17

La buena mañana invitaba a un largo viaje en coche. El cielo era azul claro con nubecillas, casi no había tráfico y en el casete sonaba Page/Plant. Un viaje le ayudaría a despejar la cabeza, con el valor añadido de librarse de la reunión matinal. Le dejaba a Linford todo el protagonismo.

Salió de Edimburgo de cara al tráfico de entrada de la hora punta. En Queensferry Road los coches avanzaban despacio y en la circunvalación de Barnton había la caravana habitual. Vio nieve en el techo de algunos coches y en los camiones de grava que habían salido al amanecer. Paró en una gasolinera a repostar y a tomarse otros dos paracetamoles con una lata de Irn-Bru. Al cruzar el puente Forth vio que en el del ferrocarril habían instalado el reloj del Milenio; era un recordatorio que a él le sobraba. Recordó un viaje a París con su exmujer; haría… ¿veinte años? Allí había un reloj igual frente al centro Beaubourg, pero no funcionaba.

Hacía un viaje al pasado, rememorando las vacaciones de su infancia. Al salir de la M90 vio que aún faltaban más de treinta kilómetros. ¿Tan lejos estaba Saint Andrew? Era un vecino quien solía llevarles allí: su padre, su madre y él y su hermano. Tres personas apretujadas en el asiento de atrás, con las bolsas entre las piernas y la pelota y las toallas en el regazo. El viaje duraba una mañana entera y los vecinos les despedían agitando la mano como si fueran de expedición. Una expedición al mundo desconocido del Fife nororiental con destino al camping de caravanas, donde les aguardaba una de alquiler con cuatro literas y olor a alcanfor y a lámpara de gas. Por la noche iban al barracón de los servicios, lleno de insectos, de polillas y arañas patudas cuya sombra agigantada se proyectaba sobre las paredes enjalbegadas. Después volvían a jugar a las cartas y al dominó en la caravana y ganaba casi siempre su padre, a no ser que su madre le convenciera para que no hiciese trampa.

Eran dos semanas; las llamaban «la quincena de la feria de Glasgow». En Saint Andrew no había feria y a veces llovía una semana seguida. Se ponían los impermeables de plástico y daban paseos desapacibles, y cuando despuntaba el sol aún se notaba el frío; a él y a su hermano se les amorataba la piel jugando en el mar del Norte y saludando con la mano a los barcos que surcaban el horizonte; su padre les decía que eran barcos rusos que venían a espiar una base de la RAF que se encontraba cerca de allí.

Cuando sólo faltaban unos kilómetros, lo primero que vio fue el campo de golf, y nada más entrar en Saint Andrew tuvo la impresión de que el pueblo no había cambiado. ¿Se habría detenido el tiempo? ¿Dónde estaba la calle principal con sus zapaterías, tiendas de ofertas y cadenas de comida rápida? Bueno, Saint Andrew podía pasarse sin ellas. Reconoció el lugar que ocupaba antaño una tienda de juguetes, convertida ahora en heladería. Vio un salón de té, unos antiguos almacenes… y estudiantes; estudiantes por doquier. Alegres y bulliciosos. Miró los letreros de las calles; aunque era una localidad pequeña de seis o siete calles importantes, se despistó dos veces antes de dar con un antiguo arco de piedra.

Aparcó junto a un pequeño cementerio. Enfrente había una verja con portón que daba paso a un edificio neogótico que más parecía iglesia que colegio, aunque el letrero de la entrada no dejaba lugar a dudas: Academia Haugh.

Se preguntó si sería necesario cerrar el coche; lo hizo de todos modos, por la fuerza de la costumbre.

Un grupo de quinceañeras se dirigía al edificio. Todas vestían blazer y falda gris, con blusa blanca impecable y corbatín escolar ajustado. En la entrada había una mujer con un abrigo largo de lana negra.

—¿El inspector Rebus? —preguntó cuando él se disponía a entrar. Él hizo un gesto afirmativo—. Soy Billie Collins —añadió ella tendiendo rápido la mano y dándole un firme apretón.

En aquel momento pasó por su lado una alumna con la cabeza gacha y Collins, chasqueando la lengua, la agarró del hombro.

—Millie Jenkins, ¿has terminado los deberes?

—Sí, señorita Collins.

—¿Los ha visto la señorita McCallister?

—Sí, señorita Collins.

—Puedes irte.

La soltó y la chica se fue como quien huye del diablo.

—¡No corras, Millie! ¡Camina! —exclamó la profesora, y siguió mirándola para ver si obedecía. Se volvió hacia Rebus—. Ya que hace tan buen día, he pensado que podríamos dar un paseo.

Rebus asintió con la cabeza preguntándose si no habría algún otro motivo para que no le hiciera entrar en el colegio.

—Saint Andrew me trae recuerdos —dijo Rebus.

Caminaban cuesta abajo cruzando un puente sobre un riachuelo; a la izquierda se veía el puerto con su malecón y el mar cerraba la panorámica. Rebus señaló hacia la derecha pero bajó el brazo temiéndose que ella le dijera: «¡No señales, John Rebus!».

—Veníamos aquí de vacaciones… a ese camping de ahí arriba.

—Kinkell Braes —dijo Collins.

—Eso es. Había un campo de golf. Mire, aún se aprecia el contorno —añadió señalando con un gesto.

Tenían la playa a sus pies. Un paseante solitario, que iba con un perro labrador, al llegar junto a ellos les saludó con una sonrisa y una inclinación de cabeza. Un saludo típicamente escocés, más evasivo que otra cosa. Al perro le chorreaba el pelo del vientre por haber entrado en el agua. Desde el mar soplaba un viento helado y cortante, y Rebus pensó que Billie Collins lo habría calificado de tonificante.

—¿Sabe que es el segundo policía con quien hablo desde que estoy aquí? —dijo ella.

—Aquí no habrá mucha delincuencia.

—Únicamente los clásicos escándalos estudiantiles.

—¿Cuál fue la otra ocasión?

—¿Cómo dice?

—La otra ocasión en que habló con un policía.

—Ah, el mes pasado; por lo de la mano cortada.

Rebus asintió. Lo había leído en el periódico: una broma estudiantil; en el aula de anatomía habían robado miembros humanos que aparecieron después esparcidos por el pueblo.

—Se llama el día de la Pasa —comentó Billie Collins.

Era alta y huesuda, de pómulos marcados y cabello negro de aspecto quebradizo. También Seona Grieve era profesora. Roddy Grieve se había casado con dos maestras. Su perfil mostraba una frente protuberante, ojos hundidos y nariz puntiaguda. A sus rasgos masculinos unía una voz fuerte y profunda. Llevaba zapatos negros de tacón bajo, una falda azul marino por debajo de las rodillas y un suéter azul de lana con un gran broche celta.

—¿Alguna ceremonia de iniciación? —preguntó Rebus.

—Los estudiantes de tercer curso gastan novatadas a los de primero; se disfrazan y beben de lo lindo.

—Y roban restos humanos.

—Es la primera vez que sucede, que yo sepa —replicó ella mirándole—. Fue una simple broma. La mano apareció en la verja del colegio y algunas de mis alumnas se desmayaron del susto.

—Dios santo.

Iban más despacio y Rebus señaló un banco. Se sentaron a discreta distancia uno de otro y Collins se estiró el bajo de la falda.

—¿Dice que venía aquí de vacaciones?

—Casi todos los veranos. Jugaba en la playa y subía al castillo. Había una especie de mazmorra…

—Las bodegas.

—Ah, claro. Y una torre con fantasma…

—La de Saint Rule, junto a la catedral.

—¿Donde yo he dejado el coche? —ella asintió y Rebus se echó a reír—. De niño todo me parecía mucho más lejos.

—¿Usted habría jurado que Saint Rule estaba más apartada del campo de golf? —preguntó la mujer pensativa—. ¿Y por qué no?

Rebus dijo que sí con un gesto lento como si hubiera comprendido. Ella se refería a que el pasado era un lugar aparte al que no se puede regresar. Él había sufrido un engaño creyendo que el pueblo era el mismo de antes. Pero era él quien había cambiado; eso era lo que contaba.

Ella respiró profundamente y cruzó las manos en el regazo.

—Inspector, usted viene a hablar de mi pasado, que es un tema doloroso. Yo si pudiera lo evitaría porque hay pocos recuerdos agradables y no son esos los que a usted le interesan.

—De verdad que le agradezco…

—No me lo creo. Roddy y yo nos conocimos aquí mismo siendo muy jóvenes, en el segundo año de la carrera. En Saint Andrew fuimos felices y quizá eso me ha permitido quedarme en el pueblo. Cuando Roddy obtuvo su empleo en el ministerio de Escocia… —sacó un pañuelito de la manga, no porque fueran a saltársele las lágrimas sino para toquetear el algodón y mirar fijamente el bordado.

Rebus miró al mar fantaseando con los barcos de espías que probablemente no eran sino botes de pesca, transformados por la imaginación.

—La peor época fue al nacer Peter —prosiguió ella— cuando Roddy más trabajo tenía. Vivíamos en casa de mis suegros y además su padre estaba enfermo, yo sufrí una depresión posparto… Bueno, aquello fue un verdadero infierno. —Alzó la vista; ante ella se extendía la playa, donde el labrador corría dando saltos a recoger una rama, aunque la mujer veía otra escena—. Roddy se sumergió en su trabajo, era su manera de escapar de todo, imagino.

Entonces Rebus también veía sus propias escenas: más horas de trabajó cada día por retrasar el momento de volver a casa. No más discusiones políticas, no más luchas de almohadones, nada excepto el convencimiento del fracaso, pero había que evitar que Sammy sufriera; era el último pacto tácito entre marido y mujer. Hasta que Rhona le dijo que era para ella como un extraño y se marchó con la niña.

No recordaba que sus padres discutieran. El dinero siempre había sido un problema y semanalmente ahorraban lo que podían para las vacaciones de los niños. Se apretaban el cinturón pero a Johnny y Mike no les faltaba de nada: llevaban ropa remendada y usada pero comían caliente, tenían re galos en Navidad y vacaciones en verano. Tomaban helados y alquilaban hamacas en la playa y volvían al camping comiendo patatas fritas. Jugaban al golf e iban de excursión al parque de Craigtoun, donde había un trenecito que discurría por un bosquecillo con casas de enanitos.

Todo era fácil e inocente.

—Él bebía cada vez más —dijo ella— y yo regresé aquí con Peter.

—¿Tanto bebía?

—Lo hacía a escondidas; guardaba las botellas en su despacho.

—Seona asegura que no bebía mucho.

—Es lógico, ¿no cree?

—¿Por su reputación?

Billie Collins suspiró.

—No sé si sería culpa de Roddy. Debió de ser por su familia y el modo que tenían de agobiar a los demás —dijo mirándole—. Creo que él siempre soñó con llegar al Parlamento, y justo cuando lo tenía al alcance de la mano…

—Tengo entendido que adoraba a Cammo —Rebus se removió en el asiento.

—No creo que esa sea la palabra exacta, pero sí me parece que le habría gustado poseer ciertas dotes de Cammo.

—¿Por ejemplo?

—Cammo es encantador y cruel y a veces su crueldad es tanto mayor cuanto más encantador se muestra ante los demás. A Roddy le atraía esa faceta de su hermano, esa habilidad para fingir.

—Pero había otro hermano.

—¿Se refiere a Alasdair?

—¿Usted le conoció?

—A mí me gustaba Alasdair, pero comprendo que se marchara.

—¿Cuándo se marchó?

—Creo que a finales del setenta y nueve.

—¿Sabe por qué motivo?

—No lo sé. Tenía un socio, Frankie o Freddy…, un nombre así. Siempre andaban juntos.

—¿Eran amantes?

—Yo no lo creo —se encogió de hombros—. Y Alicia tampoco. Aunque pienso que no le habría importado tener un hijo homosexual.

—¿A qué se dedicaba Alasdair?

—Hacía de todo. Tuvo un restaurante en Dundas Street: el Mercurio, pero me parece que desde entonces habrá cambiado de dueño más de diez veces. Él no sabía llevar al personal. Se metió en asuntos inmobiliarios, que creo que era a lo que se dedicaba Frankie o Freddy… y también invirtió en un par de bares. Ya le digo, inspector, hacía de todo.

—¿Pero nada en el terreno de la política o del arte?

—Dios mío, no —respondió ella con un bufido—. Alasdair era muy realista —hizo una pausa—. ¿Qué tiene que ver Alasdair con Roddy?

—Trato de saber cómo era Roddy, y Alasdair es una pieza de tantas en el rompecabezas —contestó Rebus metiendo las manos en los bolsillos.

—Es un poco tarde para averiguarlo, ¿no cree?

—Es posible que sabiendo cómo era pueda descubrir quiénes eran sus enemigos.

—Nunca sabemos realmente quiénes son nuestros enemigos, ¿no cree? El lobo con piel de cordero, y todo eso.

Rebus asintió con la cabeza, estiró las piernas y las cruzó por los tobillos, pero Billie Collins se levantó.

—Podemos ir a Kinkell Braes. Está a cinco minutos y tal vez le interese.

Lo dudaba, pero a medida que ascendían por aquel sendero hacia el camping recordó otra cosa de su infancia: un hoyo artificial profundo con paredes de cemento, que había a un lado del sendero y del que siempre se alejaba por temor a caer en él. ¿Sería alguna conducción de agua? Recordaba que en el fondo chorreaba algo.

—¡Dios, aquí está! —exclamó asomándose. Habían puesto una valla protectora y ya no le parecía tan hondo, pero era el mismo—. Esto me causaba pavor —dijo mirando a Billie Collins—. A un lado tenía el barranco y al otro, esto. Me costaba Dios y ayuda bajar por aquí y tenía pesadillas con el agujero.

—Es difícil de creer —dijo ella pensativa—. Aunque puede que no —añadió echando a andar.

—¿Qué tal se llevaba Peter con su padre? —preguntó él dándole alcance.

—¿Cómo se llevan padres e hijos?

—¿Se veían a menudo?

—Yo nunca impedí que Peter viera a su padre.

—Eso no contesta exactamente a mi pregunta.

—Es la única contestación que se me ocurre.

—¿Cómo reaccionó Peter cuando se enteró de que su padre había muerto?

Ella se detuvo y se volvió hacia él.

—¿Qué trata de insinuar?

—Tiene gracia, yo estaba pensando en qué es lo que usted trata de ocultar.

—Bueno, pues así estamos en paz, ¿no? —replicó ella cruzando los brazos.

—Sólo quiero saber si se llevaban bien, porque la última canción que compuso Peter sobre su padre se titula Reproche final, y no creo que aluda precisamente a afecto y buena armonía.

Estaban en lo alto del sendero, ya frente a las filas de caravanas con las ventanas vacías aguardando la llegada del verano, con las bombonas de gas y los ánimos calmados.

—¿Aquí venía de vacaciones? —preguntó Billie Collins mirando a su alrededor, el monótono campamento y el mar del Norte embravecido, haciendo abstracción de la simple anécdota—. Pobrecillo.

Reproche final es un buen título —pensó en voz alta—. A mí me costó años entender al clan, inspector. No se esfuerce y busque algo verosímil.

—¿Como qué?

—Evoque el pasado para que esta vez dé resultado.

—Podría colocarme una mesa redonda en mi cuarto de estar. Aunque eso no me convierta necesariamente en Merlín —replicó él.

Fue por la carretera de la costa hasta Kirkcaldy y paró a almorzar en el golf Lundin. El padre de un cliente amigo suyo del Oxford era el dueño del hotel Old Manor y Rebus le había prometido pasar un día por allí. Comió sopa de marisco y pescado del día guisado con sencillez y acompañado de agua mineral, tratando de no escarbar en el pasado, en el pasado de nadie. Después, George hizo de cicerone. Desde el bar se disfrutaba de una vista impresionante del campo de golf completamente rodeado por un mar que moría en el horizonte. Un rayo de sol atravesó las nubes y Bass Rock apareció ante sus ojos como una pepita de platino.

—¿Usted juega? —preguntó George.

—¿Cómo? —replicó Rebus sin apartar la vista del panorama.

—Si juega al golf.

Rebus negó con la cabeza.

—Lo probé cuando era niño pero no se me daba bien —añadió apartando al fin la mirada de la vista—. ¿Cómo puede usted ir a beber al Oxford teniendo aquí esto?

—Yo sólo bebo de noche, John, y cuando oscurece no se ve nada de esto.

Tenía razón. La oscuridad puede hacerte olvidar la más inmediata realidad. La oscuridad engulliría el camping, el campo de golf y la torre de Saint Rule. Engulliría delitos, agravios y remordimientos. Si cedías a su imperio comenzabas a distinguir bultos invisibles para los demás, pero que no podías definir: movimiento tras una cortina, sombras en un callejón.

—¿Ve cómo brilla Bass Rock?

—Sí.

—Es el reflejo del sol en las cagarrutas de las aves —dijo levantándose—. No, quédese aquí, que traeré café.

Rebus siguió junto al ventanal contemplando el magnífico día de diciembre, cagarrutas incluidas, mientras sus pensamientos daban continuas vueltas en la oscuridad. ¿Qué le esperaba en Edimburgo? ¿Querría verle Lorna? George regresó con el café y le dijo que había una habitación libre.

—Me parece que no le vendrían mal unas horas de descanso.

—Por Dios, hombre, no me tiente —respondió Rebus tomándose el café.