—¿Cuándo nos van a entregar el cadáver?
—No sabría decirle.
—Es horroroso tener un familiar muerto y no poder enterrarle.
Rebus asintió con la cabeza. Estaban en la sala de visitas de la casa de Ravelston. Tenía a Derek Linford a su lado en el sofá. Alicia Grieve, en un sillón frente a ellos, parecía más pequeña y frágil. Su nuera, Seona Grieve, que acaba de hablar, se había sentado en el brazo del sillón y vestía de luto, mientras que la anciana llevaba un vestido floreado, cuyo vivo colorido contrastaba con su rostro ceniciento. A Rebus le parecía que tenía piel de elefante por el modo en que le colgaban las numerosas arrugas de la cara y el cuello.
—Señora Grieve, tiene que comprender —dijo Linford con voz melosa— que en un caso como este hay que retener el cadáver, ya que los patólogos pueden…
Alicia Grieve se dispuso a levantarse del sillón.
—¡Ya está bien! —chilló—. No pienso seguir escuchándoles. Váyanse.
Seona Grieve la ayudó a incorporarse.
—Está bien, Alicia. Yo hablaré con ellos. ¿Quiere subir arriba?
—Al jardín. Me voy al jardín.
—Tenga cuidado, no vaya a resbalar.
—¡No soy una inválida, Seona!
—Claro que no. Sólo quería decirle…
Pero la anciana se dirigió a la puerta sin escuchar ni volver la vista atrás; la cerró al salir y oyeron sus pasos alejándose.
Seona se sentó en el sillón que acababa de dejar su suegra.
—Lo lamento.
—No tiene por qué disculparse —dijo Linford.
—Pero tendremos que hablar con ella —advirtió Rebus.
—¿Es absolutamente necesario?
—Me temo que sí.
No podía decirle que era porque tal vez su marido le había hecho confidencias a su madre y ella sabía cosas que no conocían.
—¿Y usted, señora Grieve? —preguntó Linford—. ¿Cómo se encuentra?
—Como borracha —dijo Seona Grieve con un suspiro.
—Bueno, muchas veces una copita…
—Quiere decir —le interrumpió Rebus— que ha sufrido un duro golpe.
Linford asintió con la cabeza como si él no hubiera dicho una tontería.
—Por cierto —dijo Rebus—, ¿alguien de la familia tiene problemas con el alcohol?
—¿Se refiere a Lorna? —replicó Seona mirándole.
Rebus guardó silencio.
—Roddy no bebía mucho —prosiguió ella—. Tomaba un vaso de vino de vez en cuando y quizá algún whisky antes de cenar. Cammo… Bueno, a Cammo, no conociéndole, no se le nota que bebe. No se le traba la lengua ni se arranca a cantar.
—Entonces, ¿en qué se le nota?
—En su cambio de actitud, por leve que sea —respondió ella mirándose el regazo—. Digamos que su sentido moral se ofusca.
—¿Acaso en alguna ocasión…?
—Lo intentó un par de veces —respondió ella mirando a Rebus.
Linford, que no captaba de qué hablaban, miró a Rebus, y Seona Grieve resopló al advertirlo.
—No se haga ilusiones, inspector Linford —dijo.
—¿A qué se refiere? —replicó él encogiéndose.
—No estamos ante un crimen pasional en el que Cammo matase a Roddy para conseguirme —dijo ella negando con la cabeza.
—¿Estamos siendo demasiado simplistas, señora Grieve?
Ella consideró la cuestión un instante, pero Rebus le planteó otra pregunta.
—¿Dice usted que su marido no bebía mucho y que, sin embargo, salió a tomar copas con unos amigos?
—Sí.
—¿Pasaba él a veces la noche fuera de casa?
—¿Qué insinúa?
—El caso es que no hemos podido localizar a nadie que saliera a tomar copas con él la noche en que murió.
Linford consultó su bloc.
—De momento, sólo hemos averiguado que en un bar del sector oeste creen que estuvo a primera hora de la noche bebiendo a solas.
Seona Grieve no alegó nada al comentario y Rebus se inclinó en el asiento.
—¿Alasdair bebía? —preguntó.
—¿Alasdair? ¿Qué tiene él que ver con esto? —replicó sorprendida.
—¿Tiene idea de dónde puede estar?
—¿Por qué?
—Me pregunto si se habrá enterado de la muerte de su esposo, porque supongo que querrá acudir al entierro.
—No ha llamado… —dijo ella, pensativa de nuevo—. Alicia le echa de menos.
—¿Nunca se pone en contacto con ustedes?
—Envía una postal de vez en cuando y en el cumpleaños de Alicia nunca deja de hacerlo.
—¿Pone remite?
—No.
—¿De dónde son los sellos?
—De muchos sitios, sobre todo del extranjero —contestó ella encogiéndose de hombros.
Rebus advirtió algo en el modo de decirlo que le impulsó a preguntar:
—¿Algo más?
—Pues… yo creo que las echa al correo otra persona, amigos que están de viaje.
—¿Por qué cree usted que hace eso?
—Para que no se sepa dónde está.
Rebus se inclinó un poco más para reducir la distancia con la viuda.
—¿Qué es lo que sucedió? ¿Por qué se marchó?
—Es una historia de antes de que yo formara parte de la familia —respondió ella encogiéndose de hombros—, cuando Roddy estaba casado con Billie.
—¿Ya se había roto el matrimonio cuando usted conoció al señor Grieve? —preguntó Linford.
—¿Qué trata de insinuar? —replicó ella entornando los ojos.
—Volviendo a Alasdair —dijo Rebus con tono tajante tratando de disuadir a Linford de hacer más preguntas—, ¿no tiene usted alguna idea de por qué se fue?
—Roddy me hablaba de él de vez en cuando, generalmente cuando llegaba alguna postal.
—¿Dirigida a él?
—No, a Alicia.
Rebus miró a su alrededor pero vio que habían retirado las tarjetas de felicitación de Alicia Grieve.
—¿Envió una este año?
—Siempre llegan con una semana o dos de retraso —respondió ella mirando hacia la puerta—. Pobre Alicia, ella piensa que yo estoy aquí por aislarme.
—¿Cuando en realidad está aquí para cuidarla?
—No exactamente —respondió ella negando con la cabeza—, pero sí que me preocupa porque la veo cada vez más delicada. Esta es la única habitación prácticamente que queda habitable; el resto lo tiene lleno de revistas y periódicos viejos… No deja que se tire nada, y a medida que las habitaciones se llenan de porquería ella se retira a otra. Supongo que sucederá lo mismo con esta sala.
—¿Por qué no hacen algo sus hijos? —preguntó Linford.
—No lo consiente. Ni siquiera acepta tener una asistenta. «Todo está en un sitio por algún motivo», dice.
—Tal vez tenga razón —comentó Rebus. Todo está en un sitio: el cadáver en la chimenea, Roddy Grieve en el cenador. Tenían que averiguar el motivo, precisamente lo que ignoraban—. ¿Todavía pinta? —preguntó.
—Pintar no; se entretiene con los pinceles. Tiene el estudio al fondo del jardín; allí debe de haber ido —dijo Seona consultando el reloj—. Dios, y yo sin comprar…
—¿Conocía usted los rumores sobre su marido y Josephine Banks?
Era Linford quien había hecho la pregunta. Rebus se volvió furioso hacia él, pero Linford no apartaba los ojos de la viuda.
—Recibí una carta —dijo ella tapándose el reloj con la manga de la blusa, adoptando una actitud a la defensiva.
—¿Confiaba usted en su marido?
—Totalmente. Yo sé lo que es la política.
—¿Tiene usted idea de quién le envió la carta?
—No; la tiré a la papelera. Mi marido y yo pensamos que era lo mejor.
—¿Cómo reaccionó la señorita Banks?
—Pensó en contratar a un detective, pero nosotros la disuadimos porque eso habría sido como reconocer los hechos y entrar en su juego.
—¿Qué juego?
—El de quien pretendía propagar el rumor.
—¿Está segura de que era un hombre?
—Es cuestión de simple cálculo de probabilidades, inspector Linford. La mayoría de los políticos son hombres. Es lamentable, pero es así.
—He observado —replicó Rebus— que competían dos candidatas para el nombramiento con su esposo.
—A causa de la política del Partido Laborista.
—¿A los otros candidatos los conoce?
—Naturalmente, inspector. En el partido somos una gran familia feliz.
Rebus sonrió, tal como ella esperaba.
—Tengo entendido que a Archie Ure no le hizo gracia el resultado.
—Bueno, Archie lleva metido en política muchísimo más tiempo que Roddy y pensó que era un derecho suyo hereditario.
La misma palabra que había utilizado Josephine Banks.
—¿Y las dos últimas de la lista?
—Son jóvenes e inteligentes… Algún día conseguirán lo que quieren.
—Entonces, ¿qué sucederá ahora, señora Grieve?
—¿Ahora? —repitió ella mirando el dibujo de la alfombra—. Archie Ure era el segundo de la lista, supongo que saldrán con él —miraba la alfombra como si hubiera en ella algún mensaje impreso.
Linford carraspeó y se volvió hacia Rebus para darle a entender que él daba por concluido el interrogatorio. Rebus trató de encontrar alguna última pregunta brillante pero no dio con ella.
—Devuélvanme a mi esposo —dijo Seona Grieve acompañándolos al vestíbulo.
Alicia estaba al pie de la escalera con una taza de porcelana en la mano mojando un trozo de pan que se deshacía.
—Quería tomar algo —dijo a su nuera—, y ya no sé por qué.
Cuando se marcharon, la viuda de Roddy Grieve subió las escaleras con la anciana como si llevara un niño a la cama.
Al llegar al coche Rebus dijo:
—Tú márchate.
—¿Cómo?
—Yo voy a quedarme a hacer de buen samaritano.
—¿De canguro? —preguntó Linford encendiendo el motor—. Tengo la impresión de que no me cuentas toda la historia.
—Voy a ver si, de paso, puedo hablar con la vieja.
—No me digas que quieres ligártela.
—No todos tenemos jovencitas persiguiéndonos con la lengua fuera —replicó Rebus con un guiño.
La expresión de Linford cambió radicalmente. Metió la marcha y arrancó sin decir palabra.
«Muy bien, Siobhan, bravo por darle calabazas», pensó Rebus sonriendo.
Volvió sobre sus pasos por el camino de entrada, llamó al timbre y dijo a Seona Grieve que podía quedarse veinte minutos si quería salir a comprar. Ella no acababa de decidirse.
—Simplemente me hace falta pan y leche, inspector. Seguramente me las apañaré hasta que…
—Bueno, ya que estoy aquí y mi chófer se ha marchado… —replicó Rebus haciendo un gesto hacia el camino vacío—. Además, con las ganas con que la señora Grieve come pan…
Se acomodó en la sala de estar y ella le dijo que se hiciera té o café si no lo tomaba con leche.
—Pero le advierto que la cocina está manga por hombro —añadió.
—No, muchas gracias —dijo Rebus cogiendo un suplemento dominical atrasado.
Oyó cerrarse la puerta sin que Seona Grieve hubiese prevenido a su suegra, dado que simplemente iba a una tienda cercana y no tardaría mucho. Rebus aguardó un par de minutos y subió la escalera. Alicia Grieve estaba en la puerta de su dormitorio y se había puesto una bata sobre el vestido.
—Oh, pensé que se había marchado alguien —dijo.
—Tiene usted muy buen oído, señora Grieve. Era su nuera, que ha salido un momento a comprar.
—¿Y usted cómo sigue aquí? —replicó ella mirándole a la cara—. ¿Usted no es el policía?
—Eso es.
La anciana pasó a su lado arrastrando los pies y apoyándose en la pared.
—Busco algo que me falta en el dormitorio —dijo.
Rebus miró al cuarto por la puerta abierta. Era caótico. Vio ropa encima de las sillas y en el suelo, además de la que se salía del armario y de los cajones de la cómoda; y, apoyados contra la pared, montones de libros, revistas y cuadros. Encima de la ventana, en el techo, advirtió una mancha grande de humedad.
La anciana abrió la puerta de otro cuarto cuya alfombra, de tanto pisarla, era de un gris uniforme sin dibujo. Rebus entró tras ella. ¿Era un cuarto de estar? ¿Un despacho? A saber. Estaba lleno de cajas de cartón con recuerdos y cachivaches: cartas antiguas, algunas aún sin abrir, y álbumes de fotos, algunas de ellas tiradas por el suelo. Además de revistas, más periódicos y más cuadros. En un rincón había un maniquí de pelucas, su lona amarilla estaba remendada y se desmenuzaba; juegos y juguetes antiguos; una colección de espejos en una pared; debajo de una silla, una muñeca con blusa y falda escocesa, sin cabeza. Rebus la cogió y vio la cabeza dentro de una caja de galletas junto con fichas de dominó, naipes y carretes de hilo vacíos. Se la insertó y la muñeca le miró indiferente con sus ojos azules.
—¿Qué está usted buscando? —preguntó.
—¿Qué hace con la muñeca de Lorna? —dijo la anciana al volverse.
—Se le había caído la cabeza y yo…
—No, no, no —dijo ella arrebatándosela—. No se le cayó la cabeza, fue la señorita quien se la arrancó —añadió volviendo a descabezarla—. Fue así como nos dio a entender que había dejado de ser niña.
—¿Qué edad tenía entonces? —preguntó Rebus con una sonrisa.
—Veinticinco o veintiséis años —respondió la anciana sin prestarle mucha atención, enfrascada en su búsqueda.
—¿Qué le pareció a usted su decisión de hacerse modelo?
—Yo siempre he apoyado a mis hijos.
Sonaba a frase hecha destinada a periodistas y curiosos.
—¿Y Cammo y Roddy? ¿Se dedicaba usted a la política, señora Grieve?
—De joven, sí. Dentro del Partido Laborista sobre todo. Allan era liberal y discutíamos mucho…
—Pero tiene usted un hijo conservador.
—Ah, Cammo siempre ha sido muy suyo.
—¿Y Roddy?
—Roddy tendría que librarse de la sombra de su hermano. Si viera cómo anda siempre tras él: observándole, estudiándole… Pero Cammo tiene sus amiguitos. A esta edad, los niños pueden ser crueles, ¿verdad?
La anciana desbarraba, perdida en las fechas.
—Ahora son mayores, Alicia.
—Para mí siempre serán niños —replicó al tiempo que sacaba de una caja unos prismáticos, un tarro de mermelada y un banderín de fútbol, examinándolo todo como si fuera a darle una pista.
—¿Tiene usted mucha intimidad con Roddy?
—Roddy es un cielo.
—¿Habla con usted? ¿Le cuenta sus problemas?
—Él… —dejó la frase en el aire, aturdida—. Ha muerto, ¿verdad? —Rebus asintió con la cabeza—. Ya se lo tenía yo bien advertido que no saltara verjas. Es peligroso.
—¿Ya antes saltaba verjas?
—Ah, sí. Para atajar, camino de la escuela.
Rebus metió las manos en los bolsillos mientras la anciana comenzaba a divagar.
—En los cincuenta tuve escarceos con los nacionalistas. Eran gente rara, no sé si lo seguirán siendo. Vestían falda escocesa, hablaban gaélico y eran unos resentidos. Pero hacíamos buenas fiestas, con mucho baile de… Espadas y Escudos…
—He oído hablar de ellos —dijo Rebus frunciendo el entrecejo—. ¿No era una escisión de los nacionalistas?
—Yo no estuve mucho tiempo. En aquella época se hacían muy pocas cosas; se proponía algo, nos íbamos a tomar unas copas y ahí quedaba todo.
—¿Conoció a Matthew Vanderhyde?
—Oh, sí, ¿quién no conocía a Matthew? ¿Vive todavía?
—Yo le veo de vez en cuando. Quizá no tanto como debería.
—Matthew y Allan discutían siempre de política con Chris Grieve… —hizo una pausa—. ¿Sabe que no somos parientes? —Rebus asintió con la cabeza recordando el poema enmarcado del vestíbulo—. Allan quería hacer un retrato de Chris, pero él era incapaz de estarse quieto sentado; no paraba de gesticular hablando —añadió haciendo una imitación a su manera con el tarro de mermelada en una mano y un rollo de papel navideño en la otra—. Edwin Muir era un buen contrincante, y estaba también mi querida Naomi Mitchison. ¿Conoce su obra?
Rebus guardó silencio por no deshacer el encanto.
—Y los pintores… Gillies, McTaggart, Maxwell —dijo sonriendo—. Siempre saltaban chispas. El Festival nos venía muy bien porque atraía público a las galerías. Nos llamábamos la Escuela de Edimburgo. Entonces el país era muy distinto, ¿sabe? Vivíamos entre una guerra y la amenaza de otra y era problemático criar a los hijos con la bomba atómica como perspectiva. Creo que eso repercutió en mi trabajo.
—¿A sus hijos les interesaba la pintura?
—Lorna hizo sus pinitos, y tal vez continúe; pero los chicos no. Cammo siempre andaba rodeado de amigotes, una especie de guardia pretoriana, mientras que a Roddy le gustaba la compañía de los mayores, y era en todo momento un chico muy educado y dispuesto a escuchar.
—¿Y Alasdair?
La anciana ladeó la cabeza.
—Alasdair era una pesadilla para un pintor, tenía una expresión angelical difícil de captar. Yo nunca pude. Se notaba que era un chico que siempre tramaba algo, pero no se le tenía en cuenta por ser Alasdair, ¿entiende?
—Creo que sí. —Rebus conocía malhechores con ese carácter, encantadores y descarados pero siempre a la suya—. ¿Sigue en contacto con ustedes?
—Ah, claro.
—¿Por qué se marchó de casa?
—En casa no vivía realmente. Él tenía un piso cerca de Cannongate. Cuando se fue supimos que era de alquiler y que no tenía casi muebles suyos. Se marchó con una maleta de ropa y unos pocos libros.
—¿No alegó ningún motivo?
—No, únicamente telefoneó desde muy lejos para decirme que seguiría en contacto con nosotros.
Rebus oyó abrir y cerrarse la puerta de entrada y una voz que decía: «Ya estoy aquí».
—Tengo que irme —dijo.
—No sé dónde estará eso —dijo Alicia Grieve hablando sola y guardando el tarro de mermelada en la caja—. Dios mío, si supiera dónde está…
Al bajar Rebus coincidió con Seona Grieve a mitad de la escalera.
—¿Todo bien? —le preguntó ella.
—Todo bien, pero la señora Grieve ha perdido algo.
—Inspector —dijo ella mirando hacia arriba—, lo ha perdido prácticamente todo. Lo que sucede es que aún no se ha dado cuenta…