15

Era una oficina como cualquier otra.

Grant Hood y Ellen Wylie cruzaron una mirada. Esperaban que fuera un almacén de materiales de construcción con barro, bloques y un pastor alemán ladrador encadenado, y Wylie había metido incluso en el coche unas botas de goma, pero se encontraron con que Construcciones Kirkwall estaba en el tercer piso de un bloque de oficinas de los años sesenta en Leith Walk. Wylie preguntó a Hood si después podían dar un salto a Valvona y Crolla y él le dijo que sin ningún problema pero que era un sitio bastante caro.

—La calidad se paga —contestó ella como si enunciara un eslogan publicitario.

Estaban recorriendo empresas constructoras de Edimburgo, comenzando por las más antiguas e importantes. Telefoneaban primero, preguntaban si había alguien que pudiera informarles y pasaban después a hacer una visita.

—Tal vez tenga razón Rebus en llamarnos el «equipo de arqueólogos». Nunca me había parado a pensarlo.

—Veinte años no es nada prehistórico.

Hood notaba que la conversación era fluida entre ellos dos, sin que se produjeran silencios embarazosos ni titubeos. Su única desavenencia era si aquel caso tenía solución o no.

—Deberíamos estar indagando en el caso Grieve, que es famoso —dijo Wylie.

—Pero si logramos resultados en este, estará muy bien porque es nuestro exclusivamente, ¿no crees?

—Me apostaría algo a que si descubrimos algo nos apartan de él. Nosotros, Grant, somos simples agentes, lo último en la jerarquía y no van a darnos una medalla.

—¿Te gusta el fútbol?

—Podría ser.

—¿De qué equipo eres?

—Dilo tú primero.

—Yo del Rangers de toda la vida. ¿Y tú?

—Del Celtic —sonrió.

Soltaron la carcajada.

—¿No dicen eso de que los contrarios se atraen? —añadió Wylie.

Aquel comentario no se le iba a Grant Hood de la cabeza mientras esperaban en la empresa constructora: «Los contrarios se atraen».

Peter Kirkwall, de Construcciones Kirkwall, tendría algo más de treinta años y vestía un impecable traje de raya diplomática. No cabía imaginárselo con una pala en sus suaves manos, pero en una serie de fotos que había en las paredes del despacho aparecía en ropa de trabajo.

—En esa primera —dijo guiándoles como si estuvieran en una exposición—, tenía yo diecisiete años y esa era la hormigonera del almacén de mi padre.

El padre era Jack Kirkwall, fundador de la empresa en los años cincuenta, también presente en las fotos, pero el protagonista era Peter: Peter construyendo un muro de ladrillos durante las vacaciones de la universidad, con los planos de un edificio de oficinas de Edimburgo, su primer proyecto en Kirkwall, Peter con unos dignatarios, Peter al volante de un Mercedes CLK, y, finalmente, en el día de la jubilación de Jack Kirkwall.

—Si quieren información de primera mano —dijo arrellanándose en el sillón para quitárselos de encima— tendrán que hablar con papá —hizo una pausa—. ¿Quieren un café? ¿Un té?

Pareció complacerle que rehusaran y le dejaran con sus numerosas ocupaciones.

—Le agradecemos que se haya molestado —dijo Wylie sin pretender halagarle—. Parece que el negocio va bien.

—Fenomenal. Figúrense, con las obras en Holyrood y la circunvalación oeste, Gyle, Wester Hailes y ahora los proyectos en Granton… —movió la cabeza negando—. No damos abasto. Cada semana concursamos a alguna obra —comentó con un gesto hacia la mesa de la sala de reuniones en la que había unos planos—. ¿Saben como empezó mi padre? Construía garajes y hacía ampliaciones. En este momento quizá obtengamos parte de un buen pastel, las instalaciones portuarias de Londres —añadió frotándose las manos con una fruición que a Hood le pareció auténtico júbilo.

—¿Su empresa trabajó en los años setenta en Queensberry House? —preguntó Wylie haciéndole volver a la realidad.

—Sí, disculpen. Es que cuando me embalo no sé parar —dijo con un carraspeo, recuperando la compostura—. He buscado en los archivos —añadió abriendo un cajón. Sacó un viejo libro de registro, unos cuadernos y un fichero—. A finales del setenta y ocho fuimos una de las empresas que hicieron las obras de rehabilitación del hospital. No yo, claro, todavía estaba en el colegio. ¿Dicen que ha aparecido un esqueleto?

—La última sala del sótano era la primitiva cocina —dijo Hood tendiéndole una fotografía de las dos chimeneas.

—¿Ahí fue donde apareció?

—Calculamos que debieron de tapiarlo hará unos veinte años —añadió Wylie con soltura en su papel de parlanchina—. Lo que vendría a coincidir con la fecha de las obras de rehabilitación.

—Bien, le encargué a mi secretaria que escarbara cuanto pudiera —dijo con una sonrisa dándoles a entender que era una gracia deliberada.

A juicio de Wylie, Kirkwall, con su camisa a rayas, gafas ovaladas y pelo negro bien peinado, debía de pretender dar una imagen refinada. Pero había algo incómodo y mal definido en él. Ella conocía futbolistas que habían acabado convertidos en presentadores de televisión perfectamente vestidos, pero no daban la talla.

—No es mucho, me temo —dijo Kirkwall abriendo otro cajón y sacando un plano que desenrolló para darle la vuelta hacia ellos, y sujetó las esquinas con trozos de piedra pulimentada—. Recojo una piedra en todas las obras que hacemos y la mando pulir y barnizar. Esto es Queensberry House —añadió—. Las zonas en azul son en las que nosotros hicimos obras. Más estas líneas rojas.

—Parecen de trabajos externos.

—Exacto. Se trata de canalones, grietas en los muros y este cenador que tuvimos que hacer nuevo. En las obras públicas, a veces se amplían los contratos.

—No debieron de untar suficientes manos en el ayuntamiento —musitó Hood.

Kirkwall le fulminó con la mirada.

—¿Así que la obra interior la hizo otra empresa? —preguntó Wylie examinando el plano.

—Empresa o empresas. No sabría decirles. Ya les he advertido que tendrán que hablar con mi padre.

Pero antes fueron a Valvona, donde Wylie hizo sus compras y luego le propuso a Hood comer algo allí. Él consultó el reloj con gesto aparatoso.

—Venga —dijo ella—. Allí hay una mesa libre y por experiencia de otras veces, creo que es un signo propicio.

Comieron ensalada y una pizza compartiendo una botella de agua mineral. En el resto de las mesas otras parejas hacían lo mismo y Hood sonrió.

—Aquí pasamos inadvertidos —dijo.

Sí; ella sabía perfectamente que siendo poli y teniendo alrededor a gente que conoce a los polis, siempre recelas de que te puedan descubrir y acabas creyendo que es un don especial de la gente.

—¿Te choca comprobar que no eres un leproso social?

—Más me choca comprobar que puedo dejar algo en el plato —replicó Hood mirando los restos de comida.

Después fueron a la casa que Jack Kirkwall se había construido para el retiro. Estaba en el campo, en el límite de Queensferry sur y al fondo se divisaban los dos puentes. Era una vivienda geométrica con ventanas altas y alargadas y Wylie comentó que parecía una catedral a pequeña escala.

Jack Kirkwall les recibió amablemente e insistió en que saludasen de su parte a John Rebus.

—¿Conoce al inspector Rebus? —preguntó Wylie.

—En cierta ocasión me hizo un favor —respondió Kirkwall conteniendo la risa.

—Pues quizá pueda usted devolvérselo —dijo Hood—. Si no le falla la memoria.

—La bola la tengo perfectamente —gruñó Kirkwall.

—Señor Kirkwall, lo que quiere decir el agente Hood —terció Wylie lanzando una mirada de advertencia a su compañero— es que no tenemos ningún dato y que usted podría ser nuestro rayo de luz.

Kirkwall se animó, fue a sentarse en un sillón y les hizo seña de que tomaran asiento.

El sofá era de cuero color crema y olía a nuevo. El salón, amplio y luminoso, tenía una mullida alfombra y una pared entera de ventanales. A Wylie le dio la impresión de que allí no había nada visible del pasado de Kirkwall: ni fotos, ni objetos de adorno o algún mueble antiguo. Era como si al jubilarse hubiera asumido una personalidad distinta con aquella decoración anodina. Pero en ese momento halló la explicación: era una casa piloto para mostrar a posibles clientes un producto de Construcciones Kirkwall.

Allí no cabían detalles personales.

Se preguntó si podía imputarse a ello las profundas arrugas del rostro de Jack Kirkwall. No era aquel el marco que él había concebido para jubilarse; en las telas y en los objetos de decoración, Wylie adivinó la mano de Peter, el hijo.

—Su empresa hizo obras en Queensberry House en 1979 —dijo.

—¿En el hospital? —ella asintió con la cabeza—. Las empezamos en el setenta y ocho y acabamos el setenta y nueve —dijo mirándoles—. Seguramente como ustedes son tan jóvenes no lo recuerdan, pero aquel invierno hubo huelga de basuras, huelga de maestros y huelga hasta en el depósito de cadáveres —añadió con un bufido mirando a Hood y dándose unos golpecitos en la cabeza—. ¿No ve, hijo, como tengo perfectamente la bola? Lo recuerdo como si fuera ayer. Empezamos las obras en diciembre y acabamos en marzo. El día ocho, concretamente.

—Es increíble —comentó Wylie sonriendo.

Kirkwall recibió complacido el cumplido. Era un hombre alto, ancho de hombros y de mandíbula cuadrada. No debía de haber sido guapo, pero se lo imaginaba con carisma y presencia.

—¿Saben por qué me acuerdo? No, son muy jóvenes —dijo negando con la cabeza.

—¿Por el referéndum? —aventuró Hood.

Kirkwall hizo un gesto de decepción y Wylie miró de nuevo a Hood: tenían que ganarse a aquel hombre.

—¿No fue el uno de marzo? —añadió Hood.

—Efectivamente. Ganamos la votación pero perdimos la guerra.

—Un contratiempo transitorio —no pudo por menos de añadir Wylie.

—Si llama usted transitorio a una situación que se prolonga veinte años… —replicó él mirándola irritado—. Era una ilusión que… —Wylie vio que iba a ponerse nostálgico, pero la sorprendió al decir—: Imagínese lo que habría podido ser: nuevas inversiones, nuevas obras y más negocio.

—¿Un auge en la construcción?

Kirkwall movió la cabeza de un lado a otro al pensar en la ocasión perdida.

—Según su hijo, el auge se produce ahora.

—Sí.

Wylie no creía haber detectado nunca tal amargura en un monosílabo. ¿Habría aceptado Jack Kirkwall voluntariamente la jubilación o le habrían obligado?

—Nos interesan las obras del interior del hospital —dijo Hood—. ¿Qué empresas eran contratistas?

—La techumbre la hizo Caspian —respondió Kirkwall con voz monótona, inmerso en sus pensamientos—. El andamiaje era de Macgregor, y Coghill hizo gran parte de la obra interior con nuevo enlucido de paredes y nuevo entabicado.

—¿En el sótano?

Kirkwall asintió con la cabeza.

—Lo redistribuyeron para hacer una lavandería nueva y una sala de máquinas.

—¿Recuerda si dejaron al descubierto los muros primitivos —dijo Wylie tendiéndole la foto de las chimeneas—, tal como se aprecia aquí? —Kirkwall miró y dijo que no con la cabeza—. ¿No hizo una empresa llamada Coghill’s las obras del sótano?

Kirkwall hizo un gesto afirmativo.

—Que ya no existe. Cerró.

—¿El señor Coghill vive todavía?

Kirkwall se encogió de hombros.

—No tendría por qué haber cerrado. Era una buena empresa y Coghill trabajaba bien.

—La construcción es un sector en que hay mucha competencia —comentó Wylie.

—No lo digo por eso —replicó el hombre mirándola.

—¿Por qué, entonces?

—Tal vez sea meterme en lo que no me importa —contestó Kirkwall pensativo—, pero a mi edad ¿qué puede importar? —dijo con un profundo suspiro—. Según he oído, lo que sucedió es que Dean se enemistó con el señor Importante.

—¿El señor Importante? —preguntaron Wylie y Hood al unísono.

El bar Oxford estaba lleno cuando entró Rebus. Ya había tomado una copa en The Malting pero se había marchado antes de la hora de aluvión de estudiantes; y llevaba otras dos copas de Swany’s en Causewayside, donde se tropezó con un antiguo colega recién jubilado.

—Estás hecho un chaval —le dijo Rebus en broma.

—Tengo la misma edad que tú, John —replicó el otro.

Pero él no llevaba treinta años en el Cuerpo porque había ingresado con veintitantos años. Dos o tres años más, y podría dedicarse al ocio. Pagó una ronda y salió a afrontar las gélidas ráfagas invernales. Los faros de los coches horadaban la oscuridad y la lluvia recién caída se convertía en hielo. Era un paseo de quince minutos hasta casa. En la otra acera vio un taxi repostando en la estación de servicio.

Jubilarse. La palabra iba y venía en su cabeza. Dios, ¿qué sería de su vida? A unos los jubilaban y a otros los despedían. Pensó en Watson y decidió llamar al taxi para que le llevase al Oxford.

No estaban Doc ni Salty, los habituales con quien él tomaba copas, pero vio muchas caras que conocía. El lugar zumbaba y en el salón casi no podía uno moverse. Había fútbol en la tele; jugaba un equipo del sur. Allí, junto a la puerta, vio a otro cliente habitual llamado Muir, que le saludó con una inclinación de cabeza.

—¿No tiene tu mujer una galería de arte? —preguntó Rebus. Muir hizo otra inclinación de cabeza—. ¿Vende cosas de Alicia Rankeillor?

—Bien quisiera —replicó Muir con un bufido—. Las cosas de Rankeillor, como tú las llamas, se cotizan en miles de libras. Todos los coleccionistas quieren cuadros suyos, sobre todo de los años cuarenta y cincuenta. Incluso los pocos grabados que tiene se venden a mil y a dos mil libras. ¿Conoces a alguien que quiera vender pinturas suyas? —añadió Muir alzando la vista.

—Ya te lo diré.

Atendían la barra las dos Margarets, yendo y viniendo en su estrecha reclusión. A Rebus le sirvieron su Indian Palé y él pidió un whisky para acompañarla. Oyó música en el salón de atrás; se distinguía la guitarra acústica y una voz de mujer joven. Pero su dúo favorito lo tenía allí en el mostrador: una cerveza y un whisky. Le echó un poco de agua para rebajarlo y dio un trago prolongado para enjugarse la boca. Una de las dos Margarets regresó hasta él con el cambio.

—Ahí dentro hay una amiga suya —dijo.

—¿La cantante? —preguntó Rebus frunciendo el entrecejo.

La mujer sonrió y negó con la cabeza.

—Está junto a la máquina de tabaco —dijo.

Rebus miró hacia donde decía y vio un muro de cuerpos. La máquina ocupaba un recoveco tres escalones antes de la entrada a los servicios, junto a la tragaperras, pero no veía más que espaldas masculinas, lo que significaba que hacían corro a alguien.

—¿Quién es?

Margaret se encogió de hombros.

—Dice que es conocida suya.

—¿No será Siobhan?

Margaret volvió a encogerse de hombros y Rebus estiró el cuello. En ese momento llevaban al grupo otra ronda y se abrió el corrillo. Vio caras conocidas de clientes habituales, sonrisas heladas y humo de tabaco. Y al fondo, relajada y recostada en la máquina tragaperras, Lorna Grieve, llevándose a los labios un vaso grande que a él le pareció de whisky o coñac solo. Ella se pasó la lengua por los labios y al verle sonrió alzando el vaso. Rebus le devolvió la sonrisa levantando también su vaso. De pronto le vino el recuerdo de un día en que volvía del colegio y al doblar la esquina siguiente a la tienda de dulces se topó con un grupo de chicos acosando a una compañera de su curso. No llegó a ver lo que le hacían, pero la mirada de ella se cruzó con la suya y vio que no reflejaba pánico ni placer tampoco.

Lorna Grieve tocó en el brazo a uno de sus admiradores para decirle algo. Era Gordon, uno de Fife como Rebus y de edad como para ser hijo suyo.

Ahora bajaba los escalones y se abría paso tocando discretamente brazos, hombros y espaldas para llegar a su lado.

—Vaya, vaya —dijo—, qué agradable verle aquí.

—Sí, qué agradable —dijo él apurando el whisky.

Ella le preguntó si quería otro, pero Rebus rehusó con un gesto alzando la cerveza.

—Me parece que en este local no había estado nunca —dijo ella recostándose en la barra—. Acaban de contarme que el antiguo dueño no servía a mujeres ni a gente con acento inglés. Creo que me habría gustado.

—No era alguien que gustase de entrada.

—Es lo mejor, ¿no cree? —replicó ella clavándole la mirada—. También me han hablado de usted y voy a tener que dejar de llamarle Hombre mono.

—¿Y eso?

—Porque a juzgar por lo que me han contado, muy poca gente se burla de usted.

—En los bares se dicen muchos cuentos —replicó Rebus sonriendo.

—Aquí tienes, Lorna —era Gordon, con otro vaso. Rebus había visto a Margaret llenándolo de Armagnac—. ¿Cómo estás, John? No nos habías dicho que conocías a gente famosa.

Lorna Grieve agradeció el cumplido pero Rebus no hizo ningún comentario.

—Ni a mí me habían dicho que hubiera encantos como tú en Edimburgo —añadió ella— porque, de saberlo, no me habría ido a vivir al campo ni me habría casado jamás con un animal triste como Hugh Cordover.

—No te metas con High Chord —replicó Gordon—. Yo vi a Obscura actuando de teloneros con Barclay James en el Usher Hall.

—Irías todavía al colegio.

—Tendría unos catorce años —dijo Gordon pensativo.

—Somos unos carcamales —dijo Lorna mirando a Rebus.

Pero ella no era ninguna carcamal. Vestía ropa suelta y de vivos colores, lucía un peinado impecable y su maquillaje llamaba la atención. Entre aquellos hombres trajeados de diario, parecía una mariposa rodeada de polillas.

—¿Qué hace usted aquí? —preguntó Rebus.

—Beber.

—¿Ha venido en coche?

—Me trajeron los del grupo. No crea que he venido por verle —contestó ella mirándole.

—¿No?

—No sea tan presumido —replicó ella sacudiéndose una mota imaginaria de su chaqueta roja.

Llevaba una blusa de seda naranja y vaqueros desteñidos deshilachados en los tobillos. Calzaba unos mocasines negros de ante y no lucía joyas. Ni siquiera la alianza.

—Me gusta ir a sitios nuevos. Como mi vida es tan aburrida, esto me resulta una novedad —añadió mirando el local.

—Pobrecilla.

Ella enarcó una ceja torciendo el gesto. Gordon cambió el peso de un pie a otro y dijo que la esperaba en los escalones. Lorna asintió con la cabeza distraídamente.

—¿Lleva todo el día bebiendo?

—¿Le da envidia?

—Yo ese estado lo conozco bastante bien —replicó Rebus encogiéndose de hombros—. ¿Qué le parece el Oxford? —añadió volviéndose.

Ella arrugó la nariz.

—Muy en sintonía con usted.

—¿Y eso es malo o bueno?

—Pues no lo sé —contestó ella mirándole a la cara—. Advierto en usted algo oscuro.

—Será la cerveza.

—Hablo en serio. Tenga en cuenta que todos venimos de la oscuridad y dormimos por la noche por rehuir ese hecho. Seguro que usted tiene problemas de sueño, ¿a que sí? —Rebus no contestó y el rostro de ella se animó—. Todos regresaremos un día a la oscuridad cuando se apague el sol —añadió con ojos risueños—. «Aunque mi alma caiga en la oscuridad me alzaré en plena luz».

—¿Es un poema?

Ella asintió.

—Pero he olvidado cómo sigue.

Se abrió la puerta y aparecieron dos caras expectantes: Grant Hood y Ellen Wylie. Hood parecía con ánimo de tomarse una copa pero no pasó de la puerta. Wylie, al ver a Rebus, le hizo seña de que saliera.

—Vuelvo enseguida —dijo a Lorna Grieve tocándole el brazo.

Se abrió paso hasta la salida; el aire de la noche era fresco y respiró profundamente varias veces.

—Perdone que le molestemos —dijo Wylie.

—Supongo que habréis venido por algo concreto —dijo él.

Comenzaba a formarse hielo en las alcantarillas y los coches aparcados en un lado de la estrecha calle tenían escarcha en el parabrisas. El cielo se cubrió de nubes mientras hablaban.

—Hemos ido a ver a Jack Kirkwall —dijo Hood.

—¿Y qué?

—Nos ha dicho que le conoce a usted —añadió Wylie.

—Por un caso de hace años.

Hood y Wylie cruzaron una mirada.

—Cuéntaselo tú —dijo Hood.

Wylie le explicó lo que les había dicho Kirkwall y Rebus quedó pensativo.

—Me siento halagado —dijo al fin.

—Nos dijo que usted nos explicaría quién era el señor Importante.

Rebus asintió:

—Así era como le llamaban los de DIC. No es muy original.

—¿Realmente lo era? —inquirió Hood.

Rebus asintió y se apartó para dar paso a una pareja que entraba al bar. La cantante actuaba otra vez y a través de la ventana cerrada del salón trasero llegaba su voz. «Vuelvo a pensar en cosas que había dejado atrás».

—Se llamaba Callan. Bryce Callan.

—¿No era Big Ger Cafferty quien controlaba Edimburgo?

Rebus asintió con la cabeza.

—Sí, después de retirarse Callan a la Costa del Sol o un sitio así. Aunque no ha dejado de estar presente.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Wylie.

—Se rumorea que parte del producto del negocio de Cafferty sigue yendo a parar a España. Bryce Callan se ha convertido casi en… —no le salía la palabra.

Oyó otra estrofa que llegaba desde el salón: «Vuelvo a pensar en cosas no expresadas».

—¿Un mito? —aventuró Wylie.

Rebus asintió y miró el escaparate de la barbería de la acera de enfrente.

—Supongo que porque no conseguimos encerrarle.

—¿Por qué motivo se pondría Dean Coghill a malas con él?

—Por asuntos de protección tal vez —contestó Rebus encogiéndose de hombros—. En una obra se puede hacer mucho daño. Y en esos grandes proyectos hay mucho dinero en juego y unos días de trabajo suspendido representan grandes pérdidas.

—Entonces, habrá que localizar a Coghill —dijo Hood.

—Suponiendo que acepte hablar con nosotros —agregó Wylie.

—Esperad a que averigüe dónde vive Bryce Callan —dijo Rebus.

«Ahora ha vuelto el pasado, insistente, surge de la oscuridad, ten mucho cuidado y mira dónde vas…».

—Mientras tanto —prosiguió— a ver si encontráis los archivos de personal de su empresa porque tendremos que saber quiénes trabajaron en esa obra.

—¿Y si alguno no aparece? —preguntó Hood.

—Doy por supuesto que haréis una búsqueda en el registro de personas desaparecidas.

Wylie y Hood cruzaron una mirada en silencio.

—Es un trabajo ímprobo, pero hay que hacerlo —dijo Rebus—. Siendo dos tardaréis menos.

—¿Podemos centrar la búsqueda en los últimos meses del setenta y ocho y los tres primeros del setenta y nueve?

—En principio sí. ¿Queréis tomar algo? —añadió mirando al pub.

Wyllie negó inmediatamente con la cabeza.

—Preferimos ir al Cambridge, que es más tranquilo.

—Muy bien.

—Ahí dentro —señaló con un gesto— se está como en el cuarto de escobas que nos han dado por despacho.

—Me lo han comentado —dijo Rebus sosteniendo la mirada reprobatoria de Wylie.

—Señor, esa mujer… —añadió ella bajando la vista—, ¿no es…?

—Nos hemos encontrado aquí por casualidad —comentó Rebus.

—Sí, claro —añadió ella asintiendo despacio con la cabeza y echando a andar sin mirarle a la cara.

Hood le dio alcance y Rebus se quedó contemplándolos con la puerta entreabierta. Andaban con las cabezas juntas y seguro que él iba preguntándole quién era la mujer. Si el rumor llegaba a Saint Leonard, ya sabría de dónde procedía. Y ese sería el final del equipo de arqueólogos.

Se despertó a las cuatro con la lámpara de la mesilla encendida y el edredón caído a los pies de la cama; oyó el ruido de un motor en la calle y fue tambaleándose a la ventana a tiempo de ver una forma oscura subiendo a un taxi. Fue a tientas al cuarto de estar manteniendo el equilibrio. Le había dejado un regalo: una maqueta con cuatro canciones de los Robinson Crusoe titulada Naufragio del corazón. No era de extrañar dado el nombre del grupo. La última canción era Reproche final. La puso y escuchó un par de minutos a bajo volumen. En el suelo, junto al sofá, había una botella vacía y dos vasos; en uno quedaban aún dos dedos de whisky. Lo olió y lo llevó a la cocina para tirarlo al fregadero y llenarlo de agua, que bebió de un trago. Acto seguido bebió dos más. Seguro que no se libraba de la resaca, pero haría lo posible por superarla. Se tomó tres paracetamoles con agua y luego se llevó otro vaso al cuarto de baño. Por la toalla colgada de la barra comprendió que se había duchado. Se había duchado antes de llamar al taxi. ¿La habría despertado con sus ronquidos? ¿Habría llegado a dormirse? Se preparó la bañera y se miró en el espejo de afeitarse. Vio un rostro de piel floja desamparado. Se agachó para eructar en el lavabo y estuvo a punto de vomitar las pastillas. ¿Cuánto habían bebido? Ni lo recordaba. ¿Habían ido al piso directamente desde el Oxford? Pensaba que no, y buscó en los bolsillos algún indicio. Nada. Pero de las cincuenta libras que tenía no quedaba más que calderilla.

—Dios santo —musitó cerrando los ojos.

Tenía tortícolis y le dolía la espalda. Volvió a mirarse en el espejo. «¿Lo hicimos?». «Sí, lo más seguro es que sí». Cerró otra vez los ojos. «¡Hostia, John!, ¿cómo has podido acostarte con Lorna Grieve?». Veinte años atrás habría dado saltos de contento; pero veinte años antes ella no estaba implicada en un caso de homicidio.

Cerró los grifos y se metió en la bañera dejándose resbalar para que el agua le cubriera la cabeza. Tal vez bastaría con aguantar un poco y todo habría acabado, pensó. Su primera equivocación con la bebida la había cometido hacía treinta años al salir de un baile estudiantil.

Y no escarmentaba, pensó, sacando la cabeza para respirar. A partir de ahora se sentiría vinculado a los Grieve, sería como un fleco más de su historia.

Y si Lorna lo divulgaba también él pasaría a la historia.