CAPÍTULO 23

El cambio de las condiciones atmosféricas apenas doblado el cabo de Hornos fue radical. A lady Bárbara le pareció un sueño. Hasta entonces, los borrascosos vientos del sudoeste se mantenían sobre unos mares grises y traidores y las olas eran tan altas como los palos; y, al día siguiente, ya aparecían navegando bajo unos cielos azules y mecidos por suaves brisas procedentes del sudoeste. En realidad, habían tenido suerte, pues aquella última borrasca en el sudoeste había servido para conducirles, sanos y salvos, a las zonas de los alisios meridionales. Dejaban a sus espaldas el otoño de las antípodas; y, en el camino del sol, la primavera septentrional salía ya a su encuentro. El mar se volvía azul, de un azul tan intenso que ya era imposible pedir más, con el consiguiente y maravilloso contraste que contra él ofrecían las blanquísimas espumas. Los peces voladores rasgaban con sus rápidas apariciones el esmalte de las aguas. Y enseguida las molestias y las emociones del Cabo de Hornos quedaron olvidadas como una pesadilla lejana.

Parecía la cosa más natural del mundo que al caer de la tarde lady Bárbara se hallase sentada, como siempre, cerca del pasamano de popa; y también era muy natural que la figura de Hornblower apareciese entre la sombra del crepúsculo y aceptase el invariable y cortés ofrecimiento para acomodarse a su lado. También era naturalísimo que los oficiales considerasen ese estado de cosas como algo ya reconocido y aceptado de mucho tiempo atrás, y que el oficial de guardia limitase el radio de su paseo a la parte de proa del puente. Cuando dieron las ocho campanadas y Gerard subió a sustituir a Rayner, con una señal del pulgar y de la cabeza éste último indicaba las dos sombras acomodadas junto al pasamano. A la luz de las estrellas brillaron los dientes blancos sobre el moreno rostro de Gerard, que sonreía.

Conocía la virtud de la dama desde hacía tiempo; mucho tiempo antes de que el capitán se hubiese dado cuenta de que existía tal señora. Por eso dudaba de que Hornblower triunfase en donde él había fracasado. De todos modos, Gerard era lo bastante discreto para no intentar siquiera competir con su capitán. Gerard tenía muchos proyectos de conquistas con los que se entretenía durante las silenciosas guardias nocturnas, y era lo bastante filosofo como para desear sinceramente buena suerte al capitán, volviendo discretamente la espalda a los que a pocos pasos de distancia estaban haciéndose confidencias.

Sin embargo, lo mismo para Hornblower que para lady Bárbara, las cosas no eran iguales en el Atlántico que en el Pacífico. Él sentía una tensión que hasta entonces le había sido desconocida; tal vez se debiera a que habiendo pasado ya el cabo de Hornos, pensaba que ningún viaje es eterno, ni siquiera el que se realiza a bordo de un velero; y que las cinco mil millas que le separaban de Portsmouth también habrían de llegar a su término. En el Pacífico la compañía de lady Bárbara le había dado un sentimiento de serenidad, y en cambio en el Atlántico le producía malestar, como si en las calmosas aguas de los mares de las Indias Occidentales el barómetro descendiese con velocidad.

Por alguna razón, tal vez porque su pensamiento se había fijado en su patria, la imagen de María se le presentaba a menudo aquellos días. María, pequeña y redondita, con la sombrilla de seda negra que solía usar; con su pecosa piel; María, con la camisa de dormir de franela y los rizadores de papel en el pelo, con una nota amorosa en la voz un poco baja; María, que estaba regateando con la patrona de una fonda; y, en fin, María, a bordo en Portsmouth, con un gesto de disgusto en su rostro que revelaba con franqueza la mala opinión que tenía de las gentes de a bordo. No, no era decente recordar sólo esas cosas de su mujer; más bien hubiera debido recordarla en aquella noche febril, en la fonda de Southsea, con los ojos enrojecidos por las lágrimas, cuando valerosamente disimulaba el temblor de sus labios, con el pequeño Horacio agonizando por la viruela entre sus brazos maternales y la pequeña María muerta en la habitación de al lado.

—¡Ejem! —se le escapó con voz ronca agitándose inquieto en su asiento. A la luz de las estrellas escrutó lady Bárbara su rostro. Tenía aquella expresión de frialdad y alejamiento que ella había aprendido a temer.

—¿No podría decirme qué es lo que le angustia, capitán? —le preguntó con dulzura.

Hornblower sacudió la cabeza después de unos instantes de silencio. No, no podía, por la sencilla razón de que él tampoco lo sabía, y aunque por naturaleza fuese muy dado a la introspección, ni a sí mismo se atrevería a confesarse que estaba haciendo la comparación entre su mujer, pequeña y regordeta, y otra, alta y esbelta, entre unas mejillas de luna llena y una cara de clásico perfil.

Aquella noche Hornblower durmió mal y el paseo matinal del día siguiente no fue dedicado a su acostumbrado fin. Le resultaba difícil obligar a su entendimiento a ocuparse de las cuestiones de los víveres y del agua, de los vientos y del rumbo, o de la manera de tener ocupada a la tripulación para que no surgieran disputas, problemas estos que tenía por costumbre resolver durante aquella hora, lo que luego le permitía presentarse durante todo el día como un hombre que sabe tomar rápidas decisiones. Era demasiado desgraciado para pensar con objetividad, y, por otra parte, su imaginación se debatía en conjeturas tan monstruosas que estaba aterrado. Se sentía fuertemente tentado a declararse a lady Bárbara; esto, por lo menos, no se lo negaba a sí mismo. Lo deseaba con desesperación. Con sólo pensarlo notaba una punzada en el corazón, una especie de intensa y dolorosa nostalgia.

Pero lo más monstruoso de sus pensamientos era la idea de que tal vez lady Bárbara no le rechazara. Cosa inconcebible y sin embargo no imposible, como el desarrollo de una pesadilla. Y solamente el pensamiento de poner sus ardorosas manos sobre los fríos senos de ella le hacía estremecer y le causaba una extraña desazón. Y también era un tormento el deseo de probar la dulzura de sus besos. Hacía casi un año que vivía encerrado a bordo de la Lydia, y un año de vida contra natura produce singulares imaginaciones. Y allá, en el fondo del tétrico horizonte de sus pensamientos, el capitán Hornblower veía surgir fantasías aun más extrañas; negros fantasmas de estupro y de crimen.

Sin embargo, mientras Hornblower se entretenía con esas locuras, su maldito espíritu analítico trabajaba barajando pros y contras. Tanto si ofendía a lady Bárbara como si la seducía estaría jugando con fuego. Los Wellesley podían aplastarle a su gusto. Podían despojarle de su empleo de capitán y dejarle consumirse para siempre a medio sueldo, y aun podían hacerle algo peor, por poca animosidad que sintieran por él; cualquier pretexto que les pudieran proporcionar las acciones en que él tomó parte el año anterior sería un motivo suficiente para hacerle comparecer ante un consejo de guerra; y un consejo de guerra promovido por los Wellesley podía llegar a degradarle y verse abandonado así a la caridad pública. Eso era lo peor de todo lo que le pudiese acontecer —excepto quizás un duelo de fatales consecuencias para él—; sin embargo, esto último, tal vez fuese lo mejor. Suponiendo, y no era nada imposible, que los Wellesley ante el hecho consumado buscasen el modo de hacer de la necesidad virtud y lo arreglasen todo lo mejor posible… No, no era creíble. Entonces debería pedir el divorcio de María y eso suponía presentar una instancia al Parlamento y hacer un gasto de cinco mil libras esterlinas.

Una aventura con lady Bárbara suponía arruinarse completamente, tanto en lo social como en lo profesional y financiero. Y él sabía muy bien que una vez que hubiese dado el primer paso, ya no podría fiarse de sí mismo. Cuando a costa de sobrehumanas fatigas había hecho remolcar la Lydia para acercarla a tiro del Natividad y había combatido con él, como si dijéramos, cuerpo a cuerpo, los peligros experimentados habían sido de tal magnitud que sudaba de angustia solamente al recordarlo. El riesgo y el peligro le atraían irremediablemente a pesar de que sabía que era un loco exponiéndose; se conocía demasiado a sí mismo para ignorar que nada era capaz de contenerle en cuanto se liaba la manta a la cabeza. Hasta pensándolo con frialdad, había algo peligrosamente atrayente y fascinador en el hecho de desafiar a toda la casta de los Wellesley y esperar a pie firme a ver qué pasaba.

Pero todas esas frías consideraciones se disolvían en una oleada de pasión avasalladora cuando pensaba en ella, tan esbelta y graciosa, tan dulce y comprensiva. El se estremecía de pasión, la sangre le hervía en las venas y vagas imágenes pasaban ante sus ojos, en un confuso panorama. Apoyado en el pasamanos, miraba sin verlas las azules ondas, manchadas aquí y allá por doradas algas, ignorante de todo lo que sucedía a su alrededor excepto la lucha feroz que sostenía entre su cuerpo y su espíritu. Cuando al fin el latir de sus arterias se hubo calmado y se pudo fijar de nuevo en la nave en que estaba, le pareció que todo tenía una extraña precisión y claros contornos. Veía hasta en sus más mínimos detalles la complicada trama en la que estaba enzarzado un marinero en el castillo de proa a ciento veinte pies delante de él. Pocos minutos después se alegró muchísimo de volver a ser dueño de sí; porque lady Bárbara subía en aquel momento a la cubierta, sonriendo como siempre cuando sentía que el sol la besaba al salir de su camarote, y pronto se encontró hablando con ella.

—Esta noche he soñado mucho —le dijo acercándose a él.

—¿De veras? —contestó Hornblower azorado. El también había tenido sueños…

—Sí —prosiguió lady Bárbara—. He soñado sobre todo con huevos, huevos fritos y huevos a la cazuela, y rebanadas de pan blanco con una cantidad así de grande de mantequilla. ¡Y café con leche, con mucha, mucha nata! Y coles: coles hervidas. Mis sueños no han llegado a la extravagancia de un plato de espinacas; pero he visto uno de zanahorias tiernas. Y, luego, al despertar esta mañana, Hebe me ha traído el acostumbrado café negro, con el pan de maíz, y Polwheal me ha preguntado si prefiero cerdo o buey para comer. Me figuro que hoy empezaré con el séptimo hermanito de aquella familia de cerdos cuya primera costilla saboreé en Panamá; ahora ya conozco bien a toda su raza. —Lady Bárbara se reía al decir esas cosas; se reía poniendo en evidencia la blancura de sus dientes sobre el oro de su piel bronceada por el sol y el aire; y, durante unos instantes, aquella risa suya disipó la pasión de Hornblower. Éste la comprendía muy bien; los largos meses a bordo, con sus idénticas comidas, hubiesen desencadenado en cualquiera sueños pantagruélicos; pero semejante relación de manjares era, para el estado de ánimo de Hornblower, como si alguien hubiese abierto una ventana en una habitación largo tiempo cerrada. Y fueron aquellas añoranzas gastronómicas las que alejaron y retardaron por unos días la temida crisis; felices días durante los cuales la Lydia afrontaba los alisios del sudoeste y, a través del Atlántico meridional, se iba acercando con regularidad hacia la isla de Santa Elena.

Tampoco faltó el viento hasta aquella tarde en la cual el vigía de la cofa —el sol que se ponía entre nimbos de oro había permitido ver muy lejos— avistó la cima de la montaña; y, en el momento en que moría la luz, dio el grito de alerta: «¡Tierra a la vista!». Hornblower supo que, una vez más, había tenido suerte en su navegación. Durante todo el día, el viento fue languideciendo cada vez más y con la puesta del sol cesó completamente, casi maliciosamente, cuando hubiesen bastado unas horas más para llevar a la Lydia hasta la isla. Desde cubierta aún no se podía descubrir ningún rastro de tierra, y como Gerard hizo notar a lady Bárbara, ella debía confiar en su proximidad hasta que el viento se dignase soplar de nuevo. Su desilusión al ver que seguía siendo inasequible el sueño de los huevos a la cazuela era tan conmovedora que Crystal se adelantó contoneándose y clavó el cuchillo de muelles en el palo de mesana. Ése era un medio segurísimo para atraer el viento, y si por desdicha no daba resultado en aquella ocasión, pondría a silbar a todos los grumetes al unísono, desafiando la tempestad que tal proceder tal vez provocara por parte de los ofendidos elementos.

Es posible que fuera el hecho puro y simple de aquella pausa lo que produjo en el subconsciente de Hornblower una reacción que precipitó la crisis, porque indudablemente sentía un miedo secreto de que la llegada a Santa Elena pudiese comportar algún cambio desagradable en el estado de cosas de la Lydia. Por otra parte, era inevitable que las cosas sucedieran así, y por una serie de coincidencias, tenía que resultar precisamente aquella noche. Fue una coincidencia que Hornblower entrara en la cabina de popa ya hundida en la sombra vespertina, en un momento en que creía que lady Bárbara estaba en cubierta. Fue coincidencia que la mano de él rozase el desnudo brazo de ella, cuando, al hallarse en el restringido espacio que existía entre la mesa y el armario, se excusó él por haber entrado tan bruscamente. Al momento ella estaba entre los brazos de él y se besaron y volvieron a besarse. Ella puso una mano en el hombro de él y le acarició la nuca, y la pasión les aturdió. Luego el movimiento de las olas le obligó a soltarla; ella cayó sentada sobre el cofre y le sonrió. El se arrodilló ante ella con la cabeza en su regazo y ella le acarició el pelo. Y volvieron a besarse, como si nunca se cansaran. Ella le hablaba y le daba los dulces nombres que hasta aquel momento jamás había empleado con nadie y que recordaba que su nodriza usaba cuando ella era una niña.

—¡Querido…! —murmuraba—. ¡Corazón mío! ¡Mi pequeñín querido!

No era fácil hallar las palabras que expresaran el amor que ella sentía por él.

—Tus manos… son hermosas —le decía a él, extendiendo una sobre la palma de su propia mano y jugando con los largos y delgados dedos—. Ya las admiré desde que las vi en Panamá.

Hornblower siempre había creído que tenía las manos feas y huesudas, y en la izquierda persistía una mancha producida por una descarga de pólvora que recibió en el abordaje de la Castilla. Miró a lady Bárbara, como para cerciorarse de que no bromeaba, y cuando se hubo convencido de ello no supo hacer nada más que volverla a besar. Los labios de ella le incitaban. Era un milagro que ella aceptase que la besaran. Y la pasión volvió a trastornarle.

A la imprevista llegada de Hebe se separaron. Hornblower se puso en pie instantáneamente y se sentó, rígido y azorado. Descubriendo los dientes en una sonrisa, la negrita le miraba burlona. Para Hornblower, un capitán sorprendido recreándose con una mujer a bordo de su propio barco era un ser despreciable. Era contrario al código militar; peor aún, se trataba de un acto indigno y peligroso.

Lady Bárbara siguió imperturbable.

—Puedes irte, Hebe —le dijo tranquilamente—. Por ahora no te necesito.

Y se volvió hacia Hornblower; pero el encanto ya estaba roto. Él se había visto a sí mismo bajo un nuevo aspecto, abrazando furtivamente a una pasajera en la oscuridad del camarote. Se enfureció consigo mismo y se preguntó si los oficiales de guardia y el timonel podían haber oído el amoroso arrullo por la escotilla abierta.

—¿Qué haremos ahora? —dijo, descorazonado.

—¿Qué haremos? —contestó lady Bárbara—. Nos amaremos y el mundo será nuestro. Haremos lo que deseemos.

—Pero… —dijo él. Y volvió a añadir—: Pero… —En pocas palabras hubiese querido explicarle las complicaciones que veía en el horizonte de aquel amor. Víctima de un acceso de frío furor, hubiese querido explicarle el temor que le inspiraba el mal disimulado sarcasmo de Gerard y las reticencias y las alusiones desprovistas de tacto de Bush, y cómo un capitán era menos dueño de hacer lo que quisiera a bordo de su propio buque de lo que ella se podía figurar; pero era inútil. No sabía hacer más que balbucear apartando sus ojos de la cara de ella, con unos ademanes flojos e inexpresivos. En sus locos ensueños, él se había olvidado de todas aquellas contingencias prácticas. Poniéndole una mano en la barbilla, ella le obligó a mirarla.

—Querido… ¿qué es lo que temes? Dímelo, querido…

—Soy un hombre casado —le contestó él agarrándose a aquel subterfugio.

—Ya lo sé. ¿Pero qué tiene eso que ver con… con nosotros?

—Es que… —volvió a levantar la mano en un inútil empeño, desconsolado al no saber expresar todos los temores que le asaltaban.

Ella se avino a rebajar un poco más su orgullo.

—De Hebe me puedo fiar —dijo con suavidad—. Me adora. No se atrevería a la más mínima indiscreción.

Luego ella leyó claramente en la cara de él y se levantó con brusquedad. El ultraje hecho a su sangre y a su linaje era excesivo. Ella se había ofrecido, aunque veladamente, y había sido rechazada. Sintió una ira fría.

—Capitán, tenga la amabilidad de abrirme esa puerta —le dijo.

Entre un crujido de sedas, salió con toda la dignidad que correspondía a la hija de nobles lores, y si llegó a llorar en el secreto de su camarote, Hornblower jamás lo pudo saber. Andaba incansablemente sobre cubierta, arriba y abajo. Habían terminado sus hermosos sueños. Era aquél el modo de demostrar que, para él, el peligro y el riesgo no eran más que un motivo de excitación. ¡Buen seductor estaba hecho! ¡Un fatuo de la peor clase! Avergonzado, maldecía a su temperamento y acababa por reírse de sí mismo. ¡El, que con la imaginación se había creído poder plantar cara a los Wellesley, sentía miedo en la realidad de las ironías de Gerard!

Al fin, todo se hubiese arreglado de haber perdurado la calma dos o tres días. Lady Bárbara hubiese vencido su enojo y Hornblower sus escrúpulos, y los acontecimientos hubiesen seguido otro camino. Tal vez hubiese ocurrido un gran escándalo en la alta sociedad. Pero hacia la medianoche se levantó el viento —seguramente fue el cuchillo de Crystal lo que hizo el conjuro— y Gerard se presentó al capitán para recibir sus órdenes. Hornblower comprendió que no podía desafiar la opinión pública. Pensó en las sospechas que se habrían levantado y en las preguntas que en voz baja se harían los unos a los otros, si él llegaba a dar la orden de virar de bordo y alejarse de Santa Elena en un momento en que el viento era propicio para acercarse.