Rebus dio a Linford dos opciones: ir a la empresa en que trabajaba Roddy Grieve o al estudio de Hugh Cordover, pero sabía perfectamente lo que elegiría.
—A lo mejor obtengo información para mis inversiones —comentó Linford, y dejó que Rebus fuese a Roslin la casa de Hugh Cordover y Lorna Grieve.
En Roslin estaba la antigua y famosa iglesia de Rosslyn que en los últimos años se había convertido en meta de una serie de chiflados milenaristas que afirmaban que bajo su suelo estaba enterrada el Arca de la Alianza o algo extraterrestre. El pueblo era tranquilo y anodino y High Manor estaba a unos trescientos metros en las afueras, protegida por una tapia de piedra sin verja en el portón de entrada, donde sólo se veía el letrero de privado. El nombre de High Manor respondía al hecho de que cuando Hugh Cordover formaba parte del conjunto Obscura se hacía llamar «High Chord». Rebus llevaba un disco del grupo, Repercusiones continuas, con una portada en la que aparecía Lorna en un trono en pose de sacerdotisa con túnica transparente, una serpiente enroscada al cuello y unos rayos láser que brotaban de sus ojos. Todo ello enmarcado por una cenefa de jeroglíficos.
Aparcó el Saab junto a un Fiat Punto y un Land Rover. Había otros dos coches: un viejo Mercedes destartalado y un descapotable americano clásico. Dejó el disco en el coche y se dirigió a la puerta. Le abrió la propia Lorna Grieve con un vaso en la mano haciendo tintinear el hielo.
—Mi apreciado Hombre mono —dijo con un gorjeo—. Adelante. Hugh está en las entrañas de la casa. Tendrá que esperar a que acabe.
Se refería a que Hugh Cordover estaba en el estudio de grabación que ocupaba la planta baja, acompañado de un ingeniero de sonido, entre aparatos y equipos de grabación. Por la ventana insonorizada Rebus vio el estudio propiamente dicho donde tres jóvenes desmadejados parecían realmente agotados. El batería paseaba por detrás de su instrumento sujetando por el cuello una botella de Jack Daniels, mientras guitarrista y bajista parecían concentrados en los auriculares, rodeados de latas de cerveza, paquetes de cigarrillos, botellas de vino y cuerdas de guitarra.
—¿Entendéis lo que quiero decir? —preguntó Hugh Cordover a través del micrófono. Los músicos asintieron con la cabeza y él miró hacia Rebus—. Vale, chicos, está aquí la policía para hablar conmigo. No os hagáis rayas.
Rebus vio sus gestos de desprecio y los cortes de manga que le dirigían y pensó que el rock and roll nunca había sido tan peligroso.
Cordover dio unas instrucciones al ingeniero y a continuación se levantó muy tieso del asiento, pasándose una mano por el rostro sin afeitar y moviendo despacio la cabeza al tiempo que cedía el paso a Rebus.
—¿Quiénes son? —preguntó Rebus.
—El próximo grupo de éxito si hacen lo que yo digo —respondió Cordover—. Se llaman Los Crusoe.
—¿Los Robinson Crusoe?
—¿Ha oído hablar de ellos?
—Alguien me dijo que usted era el representante.
—Representante, arreglista y productor. Soy su figura paterna —contestó Cordover abriendo una puerta—. Pasemos a la sala de recepción.
Había de todo por el suelo, las sillas estaban llenas de revistas musicales, y vio un televisor portátil, un transistor de alta fidelidad y una mesa de billar americano.
—Disponemos de todas las comodidades modernas —explicó Cordover abriendo la nevera para coger un refresco—. ¿Quiere tomar algo?
Lorna Grieve, sentada en un sofá rojo, cerró el periódico que hojeaba.
—Si no soy mala psicóloga, a mi Hombre mono le apetecerá algo más fuerte —dijo agitando el hielo de su vaso.
Vestía un conjunto vaporoso de seda verde con pantalones, iba descalza y llevaba un pañuelo de gasa roja.
—Me contentaré con un refresco —dijo Rebus asintiendo con la cabeza al ver que Cordover sacaba dos botellas de su agua mineral preferida.
—¿Hablamos aquí o prefiere arriba? —dijo Cordover.
—Le advierto que arriba está tan desordenado como aquí —comentó Lorna.
—Podemos hablar aquí —replicó Rebus sentándose en una silla mientras Cordover lo hacía en la mesa de billar y su esposa ponía los ojos en blanco como comentario a su incapacidad para utilizar las sillas.
—¿Quién de ellos era Peter Grief? —preguntó Rebus.
—El bajista —contestó Cordover.
—¿Sabe que ha muerto su padre?
—Claro que lo sabe —espetó Lorna Grieve.
—No estaban muy unidos —añadió Cordover.
—Al Hombre mono le choca que tras el brutal asesinato de Roddy vosotros dos volváis a trabajar como si no hubiera sucedido nada —dijo Lorna Grieve a su marido.
—Sí, claro, es mucho mejor empinar el codo —replicó Cordover.
—¿Alguna vez he necesitado que muriera alguien de la familia? —dijo ella dedicándole una sonrisa acompañada de una caída de ojos—. Tiene usted mucho que aprender sobre el clan, Hombre mono —añadió dirigiéndose a Rebus.
—¿Quieres dejar de llamarle así? —exclamó Cordover irritado.
—Es una canción de los Rolling Stones —dijo Rebus mirando a Lorna, que brindaba hacia él y no pudo por menos de sonreírle.
Bebía coñac; podía olerlo a pesar de la distancia.
—Yo conocí a Stew —dijo Cordover.
—¿Stew? —preguntó Lorna entornando los ojos.
—Ian Stewart —añadió Rebus—. El sexto Stone.
Cordover asintió con la cabeza.
—Tenía un físico que no se prestaba a la imagen del grupo y sólo grababa con ellos. ¿Sabía que era de Fife? —agregó volviéndose hacia Rebus—. Y Stu Sutcliffe era de Edimburgo.
—Y Jack Bruce de Glasgow.
—Está muy enterado —dijo Cordover sonriendo.
—Algo. Sé, por ejemplo, que la madre de Peter se llama Billie Collins. ¿Se han puesto en contacto con ella?
—¿Y por qué diablos íbamos a hacerlo? —dijo Lorna—. Que se compre un periódico.
—Creo que Peter ha hablado con ella —añadió Cordover.
—¿Dónde vive?
—En Saint Andrews, me parece —contestó Cordover mirando a su mujer para que lo confirmara—. Es profesora de un colegio.
—En la Academia Haugh —añadió Lorna—. ¿Acaso es sospechosa?
—¿Querría usted que lo fuese? —preguntó Rebus despreocupadamente, sin alzar la vista de lo que anotaba en el bloc.
—Cuantos más sospechosos, más divertido.
—¡Por Dios santo, Lorna! —exclamó Cordover bajándose de un salto de la mesa de billar.
—Ah, es verdad, esa mujer siempre te puso tierno —espetó ella—. ¿O en realidad hacía que se te endureciera alguna cosa? —añadió mirando a Rebus—. Hugh siempre se disculpa por ser un salido alegando que es artista. Pero la verdad es que en la cama nunca ha pasado de ser un artista mediocre, ¿a que sí, cielo?
—No eran más que habladurías —dijo Cordover, que paseaba ahora por la habitación.
—A propósito de habladurías —dijo Rebus—. ¿Han oído una sobre Josephine Banks?
Lorna Grieve contuvo la risa y juntó las manos como si fuera a rezar.
—Oh, sí, que sea ella la asesina. Sería ideal.
—Inspector, Roddy era una figura pública —dijo Cordover mirando a su esposa— y en el ámbito público circulan toda clase de rumores. Es normal.
—¿Ah, sí? —dijo Lorna—. Fascinante. ¿Quieres decirme qué rumores has oído sobre mí?
Cordover permaneció en silencio. Rebus pensó que tenía una réplica en la punta de la lengua, algo así como «ninguno, lo que demuestra que estás fuera de juego», pero se la guardó.
Consideró que había llegado el momento de lanzar una granada en el cuarto.
—¿Quién es Alasdair? —preguntó.
Se hizo un silencio, que se prolongó mientras Lorna daba un trago a su bebida y Cordover seguía apoyado en la mesa de billar; Rebus dejó apurar su efecto.
—Es hermano de Lorna —dijo al fin Cordover—, pero yo no lo conozco.
—Alasdair era el mejor de todos nosotros —dijo Lorna con voz pausada—. Por eso no aguantó quedarse aquí.
—¿Qué le sucedió? —preguntó Rebus.
—Que un buen día marchó a Dios sabe dónde —contestó ella con un gesto amplio sin soltar el vaso en el que no quedaba más que hielo.
—¿Cuándo?
—Hace mucho tiempo, Hombre mono. Ahora vive en un clima cálido. Que le vaya bien —se volvió hacia Rebus señalando su mano izquierda—. No lleva alianza. ¿Cree que yo sería una buena detective? Además, usted también bebe porque no ha quitado ojo a mi vaso. ¿O es que le interesa otra cosa? —añadió con un mohín.
—Inspector, no le haga caso.
—¡A mí se me hace caso! —vociferó ella tirándole el vaso—. ¡No pienses que estoy pasada de moda! ¡Sigo en el candelero!
—Sí, desde luego, las agencias hacen cola en la puerta y el teléfono no para de sonar.
El vaso le había pasado rozando y él se sacudió un hielo medio derretido del brazo.
Lorna se levantó de pronto del sofá y Rebus pensó que era costumbre de la pareja pelearse en público, por creerlo derecho inalienable de su condición de «artistas».
—Eh, vosotros —dijo una voz desde la puerta—, que no nos dejáis pensar. ¡Vaya insonorización! —era una voz cansina, fluida y lacónica. Peter Grief se acercó a la nevera y cogió una botella de agua—. Además, es la estrella del rock quien tiene que dar caña, no sus tíos.
Rebus y Peter Grief se sentaron en la sala de control mientras los otros subían al comedor en la otra planta. Acababa de llegar una furgoneta con bandejas de bocadillos y pasteles. Rebus tenía en la mano un platito de papel con un triángulo de pan de molde con pollo al curry, y Peter Grief, que rebañaba con el dedo la crema de un pastel, lo único que había comido aquella mañana, preguntó si no importaba que hubiese música de fondo porque a él le ayudaba a pensar.
—Aunque lo que suena es una mala mezcla de una de mis canciones.
Rebus comentó que había muy pocos grupos de tres músicos pero Grief se lo rebatió citando a Manic Street, Preachers, Massive Attack, Supergrass y otros seis.
—Y Cream, por supuesto —añadió.
—Sin olvidar a Jimi Hendrix.
Grief hizo una leve reverencia.
—Noel Redding; pocos bajistas ha habido como James Marshall.
Concluidas las sutilezas musicales, Rebus dejó el plato.
—¿Sabes por qué he venido, Peter?
—Me lo ha dicho Hugh.
—Lamento lo de tu padre.
Grief se encogió de hombros.
—Un mal paso en la carrera de un político. Si se hubiera dedicado a lo mío… —sonaba como algo aprendido, una frase utilizada constantemente como defensa.
—¿Qué edad tenías al separarse tus padres?
—Era muy pequeño; no me acuerdo.
—¿Te criaste con tu madre?
Grief asintió con la cabeza.
—Pero ellos se veían a menudo. Ya sabe, «por el bien del niño».
—Pero algo así hace daño, ¿verdad?
—¿Usted qué sabe? —replicó Grief con cierta irritación alzando la vista.
—Yo dejé a mi mujer y ella fue quien tuvo que criar a nuestra hija.
—¿Y qué tal le va a su hija? —preguntó Grief. El enfado había dado paso a la curiosidad.
—Ahora, bien —dijo Rebus haciendo una pausa—. Pero entonces… no lo sé realmente.
—Mire, usted es un poli y no sé si todo esto no será un truco barato para que le hable de mis sentimientos como si se los contara a un abogado.
Rebus sonrió.
—Peter, si yo fuese abogado la pregunta que te haría a continuación sería: «¿Crees que necesitas hablar de tus sentimientos?».
Grief sonrió y dijo que sí.
—A veces me gustaría ser como Hugh y Lorna.
—Porque no se callan las cosas, ¿eh?
—Pues sí —contestó el joven con otra sonrisa desmayada.
Grief era alto y delgado, con el pelo negro, posiblemente teñido, peinado hacia atrás con un medio tupé. Su rostro era largo y anguloso, de pómulos marcados, y los ojos reflejaban angustia.
Encajaba bien en su papel con aquella camiseta sucia de mangas deformadas, vaqueros pitillo negros y botas de motorista. Lucía muñequeras de cuero con cuentas y una estrella de cinco puntas alrededor del cuello. Si Rebus hubiese estado buscando un bajista para un grupo de rock le habría escogido a él entre los posibles candidatos.
—¿Sabes que tratamos de averiguar quién podía querer matar a tu padre?
—Sí.
—Cuando hablabas con él, ¿te dio alguna vez… la impresión de que tuviera enemigos o de que le preocupase alguien?
—No me lo habría dicho —respondió Grief negando con la cabeza.
—¿A quién se lo habría dicho?
—Tal vez al tío Cammo —dijo Grief haciendo una pausa—. O a la abuela —movía los dedos imitando al bajista cuya guitarra sonaba por el altavoz—. Quiero que oiga esta canción sobre la última vez que hablamos mi padre y yo.
Rebus prestó oído y no le pareció un ritmo elegíaco precisamente.
—Discutimos porque él me reprochaba que perdía el tiempo y que tío Hugh tenía la culpa.
—¿Cómo se titula la canción? —preguntó Rebus, que no captaba la letra.
—Ahora entra el estribillo —dijo Grief, y empezó a cantar esta vez claramente para Rebus:
Tu corazón no entendía la belleza,
tu mente no aceptaba la verdad,
creo que no tengo más remedio
que hacerte un reproche final.
Sí, escucha el reproche final.
Hugh Cordover y Lorna Grieve acompañaron a Rebus hasta el coche.
—Sí —dijo Cordover que llevaba un móvil en la mano—, seguramente es su mejor canción.
—¿Sabe que está dedicada a su padre?
—Bueno, discutieron y a Peter le inspiró una canción —replicó Cordover encogiéndose de hombros—. ¿Significa eso que es sobre su padre? Creo que es usted excesivamente literal, inspector.
—Tal vez.
Lorna Grieve no parecía acusar los efectos del coñac. Miró el Saab de Rebus como si fuese un objeto de museo.
—¿Todavía fabrican este coche? —preguntó.
—En el nuevo modelo han suprimido los faros de gas —replicó Rebus arrancándole una sonrisa.
—Su sentido del humor es refrescante.
—Una cosa más… —dijo Rebus inclinándose a coger el disco de Obscura del coche.
—Dios mío —exclamó Cordover—, pocos deben de quedar de esos.
—No me extraña —comentó su mujer admirando su retrato en la portada.
—Me gustaría que me lo firmara.
—Con mucho gusto —dijo Cordover cogiendo el bolígrafo que le tendía—. Pero, un momento, ¿con mi nombre o con el de High Chord?
—Con el de High Chord, ¿no? —contestó Rebus.
Cordover escribió el nombre en la portada y se lo devolvió.
—¿Y la modelo…? —preguntó Rebus.
Lorna Grieve le miró y él creyó que iba a negarse, pero al fin ella cogió el bolígrafo y autografió su nombre en la portada, estudiándola después detenidamente.
—¿Tienen idea de qué significan los jeroglíficos? —preguntó Rebus.
Cordover se echó a reír.
—En absoluto. Un conocido mío estaba metido en el rollo.
Rebus advirtió en ese momento que algunos de los signos eran estrellas de cinco puntas como la del colgante de Peter.
—Vamos, Hugh —dijo Lorna, riendo a su vez—, a ti también te gustaba el tema. Y le gusta —añadió mirando a Rebus—. No puede compararse con lo de Jimmy Page, pero es precisamente el motivo de que nos mudásemos a Roslin; para estar cerca de la iglesia por la moda del New Age maldito, las coletas y todo lo demás.
—Creo que ya me has dejado bastante mal por hoy delante del inspector —dijo Cordover con mala cara, pero en ese momento sonó el móvil; se dio media vuelta y echó a andar contestando a la llamada en tono muy animado y con acento norteamericano, olvidándose de ellos dos, que quedaron a solas.
Ella cruzó los brazos.
—Es penoso, ¿no es cierto? No sé qué vería yo en él.
—A mí no me lo pregunte.
—¿Así que es lo que yo decía? ¿Le da a la bebida?
—Sólo en reuniones sociales.
—¿Y en las antisociales, no? —replicó ella riendo—. Yo puedo ser muy social, lo que sucede es que no me apetece delante de Hugh —miró hacia atrás y vio que su marido seguía hablando de cifras y entraba en la casa.
¿Se referiría a dinero o al número de discos vendidos?, pensó Rebus.
—¿Adónde va a tomar copas? —preguntó ella.
—A diversos sitios.
—¿Cuáles?
—Al bar Oxford, al Swany’s, al The Malting.
—No sé por qué me imagino un suelo sin alfombras, mucho humo de tabaco, palabrotas y fanfarronadas, y pocas mujeres —dijo ella arrugando la nariz.
—O sea que los conoce —replicó él sin poder evitar una sonrisa.
—Creo que sí. A ver si nos tropezamos alguna vez.
—Podría ser.
—Me dan ganas de besarle, pero no creo que fuera correcto, ¿verdad?
—Cierto.
—Pero, en cualquier caso, creo que voy a hacerlo —Cordover había entrado en la casa—. ¿O se considera una agresión?
—Si no hay denuncia, no.
Lorna Grieve se inclinó y le dio un beso rápido en la mejilla, y cuando se incorporó, Rebus vio un rostro en la ventana. No era Cordover sino Peter Grief.
—No he captado el título de esa canción de Peter sobre su padre —dijo Rebus.
—Reproche final —dijo Lorna Grieve—. Una especie de censura.
Mientras conducía cogió el móvil y llamó a Derek Linford para preguntarle qué tal le había ido en la Bolsa.
—Roddy Grieve estaba limpio como una patena —dijo Linford—. No hizo ninguna mala operación, no hay líos ni clientes descontentos. Por otra parte, ninguno de sus colegas fue a tomar copas con él el domingo.
—¿Lo que exactamente quiere decir…?
—Pues no lo sé.
—Entonces, ¿no hemos sacado nada en limpio?
—Bueno, yo he conseguido ciertos datos para una inversión. ¿Y tú?
Rebus miró el disco que tenía en el asiento del copiloto.
—Yo tampoco sé lo que he obtenido, Derek. Luego te llamo.
Realizó otra llamada a un anticuario de discos de Edimburgo.
—¿Paul? Soy John Rebus. Tengo un Repercusiones continuas de Obscura con autógrafo de High Chord y Lorna Grieve —escuchó un instante—. No es mucho, pero no está mal —volvió a escuchar—. Llámame si aumentas la oferta, ¿vale? Adiós.
Aminoró para buscar en la guantera una cinta de Hendrix que puso en el casete. Amor o confusión. A veces era difícil saber la diferencia.
El laboratorio forense estaba en Howdenhall, pero Rebus no entendía por qué Grant Hood y Ellen Wylie le habían citado allí. Su mensaje era ambiguo y apuntaba a una sorpresa. A Rebus le reventaban las sorpresas. Igual que el beso furtivo de Lorna Grieve; no había sido una sorpresa exactamente, pero en cualquier caso… Y si no hubiese apartado la cabeza, se lo habría dado en la boca. Dios, y con Peter Grief mirando en la ventana. Grief: quería haberle preguntado por qué ese cambio de apellido. Claro que, como se había criado con su madre, a lo mejor se apellidaba Collins. Si así era, el cambio resultaba aún más drástico.
Howdenhall estaba lleno de cerebros grises, algunos con apenas veinte años. Eran gente que entendía de ADN, de ordenadores y de bancos de datos. En la actualidad, en Saint Leonard ya no tomaban las huellas dactilares con tinta a los sospechosos; simplemente les hacían poner la palma de la mano sobre un escáner y automáticamente aparecían en la pantalla las huellas para que los del fichero de antecedentes confirmaran si estaban fichados. Era un procedimiento que, a pesar de los meses transcurridos, seguía causando admiración en Rebus.
Hood y Wylie le esperaban en una sala de reunión. Howdenhall era de construcción reciente y en las instalaciones flotaba un olor absurdo a limpio. La gran mesa ovalada, hecha de tres secciones desmontables, no estaba todavía rayada ni manchada, ni el almohadillado de las sillas estaba desfondado. Los dos agentes jóvenes hicieron gesto de ponerse en pie al entrar Rebus pero él les hizo seña de que se sentasen y fue a acomodarse frente a ellos.
—No hay ceniceros —comentó.
—Aquí no puede usted fumar —dijo Wylie.
—Bien que lo sé, pero sigo pensando que es sólo un mal sueño —comentó mirando a su alrededor—. ¿Tampoco hay café?
—Si quiere… —dijo Hood poniéndose en pie de un salto.
Rebus negó con la cabeza, pero le complacía que Hood se mostrase tan solícito. Vio en la mesa dos vasos de plástico vacíos y se preguntó quién habría hecho el servicio. Aunque hubiera pagado Hood, estaba casi seguro de que Wylie había ido a buscar las bebidas.
—¿Qué novedades hay? —preguntó.
—En la chimenea casi no quedaban restos de sangre —contestó Wylie—. Lo más probable es que Mojama fuese asesinado en otro lugar.
—Lo que significa que hay pocas probabilidades de que el equipo de la Científica obtenga buenos resultados —dijo Rebus, y se quedó pensativo un instante—. ¿A qué viene, entonces, este misterio?
—No es ningún misterio, señor. Simplemente, nos enteramos de que el profesor Sendak acudía aquí esta tarde a una reunión…
—Y no quisimos desaprovechar la ocasión, señor —añadió Hood.
—¿Y quién diablos es el profesor Sendak?
—Un catedrático de la universidad de Glasgow, jefe del Departamento de Patología Forense.
—¿De Glasgow? —dijo Rebus enarcando una ceja—. Escuchad, si Gates y Curt se enteran de esto, allá vosotros. Yo no quiero saber nada. ¿Entendido?
—Hemos consultado a la oficina del Fiscal.
—Bueno, ¿y qué va a hacer ese Sendak que no puedan hacer nuestros cerebritos?
Llamaron a la puerta.
—Tal vez el profesor pueda explicárselo —dijo Hood con tono de alivio.
El profesor Ross Sendak rondaba los sesenta aunque conservaba un abundante pelo negro. Era el más bajo de los presentes pero se movía con tal aplomo y seguridad en sí mismo que imponía respeto. Una vez hechas las presentaciones tomó asiento y extendió las manos sobre la mesa.
—Piensan que puedo ayudarles —dijo— y puede que así sea, pero necesito que envíen el cráneo a Glasgow. ¿Es posible?
Wylie y Hood cruzaron una mirada y Rebus carraspeó.
—Profesor, tengo la impresión de que el equipo de arqueólogos aquí presente no me ha puesto al corriente.
Sendak asintió con la cabeza y realizó una profunda inspiración.
—Se trata de tecnología por láser, inspector —dijo sacando de la cartera un ordenador portátil que encendió—. Se denomina reconstrucción facial forense. Sus colegas patólogos han verificado que el difunto tenía pelo castaño. Es un principio. Lo que haremos en Glasgow es colocar el cráneo sobre una plataforma giratoria y enfocarle un rayo láser para recoger por ordenador los datos que configuren una imagen detallada, a partir de la cual se establecen los volúmenes faciales, y con otros datos, como son la complexión física de la víctima y su edad en la fecha de la muerte, conferimos una mayor precisión a la imagen final. Algo así —añadió volviendo el ordenador hacia Rebus.
Rebus se puso en pie porque sentado no apreciaba más que un recuadro negro en la pantalla. Hood y Wylie se levantaron también y se situaron en posición de captar el rostro que parpadeaba en el monitor. Moviéndolo a derecha e izquierda desaparecía, pero visto de frente era sin duda la cara de un hombre joven. Era una cara como de maniquí y de ojos mortecinos, la oreja visible resultaba algo rudimentaria y se notaba que el pelo era un añadido.
—Este pobre hombre se pudría en una montaña de las Tierras Altas y, cuando lo encontraron, su estado no permitía una identificación normal porque las alimañas y los agentes meteorológicos habían hecho su obra.
—¿Y creen que ese es el aspecto físico que tenía en vida?
—Yo diría que es bastante aproximado. Ojos y cabello son hipotéticos, pero la estructura general del rostro es la real.
—Es asombroso —comentó Hood.
—Con ese recuadro de la pantalla —prosiguió Sendak— podemos modificar la configuración del rostro…, cambiar el pelo, añadir bigote o barba y hasta cambiar el color de los ojos. De este modo, pueden imprimirse unas variantes y distribuirlas al público para la identificación —señaló un cuadrado gris en la esquina superior de la pantalla, en el que aparecía como una versión de juguete de diversos complementos para obtener un retrato robot, como un contorno rudimentario de cabezas, sombreros, peinados y gafas.
Rebus miró a Hood y a Wylie, que estaban pendientes de que él diera su conformidad.
—¿Cuánto va a costamos esto? —preguntó mirando la pantalla.
—No es un proceso muy caro —respondió Sendak—, aunque ya sé que el caso Grieve acapara todo el presupuesto.
—Alguien debe de haberse ido de la lengua —comentó Rebus mirando a Wylie.
—Es en el único gasto en que vamos a incurrir —alegó ella y Rebus apreció cierta animosidad en su mirada, como si se sintiera relegada.
En cualesquiera otras circunstancias el caso de Mojama habría sido noticia, pero el de Roddy Grieve era una fuerte competencia.
Finalmente, Rebus dio su aprobación.
Después fueron a tomar un café y Sendak explicó que el Centro de Identificación Forense que dirigía había contribuido a esclarecer crímenes de guerra en Ruanda y en la antigua Yugoslavia. De hecho, al final de la semana tomaría el avión para La Haya para testificar en un juicio por crímenes de guerra.
—Encontraron treinta cadáveres serbios en una fosa común y nosotros ayudamos a identificarlos, demostrando que los mataron de un disparo a quemarropa.
—Es un método que sitúa las cosas en su justa perspectiva, ¿no? —comentó Rebus después mirando a Wylie.
Hood había salido a telefonear otra vez al despacho de la fiscalía para ponerles al corriente de las gestiones.
—Tenéis que avisar al profesor Gates —añadió Rebus.
—Sí, señor. ¿Habrá algún problema?
Rebus negó con la cabeza.
—Ya hablaré yo con él. No le hará gracia que en Glasgow tengan algo que él no tiene… pero lo aceptará. Al fin y al cabo, el resto del cadáver se queda en casa —añadió con un guiño.