CAPÍTULO 22

Bajo la luna de aquella noche calurosa, lady Bárbara y el teniente Bush hablaban, sentados cerca de la barandilla de popa. Tal vez fuese la primera vez que Bush tenía la suerte de estar a solas con ella; y eso por pura casualidad —es posible que él lo hubiese evitado de haberlo previsto—; pero a partir del momento en que empezó a hablar, disfrutó del momento sin la menor preocupación. Sentado en el montón de almohadones rellenos de estopa que Harrison mandara confeccionar especialmente para lady Bárbara, se cogía las rodillas con las manos cruzadas. Lady Bárbara se había acomodado en su silla extensible. La Lydia se mecía suavemente al compás de la dulce música de las olas y de los arpegios que la brisa arrancaba a las jarcias. La blancura de las velas refulgía a los rayos de la luna; en el cielo brillaban miríadas de fulgurantes estrellas.

Pero el excelente Bush, al contrario de lo que hubiese hecho cualquier muchacho de buen sentído al encontrarse en compañía de una hermosa joven y bajo un cielo iluminado por una luna tropical, no hablaba de sí mismo.

—Es verdad, señora —decía él—. Es como Nelson. Tan nervioso como Nelson y siempre por los mismos motivos. No hace más que pensar y pensar… ¡Os asombraríais si supieseis las cosas que pasan por su cabeza!

—No creo que me sorprendiera —contestó lady Bárbara.

—Eso es porque también piensa, señora. Somos nosotros, los tontos, los que nos quedamos asombrados… Eso es lo que yo quería decir. Porque él tiene más entendimiento que todos nosotros juntos… excepto usted, señora. Es un hombre inteligente, se lo aseguro.

—No lo dudo.

—Y, además, es el mejor marino de todos nosotros y, en cuanto a entender de navegación… Crystal es un niño de pecho a su lado.

—¿De veras?

—Claro está que a veces se muestra un poco brusco conmigo, igual que con todos los demás. Pero yo lo comprendo, porque, como tiene tantas preocupaciones… y no es un hombre demasiado robusto, lo mismo que le pasaba a Nelson. A veces me preocupo por él, señora.

—Se ve que es que lo quiere usted.

—¿Que yo lo quiero? —A la obstinada mente inglesa de Bush no le gustaba aquella palabra, por lo que suponía de sentimental; así, él rió, un poco molesto—. Ya que usted lo dice, debe de ser verdad. Nunca pensé… eso de quererlo. Pero me gusta; eso sí es cierto, sí, señora.

—Eso es lo que yo quería decir.

—Los hombres de a bordo lo adoran. Harían cualquier cosa por él. Fíjese en lo que ha hecho durante este viaje… y no hemos empleado el látigo una sola vez. Eso es porque es igual que Nelson. Se hace querer… no por sus acciones ni por sus palabras, sino por sí mismo.

—También es bastante guapo —observó lady Bárbara, que era lo bastante femenina para considerar al capitán desde ese punto de vista.

—Sí… Es posible que sea así, ya que lo menciona, señora. Pero a nosotros no nos importaría que fuese más feo que el pecado.

—Claro que no.

—Pero, señora, lo que ocurre es que es tímido. El ni se imagina ser tan inteligente como es. Es una cosa que me sorprende. Lo creeréis o no, señora; pero es cierto que no tiene tanta confianza en sí mismo como la que yo tengo en mí; no sé si me explico bien… Es posible, incluso, que tenga menos. Ya me entiende, ¿verdad?

—¡Qué raro…! —Ella estaba acostumbrada a la seguridad en sí mismos de sus hermanos, líderes que, siendo poco amados, no se preocupaban de ello lo más mínimo; pero interiormente sabía que había dicho esa palabra sólo por cortesía. En realidad no encontraba en ello nada de extraño.

—¡Mire, señora! —dijo Bush bajando de repente la voz.

Hornblower había subido cubierta. Ambos contemplaban su rostro pálido a la luz de la luna, mientras él se volvía a mirar a su alrededor para cerciorarse de que todo estaba en orden, y en él vieron de ese modo los tormentos que le obsesionaban. Durante los segundos que le pudieron contemplar tan de cerca sin ser vistos, les pareció un alma en pena.

—Yo no sé lo que daría por saber… —dijo Bush, cuando Hornblower se hubo marchado de nuevo a encerrarse en la soledad de su camarote—, por saber qué cosa le pudieron hacer o decir aquellos diablos cuando estuvo a bordo del guardacostas. Hooker, que estaba en el cúter, ha contado que se oía la voz de un hombre que gritaba como un condenado. ¡Esas fieras! Alguna de sus bestialidades, supongo. Y cuando el capitán volvió aquí, se veía que estaba trastornado.

—Sí —dijo lady Bárbara.

—Le agradecería mucho que procurase distraerle de sus cavilaciones… Perdóneme si me tomo esta libertad, señora. Pero yo creo que tiene necesidad de distraerse. Tal vez pudiera… Perdón, señora.

—Lo intentaré, pero no creo llegar a conseguir gran cosa donde vosotros habéis fallado. El capitán Hornblower no me ha hecho nunca mucho caso, teniente Bush.

Sin embargo, afortunadamente, la ceremoniosa invitación para comer que lady Bárbara hizo transmitir a Polwheal por medio de Hebe y que aquél llevó a su capitán, llegó en un momento en que Hornblower intentaba deshacerse del humor melancólico en que había caído. Leyó el billete con el mismo cuidado con que lady Bárbara lo había escrito… y hay que decir que, al hacerlo, puso sus cinco sentidos. Empezaba excusándose graciosamente al distraerle en un momento en que se veía agobiado por sus deberes; pero por mediación del teniente Bush había sabido que la Lydia estaba a punto de cruzar el ecuador, y creía que la cosa merecía un pequeño festejo. Por eso lady Bárbara se sentiría muy feliz si el capitán Hornblower quisiese darle el placer de acompañarla en la mesa, indicándole, al mismo tiempo, quiénes de entre sus oficiales deseaba que los acompañasen. Hornblower le escribió contestándole que el capitán Hornblower aceptaba muy complacido la amable invitación y esperaba que lady Bárbara invitase, además, a los oficiales que, a su juicio, fuesen dignos de tamaño honor.

Sin embargo, ni aun la alegría de disfrutar de nuevo de alguna distracción aparecía exenta de amargura. El capitán Hornblower siempre había sido pobre; y, cuando tomó el mando de la Lydia, tuvo que devanarse los sesos para poder adquirir lo poco que precisaba, y dejar a María lo necesario para vivir. Por tanto, no había equipado convenientemente su vestuario, y en esos momentos su ropa, después de unos meses de uso, era punto menos que impresentable. Las casacas estaban remendadas y zurcidas; las charreteras descubrían, con su sospechosa brillantez, que eran de latón sobredorado; los sombreros estaban hechos una lástima; los calzones y las medias se caían a pedazos; los fajines de seda, de buena calidad y blancos en otros tiempos, se habían deteriorado y ya no podían pasar por seda. Sólo la espada, «que valía cincuenta guineas», conservaba su aceptable aspecto; pero una espada no es cosa que pueda lucirse en una comida.

Hornblower se daba perfecta cuenta de que sus calzones de marinero de tela blanca, cortados y cosidos a bordo de la Lydia, no poseían la elegancia a que estaba acostumbrada lady Bárbara. Daba impresión de pobreza y, además, se sentía muy pobre; y, mirándose a hurtadillas en el pequeño espejo, estaba seguro de que lady Bárbara se reiría de él. Para colmo, se descubrían algunas hebras grises entre sus oscuros cabellos, y con profundo disgusto vio al descubierto un ancho sector de su cráneo, muy rosado, al hacerse la raya en el pelo… Desde hacía algún tiempo su calvicie se acentuaba desmesuradamente. Se miró, disgustadísimo; y, sin embargo, sabía que hubiese dado de buena gana un brazo, una pierna, o los pocos cabellos que aún le quedaban por una condecoración o algún signo honorífico que le permitieran destacarse a los ojos de lady Bárbara.

Pero tampoco aquello ofrecía ninguna ventaja extraordinaria, ya que ella había vivido siempre entre caballeros de la Jarretera y de la Rosa, honores a los cuales jamás podría aspirar él.

Estuvo a punto de mandar un mensaje a lady Bárbara diciéndole que había cambiado de pensamiento, y que, por lo tanto, no comería con ella, pero reflexionó que si hacía eso después de tantos preparativos, Polwheal se imaginaría que su capitán se avergonzaba de su pobre indumentaria y se reiría de él y de su pobreza. Acabó por presentarse a cenar y tomó su desquite sentándose ceñudo y taciturno a la cabecera de la mesa, matando en flor toda tentativa de conversación. Por eso, la pequeña fiesta empezó en un ambiente de frialdad y de falta de espontaneidad. Realmente era una triste venganza; pero ver que desde el otro extremo de la mesa lady Bárbara le miraba muy preocupada representó para Hornblower una leve gratificación. Mas pronto se acabó su satisfacción, pues lady Bárbara sonrió de repente y con sus maneras de gran señora inició una conversación que no tenía nada de grave, y obligó a Bush a contar de nuevo sus recuerdos de la batalla de Trafalgar. Según le constaba a Hornblower, ella ya había oído esa historia un par de veces por lo menos.

La conversación se generalizó pronto, haciéndose muy animada, pues Gerard no quería consentir que Bush la acaparara y consiguió intervenir contando la historia de su encuentro con un corsario argelino, a la altura del cabo Espartel, en los tiempos del tráfico de esclavos. Mientras permanecía en silencio, escuchando lo que contaban los otros, a Hornblower le entró el deseo de meter baza en la conversación… después de todo, también él era un hombre de carne y hueso. Y antes de que se hubiese dado cuenta de ello, se vio tomando parte en la charla a propósito de una inocente pregunta hecha por lady Bárbaras sobre sir Edward Pellew, pues el capitán Hornblower había sido guardiamarina y luego primer oficial a bordo de su buque, de lo cual se sentía muy orgulloso. Solamente al final de la fiesta volvió Hornblower a sentirse de mal humor y después de beber a la salud del rey, se negó a aceptar la invitación de lady Bárbara para jugar una partida de whist. El creyó que, si no otra cosa, este hecho causaría cierta impresión: y, en efecto, impresionó mucho a los oficiales y pudo ver cómo Bush y Gerard se cruzaban una mirada de asombro, al oír que su capitán no quería jugar al whist. Desde su camarote, le llegaban por la escotilla los rumores de una movida partida de vingt-et-un, propuesta por lady Bárbara, en lugar del whist. Casi sintió no tomar parte en ella, aunque, a su parecer, el vingt-et-un fuese un juego poco interesante.

Sin embargo, y tal como se había propuesto lady Bárbara, aquella comida sirvió para romper el hielo entre ambos. Ya volvía a hablar con ella e incluso discutía acerca del estado de los pocos heridos que estaban ya convalecientes. Al cabo de algunos días le pareció natural encontrarla sobre cubierta por las mañanas y entretenerse hablando con ella en las calurosas tardes y en las mágicas noches tropicales, en tanto que la Lydia seguía su interminable derrota a lo largo de la serena grandiosidad del Pacífico. Ya no se acordaba de las casacas viejas ni de los calzones con rodilleras, olvidó los feroces proyectos de relegar a lady Bárbara a la cabina que se le había destinado y, gracias a Dios, ni siquiera se conturbaba su imaginación por el recuerdo de la vista del Supremo encadenado en el puente de la nave, ni por la del moribundo Galbraith, ni tampoco por la del cuerpo del pobre Clay, decapitado, desangrándose en la cubierta. Y si por azar resurgían semejantes recuerdos, ya no se acusaba de ser un cobarde por preocuparse por ellos.

Eran días casi felices. El acostumbrado trabajo de a bordo se realizaba con la regularidad de un reloj. A cada hora, o poco menos, soplaba un poco de viento que permitía gobernar el timón y a veces, cuando era más fuerte de lo acostumbrado, servía para interrumpir la monotonía cotidiana. No hubo ni siquiera una tempestad en aquellos días soleados que parecían no tener fin. La imaginación podía creer en su eternidad, pues los 50° de latitud sur parecían una meta inasequible, y los navegantes podían disfrutar de la inacabable delicia del viaje sin preocuparse por la continua advertencia que el sol les hacía cada mediodía, al mostrar una mayor inclinación hacia el horizonte; y cada medianoche, al verse la Cruz del Sur a más altura.

Aquellas noches maravillosas presenciaban el nacimiento de una nueva amistad, mientras la estela que dejaba tras de sí la nave parecía una larga cinta de fuego sobre la suave luminosidad del mar. Lady Bárbara y el capitán Hornblower se decidieron finalmente a hablar entre sí e intercambiar impresiones. Ella contaba las frivolidades de la corte virreinal en Dublín y las intrigas que rodeaban a cierto gobernador general de la India; hablaba de los emigrados franceses que sabían hacerse respetar por los fundidores del norte, orgullosos de lo bien provisto de sus caudales; de las extravagancias de lord Byron y de la idiotez de los reales duques. Hornblower la escuchaba sin pizca de envidia.

A su vez, él podía contar los meses pasados en el bloqueo continental, luchando contra las tormentas en el golfo de Vizcaya, cuya costa estaba férreamente fortificada, y el modo en que Pellew llevó sus fragatas a través de los desencadenados elementos con dos mil hombres a bordo para recordarle a los franceses sus Droits de l’Homme. Contaba las fatigas, crueldades y privaciones de una existencia monótona y laboriosa, que a lady Bárbara le parecía tan fantástica e irreal como a él la de ella. A medida que su amor propio se iba sintiendo desarmado, se atrevía incluso a confiarle sus ambiciones que —él lo creía así— debían parecerle tan fútiles como los de un niño que suspirase por un caballito de cartón. Le hablaba de esas dos mil libras esterlinas de botín que era todo lo que se necesitaba para complementar su media paga, y en lo cual consistían todas sus apetencias, además de una casita con cuatro palmos de tierra y muchos, muchos estantes de libros…

Sin embargo el rostro de la dama, que aparecía claramente iluminado por el brillante fulgor lunar, permanecía como si lo surcasen fugaces rastros de envidia, porque las ambiciones de Bárbara Wellesley eran mucho menos concretas y muy difíciles de expresar. A decir verdad, no sabía exactamente qué era lo que deseaba; pero sabía muy bien que, fuese lo que fuese, no lo conseguiría si no era casándose. Que la hija de un conde pudiese envidiar a un capitán de marina, pobre de solemnidad, era cosa que conmovía profundamente a Hornblower. Lo leía en aquellas facciones que besaba la luna; y se sentía feliz y desgraciado a la vez, al pensar que lady Bárbara tuviese que envidiar nada a nadie en este mundo.

Discutían sobre libros y sobre poesía, y Hornblower se convertía en defensor de la escuela clásica, que florecía en tiempos de la reina Ana, contra los bárbaros cabecillas de la revolución, que parecían complacerse en desafiar y despreciar todas las reglas establecidas. Lady Bárbara le escuchaba con paciencia y, a veces, hasta asentía a sus argumentos, cuando él hablaba de Gibbon (al que tributaba la más sincera admiración), de Johnson y de Swift; aplaudía las citas que hacía de Pope y de Gray, pero sus simpatías estaban también con los bárbaros. Había un loco llamado Wordsworth, de cuyas revolucionarias teorías literarias ya había oído hablar Hornblower con vago espanto; sin embargo, lady Bárbara creía su deber romper una lanza en su favor. Devolvía limpiamente la pelota a Hornblower declarando que Gray no era más que un precursor de la misma escuela; citaba a Campbell y a aquel innovador llamado Scott, autor de novelas históricas, y consiguió arrancar a Hornblower una desganada aprobación de un áspero poema titulado «La Balada del Viejo Marinero», aunque él, a la desesperada, insistía en que el único mérito estribaba en el hecho narrado, y que si Pope hubiese tratado el mismo tema en alejandrinos lo habría hecho mucho mejor, sobre todo de haber pedido consejo a alguien que entendiera de navegación y de arte náutico; algo más, sobre todo, que ese tal Coleridge.

A veces le parecía a lady Bárbara algo raro que un oficial de marina fuese tan apasionadamente aficionado a la literatura; pero a medida que pasaban los días iba enterándose de muchas otras cosas. Los capitanes navales no eran todos iguales, como podían imaginar de forma despreocupada los legos. Por Bush, por Gerard o por Crystal, lo mismo que por el mismo Hornblower, sabía que existían oficiales de marina que componían elegías griegas; y otros que, en su camarote, coleccionaban mármoles sacados de las islas de Grecia; y también los había que clasificaban los erizos de mar y tenían correspondencia con el naturalista Cuvier, lo mismo que, en el extremo opuesto, había capitanes que gozaban viendo desgarrar cuerpos humanos por el «gato de nueve colas»; otros que se emborrachaban perdidamente cada noche, y causaban destrozos en sus buques en los accesos de delírium trémens; capitanes que mataban de hambre a sus hombres y les hacían levantarse a cada toque de campana día y noche. Y ella creía estar en lo justo al suponer que Hornblower estaba por encima de la mayoría de esa clase de gente que los de tierra están siempre dispuestos a considerar que vale mucho menos de lo que realmente vale.

Por lo demás, el capitán Hornblower le había gustado desde el mismo día en que lo vio por primera vez en su fragata. Ahora se iban acostumbrando el uno al otro, casi del mismo modo en que se suele acostumbrar uno a las drogas; y, cuando se hallaban separados, experimentaban como un vago malestar. El monótono viaje que la Lydia seguía hacia el sur favorecía estos sentimientos. Ya era un hábito cambiar una sonrisa cuando, por la mañana, se veían en el alcázar; una sonrisa llena de secreta inteligencia, evocadora de las íntimas conversaciones sostenidas la noche anterior. Para Hornblower ya era una costumbre discutir con lady Bárbara la ruta del buque y las millas recorridas, después de tomadas las observaciones del mediodía; la de beber juntos el café a media tarde y, sobre todo, la de hallarse a la caída de la noche junto al pasamano de la borda de popa, aunque no se hubiesen citado de forma explícita, y entretenerse allí, mientras iba cerrándose la oscuridad en la noche calurosa y naciendo el diálogo que se prolongaba sin sentir, bajo el mágico titilar de las estrellas, hasta que, con una desgana que ambos querían ignorar, se separaban para entregarse al descanso, mucho después de la medianoche…

Pero también sabían estar callados, sin que se les escapase ni una sílaba durante largos minutos, absortos en la contemplación de la cúspide de los palos que, con el balanceo de la nave, dibujaban imaginarios círculos y espirales en el estrellado cielo, mientras prestaban oído a las débiles sinfonías que el viento tejía entre el cordaje de las velas, y sus pensamientos vibraban al unísono de tal modo que, con frecuencia, si el uno hablaba, era para completar o asentir a lo que el otro estaba pensando. En aquellos momentos lady Bárbara, como cualquier joven normal, dejaba su mano a un costado, de modo que hubiese podido ser acariciada sin que ella opusiera mayor resistencia. Eran muchos los hombres que lo habían hecho así, cuando ella no lo deseaba —en los bailes de Londres, en las fiestas del Gobernador General…— y en cambio ahora, aunque se daba cuenta de cuan imprudente e insensato sería animar la más mínima intimidad física en un viaje que aún debía prolongarse durante varios meses, se mostraba tan imprudente y tan insensata como para arriesgarse a ello, sin detenerse demasiado a analizar sus propios impulsos. Pero Hornblower parecía no hacer caso de aquella mano. Lady Bárbara le veía ahora mirando las estrellas, sereno e inmóvil el rostro, y hallaba una innegable satisfacción al atribuirse el mérito de la transformación que se había operado en él desde la noche en que, hablando con Bush, había podido descubrir en la cara de Hornblower un inexpresable sufrimiento.

Aquella fase del viaje duró largas y felices semanas, en tanto que la Lydia seguía rumbo al sur, siempre más al sur, hasta que las noches se volvieron frías y las mañanas nubladas y el cielo azul se tornó gris y la primera lluvia bañó los puentes, en tanto que el viento de poniente se hacía más y más vivo y tormentoso. Si lady Bárbara deseaba permanecer sentada en la cubierta, se veía obligada a envolverse en un gabán de marino. Insensiblemente, las veladas junto a la balaustrada fueron distanciándose hasta terminar. La Lydia pasó a través de una tormenta, a pesar de que aquello era el verano de los antípodas.

El frío se hacía cada vez más intenso. Por primera vez pudo lady Bárbara ver a Hornblower vestido con su ropa encerada, con su gran sombrero, y pensó que aquel atuendo, aunque era horrible, le sentaba muy bien. A veces, entraba él en la cabina de popa con los ojos brillantes y las mejillas enrojecidas por el aire, y a ella le parecía que su sangre palpitaba al mismo ritmo que la de él. Lady Bárbara se calificaba a sí misma de tonta, y pensaba que esa debilidad se debía a que Hornblower era el único hombre de a bordo que contaba con cierta cultura, y era lógico que, después de cuatro meses de vida en común, acabase por amarle, o por odiarle… Y como en su modo de ser no había lugar para el odio, lo otro resultaba inevitable. Se decía que apenas se hallase de vuelta con los suyos y le fuese posible comparar a Hornblower con ellos perdería la mayor parte de su atractivo y del interés que ahora acaparaba.

En alta mar se veían las cosas de diferente modo, o por lo menos intentaba convencerse de que así era. Buey y cerdo salado, galleta llena de bichos y guisantes secos, y una copa de jugo de limón dos veces a la semana. La monotonía no tenía otra explicación. Con una vida semejante la menor nimiedad adquiría una importancia desmesurada. Lo mismo que el dolor de muelas tiende a desaparecer apenas el pensamiento halla una distracción cualquiera, aquel sentimiento que mordía en su corazón desaparecería apenas surgiese otro que lo superase. Sí; todo eso era cierto; pero lo raro era que no por ello cambiaban sus sentimientos.

La Lydia había entrado en la región de los alisios occidentales. Cada día que pasaba se dejaba sentir el viento con más fuerza; cada día era el mar más grueso. Ahora avanzaba muy rápido. Hubo dos o tres andaduras en que navegó doscientas cuarenta millas marinas y tal vez más, de un día al otro. Hacía frío y llovía a cántaros; en cubierta había a veces agua hasta la rodilla. Eran momentos que lady Bárbara se veía obligada a pasarlos tendida en la litera, mientras el buque se balanceaba de tal modo que parecía ir a volcar. Hebe, que nunca consiguió dominar completamente el mareo, gemía y le castañeteaban los dientes a causa del frío, envuelta en una manta. Era imposible mantener un fuego encendido; imposible cocinar nada caliente. Y el estruendo del maderamen parecía la voz de un órgano que se propagase por la nave de una iglesia.

Fue a la mitad del viaje, en cuanto alcanzaron el cabo de Hornos en su extremos sur, en donde se reveló toda la caprichosa y extremada fantasía de aquel clima. Una hermosa mañana, apenas se hubo despertado, sintió lady Bárbara que el movimiento del buque había tomado su acostumbrado balanceo. Polwheal llamó a la puerta del camarote, llevando una embajada de su capitán: lady Bárbara podía aprovechar la bonanza para tomar el aire en cubierta en cuanto quisiera. Y ella vio que el cielo era azul y el aire estaba límpido, aunque era tan frío que agradeció la capa de grueso paño que Gerard se tomó la libertad de ofrecerle. La fuerza del viento había disminuido mucho y, con una ligera brisa, corría la Lydia a todo trapo y bajo un hermosísimo sol. Era un gran placer sentir nuevamente la cubierta bajo sus pies; y aun había otro mayor: beber el café caliente, casi hirviendo, que Polwheal, con una sonrisa de oreja a oreja, servía a lady Bárbara y a los oficiales en el castillo. Y, además, era una voluptuosidad llenarse los pulmones de aire puro después de haber respirado durante tantos días los metíficos vapores del interior. Las miradas de lady Bárbara y de Hornblower se encontraron y cambiaron una sonrisa rápida. En las entenas y en los palos los trajes de los marineros, puestos a secar, parecían gesticular con alegría, agitando cien brazos, felices de sentir la caricia de aquel viento vivificador. Pero sólo aquella hermosa mañana les concedió el cabo de Hornos. Antes del mediodía se había extendido ya una nube sutil cubriendo el sol, y el viento volvía a aumentar, y, a barlovento, se amontonaban espesas nubes negras que, a poco, daban alcance a la fragata.

—Recoja los sobrejuanetes, señor, Bush —gruñó Hornblower, inquieto, mirando hacia la popa—. Lady Bárbara, me temo que tendrá que retirarse nuevamente a la cabina.

El vendaval se abatió sobre la fragata silbando furiosamente, antes de dar tiempo a lady Bárbara a que se internase en su camarote. Durante todo el día, la Lydia corrió con el viento, y por la noche lady Bárbara se apercibió, por el modo de moverse que tenía el buque, de que Hornblower se había visto obligado a virar de bordo, tan experta se había vuelto en las cosas del mar. Durante treinta y seis horas la Lydia se quedó al pairo, mientras a su alrededor parecía como si se hundieran los cielos. Pero había que consolarse con el pensamiento de que, en su camino hacia Oriente, su deriva a sotavento le hacía avanzar un poco. Lady Bárbara no hubiese creído nunca que aquellos hombres consiguiesen doblar el cabo de Hornos navegando hacia poniente. Le consolaba estar de acuerdo con Hornblower en que (apenas se firmasen las paces con todos) no pasaría mucho tiempo sin que el mundo entero exigiese que fuese abierto un canal que atravesase el istmo de Panamá. Entre tanto no quedaba más remedio que tener paciencia y esperar la llegada del día en que arribaría a Santa Elena. Allí hallarían carne fresca y verduras y, aunque pudiese parecer una utopía, también leche y frutas.