares. Un lugar recogido para los parientes que «aguardan noticias de sus seres queridos», como había señalado la recepcionista. Pero nada más abrir la puerta le asaltó el ruido sordo y entrecortado de una máquina expendedora, le envolvió una nube de humo de tabaco y le deslumbró el resplandor de un televisor. Había dos mujeres de mediana edad fumando como descosidas que le miraron un instante para volver a fijar su atención en el programa de la tele.
—¿La señora Ure?
—Usted no es el médico —dijo una de ellas, aunque se volvieron a mirarle las dos.
—No —respondió a la que había hablado—. ¿Es usted la señora Ure? —preguntó.
—Lo somos las dos. Yo soy su cuñada.
—¿Quién es la señora Archie Ure?
—Soy yo —respondió la que no había dicho nada poniéndose en pie; al ver que llevaba en la mano el cigarrillo lo apagó.
—Soy el inspector de policía Derek Linford y vengo a ver si se puede hablar con su marido.
—Póngase a la cola —dijo la cuñada.
—Lamento que… ¿Es grave?
—Ya había tenido problemas cardíacos —contestó la esposa de Archie Ure—, nunca dejó de trabajar por aquello en lo que creía.
Linford asintió con la cabeza. Estaba al corriente de quién era Archie Ure, jefe del Departamento de Urbanismo del ayuntamiento y concejal desde hacía más de veinte años, un miembro del laborismo histórico, muy apreciado entre sus amigos y verdadera espina para algunos «reformistas». Ure había publicado en el Scotsman hacía un año más o menos unos artículos que le causaron problemas con el partido, pero, después del rapapolvo, había presentado su candidatura a un escaño en el Parlamento escocés sin pensar probablemente en la posibilidad de que surgiera un arribista como Roddy Grieve capaz de arrebatarle el nombramiento oficial del partido. A él que, en la campaña del setenta y nueve había trabajado como nadie, veinte años después el partido le relegaba a un segundo puesto en la lista de una circunscripción y la promesa de un cargo junto al primero de la lista.
—¿Van a operarle? —preguntó Linford.
—¿No te digo? —replicó la cuñada mirándole furiosa—. ¿Cómo demonios vamos a saber nosotras si le operan? Los de la familia son los últimos en enterarse —añadió levantándose.
Linford dio un paso atrás. Eran unas mujeronas adictas a la dieta escocesa: tabaco y manteca, con zapatillas deportivas y cinturillas elásticas con corpiños a juego, capaces probablemente de tumbarle de un puñetazo.
—Sólo pretendía saber…
—¿Qué es lo que quería saber? —preguntó la esposa secundando la ira de su compañera y cruzando los brazos—. ¿Qué quiere de mi Archie?
«Hacerle unas preguntas… porque es sospechoso de homicidio». No, eso no podía decírselo. Hizo un gesto evasivo.
—Puedo esperar —dijo.
—¿Tiene algo que ver con Roddy Grieve? —preguntó la mujer. Pero a aquello tampoco podía contestar—. Ya me lo figuraba. Por culpa suya está aquí mi Archie. Dígale a la guarra de la viuda que no lo olvide. Y si mi Archie…, si acaso… —añadió bajando la cabeza y rompiendo en sollozos mientras su cuñada le pasaba un brazo por los hombros.
—Vamos, Isla, se pondrá bien. ¿Ya está contento? —dijo la cuñada mirando a Linford, que dio media vuelta dispuesto a marcharse.
Pero se detuvo.
—¿Qué quiso decir con que es culpa de Roddy Grieve?
—Pues que muerto Grieve, Archie habría debido sustituirle en la lista.
—¿Y bien?
—Pero ahora la viuda ha propuesto su nombre a la candidatura sabiendo que esos cabrones del comité lo aceptarán. Ay, sí, Isla, han vuelto a joderle, a joderle como siempre. Jodido hasta la hora de su muerte.
—Francamente, sería absurdo que no lo hicieran.
Después del hospital, el bar especializado en vinos de High Street era un desahogo. Linford dio un sorbo a su Chardonnay frío y preguntó a Gwen Mollison por qué. Mollison era alta, con pelo rubio largo y rondaría los treinta y cinco años. Usaba gafas de montura metálica que agrandaban sus ojos bien poblados de pestañas y en aquel momento jugueteaba con el móvil que había dejado en la mesa entre ellos dos junto a una abultada agenda de anillas. Miraba incesantemente a un lado y a otro como si esperase ver a algún amigo o conocido. Linford iba preparado y sabía que Mollison era la número tres del departamento de viviendas de protección oficial del ayuntamiento. No tenía el curriculum de Roddy Grieve, ni la veteranía de Archie Ure, y por eso no había logrado el nombramiento, pero se le auguraba un brillante porvenir. Era de origen proletario y nueva laborista hasta la médula; hablaba bien en público y tenía buena presencia. Aquel día vestía un conjunto de chaqueta y pantalón de lino color crema, tal vez de Armani. Linford había reconocido en ella un alma gemela y arrimó el móvil cuarenta centímetros al suyo.
—Es un golpe de efecto de relaciones públicas —dijo Mollison.
Tenía delante un vaso de Zinfandel pero también había pedido agua mineral y hasta el momento era lo único que había bebido. A Linford le gustó la táctica: no ser un abstemio, pedir alcohol, pero ingeniárselas de algún modo para consumir sólo agua mineral.
—Me refiero a que buscan el voto emocional —prosiguió ella—. Seona tiene amigos en el partido y en militancia no se queda atrás de Roddy.
—¿Usted la conoce?
Mollison negó repetidamente con la cabeza, no por la pregunta en sí, sino por su irrelevancia.
—Yo no creo que se lo pidiera el partido; habría sido de mal gusto. Pero al prestarse ella, verían de inmediato las posibilidades —añadió cambiando de sitio el móvil para comprobar la cobertura.
Sonaba a jazz como música de fondo y apenas había clientes en las otras mesas por ser la hora baja de media tarde. Linford no había almorzado y acababa de terminar un bol de galletitas de arroz, pero estaba otro en camino.
—¿Usted, personalmente, se ha llevado una decepción? —preguntó Linford.
Mollison se encogió de hombros.
—Otra vez será —dijo con aplomo, sin inmutarse.
Linford estaba seguro de que lo lograría en pocos años, y, en previsión, le entregó su tarjeta de visita, una de las buenas con letras en relieve, con el número particular escrito detrás. «Por si acaso», dijo. Poco después ella advirtió que contenía un bostezo y le preguntó si le aburría.
—Es que anoche me acosté tarde —dijo él.
—Yo lo siento por Archie —continuó ella— porque tal vez haya sido su última oportunidad.
—¿Pero no le han incluido en la lista regional?
—Claro, no tenían más remedio porque si no habría sido como hacerle de menos. Pero comprenda que esa lista depende de los votos que obtenga cada partido una vez asignados los escaños.
—Me parece que no la sigo.
—Aunque Archie fuese cabeza de esa lista, seguramente no saldría elegido.
Linford caviló al respecto pero siguió sin entenderlo.
—Es usted muy generosa —comentó para salir del paso.
—¿Usted cree? —replicó ella con una sonrisa—. No entiende usted de política. Si acepto airosamente la derrota tengo puntos a mi favor para la próxima oportunidad. Hay que aprender a perder —añadió encogiéndose de hombros. Su chaqueta tenía hombreras y confería cierta robustez a su figura delgada—. Bueno, ¿no era de Roddy Grieve de quien íbamos a hablar?
—Usted no está entre los sospechosos, señorita Mollison —dijo Linford sonriente.
—Cuánto me alegro.
—A menos que la señora Grieve sufra un accidente.
Mollison lanzó una carcajada aguda que llamó la atención de las otras mesas y se llevó una mano a la boca.
—Dios, no debería reírme, no vaya a tentar al destino.
—¿En qué sentido?
—No sé… Imagínese que la atropella un coche.
—Entonces tendría que volver a hablar con usted —dijo él abriendo el bloc y cogiendo el bolígrafo. Era un Mont Blanc que ella había elogiado previamente—. Quizá sea conveniente que anote su número de teléfono —añadió con una sonrisita.
La última candidata de la lista, Sara Bone, era asistenta social en un barrio del sur de Edimburgo. La localizó en un centro de día de la tercera edad y se sentaron a hablar en el invernadero en medio de plantas marchitas por dejadez, como comentó Linford.
—Todo lo contrario —replicó ella—. Es por exceso de cuidados porque todos se sienten obligados a regarlas y tan malo es mucha agua como poca.
Era una mujer pequeña de cara maternal encuadrada por un peinado juvenil con mechas.
—Ha sido horrible —comentó cuando él mencionó el asesinato de Roddy Grieve—. Este mundo va de mal en peor.
—¿Puede poner remedio un diputado al Parlamento?
—Eso espero —respondió ella.
—Sólo que ahora no tendrá usted ninguna oportunidad.
—Para consuelo de mis ancianos —dijo ella señalando con la cabeza al interior del local—. Todos ellos se quejaban de que iban a echarme de menos.
—Es halagador ser imprescindible —comentó Linford, pensando que con aquella mujer perdía el tiempo.
Llamó a Rebus y se encontraron en Cramond. Los árboles frondosos del suburbio, ahora desnudos, le daban un aspecto desolado. Hablaban en la acera junto al BMW de Linford, quien acababa de informar a Rebus de sus indagaciones.
—¿Y tú? —dijo Linford—. ¿Qué tal te fue en Saint Andrew?
—Bien. Di un paseo por la playa.
—¿Y qué?
—¿Qué de qué?
—¿Hablaste con Billie Collins?
—A eso fui.
—¿Y qué?
—No arrojó mucha luz sobre el asunto.
Linford le miró.
—No piensas decirme nada, ¿verdad? Aunque ella se hubiera confesado culpable yo sería el último en saberlo.
—Es mi modo de trabajar.
—¿Guardarte las cosas para ti? —replicó Linford alzando la voz.
—Estás muy alterado, Derek. ¿No follas últimamente?
—¡Jódete! —contestó Linford enrojeciendo.
—Vamos, vamos, puedes superar eso.
—Pero no quiero. No te lo mereces.
—Eso sí es una respuesta.
Rebus encendió un cigarrillo y comenzó a fumar en un silencio nada cordial. Seguía viendo Saint Andrew tal como era hacía ya casi medio siglo, consciente de que representaba una especie de prodigio sin saber exactamente cuál. No encontraba palabras para expresarlo; era como si lo perdido y lo perdurable se hubieran mezclado formando una nueva entidad mixta en la que cada una participase de la otra.
—¿Vamos a hablar con ella?
Rebus suspiró, dio una calada y al ver que el humo iba a parar al rostro de Linford, pensó que tenía el viento a su favor.
—Pues, sí —dijo—, ya que estamos aquí.
—Da gusto ver tu entusiasmo. Seguro que a nuestros respectivos jefes les encantará.
—Vaya, a mí siempre me ha preocupado lo que piensan los jefes —replicó Rebus mirándole—. ¿Es que no te das cuenta de que yo soy lo mejor que podía haberte pasado? —Linford soltó una carcajada—. A ver, si no. Caso resuelto: tú te llevas los laureles. Caso no resuelto: me echas a mí la culpa. De una manera u otra no habrá discordancias entre tu jefe y el mío porque eres su niño bonito —añadió tirando el cigarrillo—. Cada vez que me niegue a compartir información contigo anótalo, así tendrás argumentos; y cada vez que te cabree o me salga por la tangente lo apuntas también.
—¿A qué viene todo esto? ¿Es que te gusta el papel de paria?
—El paria no soy yo, hijo. Piénsalo —replicó Rebus—. Vamos a ver a la dama viuda —añadió desabrochándose la chaqueta y arrastrando las palabras como un vaquero del oeste.
Les abrió Hamish Hall, el portavoz de Roddy Grieve.
—Ah, hola de nuevo —dijo haciéndoles pasar.
Era un bonito chalet de ladrillo de los años treinta con un vestíbulo al que daban muchas puertas que Hall dejó atrás para conducirles a través del comedor hasta una ampliación nueva con un invernadero mucho más bonito, como advirtió Linford, que el del centro de ancianos. En un rincón zumbaba con brío un calefactor eléctrico. El mobiliario era de bambú, incluida la mesa con sobre de vidrio a la que estaban sentadas Seona Grieve y Jo Banks ante un montón de papeles. Las pocas macetas con plantas estaban muy bien cuidadas.
—Ah, hola —dijo Seona Grieve.
—¿Quieren café? —preguntó Hamish Hall.
Los dos dijeron que sí con la cabeza y él se dirigió a la cocina.
—Siéntense donde puedan —dijo Seona Grieve al tiempo que Jo Banks se levantaba a quitar periódicos y carpetas de un par de sillas.
Rebus cogió una carpeta y vio que decía: «Perspectivas. Orientaciones para los futuros candidatos al Parlamento escocés». En el margen había anotaciones manuscritas, seguramente del propio Roddy Grieve.
—¿A qué se debe el placer? —preguntó Seona Grieve.
—Venimos a hacerle unas simples preguntas de seguimiento —respondió Linford sacando el bloc del bolsillo.
—Hemos sabido que va a ponerse los zapatos de su esposo —añadió Rebus.
—Mi pie es más pequeño que el suyo —replicó ella.
—Es posible —prosiguió Rebus— pero a nosotros nos falta un móvil del crimen y el inspector Linford cree que usted nos facilita uno.
Linford fue a protestar pero Jo Banks se le adelantó.
—¿Creen que Seona iba a matar a Roddy para ocupar su candidatura? ¡Es absurdo!
—¿Ah, sí? —dijo Rebus rascándose la nariz—. No sé, yo más bien me inclino por la hipótesis del inspector Linford. Constituye un móvil. ¿Había pensado en presentarse antes?
—¿Se refiere a antes de que asesinaran a Roddy? —preguntó la viuda enderezando la espalda.
—Sí.
Seona Grieve reflexionó un instante y asintió con la cabeza.
—Sí, creo que sí.
—¿Y por qué no lo hizo?
—Pues, no lo sé.
—Esto no puede tolerarse —terció Jo Banks, pero Seona Grieve le tocó ligeramente en el brazo.
—Déjalo, Jo. Será mejor que disipemos sus dudas —añadió fulminando a Rebus con la mirada—. Me decidió a ello pensar que cualquiera de los otros candidatos, Ure, Mollison o Bone, asumiría la candidatura de Roddy… Pensé que yo podía hacerlo, quizá mejor que ninguno de los tres, así que ¿por qué no probar?
—Es lo mejor que has podido hacer en memoria de Roddy —comentó Jo Banks—. Es lo que él habría deseado.
Sonaba a frase preparada y Rebus se preguntó si no habría sido Jo Banks quien se lo había sugerido a la viuda. Podría ser…
—Comprendo sus sospechas, inspector —añadió Seona Grieve—, pero de haber querido, habría podido presentar mi candidatura sin que a Roddy le importase. No necesitaba matarle para ello.
—Sí, pero el caso es que él ha muerto y usted está aquí.
—Aquí estoy —repitió ella.
—Con el apoyo de todo el partido —añadió Joe Banks—. Por tanto, si piensan hacer alguna imputación…
—Únicamente quieren descubrir quién mató a Roddy, ¿no es eso, inspector? —dijo Seona Grieve.
—Entonces, estamos aún del mismo lado, ¿no?
Rebus asintió otra vez con la cabeza, pero vio por la expresión de Jo Banks que no se quedaba muy convencida.
Cuando llegó Hall con el café en una bandeja Seona Grieve preguntó si hacían progresos en la investigación y Linford respondió con la palabrería habitual de que «seguían pistas» y que «aún no habían concluido las indagaciones», pero, pese a sus esfuerzos, las explicaciones no les parecieron muy convincentes. Seona Grieve cruzó una mirada con Rebus y ladeó la cabeza como dándole a entender lo que pensaba y se volvió hacia Linford para interrumpirle.
—Inspector, me da la impresión de que han avanzado muy poco.
—Van dando palos de ciego —añadió Jo Banks.
—En cualquier caso, confiamos en que… —comenzó a replicar Linford.
—Ah, sí claro. Ya veo que rebosa confianza. Por eso han venido aquí. Inspector Linford, yo soy profesora y he visto muchos alumnos que, igual que usted, acaban los estudios convencidos en lo más profundo de su ser de que podrán hacer lo que se han propuesto. Muchos se desengañan enseguida. Pero usted… —añadió esgrimiendo un dedo antes de volverse hacia Rebus, que soplaba el café para enfriarlo— a diferencia del inspector Rebus…
—¿Qué? —inquirió Linford.
—El inspector Rebus ya no confía demasiado en nada. ¿No es verdad? —Rebus siguió soplando el café sin contestar—. El inspector Rebus está harto y desengañado de casi todo. Weltschmerz. ¿Sabe lo que es, inspector?
—Creo que comí un poco la última vez que estuve en el extranjero —replicó Rebus.
—Cansado del mundo —añadió ella con una sonrisa de conmiseración.
—Pesimismo —agregó Hall.
—Usted no vota, ¿verdad, inspector? —prosiguió Seona Grieve—. Lo encuentra absurdo.
—Yo estoy a favor de los planes de creación de empleo —replicó Rebus, y Jo Banks lanzó una especie de silbido al tiempo que Hall emitía un bufido campechano—. Pero hay algo que no acabo de entender. ¿A quién recurro: al miembro del Parlamento escocés, al miembro del Parlamento escocés en la lista, al miembro del Parlamento por circunscripción o tal vez al diputado al parlamentario europeo? Eso es lo que quiero decir con creación de empleo.
—Yo no sé para qué me molesto —dijo Seona Grieve con voz queda cruzando las manos en el regazo.
—Porque es lo lógico —comentó Jo Banks tocándole la mano.
Seona Grieve miró a Rebus con lágrimas en los ojos y él desvió la mirada.
—Tal vez no sea el momento más adecuado —añadió—, pero usted nos informó de que su marido no bebía y tengo entendido que en cierto momento de su vida tuvo problemas con la bebida.
—¡Por Dios santo! —exclamó Jo Banks entre dientes.
—Han hablado con Billie —añadió Seona Grieve sonándose.
—Sí —dijo Rebus.
—Ella trata de ensuciar el nombre de un difunto —balbució Jo Banks.
—Mire, señorita Banks, el problema es que no sabemos qué hizo Roddy Grieve en las horas anteriores a su muerte —dijo Rebus mirándola—. Hasta el momento nos consta que estuvo en un pub bebiendo a solas. Y necesitamos saber si era eso, un bebedor solitario, para así tal vez dejar de perder el tiempo intentando localizar a esos amigos con los que nos han dicho que salió a tomar unas copas.
—Déjalo, Jo —dijo Seona Grieve con voz tranquila—. Él decía que necesitaba a veces salir solo —añadió dirigiéndose a Rebus.
—¿Adónde habría podido ir?
—Nunca me decía dónde iba —respondió ella.
—¿Y cuando pasaba las noches fuera de casa…?
—Supongo que dormiría en algún hotel o en el coche.
Rebus asintió con la cabeza y ella debió de leerle el pensamiento.
—Yo no creo que fuese el único que hace eso, inspector.
—Es posible —añadió él, que a veces se despertaba en el coche en cualquier carretera perdida sin saber dónde estaba—. ¿Tiene algo más que decirnos?
Ella negó despacio con la cabeza.
—Lo siento —añadió él—. De verdad que lo siento.
Dejó la taza de café en la mesa, se levantó y salió del cuarto.
Cuando Linford le dio alcance estaba sentado en el Saab con la ventanilla abierta. Linford se inclinó hasta casi rozarle la cara y él expulsó el humo hacia su lado.
—¿Tú qué crees? —preguntó Linford.
Rebus pensó una respuesta. Ya era tarde y había oscurecido.
—Creo que estamos en la oscuridad dando golpes a lo que nos parecen murciélagos —contestó.
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó enfadado Linford.
—Que nunca nos entenderemos —replicó Rebus encendiendo el motor.
Linford se quedó en el bordillo viendo alejarse el Saab. Sacó el móvil del bolsillo y llamó a Carswell a Fettes. Tenía bien pensado lo que iba a decirle: «Me parece que Rebus va a ser un problema», pero mientras aguardaba a que le pusieran con el jefe cambió de idea. Si le decía eso a Carswell equivaldría a admitir un fracaso, una debilidad. Carswell lo comprendería, pero lo más seguro era que lo considerara un fracaso por su parte. Cortó la comunicación y se guardó el móvil. El problema tenía que resolverlo él.