16

Jerry inició su rutina matinal en cuanto Jayne se fue a trabajar. Té, tostadas, el periódico y al cuarto de estar a oír unos discos punk de cuarenta y cinco de su adolescencia que le ponían bien para la jornada. Los de arriba darían golpes en el techo pero él les haría un corte de mangas y seguiría bailando. Tenía unos cuantos preferidos: Your generation [Tu generación], de Generation X; Don’t Care [No te preocupes], de Klark Kent; y Where’s captain Kirk? [¿Dónde está el capitán Kirk?], de Spizzenergi. Eran discos con portadas sobadas y era una pena lo rayados que estaban de prestarlos para fiestas. Aún recordaba el día que se colaron en un concierto de Los Ramones en la universidad en el setenta y ocho.

El single de Spizz era de mayo del setenta y nueve; tenía la fecha de compra garabateada por detrás. En aquella época él ponía la fecha en los discos y hacía anotaciones. Se compraba todas las semanas uno de los últimos éxitos, de lo mejor que sonaba; aunque no todos los compraba. Virgin, en Frederick Street, había sido la gloria para robar. Lo que no sucedía en Bruce’s. El encargado de Bruce’s se había ido de manager con los Simple Minds, que él había visto actuar cuando se llamaban Johnny y los Masturbadores.

Entonces todo valía la pena y tenía importancia, y los fines de semana la adrenalina te emborrachaba.

Lo único que le quedaba era el baile. Se dejó caer en el sofá. Tres discos y ya estaba hecho polvo. Se lio un porro y encendió la tele a sabiendas de que no pondrían nada que valiera la pena. Jayne hacía turno doble y no volvería hasta las nueve o las diez. Tenía doce horas por delante para fregar los platos. Había días en que le comía el gusanillo de volver a trabajar; verse sentado en una oficina, con traje y corbata tal vez, y a lo mejor adoptando decisiones y atendiendo llamadas al teléfono. Nic le contaba que tenía una secretaria. ¡Una secretaria! ¿Quién lo hubiera dicho? Se acordaba de cuando iban al colegio dando patadas a un balón por el callejón y haciendo imitaciones punk en el dormitorio. Bueno, sobre todo en el suyo, porque la madre de Nic ponía mala cara a las visitas y torcía el gesto al abrirle la puerta. La tía ya había muerto; su cuarto de estar olía a los puros Hamlet que fumaba el marido, la única persona que él conocía que no fumaba cigarrillos: tenían que ser puros. Contuvo la risa sin dejar de manipular el mando a distancia, contuvo la risa. ¡Puros! ¿Quién se creía que era? El padre de Nic gastaba chaquetas de punto y corbata… El suyo llevaba casi siempre chaleco y un cinturón que utilizaba para administrar justicia. Pero su madre era estupenda. De ninguna manera habría cambiado a sus padres por los de Nic.

—¡De ningún modo! —exclamó.

Apagó la tele. Había apurado tanto el porro que casi le quemaba los dedos. Dio una última calada y fue a echar la colilla al váter. No le preocupaba la bofia, lo hacía porque a Jayne no le gustaba que fumase. Él consideraba que la yerba era lo que le mantenía cuerdo. El Estado debería despacharla a través de la Seguridad Social para que los que estaban en sus circunstancias no se desmandaran.

Fue al baño a afeitarse para estar presentable cuando Jayne volviera del trabajo. Seguía tarareando «Captain Kirk». Era un disco estupendo; uno de los mejores. Pensó en Nic y en cómo los dos se habían hecho colegas. No se sabe nunca con quién vas a acabar congeniando. Desde los cinco años iban a la misma clase pero sólo al pasar a secundaria comenzaron a salir juntos y a escuchar a Alex Harvey y Status Quo tratando de discernir las letras que hablaban de sexo. Nic escribió un poema con centenares de versos sobre una orgía. Hacía poco que él se lo había recordado y se habían reído de lo lindo. De eso se trataba, de llegar al final del día riendo.

Se vio reflejado en el espejo con la cara llena de espuma y la maquinilla en la mano. Tenía bolsas en los ojos y patas de gallo. El tiempo pasaba. Jayne no dejaba de hablar de niños y del paso del tiempo. Pero la verdad es que no le apetecía ser padre; Nic le repetía que arruinaba la relación de pareja. Había tíos en su oficina que no habían vuelto a follar desde que habían tenido un crío; se pasaban meses y años sin hacerlo. Y la maternidad hacía que las mujeres se abandonaran. Nic arrugaba la nariz de asco.

«No es una perspectiva muy halagüeña, ¿eh?», decía Nic.

Él le daba la razón.

Había imaginado que al terminar los estudios trabajarían los dos juntos en una fábrica o algo similar, pero Nic le dejó de una pieza al decirle que iba a preparar un curso para el ingreso en la enseñanza superior. No habían dejado de verse, pero Nic a partir de entonces siempre tenía la habitación llena de libros, unos libros que él no entendía. Luego, Nic fue a Napier tres cursos seguidos, siempre con más libros y trabajos para hacer por escrito. Se veían algunos fines de semana, casi nunca en días laborables, y algún viernes por la noche iban a una discoteca o un concierto de Iggy Pop, Gang of Tour o los Stones en el Playhouse. Nic casi nunca le presentaba a sus compañeros a no ser que coincidieran en algún concierto. Un par de veces fueron a un pub, y una vez que él ligó con una, Nic le sacó del local agarrándole del brazo.

«¿Qué diría Jayne?».

Porque entonces ya salía con Jayne. Trabajaban los dos en una fábrica de semiconductores. Él era encargado de la carretilla elevadora y la conducía de maravilla; le gustaba hacer alarde de ello girando como un loco alrededor de las compañeras, que se reían, diciéndole que estaba chiflado y que un día mataría a alguien. Pero apareció Jayne y aquello se acabó.

Llevaban quince años casados. Quince años y sin hijos. ¿Cómo pensaba ella en tener hijos estando él en el paro? De eso era aquella carta que había llegado por la mañana: para que se presentara. Sabía por qué. Querían comprobar si hacía algo por encontrar trabajo. Ni puta gana. Y ahora Jayne volvía a acosarle: «Que el reloj no para, Jer». Lo decía con doble sentido: porque se le pasaba el plazo de la maternidad y porque cualquier día se largaba si no tenían hijos. Ya lo había hecho una vez, yéndose a casa de su madre tres calles más allá. Pues que se quedara a vivir allí…

Si se quedaba en el piso se volvería loco. Se limpió la crema de la cara, se puso la camisa, cogió la chaqueta y salió. Anduvo dando vueltas a ver si veía a alguien con quien hablar y después entró en un despacho de apuestas a pasar media hora caliente simulando que rellenaba boletos. Le conocían y sabían que era poco probable que él apostase algo; a veces lo hacía pero nunca ganaba nada. Entraron a dejar el periódico y le echó una ojeada. En la página tres aparecía la noticia de una agresión sexual. La leyó detenidamente. Era una estudiante de diecinueve años sorprendida en el aparcamiento de la piscina Commonwealth. Tiró el periódico y salió a buscar una cabina.

Llevaba en el bolsillo el teléfono de la oficina de Nic porque a veces le llamaba cuando estaba aburrido y arrimaba el transistor al teléfono para que escuchara alguna música de las que ellos bailaban cuando jóvenes. Pidió a la telefonista que le pusiera con el señor Hughes.

—Nic, tío, soy Jerry.

—Hola, colega, ¿qué quieres?

—Acabo de leer el periódico, Nic. Anoche atacaron a una estudiante.

—Qué mundo tan cruel.

—Dime que no has sido tú.

Oyó una risa nerviosa.

—No tiene gracia, Jerry.

—Dímelo.

—¿Dónde estás? ¿Hay alguien que escuche?

El modo en que lo decía le hizo pensar. Nic quería advertirle que alguien podía escucharles, tal vez la telefonista.

—Luego hablamos —dijo Nic.

—Tío, perdona…

Habían colgado.

Temblaba al salir de la cabina y fue corriendo hasta su casa; se lio otro porro, puso la tele y se sentó a que se apaciguaran los latidos de su corazón. Allí no corría peligro; no podía pasarle nada. Era el único sitio en que podía estar.

Hasta que volviera Jayne.

Siobhan Clarke encargó al Registro Civil que comprobaran si existía certificado de nacimiento a nombre de Chris Mackie. También empezó a investigar sobre él, concentrándose en Grassmarket y Cowgate, y además en Meadows, Princes Street y Hunter Square.

Aquel martes por la mañana, sin embargo, estaba en la sala de espera de un médico rodeada de dolientes enfermos. Oyó su nombre y dejó la revista femenina de artículos cutres sobre cocina, modas y niños.

¿No habría una revista para ella que hablara del His FC, relaciones fallidas y homicidios?

El doctor Talbot era un cincuentón de sonrisa cansina que usaba gafas de media luna. Tenía encima del escritorio el expediente de Chris Mackie, pero comprobó la documentación de Clarke, certificado de defunción y autorización, y luego le dijo que arrimase la silla a la mesa de despacho.

Clarke apenas tardó unos minutos en comprobar que la ficha médica había sido abierta en 1980, fecha de alta de Mackie en aquel médico; en ella figuraba la dirección de otro doctor de Londres, en cuyo poder estaba el historial médico. Pero la carta del doctor Talbot al facultativo londinense le había sido devuelta con la estampilla de CALLE INEXISTENTE.

—¿No hizo ninguna otra averiguación? —dijo Clarke.

—Soy médico, no policía.

La dirección de Mackie en Edimburgo era la del albergue y como fecha de nacimiento figuraba otra distinta a la del registro de la encargada Drew. Clarke tuvo la molesta sensación de que Mackie había ido borrando pistas. Volvió a mirar el expediente y vio que a aquella consulta Mackie sólo había acudido tres veces: por un corte infectado en la cara, una gripe, y a que le sacaran un forúnculo. Todo ello dolencias de poca importancia.

—Gozaba de muy buena salud teniendo en cuenta las circunstancias —comentó el doctor Talbot—. Claro que creo que ni fumaba ni bebía y eso ayuda bastante.

—¿No tomaba ninguna droga?

El médico negó con la cabeza.

—¿No es algo raro una salud tan buena en un mendigo?

—He conocido personas más sanas que el señor Mackie.

—Sí, pero que un mendigo no beba ni tome drogas…

—No soy un experto.

—¿Pero qué opinión le merece?

—Mi opinión es que el señor Mackie me dio pocas molestias.

—Gracias, doctor Talbot.

Salió de la consulta y fue a la Seguridad Social, donde una tal señorita Stanley la atendió en un cubículo anodino de los que utilizan para recibir la presentación de reclamaciones.

—Por lo visto no tenía número de afiliado a la Seguridad Social —dijo la mujer mirando el expediente—. Le asignamos uno provisional en la primera visita.

—¿En qué fecha?

En mil novecientos ochenta, claro; la fecha de invención de Christopher Mackie.

—Yo no estaba aquí entonces, pero hay unas anotaciones de esa primera entrevista —dijo la funcionaria, y leyó—: «Sucio, no sabe bien su domicilio y no tiene número de afiliado». Él dio una dirección anterior de Londres.

Clarke lo anotó en su bloc.

—¿Le solucionan algo esos datos?

—Bastante —contestó Clarke, pero lo cierto era que aquella noche en la estación era cuando más cerca había estado de Chris Mackie, y desde entonces no hacía más que alejarse de él porque era alguien inexistente; una ficción creada por quien tenía algo que ocultar.

Tal vez no lograse nunca descubrir quién era y qué ocultaba.

Porque Mackie había sido listo. Todos decían que era aseado, pero a la Seguridad Social había acudido fingidamente sucio. ¿Por qué? Para que su engaño fuese más creíble adoptando la apariencia de una persona que no sabe expresarse, olvidadiza y desamparada, la clase de individuo que un funcionario procura quitarse de encima cuanto antes. ¿No tiene usted número de afiliado? No importa, le damos uno provisional. ¿No recuerda bien su domicilio en Londres? Es igual; firme aquí en el formulario. Y a otra cosa.

Llamó por el móvil al Registro Civil y le confirmaron que no había certificado de nacimiento a nombre de Christopher Mackie en la fecha dada. Podía probar con la otra o ampliar las averiguaciones en el registro central de Londres, pero sabía que era perseguir a un fantasma. Se sentó en un café muy concurrido y se tomó la consumición mirando al vacío y pensando si no había llegado el momento de hacer su informe y cerrar la investigación.

Había seis razones para hacerlo.

Y cien para no hacerlo.

En su mesa de despacho encontró más de diez mensajes. Reconoció un par de nombres de dos periodistas locales que habían llamado tres veces cada uno. Cerró los ojos y musitó una palabra que habría hecho que su abuela se tapase los oídos. Luego, bajó a la sala de comunicaciones a buscar el News. Aparecía en primera página: MISTERIOSA TRAGEDIA DEL MENDIGO MILLONARIO. Como no tenían foto de Mackie publicaban la del lugar del suicidio. No decían mucho: muy conocido en el centro de Edimburgo… Cuenta bancaria de seis cifras… La policía trataba de averiguar si tenía familia «con derecho al dinero».

La peor pesadilla de Siobhan Clarke.

Cuando subió sonaba el teléfono y Hi-Ho Silvers se acercó a su mesa andando de rodillas con las manos juntas, implorante.

—Soy un hijo suyo natural. ¡Hacedme la prueba del ADN, pero por Dios bendito dadme la pasta!

Hubo una carcajada general en el DIC y un compañero exclamó señalando el teléfono: «¡Te están llamando!». Se movilizarían todos los chalados y falsarios del país marcando el 999 de Fettes, pero allí se los quitarían de encima diciendo que era un caso de Saint Leonard.

Todos para ella.

Se dio media vuelta y salió sin hacer caso de las bromas de sus compañeros.

Volvió a hacer una ronda por la calle preguntando por Mackie. Sabía que tenía que actuar rápido porque las noticias vuelan y no tardaría en aparecer gente diciendo que le conocían, que era su mejor amigo, su sobrino, su albacea. Ya comenzaban a conocerla los mendigos y la llamaban «muñeca» y «jovencita». Preguntó también a los vagabundos jóvenes, no los que vendían Big Issue sino a los que dormían en los soportales y entradas de las tiendas envueltos en mantas. Estaba guareciéndose de un chaparrón en la entrada de la librería Thin’s cuando llegó uno con quien ella había hablado, sin manta y con un móvil pegado a la oreja protestando porque no llegaba el taxi, pero hizo como si no la conociera y siguió hablando por teléfono.

Al pie del Mound no había muchos. Sólo dos jóvenes con coleta y sus respectivos perros callejeros lamiéndose mientras los amos compartían una lata de cerveza fuerte.

—Lo siento, no lo conocemos. ¿No tendría un pitillo?

Se había acostumbrado a llevar un paquete y les ofreció sonriendo al ver que cogían dos cada uno. Volvió a subir al Mound. John Rebus le había contado que aquella colina la habían hecho con escombros de la ciudad nueva y que el que había sugerido la idea tenía una tienda en la cumbre, pero el auge de la construcción había condenado su negocio a la demolición. A Rebus le parecía una historia divertida y aleccionadora.

—¿En qué sentido?

—Es la historia de Escocia misma —respondió él sin más explicaciones.

Clarke pensó si no sería una referencia a la independencia, a las ideas de autogestión y autodestrucción. A él parecía divertirle que si la presionaban, ella defendía la independencia y la fastidiaba diciendo que era una espía inglesa enviada para echar por tierra el proceso; la llamaba «colonizadora» y «escocesa nueva». Nunca sabía cuándo hablaba en serio. La gente en Edimburgo era así: cerrada, reservada. A veces pensaba que era como un flirteo en el que las burlas y bromas formaban parte de un ritual de apareamiento tanto más complejo por consistir en insinuaciones más que en zalamerías.

Conocía a Rebus desde hacía unos años pero seguían sin ser verdaderos amigos. Desde luego, John Rebus no se veía con los compañeros fuera del trabajo, y sólo aceptaba su compañía cuando le invitaba a los partidos del Hibs. Su única afición era la bebida en locales concurridos por pocas mujeres, antiguos pubs casi prehistóricos.

Había tenido una relación intermitente con la doctora Patience Aitken, pero era una historia acabada, aunque él no le había comentado nada. Al principio había pensado que era tímido o raro, pero ahora ya no creía que fuera por eso. Parecía más bien una estrategia pensada. No se lo imaginaba saliendo con miembros de un club de solteros como Derek Linford. Linford, otro de sus leves errores. No había vuelto a hablar con él desde que habían estado en el Dome. Linford le dejó un mensaje en el contestador: «Espero que se te haya pasado». ¡Cómo si la culpa fuese de ella! Estuvo a punto de llamarle para exigirle disculpas, pero pensó que tal vez era el juego que él se traía para inducirla a que tomara la iniciativa y reanudar la relación.

Tal vez la locura de John Rebus fuese algo metódico. Desde luego había mucho a favor de las noches tranquilas con un vídeo de alquiler, una ginebra y un paquete de Pringle’s, sin necesidad de estar pendiente de nadie y bailando a solas con tu propia música. En las fiestas y discotecas siempre le daba cierto apuro por el hecho de ser observada y catalogada por ojos extraños.

Pero por la mañana en la oficina siempre preguntaban lo mismo: «¿Qué hiciste anoche?». Una pregunta inocente en sí, pero a ella le molestaba tener que responder: «Poca cosa. ¿Y tú?». Porque pronunciar la palabra sola implicaba que eras una solitaria.

O que estás disponible. O que tienes algo que ocultar.

En Hunter Square tampoco había nadie salvo dos turistas mirando un mapa. El café que había tomado estaba pidiendo salida a gritos y se dirigió a los váteres públicos. Al salir de la cabina vio a una mujer junto a los lavabos rebuscando en unas bolsas. «Bolseras» las llamaban en Estados Unidos. El chaquetón acolchado que llevaba estaba sucio y descosido en las hombreras y el cuello. Tenía el pelo corto y sucio y las mejillas enrojecidas de vivir al aire libre. Hablaba sola buscando algo: una hamburguesa empezada y envuelta en papel. La puso debajo del secador de manos para calentarla bajo el chorro de aire dándole vueltas. Clarke la miraba fascinada, sin saber si sentía miedo o admiración. La mujer se daba cuenta de que la observaban pero seguía a lo suyo. Al apagarse la máquina volvió a apretar el botón y dijo:

—Eres una sinvergüenza curiosilla, ¿eh? ¿Te ríes de mí? —añadió volviéndose hacia ella.

—Sinvergüenza… —repitió Clarke.

—Vamos, que te divierte. Yo no soy sinvergüenza, por cierto.

Clarke dio un paso atrás.

—¿No lo haría mejor desenvolviéndola?

—¿Qué?

—Así la calientas por dentro.

—¿Insinúas que soy una torpe?

—No, únicamente…

—Ah, claro, tú eres una sabionda, ¿no? La suerte que he tenido de que pasaras por aquí. ¿Tienes cincuenta peniques?

—No hay de qué.

La mujer lanzó un bufido.

—Aquí los chistes los hago yo —dijo catando la hamburguesa y hablando con la boca llena.

—Pues no entendí lo de antes —dijo Clarke.

—Te decía si eres lesbiana —respondió la mujer con la boca llena—. Los hombres que andan por los servicios son maricas, ¿no?

—Tú estás en unos servicios.

—Pero yo no soy lesbiana —replicó dando otro bocado.

—¿Conoces por casualidad a un tal Mackie?

—¿Por qué lo preguntas?

Clarke sacó el carnet de policía.

—¿Sabes que Chris ha muerto?

La mujer dejó de masticar e intentó tragar lo que tenía en la boca pero no lo logró y acabó escupiéndolo en el suelo. Se acercó a un lavabo y se llevó agua a la boca en el cuenco de las manos. Clarke se acercó a ella.

—Se tiró por el puente North. Le conocías, ¿verdad?

La mujer no dejaba de mirarse en el espejo salpicado de jabón. Sus ojos, aunque oscuros y resabiados, eran más juveniles y menos castigados que el rostro. Clarke pensó que tendría treinta y tantos años, aunque en un mal día podría aparentar más de cincuenta.

—A Mackie le conocíamos todos.

—Pero no todos reaccionan como tú.

La mujer sostenía la hamburguesa en la mano contemplándola como dispuesta a tirarla, pero se lo pensó mejor y la envolvió de nuevo para guardarla en una de las bolsas.

—No sé por qué me ha impresionado —replicó—. Todos los días muere gente.

—¿Erais amigos?

—¿Me invitas a un té? —dijo la mujer mirándola.

Clarke asintió con la cabeza.

En el café más a mano no les permitieron entrar. Ante las protestas de Clarke, el encargado alegó que la mujer molestaría pidiendo en las mesas. Fueron a otro bar.

—En este tampoco me dejan entrar —dijo la mujer.

Clarke optó por entrar ella a comprar dos tés y un par de bollos pegajosos y se sentaron en Hunter Square expuestas a las miradas de los viajeros del segundo piso de los autobuses. La mendiga les dirigía de vez en cuando un corte de mangas disuasorio.

—Qué mala soy —comentó.

Clarke anotó cómo se llamaba: Dezzi, diminutivo de Desiderata, aunque no era su verdadero nombre.

—Ese me lo dejé en casa.

—¿Cuándo te marchaste, Dezzi?

—No recuerdo. Debe de hacer muchos años.

—¿Siempre has vivido en Edimburgo?

La mujer negó con la cabeza.

—He andado por todas partes. El verano pasado fui en autobús a una comuna de Gales. No sé qué se me habría perdido allí. ¿Tienes un pitillo?

Clarke le ofreció uno.

—¿Por qué te marchaste de casa?

—Lo que dije: una curiosilla.

—Bueno, ¿qué sabes de Chris?

—Yo le llamaba Mackie.

—¿Y él cómo te llamaba?

—Dezzi —contestó mirándola—. ¿Qué intentas, averiguar mi apellido?

—Te juro que no —respondió Clarke negando con la cabeza.

—Sí, claro, en la poli se puede confiar lo que dura el día.

—Es cierto.

—Pero es que en esta época del año el día dura bien poco.

Clarke se echó a reír.

—Ahí me has hecho picar —dijo, intentando congraciarse con ella para averiguar si aquella mujer sabía algo de Mackie y estaba al tanto de que la policía indagaba, o había leído el artículo del News—. Bueno, ¿qué puedes decirme de Mackie?

—Que fuimos novios unas semanas —contestó con una sonrisa que iluminó su rostro—. Unas semanas locas.

—¿Cómo de locas?

—Lo bastante para que nos detuvieran —contestó enarcando las cejas—, no te digo más —añadió dando un bocado al bollo y a continuación una calada al cigarrillo.

—¿Te contó algo de su vida?

—Ahora que está muerto, ¿qué puede importar?

—A mí me importa para averiguar el motivo del suicidio.

—¿Por qué se suicida la gente?

—Yo no lo sé.

La mujer dio un sorbo de té.

—Porque se rinden.

—¿Eso es lo que le sucedió a él, que se rindió?

—Con toda la mierda de este mundo… —dijo Dezzi moviendo la cabeza—. Yo intenté una vez cortarme las venas rajándome las muñecas con un vidrio. Me dieron ocho puntos —añadió volviendo hacia arriba la muñeca, pero Clarke no vio señal de cicatrices—. No debí de hacerlo muy en serio, ¿verdad?

Clarke sabía que muchos mendigos eran enfermos mentales y de pronto se preguntó si Dezzi no estaría contándole patrañas.

—¿Cuándo viste a Mackie por última vez?

—Hará unas dos semanas.

—¿Qué impresión te dio?

—Buena —respondió la mendiga metiéndose en la boca el último trozo del bollo, que deglutió con un sorbo de té antes de seguir fumando.

—Dezzi, ¿de verdad que le conocías?

—¿Pero qué dices?

—No me has contado nada de él.

Vio que se molestaba y temió que se fuese.

—Si le tenías afecto —añadió— ayúdame a saber cómo era.

—Nadie conocía a fondo a Mackie. Era muy reservado.

—¿Pero a ti te hizo confidencias?

—No creas, sólo me contó algunas historias… pero debían de ser cuentos.

—¿Historias, cómo?

—Me habló de sitios en que había estado, en Estados Unidos, Singapur y Australia. Yo pensé que habría navegado en la marina o algo así, pero él me dijo que no.

—¿Tenía una buena formación?

—Sí que sabía cosas, y estoy convencida de que había estado en Estados Unidos, pero en los otros sitios, no sé. Londres sí que lo conocía porque sabía por dónde pasan turistas y las estaciones del metro. Cuando nos conocimos…

—¿Qué?

Clarke estaba aterida y no sentía los pies de puro frío.

—No sé, me dio la impresión de que estaba de paso. Como si pensara marcharse a algún sitio.

—Pero no se fue.

—No.

—¿Quieres decir que era vagabundo más por decisión propia que por necesidad?

—Tal vez —respondió Dezzi abriendo mucho los ojos.

—¿Qué sucede?

—Puedo demostrarte que le conocía.

—¿Cómo?

—Por un regalo que me hizo.

—¿Qué regalo?

—Pero como a mí en realidad no me servía… lo di.

—¿Lo regalaste?

—Bueno, lo vendí en una tienda de objetos usados de Nicolson Street.

—¿Qué regalo era?

—Una especie de cartera, pero no cabían muchas cosas. Aunque era de cuero.

Mackie había llevado el dinero a la caja de ahorros en una cartera.

—La habrán vendido —comentó Clarke.

Dezzi negó con la cabeza.

—No, la lleva el dueño; yo le he visto con ella. Era de cuero, y el cabrón me dio sólo cinco libras.

Nicolson Street estaba cerca de Hunter Square. La tienda era como un rastro de pasillos estrechos llenos de montones de artículos usados: libros, casetes, tocadiscos y cazuelas. Había aspiradoras, de las que colgaban boas de plumas y, en el suelo, tarjetas postales y cómics viejos. Además de electrodomésticos, juegos de salón y rompecabezas; macetas y sartenes, guitarras y atriles. El dueño, un asiático, dijo que no conocía a Dezzi. Clarke le enseñó el carnet y le pidió que sacara la cartera.

—Cinco libras me pagó —farfulló la mendiga— y es de cuero auténtico…

El hombre se resistió a enseñarla hasta que Clarke le mencionó que la comisaría de Saint Leonard no estaba lejos. Al fin se agachó y puso en el mostrador una cartera negra rozada. Clarke le pidió que la abriera y vio un periódico, un paquete con el almuerzo y un fajo de billetes. Dezzi se acercó a fisgar, pero el hombre la cerró de golpe.

—¿Quiere algo más? —preguntó el hombre.

Clarke señaló una esquina que se notaba más rozada.

—¿Esto de qué es?

—Como no eran mis iniciales, las borré.

Clarke miró con detenimiento pensando si Valerie Briggs sería capaz de identificarla.

—¿Recuerdas las iniciales que había? —dijo a Dezzi.

La mendiga negó con la cabeza sin dejar de observar la marca.

No había mucha luz en la tienda y era difícil ver bien los trazos.

—¿Eran ADC? —aventuró Clarke.

—Creo que sí —contestó el tendero—. Y te la pagué bien —añadió esgrimiendo un dedo contra Dezzi.

—Bien me robaste, cabrón. Ponle las esposas —añadió dando un codazo a Clarke.

Clarke cavilaba si ADC serían realmente las iniciales de Mackie.

¿O sería otra pista que no llevaba a ninguna parte?

En Saint Leonard pensó que era una tonta por no haber examinado antes el atestado de la detención de Mackie. En agosto de mil novecientos noventa y siete, Christopher Mackie y una tal Desiderata (se había negado a dar su apellido a la policía) fueron detenidos por «exhibicionismo indecente» en la escalinata de una iglesia de Bruntsfield.

Agosto era la época del festival de Edimburgo y a Clarke le chocó que no los hubiesen tomado por actores de teatro callejero.

El agente de la comisaría de Torphichen que los había detenido se llamaba Rod Harken y recordaba muy bien el incidente.

—A ella la multamos y la tuvimos unos días encerrada por negarse a darnos el nombre —dijo el hombre por teléfono.

—¿Y su compañero?

—Creo que salió en libertad condicional.

—¿Por qué?

—Porque el pobre estaba comatoso.

—No le entiendo.

—Pues se lo explico. Ella estaba montada encima de él sin bragas y con la falda subida intentando quitarle los pantalones. Tuvimos que despertarle para traerle a la comisaría —añadió Harken conteniendo la risa.

—¿Les hicieron foto?

—¿En la escalinata? —replicó Harken a punto de echarse a reír.

—No. En la escalinata no —replicó Clarke en tono circunspecto—. En Torphichen.

—Ah, sí, les hicimos fotos.

—¿Las conservan?

—Pues, no sé.

—Bien, compruébelo —dijo Clarke—. Por favor —añadió.

—Bueno, sí —dijo Harken a regañadientes.

—Gracias.

Colgó. Una hora después le enviaron las fotos con un coche patrulla. Las de Mackie eran mejores que las del albergue. Miró sus ojos desenfocados. Tenía el cabello mucho más oscuro y peinado hacia atrás; su rostro era más bronceado o curtido de vivir al aire libre y llevaba barba de un par de días, pero no tenía peor aspecto que muchos turistas de mochila. Advirtió en él una mirada extraña como si por más que durmiese nunca fuera a olvidar lo que había visto. Clarke no pudo contener una sonrisa al ver las fotos de Dezzi: sonreía como si estuviera en el mejor de los mundos, ajena a todo.

Harken había anotado en el sobre: «Otra cosa. Interrogamos a Mackie a propósito del incidente y nos dijo que él no era ya ningún “bruto sexual” pero por un error en la transcripción le tuvimos encerrado unas horas para comprobar si era delincuente sexual. No tenía antecedentes».

Sonó de nuevo el teléfono y le dijeron del mostrador de entrada que tenía visita.

Era un hombre bajo, gordo y rubicundo. Vestía un traje príncipe de Gales a cuadros con chaleco y se enjugaba la frente con un pañuelo del tamaño de un mantel. Tenía una calva reluciente pero con bastante pelo a los lados, que se peinaba sobre las orejas. Dijo llamarse Gerald Sithing.

—He leído esta mañana en el periódico lo de Chris Mackie y me he llevado un disgusto —dijo con voz trémula clavando en ella sus ojillos.

—¿Usted le conocía? —preguntó Clarke cruzando los brazos.

—Oh, sí, desde hacía años.

—¿Podría describírmelo?

El hombre la miró y dio una palmada.

—Ah, claro, cree que soy un chalado que viene a reclamar su fortuna —dijo con una risa seca.

—¿No lo es?

El hombre se enderezó y dio de carrerilla una correcta descripción física de Mackie. Clarke se rascó la nariz.

—Venga por aquí, por favor.

Había un cuarto de interrogatorios a un lado del mostrador. Hizo pasar al hombre y cerró. A veces servía de almacén pero aquel día no había nada; sólo una mesa y dos sillas, con las paredes desnudas y ni cenicero ni papelera.

Sithing se sentó y miró intrigado el cuarto. Clarke, de rascarse la nariz había pasado a pellizcársela. Empezaba a dolerle la cabeza y se sentía exhausta.

—¿Cómo conoció al señor Mackie?

—Por pura casualidad. En uno de los paseos diarios que yo daba entonces por los Meadows.

—¿Cuándo?

—Oh, hará siete u ocho años. Hacía un espléndido día de verano y fui a sentarme en un banco en el que había un hombre… desaliñado, un vagabundo. Y empezamos a hablar. Creo que fui yo quien rompió el hielo, comentando algo sobre el buen tiempo.

—¿Y él era el señor Mackie?

—Exacto.

—¿Dónde vivía en aquel entonces?

Sithing volvió a reírse.

—¿Sigue desconfiando, verdad? —dijo, esgrimiendo un dedo como una salchicha—. Vivía en una especie de albergue del Grassmarket. Al día siguiente nos encontramos allí y luego adquirimos la costumbre de vernos. A mí me agradaba.

—¿De qué hablaban?

—Del mundo y de cómo lo destruíamos. A él le interesaba Edimburgo por lo mucho que está cambiando su arquitectura. Era muy anti.

—¿Muy anti?

—Estaba en contra de las nuevas construcciones. Tal vez al final no pudo aguantarlo.

—¿Se suicidó en protesta por la arquitectura fea?

—La desesperación tiene diversas causas —replicó el hombre en tono admonitorio.

—Disculpe si le he parecido…

—Oh, no es culpa suya. Es porque está cansada.

—¿Tanto se me nota?

—Seguramente Cristo también estaba cansado. Es lo que quería decir.

—¿Le habló Mackie de su vida?

—Algo me contó. Me hablaba del albergue y de la gente que conocía…

—Me refiero a su pasado. ¿Le contó su vida anterior a la calle?

Sithing negó con la cabeza.

—Él prefería escuchar porque Rosslyn le tenía fascinado.

Clarke creyó haber oído mal.

—¿Rosalind? —preguntó.

—Rosslyn. El Templo.

—¿Qué pasa con la iglesia?

—Yo le he dedicado toda mi vida —dijo Sithing inclinándose—. ¿No ha oído hablar de los Caballeros de Rosslyn?

Clarke comenzaba a encontrarse mal. Dijo que no. Le dolían las órbitas de los ojos.

—Pero ¿sabrá que en el dos mil será revelado el secreto de Rosslyn?

—¿Qué es eso, algo de la New Age?

—Es histórico —replicó el hombre con desdén.

—¿Cree usted que Rosslyn es un lugar… especial?

—¿Por qué, si no, voló Rudolf Hess a Escocia? Hitler estaba obsesionado con el Arca de la Alianza.

—Lo sé. He visto tres veces En busca del arca perdida. ¿Pretende usted decirme que Harrison Ford se equivocó de lugar?

—Ríase si quiere —dijo Sithing con gesto despreciativo.

—¿Era ese su tema de conversación con Chris Mackie?

—¡Él era un acólito! —respondió el hombre dando un palmetazo en la mesa—. Era un creyente.

—¿Usted sabía que tenía dinero? —preguntó Clarke levantándose.

—¡Él habría querido que fuera a parar a los Caballeros!

—¿Sabe usted algún dato sobre él?

—Nos dio cien libras para nuestras investigaciones. Bajo el suelo del templo, allí es donde está enterrado.

—¿El qué?

—¡El portal! ¡La puerta!

Clarke abrió la puerta y agarró a Sithing del brazo, un miembro blando como sin huesos.

—Fuera —ordenó.

—¡El dinero pertenece a los Caballeros! ¡Éramos su familia!

—Fuera —repitió Clarke.

Apenas se resistió. Lo introdujo en la puerta giratoria y la empujó para echarle a la calle Saint Leonard, donde el hombre se volvió a mirarla furioso. Tenía la cara más enrojecida aún de rabia y le caían mechones de pelo sobre los ojos. Comenzó despotricar pero ella le dio la espalda. Vio que el sargento del mostrador la miraba con una sonrisita.

—No se le ocurra —le advirtió ella.

—Me he enterado de que mi tío Chris ha muerto —dijo el hombre sin hacer caso de su aviso cuando Clarke subía la escalera—. Me dijo que me dejaría algo en herencia. ¿Qué posibilidades tengo, Siobhan? ¡Ande, sólo algunas libras de mi querido tío Chris!

Sonaba el teléfono cuando llegó a su mesa y lo descolgó frotándose las sienes con la mano libre.

—¡Diga! —exclamó.

—Oiga… —era una voz de mujer.

—¿Quién es, la hermana desconocida del mendigo? —preguntó dejándose caer en la silla.

—Soy Sandra. Sandra Carnegie.

Aquel nombre no le decía nada.

Cerró los ojos.

—La otra noche fuimos al Marina.

—Ah, sí, perdona, Sandra.

—Llamaba por si se sabía…

—Es que he tenido un día tremendo —añadió Clarke.

—… algo, porque como no me dicen nada…

Clarke suspiró.

—Lo siento, Sandra. Ya no llevo yo el caso. ¿Con quién trataste en Delitos Sexuales?

Sandra Carnegie balbució algo ininteligible.

—No te entiendo.

—¡Digo que sois todos iguales! —le espetó Sandra enfurecida—. ¡Fingís que os preocupa pero no hacéis nada por detenerle! Cada vez que salgo me pregunto si me estará acechando. ¿En el autobús, cuando cruzo la acera…? —añadió casi sollozando—. Yo creía que tú… que habíamos…

—Lo siento, Sandra.

—¡Deja de decir eso, por Dios!

—Tal vez si yo hablo con los agentes de Delitos Sexuales…

Habían cortado. Colgó; luego volvió a coger el receptor y lo dejó sobre la mesa. Tenía el número de Sandra en algún sitio, pero con tanto caos de papeles tardaría horas en encontrarlo.

Cada vez le dolía más la cabeza.

Los farsantes y los lunáticos no la dejarían en paz.

¿Qué clase de trabajo era el suyo que hacía que una se sintiera tan mal consigo misma?