La sala de Homicidios en Saint Leonard bullía de actividad: ordenadores, ayuda civil, líneas de teléfono extra, y en Queensberry House habían, además, instalado una cabina suplementaria portátil. Watson iba de reunión en reunión con los jefazos de Fettes y los políticos, y había perdido los nervios con uno de sus subalternos echándole la bronca antes de entrar a su despacho dando un portazo, algo que nunca le habían visto hacer. El sargento Frazer comentó: «Que vuelva Rebus para que tengamos una víctima propiciatoria», mientras Joe Dickie le daba un codazo preguntándole: «¿Qué se sabe de las horas extra?». Él ya se había provisto de un formulario en blanco.
A Gill Templer le habían encargado los comunicados de prensa por su experiencia en trabajos de enlace, y ella había podido de momento despejar un par de las tesis de lo más absurdo sobre conspiración política. También estaba el ayudante Carswell, llegado para inspeccionar la tropa, con Derek Linford de cicerone. En la comisaría no cabía un alfiler e incluso Linford carecía de despacho. Habían asignado al caso doce agentes del DIC, secundados por otros doce policías uniformados. La misión de los uniformados era buscar el arma del crimen en Queensberry House y efectuar las indagaciones puerta a puerta. Disponían también de secretarias extra y como Linford aguardaba que le comunicaran la cuantía del presupuesto para el caso, aún no había empezado a racanear sabiendo que se trataba de un caso importante, lo que justificaba cualquier gasto de personal y de horas extra.
De todos modos, a él le gustaba fiscalizar los gastos sin importarle estar fuera de su jurisdicción, y no hacía caso de las miradas y comentarios que suscitaba: «Ese cabrón de Fettes… se cree que tiene derecho a decirnos lo que hay que hacer aquí». Era cuestión de territorio. No es que a Rebus le importase; le dejaba hacer a su antojo, convencido de que era mejor administrador que él. «Derek, con toda franqueza, a mí nadie me ha acusado nunca de ser capaz de llevar la tienda», le dijo.
Linford dio una vuelta por la sala mirando los mapas, las listas de tareas, las fotos del escenario del crimen y los números de teléfono. Tres agentes silenciosos atendían los ordenadores, tecleando las últimas informaciones para la base de datos. Los cimientos de una investigación como aquella estaban sobre todo en los datos, su recopilación y las referencias cruzadas que se obtuvieran, con objeto de establecer posibles hipótesis; podía resultar muy laborioso. Se preguntó si aparte de él alguno de los presentes sentiría como él aquella especie de electricidad. Miró otra vez las listas de servicio y vio que el sargento Frazer estaba al mando de la operación en Holyrood, de las indagaciones puerta a puerta y de los interrogatorios a los obreros de la empresa de demolición. Otro sargento, George Silvers, averiguaba los últimos movimientos del difunto. Roddy Grieve vivía en Cramond y le había dicho a su esposa que salía a tomar unas copas, algo normal, ella no había advertido nada raro en él. Aunque salió con el móvil, ella no había visto necesidad de llamarle y, a media noche, se había acostado, pero al no verle por la mañana comenzó a preocuparse, aunque decidió esperar un par de horas por si se producía alguna explicación racional… que se hubiera quedado a dormir en otro sitio, por ejemplo.
—¿Sucedía eso a menudo? —preguntó Silvers.
—Lo había hecho un par de veces.
—¿Y dónde se quedaba a dormir?
—En casa de su madre o en el sofá en la casa de algún amigo.
Silvers no era de los que ponían mucho esfuerzo en nada. Era difícil imaginársele impacientándose, y los interrogatorios se los tomaba con la misma calma.
Una tranquilidad que inquietaba al interrogado.
El ayudante de prensa de Grieve era un joven llamado Hamish Hall cuyo interrogatorio corrió a cargo de Linford. Cuando lo recordaba, Linford no tenía más remedio que reconocer que había sido derrota técnica. Hall, con su traje impecable y su rostro despejado e inteligente, le había disparado a bocajarro las respuestas, como desdeñando sus preguntas. Linford le lanzaba otra pregunta, arrastrado por su juego, sin iniciativa propia.
—¿Cómo se llevaba con el señor Grieve?
—Bien.
—¿Nunca tuvo problemas?
—Nunca.
—¿Y la señorita Banks?
—¿Me pregunta cómo me llevaba con ella o cómo se llevaba ella con Roddy? —replicó Hall haciendo brillar la montura cromada de sus gafas redondas.
—Pues las dos cosas.
—Bien.
—¿Cómo?
—Es la respuesta a las dos preguntas: nos llevábamos bien.
—De acuerdo.
Y así prosiguió el interrogatorio, como un fuego cruzado de ametralladora. Los antecedentes de Hall eran: miembro del partido y hombre decidido, con una licenciatura en económicas, y en su discurso se notaba que la economía era su fuerte.
—Eso de ayudante de prensa… ¿es algo así como… psiquiatra?
—Eso es un golpe bajo, inspector Linford —replicó el joven torciendo el gesto.
—¿Quién más formaba el equipo del señor Grieve? Supongo que habría voluntarios locales…
—Todavía no. La campaña electoral propiamente dicha no empieza hasta abril y es cuando necesitaremos ayuda.
—¿Tienen previsto recurrir a alguien en concreto?
—Eso no es de mi competencia. Pregunte a Jo.
—¿Jo?
—Josephine Banks, su secretaria electoral. La llamamos Jo —añadió consultando el reloj y lanzando un suspiro.
—¿Qué piensa hacer ahora, señor Hall?
—¿Al salir de aquí?
—Ahora que ha muerto quien le daba empleo.
—Encontrar otro —respondió con una sonrisa sincera—. No será difícil.
Linford se imaginó a Hall al cabo de unos años, acompañando a otro dignatario, quizá un primer ministro, y soplándole frases que el parlamentario repetiría en voz alta segundos después. Siempre en la brecha y cerca del poder.
Cuando se levantaron, Linford le dio la mano amistosamente y le obsequió con una sonrisa al tiempo que le invitaba a un té o a un café.
—De verdad que se lo agradezco… pero es que tengo que… Que usted lo pase bien.
Quién sabe si dentro de cinco o diez años…
—No puede ser.
Ellen Wylie miraba el interior oscuro de uno de los cuartos de interrogatorio de la planta baja, casi lleno de trastos rotos y muebles estropeados; sillas sin ruedas y máquinas de escribir antiguas.
—Se usa de almacén, como puede ver.
Ella se volvió hacia el sargento del mostrador que les había abierto la puerta.
—Cómo iba yo a pensar… —balbució.
—¿Dónde vamos a meter todo esto? —dijo Grant Hood.
—Tal vez puedan apañarse así —dijo el hombre.
—Estamos trabajando en un caso de homicidio —replicó Wylie entre dientes y volvió a mirar el cuarto antes de volverse hacia su compañero—. Fíjate cómo nos tratan, Grant.
—Bueno, en sus manos lo dejo —dijo el sargento sacando la llave de la cerradura y entregándosela a Hood—. Que lo pasen bien.
Hood le vio alejarse y agitó la llave delante de los ojos de Wylie.
—Es todo suyo —dijo.
—¿No podríamos quejarnos a la dirección? —añadió Wylie dando una patada a un sillón de escritorio del que se desprendió un brazo.
—Bueno, ya sé que el folleto ponía con vistas al mar —comentó su compañero—, pero con un poco de suerte no estaremos mucho aquí.
—Esos cabrones de arriba tienen máquina de café —dijo Wylie—. ¿Pero qué digo? —exclamó—. ¡Si no hay ni teléfono!
—Efectivamente —añadió Hood—, pero como ves tenemos el monopolio del mercado de máquinas de escribir eléctricas.
Siobhan Clarke se empeñó en ir a un sitio elegante a tomar la copa y Derek Linford se hizo cargo al explicarle ella el día que había tenido y las dos últimas horas de interrogatorio a mendigos.
—Es duro, sí —dijo—. Pero te encuentras bien, ¿no? —ella le miró—. Quiero decir que no te han mordido.
—No, sólo que… —echó hacia atrás la cabeza para contemplar el magnífico techo del Dome Bar-Grill como si buscara en él el resto de la frase—. No, la mayoría ni siquiera olían mal, pero la historia de sus vidas…
—¿Qué quieres decir? —preguntó Linford, que intentaba desalojar del borde del vaso la raja de lima con el palito de cóctel.
—Me refiero a la tragedia de sus vidas, llenas de fracasos y adversidades que les indujo a hacerse mendigos. Nadie nace mendigo, que yo sepa.
—Te entiendo, pero la mayoría de ellos no tendrían por qué vivir así. La culpa es del sistema de asistencia social —ella le miró sin que él lo advirtiera—. Yo nunca les doy limosna; para mí es como un principio. Seguro que habrá quienes se saquen en una semana más de lo que ganamos nosotros. Mendigando en Princes Street puedes sacar doscientas libras al día —añadió asintiendo repetidamente con la cabeza—. ¿Qué? —preguntó al ver la cara que ponía ella.
Siobhan miró su consumición, un gin-tonic con zumo de lima y soda.
—Nada —dijo.
—¿Es por lo que he dicho?
—Tal vez sea…
—¿Qué has tenido un día agitado…?
—Iba a decir que tal vez sea por cómo lo planteas —exclamó ella frunciendo el entrecejo.
Permanecieron un rato en silencio después de aquello, pero no llamaban la atención porque era la hora del cóctel y estaba lleno de empleados de George Street: trajes oscuros y medias oscuras a juego. Todos los grupitos estaban enfrascados en sus cotilleos. Clarke dio un sorbo largo. Siempre ponían poca ginebra; aunque pidieras una doble no estaba fuerte. Ella en su casa se echaba ginebra y tónica mitad y mitad con mucho hielo y una buena raja de limón y no aquello que parecía un papel de fumar.
—Te cambia el acento —dijo al fin Linford—. La modulación se adapta a las circunstancias. Es un buen truco.
—¿Qué quieres decir?
—Pues que tienes acento inglés, ¿no? Pero cuando estás con alguien, en la comisaría por ejemplo, le das entonación escocesa.
Era cierto y ella lo sabía. Incluso en el colegio y en la universidad siempre había tenido dotes para la imitación, consciente de que lo hacía por adaptarse al interlocutor independientemente del grupo social a que perteneciera. En aquel tiempo sí que se daba cuenta de que cambiaba al hablar, pero ahora no. Lo que ella se preguntaba era a qué se debería el cambio: ¿Simple adaptación? ¿Tan desesperada estaba por su condición de soltera?
¿Sería eso?
—¿Dónde naciste?
—En Liverpool —contestó—. Mis padres eran profesores universitarios y una semana después de nacer yo se mudaron a Edimburgo.
—¿A mediados de los setenta?
—A finales de los sesenta; los halagos de poco te van a servir —añadió sin escatimar una sonrisa—. Pero aquí no estuvimos más que dos años antes de ir a Nottingham, donde hice casi todos los estudios, que terminé en Londres.
—¿Tus padres viven allí?
—Sí.
—¿Profesores universitarios, eh? ¿Y qué piensan de ti?
Era una pregunta de rigor, pero no tenía bastante confianza en él para contestarla. Del mismo modo que había dejado que la gente creyera que su piso de la nueva ciudad era de alquiler; cuando lo vendió para comprarse otro más pequeño, devolvió el dinero a sus padres, y nunca les explicó por qué, ni tampoco ellos se lo preguntaron más de una vez.
—Volví aquí para ir a la universidad —dijo— y me sedujo Edimburgo.
—¿Para elegir una carrera en la que siempre vemos los trapos sucios?
Optó igualmente por no contestarle.
—O sea que eres una colonizadora… una nueva escocesa. Creo que es así como os llaman los nacionalistas. Supongo que votarás al PNE, ¿no?
—Ah, ¿tú eres del PNE?
—No —respondió él echándose a reír—, es que pensaba que tú sí lo eras.
—Es una manera un poco enrevesada de averiguarlo.
Linford se encogió de hombros y apuró su bebida.
—¿Tomas otra? —preguntó.
Ella seguía estudiándole y de pronto se sintió agobiada. Comenzaban a marcharse a casa los empleados de las otras mesas tras tomarse sus copas. ¿Por qué haría eso la gente? Podían beber tranquilos en su casa, con las piernas estiradas delante de la tele, pero preferían ir cerca de la oficina y tomárselas allí con los compañeros de trabajo. ¿Tanto les costaba desconectar? ¿O es que la casa no era más que un refugio y necesitaban armarse de valor con una copa antes de volver a él y enfrentarse a la rutina cotidiana? ¿Era eso lo que hacía ella en aquel momento?
—Tengo que marcharme —dijo de pronto.
La chaqueta estaba en el respaldo de la silla. No hacía mucho habían apuñalado a uno en la calle frente a aquel local y ella se había encargado del caso. Otro acto de violencia y otra vida perdida.
—¿Vas a alguna parte? —preguntó él ansioso y nervioso como un niño ignorante y veleidoso.
¿Qué podía decirle? ¿Que se iba a casa a poner un disco de Belle y Sebastian, a tomarse otro gin-tonic y acabar una novela de Isla Dewar? Era muy poco aceptable para cualquier hombre.
—¿De qué te ríes?
—De nada —le contestó.
—De algo será.
—Las mujeres tenemos nuestros secretos, Derek —ya se había puesto la chaqueta y se apretó la bufanda.
—Había pensado ir a comer algo para acabar la velada —espetó él.
—No, Derek —replicó ella mirándole y esperando que por el tono comprendiera que quería decir nunca más. Echó a andar.
Él se ofreció a acompañarla a casa pero ella rehusó. Linford preguntó si quería que pidiera un taxi, pero Siobhan vivía a tiro de piedra. No eran ni las siete y media. Linford se vio solo y de repente el ruido del local le pareció inaguantable; la cabeza le estallaba. Voces, risas, tintineo de vasos. Ella no le había preguntado nada sobre su jornada de trabajo, ni había hablado mucho salvo para responder a sus preguntas. Vio la bebida del vaso de un amarillo falso, como de caramelo. Era un líquido pegajoso y amargo que le escocía las encías; fue a la barra, pidió un whisky, sin agua. Y cuando miró al local vio que otra pareja se había sentado en su mesa. Bueno, daba igual. En la barra no llamaba mucho la atención; podía ser un oficinista más de un grupo cualquiera, pero no lo era, y él lo sabía. Era un intruso, lo mismo que en Saint Leonard. Cuando uno se consagra al trabajo como hacía él, el resultado era que ganas ascensos pero no haces amistad con nadie y la gente pasa a tu lado rápido por recelo o por envidia. El jefe le había llevado a un aparte después del recorrido por Saint Leonard.
—Está haciendo un buen trabajo, Derek. Siga así. ¿Quién sabe si dentro de unos años al mirar en retrospectiva recordará que este caso fue el que le dio un nombre?
El jefe le había dado unos golpecitos en el brazo acompañándolo de un guiño.
—Sí, señor, gracias.
Pero después, cuando ya se marchaba, se volvió hacia él para añadir la posdata:
—Derek, hombres de familia es lo que debe ver en nosotros la gente. Personas dignas de respeto por ser como ellos.
«Hombres de familia». Quería decir esposa e hijos. Linford fue corriendo al teléfono a llamar a Siobhan al móvil.
A la mierda. Abandonó el local saludando con una inclinación de cabeza al portero, que no lo conocía. Afuera soplaba un viento rasante y la noche le acosaba, le mordía. Le dolieron los pulmones al respirar. Un giro a la izquierda y estaría en casa en diez minutos. Doblando a la izquierda iría camino de casa.
Dobló a la derecha en dirección a Queen Street al principio de Leith Walk. En Broughton Street estaba el bar Barony, un local con buena cerveza y anticuado que a él le gustaba, pero en un lugar así no se queda uno mucho rato a beber a solas.
Después no tardó ni dos minutos en dar con la casa de Siobhan. Las direcciones no eran problema en el DIC. Nada más conocerla, al día siguiente buscó su ficha. Vivía en una casa victoriana adosada de cuatro plantas de una calle tranquila. En el segundo izquierda. Entró en la casa de delante que tenía el portal abierto, subió las escaleras hasta el descansillo entre el segundo y el tercero en donde había una ventana que daba a la calle y a los pisos de enfrente. Había luz en las ventanas y no estaban echadas las cortinas. Sí, allí estaba; la vio esporádicamente cruzar el cuarto con algo en la mano que leía: ¿un disco compacto? No se distinguía desde tan lejos. Se abrigó con la chaqueta. Sólo hacía unos grados sobre cero y por la claraboya rota entraban ráfagas de viento.
Pero siguió mirando.