CAPÍTULO 20

Poco a poco, y sin dejar de hacer agua en la bodega, la Lydia fue penetrando en la bahía. La precedía el cúter, con Rayner, que medía cuidadosamente el fondo, en tanto que con un poco de viento por la popa y unos tercios de velas desplegados la fragata iba avanzando por el tortuoso canal, entre los promontorios que se elevaban a ambos lados de él. Aquellos que se erguían a la entrada eran escarpados acantilados y uno de ellos sobresalía ligeramente sobre el otro en altura, por lo que solamente un ojo aguzado por la necesidad y cuyas recientes desdichas habían proporcionado la ocasión de estudiar la típica formación rocosa de aquella costa podía adivinar que tras ellos se escondía una extensión acuática.

Hornblower separó sus ojos de la ruta, mientras la Lydia daba la vuelta a uno de los promontorios para examinar la bahía que se abría ante ella. Estaba rodeada de montañas, pero en el punto más lejano las orillas que bajaban hasta el mar parecían menos abruptas, y al borde, al pie del vivo verdor que recubría las vertientes, había un fulgor de arena dorada que señalaba justamente el lugar donde Hornblower hallaría el fondo que andaba buscando. Allí, con toda seguridad, encontraría una playa libre de escollos.

—Éste me parece un lugar apropiado —le dijo a Bush.

—Sí, señor. Parece hecho a propósito para nosotros.

—Entonces, pueden echar el ancla. Nos pondremos inmediatamente al trabajo.

El calor era atroz en aquella pequeña bahía de la isla de Coiba. Los altos montes circundantes la protegían de los vientos, pero, a la vez, hacían de espejos, reverberando calor en sus aguas. Mientras las cadenas chirriaban a través de los escobenes, Hornblower se sentía arder. Sin haberse movido del alcázar estaba empapado en sudor. Hubiese deseado tomar un baño y descansar hasta la tarde, pero no podía permitirse semejante lujo. Era, como siempre, de importancia vital ahorrar tiempo. A toda costa era necesario fortificar la posición, antes de que los españoles pudiesen descubrir el escondrijo.

—Botad el cúter.

En tierra, el calor era aún más fuerte que a bordo. Hornblower se hizo transportar en el cúter hasta la arenosa playa, midiendo el fondo de aquel rincón de mar y examinando la tierra que salía adherida al pedazo de sebo que, con ese fin, habían puesto a la sonda. Era arena, sin ningún género de duda; allí podría sacar a la Lydia hasta la playa. En la selva, donde fue a parar, no corría ni un soplo de aire, ni tampoco se descubría el más mínimo rastro de vida humana a juzgar por la falta absoluta de caminos o senderos entre la espesa vegetación. Los árboles gigantescos, las plantas trepadoras y parásitas, se amontonaban unas sobre otras, en una lucha feroz y silenciosa por la existencia. Pájaros exóticos que daban gritos extraños revoloteaban entre la penumbra del follaje, y acres efluvios de materias en descomposición molestaban el olfato de Hornblower. Seguido por una escolta que sudaba lo mismo que él y llevaba los mosquetes en la mano, se iba abriendo paso a través de la selva virgen. Salió a un lugar despejado, donde el sol cegador caía de plano sobre la roca, demasiado abrupta para que en ella pudiese prender ninguna clase de vegetación; se hallaba a la entrada de la bahía. Extenuado y chorreando sudor, subió por el empinado saliente. La Lydia se mecía perezosamente en las azules y límpidas aguas de la bahía. Por la parte opuesta, con torvo aspecto, el alto promontorio parecía haber sido puesto allí como un guardián. Hornblower estudió con el anteojo sus altísimas paredes. Después volvió a bordo, para incitar a los hombres a una frenética actividad.

Antes de poder sacar a la Lydia hasta la playa, antes de que el carpintero y sus ayudantes pudiesen empezar a carenar la nave, era indispensable aligerarla.

Y antes que nada, mucho antes de que estuviese acostada sobre la playa indefensa e inerte, era necesario fortificar la bahía contra cualquier posible agresión. Entonces se pusieron al trabajo las poleas y bajaron desde la cubierta principal los cañones de dieciocho libras, gruesas piezas que pesaban sus buenas dos toneladas cada una. Con muchas precauciones, y estudiando cuidadosamente el equilibrio, el cúter era capaz de transportar uno de aquellos monstruos. Uno tras otro los fueron llevando al promontorio, donde Rayner y Gerard, con sus escuadras respectivas, estaban preparando las plataformas. Otros hombres se hallaban trabajando en la apertura de rudimentarios senderos a través de los flancos de los promontorios, y, apenas fue posible, los artilleros se pusieron a remolcar los cañones con cables y cabrestantes, hasta conseguir colocarlos en el lugar que se les destinaba. Otros hombres se encargaron de llevar la pólvora y los proyectiles, y, por último, los víveres y el agua para la improvisada guarnición. Después de treinta y seis horas de un trabajo que se desarrolló con la precisión de maquinaria de relojería, la Lydia se había aligerado de un peso de cien toneladas, y el acceso a la bahía estaba guardado de tal manera que cualquier nave que hubiese querido penetrar en ella sin permiso se habría visto obligada a desafiar el fuego de veinte cañones.

Entre tanto, otro grupo de hombres había trabajado furiosamente en la playa y sus contornos. Habían arrasado un pedazo de bosque y con los troncos obtenidos se había construido a toda prisa un parapeto de defensa. Dentro del primitivo fuerte obtenido por ese medio se habían colocado los barriles de buey en salmuera y los sacos de harina, las antenas y las vergas, los mosquetes, las municiones y los barriles de pólvora. La Lydia ya no era más que un casco vacío, que bailaba sobre las olas pacíficas de la bahía. Los hombres tendieron unas lonas para protegerse de los frecuentes aguaceros tropicales y construyeron cabañas de madera para sus oficiales y para las mujeres.

Aquella orden dada directamente por Hornblower fue la única alusión que se hizo a la presencia de las dos mujeres en la isla. El trabajo agobiante y las responsabilidades que pesaban sobre sus hombros no le dejaban tiempo ni para entretenerse con lady Bárbara. El estaba muerto de cansancio y el calor le agotaba, pero la necesidad de acabar pronto le espoleaba sin piedad y se entregaba en cuerpo y alma al trabajo. Los días transcurrían volando, como en una pesadilla de fatiga, y los pocos minutos que él pasaba al lado de lady Bárbara eran algo semejante a la visión que un hombre que delira tendría de una mujer bellísima.

Hacía trabajar a sus hombres desde el primer resplandor del alba hasta el último fulgor del crepúsculo, forzándoles a extenuarse bajo el calor enervante hasta que sacudían la cabeza, entre doloridos y asombrados. Ninguno se hubiese atrevido a negarse a realizar el esfuerzo que él les exigía; eso no podía suceder entre marineros británicos dirigidos por un hombre que tan poco se cuidaba de su propio descanso. Además, todos revelaban poseer una de las características del marinero, a saber, la de trabajar con tanto más ardor y empeño cuanto más insólitas y arduas sean las condiciones en que se halle: dormir sobre la arena, en lugar de las hamacas, mucho más cómodas; sentir bajo los pies la tierra firme, en lugar del entablado de las cubiertas; hallarse prisioneros de una selva, en lugar de ir al encuentro de lejanos horizontes. Todas estas novedades estimulaban a los hombres y les daban un sentimiento de euforia.

Las luciérnagas, que de noche brillaban en la selva; las frutas raras, que los prisioneros del Natividad habían sabido encontrar para ellos; los mismos mosquitos, que acabaron por ser una plaga, eran otras tantas distracciones que los aliviaban. Y de la roca cercana a una de las baterías de defensa fluía un límpido manantial, lo que les permitía, por una vez en la vida, tener toda el agua fresca que quisieran, cosa que para unos hombres acostumbrados a ver el agua custodiada por un centinela resultaba un lujo inaudito.

Pronto, sobre la arenosa playa y lo más alejados posible de los barriles de pólvora cubiertos de lonas y con guardias, se encendieron algunos fuegos sobre los cuales se fundía la brea, sacada de la reserva que custodiaba el contramaestre. Durante aquellos días no habían tenido los suficientes marineros castigados como para que deshilacharan toda la estopa necesaria, así que parte de la tripulación tuvo que ponerse a deshilachar estopa mientras la Lydia era puesta en dique seco y el carpintero se dedicaba a reparar su fondo. Se cerraron los boquetes abiertos por las balas, se calafatearon y alquitranaron las ranuras del forro exterior, y los forros de cobre que se habían desprendido se reemplazaron por los pocos que la Lydia llevaba en reserva. Durante cuatro días, la pequeña ensenada resonó con el martilleo de los calafates. De las calderas humeantes salía un grato olor de alquitrán que se esparcía sobre las quietas aguas.

Al cabo de ese tiempo, el carpintero se declaró satisfecho y el capitán, después de haber inspeccionado la carena con el mayor cuidado, también lo aprobó con su acostumbrada sobriedad. La Lydia fue colocada sobre la quilla y, siempre con el casco vacío, fue empujada y remolcada dentro de las aguas de la bahía hasta el pie de uno de los promontorios, en donde habían colocado una batería; allí, el acantilado caía a pico, de modo que le permitía acercarse a él, vacía como estaba. En aquel lugar, el teniente Bush había trabajado en levantar un armazón que se elevaba perpendicularmente a un centenar de pies sobre la nave. Con muchísimo trabajo, y después de varias tentativas fracasadas, se consiguió que la Lydia quedase amarrada de forma que el palo de mesana se hallase exactamente debajo de la plomada que Bush echaba desde lo alto de las grúas. Entonces quitó las cuñas, puso en movimiento las poleas y el muñón del palo fue arrancado lo mismo que una muela enferma.

Aquella primera parte del trabajo era coser y cantar, en comparación con la que venía después. Era preciso izar el nuevo palo de mesana, de setenta y cinco pies de largo, hasta el armazón y hacerlo bajar verticalmente hasta introducirlo en el hueco preciso; si escapaba a las cuerdas que lo sostenían, caería cual una gigantesca lanza desfondando a la fragata y hundiéndola. Cuando el palo estuvo bien vertical fue bajado pulgada a pulgada sobre el agujero, hasta que la gruesa extremidad pudo ser asida por los hombres que esperaban abajo ansiosamente y que la encajaron en el hueco a través del entablado del puente y el sollado hasta la sobrequilla, donde descansó al fin. Ya no quedaba por hacer más que fijarlo y asegurarlo firmemente. Para terminar el trabajo, le pusieron nuevas jarcias y la Lydia se halló con un nuevo palo de mesana capaz de afrontar las tormentas del cabo de Hornos. Remolcada nuevamente a su primitivo punto de anclaje, la fragata ya podía ser cargada otra vez con los barriles de carne y de agua y con todas las baterías, menos las que estaban de guardia en el promontorio. Lastrada y asentada ya sobre su quilla, se hallaba dispuesta de nuevo para ser aparejada. Todos los cables fueron revisados y colocados nuevamente, y asimismo las vergas puestas en su lugar correspondiente. Fueron sustituidas todas las piezas estropeadas, y de ese modo, poco a poco, volvió a ser un buque perfectamente equipado y tan dispuesto como cuando abandonó el puerto de Portsmouth.

Solamente entonces se concedió Hornblower un poco de descanso y tranquilidad. El capitán de una nave que no es más que un casco vacío y tumbado en una ensenada perdida a merced de todos sus enemigos no puede tener paz ni descanso. En comparación, un hombre que se hallase encerrado por hereje en el fondo de un calabozo de la Inquisición es más feliz. Le rodea una tierra hostil y amenazadora, le tortura la indefensión y el temor de verse obligado a sufrir un asedio ignominioso le mantiene en vela por las noches. Hornblower se sentía como un hombre a quien hubieran levantado la pena de muerte que pesaba sobre él en cuanto se vio en pie sobre el puente de su fragata y dejó vagar la mirada por la elevada obencadura. Ahora ya no desgarraba sus oídos el clan, clan de las bombas de achique, que durante más de quince días le había atormentado, incansable. Hornblower experimentaba una inaudita felicidad, solamente por sentir bajo sus pies el sólido y robusto entablamento de la cubierta, y respiraba con alivio al pensar que podía volverse tranquilamente a Inglaterra, sin tener que andar forjando planes ni proyectos de ataque o de defensa de ninguna especie.

Precisamente en aquellos momentos estaban desmontando una de las baterías colocadas para defender la bahía y, uno tras otro, devolvían los cañones a bordo. Ya tenía de nuevo una fragata preparada para maniobrar una batería cargada con metralla, y podía reírse de todos los españoles que recorrieran el Pacífico. Él se sentía como un rey. Al darse la vuelta se halló frente a lady Bárbara, y le dirigió una sonrisa radiante.

—Buenos días, señora —le dijo—. Espero que haya encontrado el camarote en tan buen estado como al principio.

Lady Bárbara sonrió a su vez. A decir verdad, casi se echó a reír, tan gracioso le pareció el contraste entre aquel saludo y las adustas miradas con que él la había regalado los últimos once días.

—Gracias, capitán —le contestó ella—. Está divinamente. Hay que reconocer que sus hombres han hecho milagros. ¡Un trabajo tan enorme en tan poquísimo tiempo!

Con un gesto casi instintivo él le había cogido las dos manos y las retuvo, sonriente, con la cara descubierta bajo el sol. A lady Bárbara le pareció que le hubiera bastado decir una sola palabra para que él se pusiera a bailar de contento.

—Estaremos en alta mar antes de que oscurezca —dijo él, extasiado.

Ella no podía mostrarse severa con él, como tampoco hubiese podido estarlo con un niño, y conocía bastante los hombres y las cosas de este mundo para no guardarle ningún rencor por sus malos humores. A decir verdad, casi la conmovía un poco en aquel instante.

—Es usted un perfecto marino, capitán —dijo ella de repente—. Dudo mucho que haya ningún otro al servicio de su majestad que supiese mostrarse tan valeroso y competente como usted en estas circunstancias.

—Me siento muy complacido de que lo crea así, señora —le contestó él, pero ya se había roto el encanto.

Aquellas palabras le recordaron sus deberes y su condenado amor propio volvía a pesar sobre sus hombros como si fuese una capa de plomo. Con un gesto de incomodidad soltó las manos de lady Bárbara y una sombra de vergüenza se difuminó en sus mejillas requemadas.

—No he hecho más que cumplir con mi deber —añadió, mirando a otro lado.

—Muchos hombres son capaces de hacerlo, pero muy pocos saben hacerlo bien —dijo lady Bárbara—. Nuestro país le debe mucho… y confío sinceramente en que Inglaterra sabrá reconocer su deuda.

Esta última frase suscitó en Hornblower una asociación de ideas que a menudo le habían asaltado. Inglaterra sólo recordaría que el combate entre la Lydia y el Natividad no era necesario, pues un capitán más listo o más afortunado hubiese conocido a tiempo la nueva alianza entre España e Inglaterra, antes de entregar, como él había hecho, el Natividad a aquella banda de rebeldes; podía, pues, haberse ahorrado las fatigas, las pérdidas y los tropiezos que se derivaron de ello. Un combate naval con un centenar de bajas podía ser glorioso, pero un combate inútil, con esa cantidad de bajas, resultaba un desastre. Nadie querría recordar que había obrado cumpliendo escrupulosamente las órdenes recibidas. El capitán Hornblower sería censurado por sus propios méritos… Y se sintió nuevamente amargado.

—Perdóneme, señora —murmuró él, y, alejándose, se dirigió hacia la popa para gruñir a los hombres empleados en izar un pesado mortero del dieciocho que había traído la lancha.

Mirando como se alejaba, lady Bárbara meneó la cabeza.

—Vaya por Dios —murmuró para sí—. Por un momento casi se ha convertido en un ser humano.

En aquella forzada soledad, lady Bárbara se iba acostumbrando a hablarse a sí misma, como si fuese la única habitante de una isla desierta. Se contuvo, apenas se hubo dado cuenta de ello, y descendió a su camarote, donde le echó una reprimenda a Hebe por alguna equivocación o algún olvido cometido al deshacer el pequeño equipaje que trajeron de la orilla.