Corrían voces de que, finalmente, la Lydia volvía a casa. Los hombres de su tripulación habían combatido y trabajado, primero por los unos y luego por los contrarios, sin comprender absolutamente nada de las intrigas de la alta política que habían decidido contra quién debían combatir y a quién favorecer. Que los españoles hubiesen sido al principio enemigos, luego amigos y al fin casi hostiles neutrales, a eso no habían dedicado apenas un pensamiento. Ellos se contentaban con obedecer las órdenes que recibían, sin discutirlas jamás. Pero, ahora, aquellos rumores parecían estar bien fundados en hechos tan patentes que ya no se podía dudar más y esta vez era cierto que la Lydia volvía a su patria. Para sus espíritus sencillos, parecía que la patria estuviese al otro lado del horizonte. No pensaban en las cinco mil millas de océano que los separaban de ella. En su imaginación, no había más que estas palabras: «A casa, a casa». Los hombres reclutados a la fuerza pensaban en sus mujeres; los voluntarios, en las hembras de los puertos y en la alegría del permiso para desembarcar. El cielo de sus ilusiones no estaba manchado por ninguna nube de desagradables pensamientos. No se les ocurría que podían ser enviados a otro buque y reexpedidos a dar la vuelta a medio mundo antes de que los licenciaran y pudiesen poner sus pies en tierra firme.
De buena gana se dedicaron a la ímproba tarea de salir a remolque de la bahía de la isla de Coiba; ninguno de ellos sentía dejar aquel refugio, que sólo servía para hacer posible el viaje de vuelta. Subiéndose por las jarcias para preparar las velas, charlaban y bromeaban, ágiles como una bandada de simios, y bajo sus pies, en la cubierta, los hombres de guardia bailaban solos y en parejas en la calurosa tarde, mientras la Lydia, empujada por una brisa favorable, navegaba, ligera y esbelta, sobre el azul Pacífico. Luego, durante la noche, cayó el viento con la acostumbrada variabilidad de los trópicos. La viva brisa se cambió en un airecillo débil que a su vez fue seguido por lentos y desmayados soplos de viento que apenas hacían palpitar ligeramente las velas y gemir los cordajes, de tal manera que era preciso tener a los hombres de guardia continuamente ocupados con ellas.
Hornblower se despertó a la hora del fresco, poco antes del alba. Aún era demasiado oscuro para poder consultar la brújula fija en el techo, sobre su cabeza, pero según el calmoso balanceo y los rumores intermitentes sobre cubierta, adivinaba, poco más o menos, que la calma había seguido al viento de la tarde. Dentro de poco sería la hora de su paseo matutino sobre el puente del alcázar, y descansaba, saboreando la satisfacción de sentirse liberado de todas las imperiosas responsabilidades de días atrás. Polwheal entró a preparar los vestidos del capitán. Hornblower se estaba poniendo los calzones cuando por la escotilla le llegó la voz del vigía.
—¡Vela a la vista! ¡A babor! ¡Otra vez el lugre, señor!
La sensación de sentirse libre de preocupaciones se desvaneció instantáneamente. Dos veces aquel buque de mal agüero había sido avistado en el golfo de Panamá, y las dos veces fue portador de malas nuevas. Con cierto temor supersticioso, Hornblower se preguntaba qué novedad traería aquel tercer encuentro. Arrancó la casaca de las manos de Polwheal y se la puso mientras subía corriendo por la escala del tambucho.
Allí estaba, en una encalmada a dos millas de distancia. Y también había ya media docena de anteojos mirando hacia allá… Al parecer, los oficiales de la Lydia compartían los temores supersticiosos de su capitán.
—Hay algo en el aspecto de ese barco que me da escalofríos —murmuraba Gerard.
—Es un vulgar guardacostas español —dijo Crystal—. Los he visto por docenas. Recuerdo que, a la altura de La Habana…
—¿Y quién no los ha visto? —repuso Gerard—. Pero lo que yo decía… ¡oh! Han botado al agua una lancha. —Se volvió y descubrió al capitán, que en aquel momento subía al puente—. El guardacostas nos manda una chalupa, capitán.
Hornblower hacía lo posible por aparentar indiferencia. Se repetía que teniendo el velero más veloz y bien armado que navegaba por aquella parte de la costa del Pacífico, no debía temer nada. Ya estaba equipado y dispuesto a dar la vuelta a medio mundo, aunque tuviera que enfrentarse a una fragata de cincuenta cañones. La vista del guardacostas no tenía que haberle causado ninguna clase de aprensión… Sin embargo, lo hacía.
Los minutos parecían interminables mientras observaba a la chalupa que se acercaba a ellos, balanceándose sobre las olas. Al principio no fue más que una manchita negra, que aparecía y desaparecía; más tarde se vio el acompasado movimiento de los remos reluciendo al sol, que ya estaba casi en el cénit; luego se dibujaron éstos claramente; la barca parecía un gran escarabajo negro que reptase sobre las aguas. Finalmente estuvo a tiro de fusil y, pocos minutos más tarde, el mismo oficial español, siempre lujosamente vestido, subía por tercera vez a bordo de la Lydia y cambiaba un saludo con Hornblower.
No se cuidó ni de ocultar su curiosidad ni de disimular su admiración ante lo que estaba viendo. Contempló cómo el palo provisional había desaparecido para dejar lugar a uno nuevo, hermoso y bien plantado, lo mismo que si acabase de salir del astillero. Veía que los boquetes de las balas habían sido taponados por manos expertas; tampoco se le ocultó que ya no se oía ruido de las bombas de achique y que, en fin, en los seis días que habían transcurrido desde la última vez que visitó la fragata, había sido reparada de sus averías por completo, y eso —él lo podía asegurar con conocimiento de causa— se había hecho sin recibir ayuda por parte de los de la costa, en ningún puerto ni rada conocidos, a menos que fuese en un lugar completamente desierto.
—Capitán, me sorprende mucho hallarle aún por aquí —empezó a decir.
—Para mí es un placer y una sorpresa —replicó Hornblower con perfecta cortesía.
—También para mí es un placer —se apresuró a añadir el español—, pero me figuraba que a estas horas ya debía de estar muy lejos, camino de su patria…
—En efecto, voy de camino hacia ella —dijo Hornblower, conciliador—. Pero, como puede ver vuestra merced, no he andado mucho. Sin embargo, habrá notado que he procurado hacer las reparaciones necesarias y en adelante ya nada me detendrá; mi intención es encaminarme inmediatamente a Inglaterra… A menos, caballero, que algún acontecimiento haga aconsejable que yo permanezca en estos mares, por la causa común de nuestros respectivos países.
Hornblower había pronunciado estas últimas palabras no sin cierto temor, y ya estaba pensando qué excusa podría dar, si se aceptaba su ofrecimiento, para eximirse de cumplirlo. Pero la contestación del español le tranquilizó enseguida.
—Gracias, capitán; pero no es necesario aprovechar su generoso ofrecimiento. Los dominios de su católica majestad saben protegerse solos, y estoy seguro que su majestad británica verá con satisfacción el regreso a la patria de uno de los más valerosos navíos defensores de su causa.
Después de aquel intercambio de cumplidos, los dos capitanes se hicieron mutuamente una profunda reverencia, antes de que el español volviese a reanudar su discurso.
—Estaba pensando, capitán, que tal vez quisiese vuestra merced hacerme el gran honor de visitar mi bajel, aprovechando la ocasión que le da este momento de calma del viento. Querría enseñar a vuestra excelencia una cosa que, además de tener cierto interés, le demostrará que podemos prescindir de la ayuda que tan cortésmente nos ofrece.
—¿De qué se trata? —preguntó Hornblower, desconfiado.
El español sonrió.
—Sería para mí un gran placer si pudiese mostrárselo como una sorpresa. Le ruego que no pregunte más…
Automáticamente, la mirada de Hornblower inspeccionó el horizonte. Luego clavó los ojos en la cara de su interlocutor. Éste no era un loco, y sólo un demente podía tramar una traición, estando a tiro de una fragata capaz de hundirle su cascarón con una sola andanada. Y aunque estuviese tan loco como la mayoría de los españoles, no podía llegar a estarlo hasta el punto de emplear la violencia con un capitán británico. Además, por encima de todas estas consideraciones, a Hornblower no le disgustaba la idea de ver qué cara ponían sus oficiales cuando les anunciara que iba a bordo del guardacostas.
—Gracias, caballero —le dijo—. Me satisfará acompañaros.
El español se inclinó de nuevo y Hornblower se volvió a su segundo.
—Señor Bush, voy a subir al guardacostas. Estaré allí poco tiempo. Mande enseguida el cúter para que me recoja.
Hornblower se divertía al ver cómo Bush intentaba inútilmente disimular su consternación.
—Sí, señor… —Abrió la boca y la cerró enseguida. Hubiese querido protestar, pero no se atrevió, y repitió en voz baja—: Sí, señor.
En la chalupa, y mientras se dirigían hacia el guardacostas, el español se mostró como la cortesía personificada. Habló cortésmente del tiempo. Aludió a las últimas noticias llegadas de España. Ya se sabía con certeza que un ejército francés se había rendido a los españoles en Andalucía, y que los ejércitos españoles e ingleses se habían unido para marchar contra Francia. Describió los estragos que estaba haciendo por allí cerca la fiebre amarilla…, y, entre tanto, conseguía no soltar una palabra que pudiese dar el más ligero indicio sobre la clase de sorpresa que esperaba a Hornblower a bordo del guardacostas.
Ambos capitanes fueron recibidos con el acostumbrado ceremonial español. Hubo mucha agitación y gran profusión de reverencias; dos trompetas y dos tambores tocaron una marcha horriblemente desafinada.
—Todo lo que hay aquí, capitán, está a su disposición —dijo el español con castellana generosidad, y sin ver en la frase que añadió ninguna incongruencia—. ¿Desea algún refresco? ¿Una taza de chocolate?
—Muchas gracias —dijo Hornblower. No consentiría en menguar su dignidad preguntando por la sorpresa que su huésped le reservaba. Podía esperar… sobre todo ahora, que ya veía el cúter a medio camino en dirección del bergantín.
El español no tenía ninguna prisa. Era evidente que de antemano disfrutaba al pensar en el asombro que iba a sentir el inglés y que no podría ocultar. Señaló algunas particularidades del aparejo del guardacostas. Reunió a sus oficiales, para presentárselos a Hornblower. Habló de los defectos de su tripulación, casi toda ella compuesta por indígenas, como la del Natividad. Pero, a la larga, acabó triunfando Hornblower. El español ya estaba cansado de esperar una pregunta.
—¿Querría acompañarme por este lado, caballero? —le dijo, y se dirigió hacia el castillo de proa.
Allí, amarrado por la cintura a una viga, con los puños y los tobillos cargados de cadenas estaba el Supremo. Tenía las ropas destrozadas, iba medio desnudo casi; yacía en medio de sus propias inmundicias y el pelo enmarañado le caía sobre la cara.
—Creo que ya tuvisteis el placer de ser presentado a su excelencia don Julián María de Jesús de Alvarado y Moctezuma —le dijo el capitán español a Hornblower—. El que ostentaba el título de Supremo.
Éste no pareció desconcertarse por el escarnio.
—En efecto, ya me fue presentado el capitán Hornblower —dijo con altivez—. Ha trabajado mucho y abnegadamente por mí. Espero que goce vuestra merced de buena salud, capitán.
A pesar de los andrajos, las cadenas y la suciedad que le rodeaba, el Supremo se comportaba con la misma cuidadosa dignidad que Hornblower aún recordaba perfectamente, a pesar de las semanas transcurridas desde entonces.
—Yo también estoy todo lo bien que uno puede desear en este mundo —prosiguió diciendo—. Y es para mí un perpetuo manantial de placer constatar que mis asuntos van viento en popa.
En aquel momento compareció un criado negro, llevando una bandeja con chocolate, seguido por otro con un par de escabeles. Invitado por su anfitrión, Hornblower se sentó y se alegró de poderlo hacer, pues de pronto sentía que se le aflojaban las piernas. El chocolate no le apetecía. El capitán español lo sorbía ruidosamente; el Supremo lo miraba y chasqueó ligeramente los labios, que se le humedecieron; brillaron sus ojos y tendió la mano… Un instante después volvía a recuperar su calma y su indiferencia.
—Espero que el chocolate sea de vuestro gusto, señores míos —les dijo—. He mandado hacerlo expresamente para vuestras mercedes. En cuanto a mí… Mi apetito por el chocolate hace tiempo que desapareció.
—Mejor —replicó el español. Y riendo ruidosamente, acabó de beber el suyo, chasqueando los labios.
Sin hacerle caso, el Supremo se había vuelto hacia Hornblower.
—Me ve encadenado —le dijo—. Realmente, es un capricho extraño que yo y mis siervos hemos tenido. Pero, ¿no le parece a usted también que las cadenas realzan mi figura?
—Sí…, sí, señor —balbuceó Hornblower.
—Estamos en camino hacia Panamá, donde yo subiré al trono del mundo. Hablan de una ejecución. Estos bribones dicen que hay un patíbulo esperando en las murallas de la ciudadela. Será la tarima de mi trono de oro. ¡Será de oro con estrellas de diamantes y una gran luna de turquesas! ¡Y, desde aquella altura, yo promulgaré mis decretos al universo!
El capitán español se desternillaba de risa. Pero el Supremo permanecía imperturbablemente digno, palpándose las cadenas mientras el sol caía implacablemente sobre sus hirsutos cabellos.
—Toda esta satisfacción no durará mucho —le dijo el español a Hornblower, poniéndose una mano a guisa de pantalla en la boca—. Ya veo cómo llega el cambio… ¡Ahora, ahora tendrá ocasión de verlo de diferente humor!
—El sol, cada día es más luminoso —decía el Supremo—. Es magnífico y terrible, como yo. Puede matar, matar, matar, como ha matado a los hombres que yo exponía a sus rayos… ¿Cuándo fue? Y Moctezuma ha muerto, y también toda su casta; sólo quedo yo. También murió Hernández, pero no fue el sol quien lo mató. Lo ahorcaron, mientras manaba la sangre de sus heridas. Lo ahorcaron en San Salvador, en mi ciudad, y con la cuerda al cuello aún invocaba el nombre del Supremo. Han ahorcado a mucha gente, lo mismo hombres que mujeres. ¡A todos los han ahorcado en San Salvador! Sólo el Supremo permanece gobernando sobre su trono dorado. ¡Su trono! ¡Su trono!
Entonces, el Supremo echó a su alrededor una mirada atónita. Una chispa de conocimiento apareció en su rostro enflaquecido, mientras sacudía las cadenas. Las miró, asombrado.
—¡Cadenas! ¡Esto son cadenas!
Se puso a gritar y a dar alaridos. Una risa estúpida le deformó las facciones. Luego lloró desesperadamente, mientras salía de su boca un alud de maldiciones y mordía las cadenas, revolcándose sobre el suelo del puente. Su voz era ya inarticulada, babeaba y se retorcía espantosamente.
—Es curioso, ¿verdad? —dijo el español—. A veces se revuelca y se queda gritando de ese modo durante veinticuatro horas seguidas sin parar.
—¡Bah! —dijo Hornblower poniéndose en pie; y el escabel cayó a su espalda con un golpe seco. Estaba a punto de vomitar. El español vio su rostro pálido y sus labios temblorosos, y se mostró divertido, sin intentar ocultar sus sentimientos.
Pero la protesta que nacía en el interior de Hornblower se quedó sin pronunciar. Su innata prudencia le decía que era lógico que hallándose a bordo de un barco tan pequeño, fuese necesario retener encadenado a un loco en la cubierta; y su conciencia le hacía recordar las torturas que el Supremo infligía a sus víctimas. Aquella costumbre española de mezclar exhibicionismo, locura y grandeza le producía náuseas; pero, si hemos de ser sinceros, tampoco en la historia de Inglaterra faltaban detalles semejantes. ¿Acaso no se vio a uno de los más grandes prosistas del idioma inglés, que además era un alto dignatario de la Iglesia, delirar por los honores que consideraba que se le debían? Podía argumentar por ahí.
—¿Le ahorcarán a pesar de estar loco? —preguntó Hornblower al capitán español—. ¿Sin darle ocasión a que se reconcilie con Dios?
El español se encogió de hombros.
—Locos o cuerdos, los rebeldes deben ser ahorcados. Vuecencia debe de saberlo tan bien como yo.
En efecto; Hornblower lo sabía. Y comprobarlo le dejaba sin argumentos a que apelar; no vio otra salida que la de murmurar algunas palabras incoherentes, mientras interiormente se despreciaba a sí mismo. Perdida la dignidad a sus propios ojos, no le quedaba otro recurso que intentar salvar de ella algún jirón ante su prójimo. Reconociendo la inconsistencia de su argumento, se sobrepuso.
—Le agradezco, caballero, que me haya proporcionado la ocasión de asistir a un espectáculo tan interesante. Pero veo que ya es hora de despedirme. Me parece que pronto se pondrá a soplar el viento y me gustaría aprovecharlo…
Erguido y con tranquila dignidad, bajó a su lancha y se sentó en la popa, junto al timón. Todavía se vio obligado a hacer un esfuerzo para dar la orden de remar; y, ya en marcha, mientras sus marineros les conducían a la Lydia, permaneció triste y taciturno. Bush, Gerard y lady Bárbara se le quedaron mirando apenas puso el pie en cubierta. No parecía sino que llevase la muerte escrita en el rostro. Sin ver ni oír nada de lo que le rodeaba, corrió a su camarote a esconder su propia emoción. Con la cara oculta en su litera, prorrumpió en sollozos durante unos segundos, hasta que pudo reponerse y empezó a acusarse de imbécil y de débil. Pero fueron necesarios varios días para que su rostro perdiese la expresión de desamparo mortal, y durante aquellos días prefirió la soledad de su cabina, sintiéndose incapaz de unirse a la compañía de los del puente, cuya alegre charla le llegaba por la escotilla. Para él era una prueba más de su estupidez y debilidad haberse dejado conmover por la visión de un loco criminal que iba a recibir su merecido castigo.