11

La caja de ahorros estaba en George Street, una calle que cuando Siobhan Clarke llegó a Edimburgo era como un gueto inquietante de arquitectura imponente y tiendas decrépitas. La mitad de los locales de oficinas estaban vacíos y el letrero de SE ALQUILA colgaba de los edificios como un pendón. Pero había dado un cambio y ahora había tiendas elegantes y numerosos bares y restaurantes, casi todos ellos instalados en antiguas sedes de bancos.

Que la caja de ahorros de C. Mackie siguiera abierta parecía casi un milagro. Clarke se sentó en el despacho del director mientras este buscaba la documentación. El señor Robertson era un hombre bajo y gordo de calva reluciente y sonrisa radiante. Las gafas de media luna le conferían un aspecto dickensiano y Clarke casi se lo imaginaba vestido de época. El hombre aceptó la sonrisa que le dirigió como un cumplido a su carácter o a su eficiencia y volvió a sentarse ante el moderno escritorio de su moderno despacho. La carpeta que había cogido no era muy gruesa.

—La C corresponde a Christopher —dijo.

—Misterio desvelado —añadió Clarke abriendo el bloc de notas al tiempo que el señor Robertson la obsequiaba con una espléndida sonrisa.

—Abrió la cuenta en marzo de 1980. Concretamente el quince, un sábado. Pero yo no era director entonces.

—¿Quién lo era en aquella fecha?

—Mi antecesor, George Samuels. A mí aún no me habían ascendido ni estaba en la sucursal.

Clarke pasó hojas de la libreta de Christopher Mackie. El primer ingreso era de cuatrocientas treinta mil libras.

—Correcto —comentó Robertson comprobando la cantidad—. A continuación retiró pequeñas cantidades y tiene los abonos del interés anual.

—¿Usted conoció al señor Mackie?

—Pues no, pero me he tomado la libertad de preguntar al personal —contestó pasando el dedo por la columna de cifras—. ¿Dice que era un mendigo?

—A juzgar por sus ropas no parece que tuviera domicilio.

—Bueno, desde luego, la vivienda está por las nubes, pero de todos modos…

—Con cuatrocientas mil libras podría haber encontrado algo, ¿verdad?

—Con esa cantidad habría podido encontrar lo que quisiera —hizo una pausa—. Pero veo aquí unas señas del Grassmarket.

—Después iré allí.

Robertson asintió con un gesto.

—Una empleada nuestra, la señora Briggs, le atendió en una ocasión en que retiró dinero.

—Me gustaría hablar con ella.

—Me lo imaginé —dijo el hombre asintiendo otra vez con la cabeza— y la he avisado.

—¿No hay ningún cambio de dirección en la cuenta? —dijo Clarke mirando el bloc.

—Veo que no —respondió Robertson hojeando los papeles.

—¿Y no le pareció a usted raro esa cantidad en una sola cuenta?

—Informamos por escrito al señor Mackie de vez en cuando sobre otras opciones, pero, claro, no se puede presionar.

—¿Para que no se moleste el cliente?

Robertson asintió.

—En nuestra sucursal hay cuentas importantes, ¿sabe? La del señor Mackie no era la única.

—Pero él no tocaba el dinero.

—Lo que me hace pensar que…

—No hemos descubierto nada parecido a un testamento, si se refiere a eso.

—¿No hay ningún pariente?

—Señor Robertson, yo ignoraba incluso el nombre de pila del difunto hasta que usted me lo ha dicho —dijo Clarke cerrando el bloc—. Quisiera hablar con la señora Briggs.

Valerie Briggs era una mujer de mediana edad que acababa de cambiar de peinado, como dedujo Clarke por su modo de llevarse constantemente la mano al pelo como si no acabase de creerse su nueva imagen.

—Le atendí yo la primera vez que vino —le habían dado una taza de té y la mujer la contemplaba estupefacta, pues tomar el té en el despacho del jefe era para ella una experiencia tan nueva como el peinado—. Me comentó que quería abrir una cuenta y me preguntó a quién tenía que dirigirse. Yo le entregué un formulario y él volvió con él cumplimentado y me preguntó si era posible hacer el ingreso en metálico, pero yo pensé que se había equivocado poniendo ceros de más.

—¿Vino con esa suma?

La señora Briggs asintió con un gesto, abriendo unos ojos como platos al recordarlo. Abrió una cartera preciosa para enseñármelo.

—¿Una cartera?

—Muy bonita y reluciente.

Siobhan tomó nota.

—¿Y qué más? —preguntó.

—Bueno, yo fui a informar al director, porque una cantidad así… —añadió estremeciéndose al pensarlo.

—¿El director era el señor Samuels?

—El director, sí, el encantador George.

—¿Sigue en contacto con él?

—Oh, sí.

—Bien, ¿y qué sucedió?

—Pues que George…, el señor Samuels, quiero decir, hizo pasar al señor Mackie a su despacho —dijo señalando con la cabeza hacia el escritorio—, el viejo despacho. Antes estaba junto a la entrada. No sé por qué lo cambiaron. El señor Mackie entró, habló un rato con él y eso fue todo. Cuando salió teníamos un nuevo cliente. Luego, siempre que venía esperaba para que le atendiese yo —añadió asintiendo repetidamente con la cabeza—. Es una lástima que se dejara de esa manera.

—¿Que se dejara…?

—Ya me entiende, que se abandonara de ese modo. Mire, el día que abrió la cuenta… Bueno, no es que vistiera elegantemente, pero estaba presentable. Trajeado incluso. Quizá llevase el pelo algo descuidado… —añadió llevándose otra vez la mano a la cabeza— pero se expresaba correctamente y era muy educado.

—¿Y luego comenzó a ir de mal en peor?

—Casi enseguida. Se lo comenté al señor Samuels.

—¿Y él qué dijo?

La mujer sonrió recordándolo y recitó de memoria: «Valerie, querida, seguramente hay más ricos excéntricos que gente normal». No digo que no tuviera razón, pero recuerdo que dijo también: «El dinero impone responsabilidades que muchas personas son incapaces de asumir».

—Tal vez tuviera razón.

—Sí, no digo que no, querida, pero yo le contesté que estaba dispuesta a asumir responsabilidades si él abría la caja.

Rieron las dos y Clarke le preguntó cómo podía localizar al señor Samuels.

—No tendrá usted problemas. Es jugador empedernido de bolos; lo tiene como una religión.

—¿Con este tiempo tan malo?

—¿Se deja de ir a la iglesia cuando nieva?

Tenía toda la razón y Clarke se la dio a cambio de la dirección.

Cruzó el césped de la entrada a la bolera y abrió la puerta del centro social. Como no había estado nunca en Blackhall, se perdió en la maraña de calles y tuvo que recorrer dos veces la transitada Queensferry Road. Aquello era Bungalow Land, una zona de la ciudad que parecía haberse detenido en los años treinta, un mundo totalmente distinto al de Broughton Street. Era como otra ciudad, con tiendecitas y poca gente por la calle. Aquel césped tenía un aspecto abandonado, la hierba era rala. El centro social era un edificio de una sola planta recubierto de tablón marrón con más de treinta años a juzgar por su aspecto. Al entrar sintió una vaharada de calor procedente del calentador del techo. Vio al fondo una barra en la que una mujer mayor canturreaba y limpiaba las botellas de licor.

—¿La bolera? —preguntó Clarke.

—Por esa puerta, jovencita —contestó la mujer señalando con la cabeza sin dejar su faena.

Siobhan cruzó una puerta de dos hojas y se encontró en una pieza larga y estrecha con un tapete verde de cuatro metros de ancho que cubría prácticamente todo el suelo. En el perímetro había sillas de plástico vacías; únicamente había cuatro jugadores, que volvieron la mirada hacia la intrusa muy indignados, pero viendo que era del bello sexo suavizaron la expresión y se pusieron muy tiesos.

—Seguro que esta es de las que a ti te gustan —dijo uno de los hombres dando con el codo a su compañero.

—Olvídame.

—A Jimmy le gustan más gorditas —comentó el tercer jugador.

—Y con algo más de kilometraje —añadió el cuarto.

Se echaron todos a reír con la confianza de viejos impunes.

—¿Tú no darías un brazo a cambio de cuarenta años menos?

El que había hablado se levantó a recoger un bolo que había rodado hasta el final de la alfombra.

—Perdonen que les interrumpa el juego —dijo Clarke pensando en lo que iba a decir para presentarse—. Soy la agente de policía Clarke —añadió enseñando el carnet— y busco a George Samuels.

—Te dije que te atraparían, Dod.

—Era simple cuestión de tiempo.

—George Samuels soy yo.

El que dio un paso adelante era un hombre alto y delgado con un suéter de cuello en forma de V sin mangas y corbata color Borgoña. Notó la firmeza de su mano seca y caliente al estrechársela. Tenía cabello blanco abundante como de algodón.

—Señor Samuels, soy de la comisaría de Saint Leonard. ¿Podemos hablar?

—La esperaba —dijo mirándola con sus ojos azul claro—. Es por Christopher Mackie, ¿verdad? —añadió al tiempo que sonreía al ver la cara de sorpresa de ella, complacido por comprobar que aún contaban con él para algo.

Se sentaron en un rincón del bar. En el opuesto había una pareja de ancianos; él se había adormecido con la jarra de cerveza delante, en la mesa, y la mujer hacía punto.

George Samuels pidió un whisky con otro tanto de agua e hizo un gesto a Clarke dándole a entender que la invitaba a lo que quisiera, pero ella pidió un café. Apenas había dado un sorbo, le preocupó la idea de haberlo molestado. El tamaño del jarro debió llamarle la atención. También se arrepintió de no haber tenido en cuenta que la mujer de la barra había acabado con su contenido.

—¿Cómo sabía usted que vendría? —preguntó a Samuels.

El hombre se pasó una mano por la frente.

—Siempre imaginé que en Mackie había algo raro… Nadie va así como así a una caja de ahorros a ingresar semejante cantidad. ¿No le parece? —dijo alzando la vista del vaso.

—No me importaría probar —replicó ella.

—Veo que ha hablado con Valerie —comentó él sonriendo—. Eso es lo que ella decía. Siempre bromeábamos los dos al respecto.

—Si pensó que había algo raro, ¿por qué aceptó el dinero?

—Si no lo aceptaba yo, otro lo habría hecho —respondió Samuels abriendo los brazos—. Hace veinte años de eso y entonces no estábamos obligados a informar de un caso así a la policía. Aquel depósito me valió el nombramiento de director de sucursal del mes.

—¿Él le comentó algo sobre el dinero?

Samuels asintió con la cabeza. Había un algo de navideño en su pelo, y Clarke se imaginó jugando con él como si fuese nieve recién caída.

—Sí, claro, fue lo primero que yo le pregunté —contestó.

—¿Y él qué dijo?

Clarke dio un mordisco a una de las galletas que le habían servido con el café; era blanducha y grasienta.

—Me preguntó si era imprescindible comentarlo y al decirle yo que era simple curiosidad, me contestó que era de un atraco a un banco —se notaba que le complacía la mirada que ella le dirigió—. Nos echamos a reír, claro, porque hablaba en broma, yo podía averiguarlo por la numeración de los billetes.

Clarke asintió con la cabeza. Tenía la boca llena de una pasta pegajosa; la única manera de deglutir aquello era bebiendo algo y su única alternativa era aquel café. Dio un sorbo, contuvo la respiración y tragó.

—¿Y qué más le dijo?

—Explicó algo sobre una herencia, diciendo que había cobrado el cheque por la experiencia de ver junto tanto dinero.

—¿No le dijo dónde había cobrado el cheque?

—Lo más probable es que no me lo hubiera creído —respondió Samuels encogiéndose de hombros.

—¿Pensó usted que el dinero era…? —preguntó ella mirándole.

—Negro o algo así —respondió Samuels asintiendo con la cabeza—. Pero pensara lo que pensara, lo tenía delante y él estaba dispuesto a abrir la cuenta en mi sucursal.

—¿No sintió escrúpulos?

—En aquella época, no.

—Pero sí que esperaba que alguien viniese algún día a hacerle preguntas sobre el señor Mackie.

—Ahora ya no es momento de pedir disculpas, señorita Clarke —dijo él encogiéndose de hombros—, aunque me imagino que ustedes ya sabrán la procedencia de esa suma.

—No tenemos la menor idea, señor —respondió Clarke negando con la cabeza.

—¿Por qué ha venido, entonces? —preguntó Samuels recostándose en la silla.

—El señor Mackie se ha suicidado. Vivía como un vagabundo y se arrojó por el puente North. Estoy investigando el motivo.

Samuels no podía ayudarla en nada más. Él sólo había hablado con Mackie aquel primer día. Volviendo a Edimburgo camino del Grassmarket, Clarke consideró las posibilidades y en cuestión de segundos llegó a la conclusión de que únicamente contaba con un leve indicio. Para averiguar el cómo y el porqué tendría que descubrir quién era aquel Christopher Mackie. Ya había llamado al archivo para que buscaran en las fichas. El apellido no aparecía en los listines telefónicos y, tal como se imaginaba, en la dirección de Grassmarket se encontró con un albergue para los sin techo.

El barrio de Grassmarket era un mundo aparte. Siglos atrás se alzaba en él la horca, pero el único recordatorio de ello era un pub llamado The Last Drop. Hasta 1970 había sido un barrio conocido como refugio para desheredados y vagabundos, pero después empezó a llenarse de gente bien con más posibles, abrieron boutiques, renovaron los bares y poco a poco comenzó a recibir visitantes que afluían por Victoria Street y Candlemaker Row.

El albergue no hacía precisamente alarde de su existencia con aquellas dos ventanas mugrientas y la robusta puerta. Había junto a ella dos hombres en cuclillas, y uno de ellos le pidió fuego. Clarke negó con la cabeza.

—Entonces seguro que no tiene pitillos —comentó el hombre reanudando la charla con su compañero.

Clarke giró el pestillo pero la puerta estaba cerrada. Pulsó el timbre dos veces y aguardó. Se abrió la puerta de par en par y un joven escuálido no hizo más que mirarla para volver a entrar diciendo: «Sorpresa, sorpresa, la policía» y fue a sentarse en una silla y a enfrascarse otra vez en la televisión. En el cuarto había un par de sillones destartalados, un largo banco de madera y otros dos asientos parecidos a taburetes. El televisor y una mesita de centro completaban el mobiliario. En la mesita había un diminuto cenicero de aluminio pero casi todas las colillas iban a parar al suelo de linóleo. En un sillón dormitaba un hombre que tenía el rostro cubierto de trocitos de papel. Clarke iba a acercarse para ver qué era cuando el que le había abierto la puerta cortó una tira de periódico, la humedeció en la boca y la escupió sobre el dormido.

—Son dos puntos en la cara y uno en el pelo o la barba —explicó.

—¿Cuál es tu puntuación máxima?

—Ochenta y cinco —respondió el muchacho dejando ver su dentadura mellada.

Se abrió una puerta al fondo.

—¿Qué desea?

Clarke se acercó a la mujer y le dio la mano. A sus espaldas el francotirador imitó el aullido de una sirena.

—Soy la agente de policía Clarke de la comisaría de Saint Leonard.

—Usted dirá.

—¿Conoce a un tal Christopher Mackie?

—Puede ser —respondió la mujer con una mirada desconfiada—. ¿Qué ha hecho?

—El señor Mackie ha muerto. Se ha suicidado, al parecer.

La mujer cerró los ojos un segundo.

—¿Ha sido el que se tiró desde el puente North? La noticia del periódico decía únicamente que era un vagabundo sin dar el nombre.

—¿Usted le conocía?

—Pase al almacén y hablamos.

Se llamaba Rachel Drew y llevaba doce años encargada del albergue.

—No es realmente un albergue —dijo—, sino un centro de día, pero qué quiere que le diga, si no tienen dónde dormir les cedo la sala de la entrada. ¿Qué voy a hacer siendo invierno?

Clarke asintió con la cabeza. El cuarto era, tal como había dicho Rachel Drew, un almacén. Había una mesa y un par de sillas, pero el resto lo ocupaban cajas de latas de conserva. Drew le dijo que tenían una cocinita anexa en la que ella y dos ayudantes preparaban tres comidas diarias.

—No es gastronomía fina, pero no se quejan.

Drew era una mujer alta, sencilla, de cuarenta y tantos años, con melena negra, aparentemente de rizo natural, hasta los hombros. Tenía los ojos oscuros y un rostro cetrino, pero su voz era cálida y alegre como defensa frente al cansancio permanente, supuso Clarke.

—¿Qué puede decirme del señor Mackie?

—Era un hombre amable, encantador. No hacía fácilmente amistad con nadie, pero porque él no quería. Me costó llegar a tener cierta confianza con él porque cuando yo vine aquí él era veterano. No es que estuviera siempre en el albergue, pero sí acudía con regularidad.

—¿Usted le guardaba el correo?

Drew dijo que sí.

—No recibía mucho. El cheque de la seguridad social y… quizá dos o tres cartas al año.

Los extractos de la cuenta en la caja de ahorros, pensó Clarke.

—¿Hasta qué extremo le conoció? —preguntó.

—¿Por qué lo dice?

Clarke la miró y Drew esbozó una sonrisa.

—Perdone, me siento muy protectora con mis mendigos. No sé si es que piensa que Chris tenía una personalidad suicida. No, yo diría que no —añadió negando con la cabeza.

—¿Cuándo le vio por última vez?

—Hará una semana más o menos.

—¿Sabe adónde iba cuando no se recogía aquí?

—Yo tengo por principio no preguntar nada.

—¿Por qué? —preguntó Clarke con auténtica curiosidad.

—Porque nunca se sabe qué preguntas pueden molestar.

—¿Él no le contó nada de su pasado?

—Algunas anécdotas. Dijo que había estado en el ejército, y una vez me comentó que había sido cocinero y que su esposa se fugó con un camarero.

Clarke notó cierto retintín en ella.

—¿Usted no se lo creyó?

Drew se recostó en la silla que enmarcaban las cajas de latas de conserva, las latas que ella abría a diario para alimentar a unas personas a fin de que el resto del mundo pudiera olvidarse de ellas.

—Me cuentan muchas cosas y yo simplemente escucho.

—¿Tenía algún amigo íntimo Chris?

—Aquí no, que yo sepa. Quizá fuera del albergue —añadió entornando los ojos—. No me malinterprete, pero ¿por qué le interesa tanto un mendigo?

—Porque no lo era. Chris tenía una cuenta en una caja de ahorros con un saldo de cuatrocientas mil libras.

—Afortunado —comentó la mujer con gesto de desdén, pero vio la mirada seria de Clarke—. Dios mío, lo dice en serio… —añadió inclinándose y apoyando los codos en las rodillas—. ¿De dónde sacó tanto…?

—No lo sabemos.

—Así no me extraña su interés. ¿A quién irá a parar el dinero?

Clarke se encogió de hombros.

—Al familiar más allegado…

—Suponiendo que lo haya.

—Claro.

—Y suponiendo que lo encuentren —añadió Drew mordiéndose el labio inferior—. Mire, ha habido momentos en que hemos pasado apuros. Dios, ahora mismo, por ejemplo. Y a él jamás se le ocurrió… —se echó a reír de pronto dando una palmada—. El cabroncete… ¿Qué se traería entre manos?

—Eso es lo que intento averiguar.

—En caso de no localizar a ningún familiar, ¿para quién es el dinero?

—Creo que irá a parar a Hacienda.

—¿Al Estado? Dios, no hay justicia, ¿no cree?

—Tenga cuidado con esos comentarios —replicó Clarke sonriente.

Drew negó con la cabeza conteniendo la risa.

—Cuatrocientos mil de los grandes, se tira por un puente y ahí queda eso.

—Sí.

—Sabiendo que se descubriría —añadió Drew mirándola—, es como si les plantease un acertijo, ¿no? —permaneció pensativa un instante—. Den la noticia a los periódicos y así al publicarlo seguro que aparece la familia.

—Junto con todos los chalados y farsantes del mundo. Por eso necesito averiguar quién era para eliminar falsarios.

—Es verdad. Piensa usted con la cabeza. Con lo que yo podría hacer con ese dinero —añadió con un suspiro.

—¿Contrataría un cocinero?

—Pensaba más bien en pasar un año en Barbados.

Clarke volvió a sonreír.

—Una última pregunta. ¿No tendría una foto de Chris?

Drew enarcó una ceja.

—Pues mire, creo que ha tenido suerte —dijo abriendo un cajón.

Empezó a sacar papeles, papeletas de rifa, bolígrafos y casetes hasta dar con un paquete de fotos que examinó hasta encontrar una que le enseñó.

—Es de las últimas Navidades, pero Chris no había cambiado mucho. Es ese junto al de la barba.

Clarke reconoció al durmiente de la primera sala. También aparecía en el sillón, pero bien despierto y con la boca abierta fingiendo falsa alegría. En un brazo del sillón se veía sentado al llamado Christopher Mackie; era un hombre de mediana estatura con algo de barriga y pelo negro peinado hacia atrás desde una frente protuberante. Sonreía con malicia como si ocultase algún secreto. Claro. Era la primera vez que Clarke veía su cara y sintió una extraña sensación. Hasta aquel momento para ella había sido un simple cadáver.

—Aquí lo tiene solo —dijo Drew enseñándole otra foto.

En esta se veía a Mackie fregando platos. Era una instantánea y se le veía muy serio concentrado en lo que hacía, pero el resplandor del fogonazo del flash daba al rostro un aspecto fantasmagórico con dos puntos rojos a modo de ojos.

—¿Le importa que me las lleve?

—Puede quedárselas.

Clarke se guardó las fotos en el bolsillo.

—Le agradecería también que de momento no comentara con nadie lo que hemos hablado.

—¿No quiere que la acosen chiflados?

—Complicarían mi trabajo todavía más.

De improviso, Drew pareció recordar algo; abrió una carpeta roja de plástico con anillas y pasó las fichas hasta dar con una concreta.

—Aquí están los datos personales de Chris —dijo tendiéndosela a Clarke—. Figura la fecha de nacimiento y el nombre y teléfono de su médico. Tal vez le sirva de ayuda.

—Gracias —dijo Clarke sacando un billete del bolsillo—. No se trata de un soborno, sino de una aportación para el albergue.

—Muy bien —dijo Drew al fin mirando el dinero y cogiéndolo—. Si así descarga su conciencia no puedo rehusarlo.

—Señora Drew, yo soy agente de policía y en los cursos de formación me despojaron de conciencia.

—Bueno —comentó Rachel Drew poniéndose en pie—, pero me da la impresión de que la ha recuperado.