CAPÍTULO 19

Otra vez había vuelto la Lydia a navegar a lo largo de la costa de la América Central. La cadena gris de los montes volcánicos, teñidos de color de rosa, con el zócalo de verdes bosques a sus pies, se extendía de nuevo ante sus miradas como una cinta. El cielo era azul, lo mismo que el mar; los peces voladores cortaban su superficie dejando tras su paso una brillante estela. Pero en las entrañas de la nave había, día y noche, veinte hombres se afanaban en las bombas para arrojar el agua que amenazaba echarla a pique, y toda la tripulación que aún conservaba intactas sus extremidades trabajaba incansablemente de la mañana a la noche en la reparación de las averías.

En la quincena que pasó antes de que la Lydia consiguiese doblar el Cabo Mala se redujo mucho la lista de los heridos. Por entonces, muchos ya estaban en franca convalecencia; los siete meses de rudo trabajo en el mar les había fortificado tanto que algunas heridas, que para otros hombres menos duros hubieran sido mortales, para ellos eran poco menos que inocuas. Por otro lado, la gangrena, la truculenta Némesis que esperaba en aquellos tiempos a los heridos, pues no se conocía ninguna clase de asepsia, cada día ocasionaba nuevas víctimas. Cada día sobre la cubierta tenía lugar la misma fúnebre ceremonia, y las azules ondas del Pacífico acogían en su seno a tres o cuatro cuerpos envueltos en las hamacas.

De aquel modo murió el pobre Galbraith. Había podido sobrevivir a la conmoción de sus heridas y a las torturas a que lo sometió Laurie cuando, incitado por lady Bárbara, se metió con el bisturí y la sierra a cortar el sanguinolento montón de carnes y huesos rotos a que habían quedado reducidas las piernas del muchacho. Al principio, descolorido y debilitado en su litera, parecía que iba mejorando de tal modo que Laurie andaba por allí alabándose de su habilidad de cirujano, de los buenos muñones que había hecho y de la precisión con que supo ligar las arterias. Y luego, de pronto, se revelaron los síntomas fatales; tras cinco días de un delirio providencial, que había disminuido sus sufrimientos, Galbraith expiró.

Los acontecimientos de aquellos días contribuyeron mucho al acercamiento de lady Bárbara y Hornblower. Lady Bárbara luchó desesperadamente para conservar la vida a Galbraith; lo hizo sin ahorrarse ninguna fatiga y, aparentemente, sin ninguna clase de emoción, como si estuviese cumpliendo un deber del que no podía eximirse. Hornblower hubiese creído siempre que era así si no la hubiese sorprendido en un instante en que Galbraith, en su delirio, le apretaba las manos con la ilusión de estar hablando con su propia madre. El joven moribundo hablaba en su dialecto escocés, en el que se expresaba en cuanto empezaba a delirar; estrechaba las manos de ella y casi la retenía a la fuerza, y ella, con serenas palabras de consuelo, intentaba calmarlo. Tan sosegada era su voz y tan tranquilo su continente que Hornblower, una vez más, se habría engañado si no hubiese visto la expresión atormentada que tenía su rostro.

Nunca hubiese creído Hornblower que pudiese llegar a sentir tanto la muerte de Galbraith. Se había acostumbrado a considerarse a sí mismo como un hombre despojado de toda flaqueza humana y dispuesto a aprovecharse de los esfuerzos de los demás. Por eso, se quedó más sorprendido al notar su profunda aflicción. Con voz temblorosa y los ojos nublados por las lágrimas, recitó el oficio de difuntos. El corazón se le encogía ante el pensamiento del estrago que harían los tiburones en aquel pobre cuerpo de Galbraith, bajo las azules aguas del Pacífico. Se dijo que eso era una debilidad por su parte, y quiso persuadirse de que únicamente sentía la pérdida de un valiente y honrado marino; pero no llegó a convencerse a sí mismo.

Para reaccionar, se dedicó al trabajo con más ardor que nunca, incitando a sus hombres a la obra de reconstrucción de la Lydia. Sin embargo, cuando en la mesa o en el puente tropezaba con los ojos de lady Bárbara, sus miradas ya no se cruzaban con la indiferencia de antes. Había entre ambos una inteligencia mutua.

Por lo demás, la veía muy poco. A veces comían juntos a mediodía, siempre acompañados por uno o más oficiales; pero casi todo el día estaba él ocupado en sus tareas y lady Bárbara en la cura de los heridos. Ninguno de los dos tenía tiempo —o por lo menos, no tenía ánimos para derrochar sus energías— para los románticos pasatiempos que las apacibles noches del trópico hubiesen podido favorecer. Y apenas la Lydia entró de nuevo en el golfo de Panamá, a las ordinarias preocupaciones del capitán se unieron otras, de tal modo que le quitaron todo deseo de sentimentalismos.

La isla de las Perlas había aparecido a la vista por la amura de babor, y la Lydia, a toda vela, se dirigía a Panamá, con un día de navegación de ventaja, cuando fue avistado el buque guardacostas, que ya una vez les había llevado noticias de Europa. Al descubrir a la Lydia, cambió de rumbo y se dirigió directamente a su encuentro. Hornblower se mantuvo en su rumbo. Le consolaba la idea de poder entrar cuanto antes en un puerto, aunque éste estuviese poco provisto y además infectado por la fiebre amarilla, como era el de Panamá; pues navegar con la Lydia en aquellas condiciones empezaba a resultar un ímprobo trabajo.

El lugre se puso al pairo a poca distancia y, algunos minutos más tarde, el mismo oficial español, ataviado con su brillante uniforme, subía a bordo de la Lydia con la misma desenvoltura de la otra vez.

—¡Buenos días, capitán! —dijo, haciendo una profundísima reverencia—. Espero que vuestra excelencia esté bien.

—Gracias —contestó Hornblower.

El español dirigía a su alrededor miradas de curiosidad; la Lydia tenía demasiadas señales de las recientes vicisitudes, y la hilera de heridos y convalecientes, colgados en sus hamacas, bastaban para explicar la mitad de la historia. Hornblower vio que el español se ponía en guardia, como si estuviese resuelto a no comprometerse de momento, hasta que no se viese obligado a ello por algún imprevisto.

—Veo que su hermoso buque tiene señales de haber entrado en acción —dijo—. Me figuro que vuestra excelencia tuvo suerte.

—Hemos hundido al Natividad, si es eso lo que usted quiere saber —contestó brutalmente Hornblower.

—¿Que lo ha… hundido, capitán?

—Sí.

—¿Está perdido?

—Sí.

La expresión del español se endureció. Hornblower se inclinó a pensar por un momento que para él era un golpe amargo oír por segunda vez que su barco español había sido vencido por uno inglés con la mitad de su fuerza solamente.

—Ya que es así, capitán, tengo una carta que entregarle. —Y el oficial se llevó la mano al bolsillo interior de la casaca, con un curioso gesto de vacilación. Pensando más tarde en ello, Hornblower se dijo que debió de ser porque llevaba dos cartas en dos sobres diferentes y con un contenido opuesto; una, para el caso en que el Natividad hubiese sido vencida, y la otra para la posibilidad de que aún pudiese hacer daño. La carta que entregó a Hornblower, después de cerciorarse de que no se equivocaba, era muy lacónica, pero de una claridad tal (teniendo en cuenta los adornos retóricos del estilo oficial español) que resultaba un poco brutal. De esto se dio cuenta inmediatamente apenas rompió el sobre y empezó a leer el contenido.

Era una prohibición terminante que le hacía el virrey del Perú, impidiéndole anclar o entrar en ningún puerto de la América española, del virreinato del Perú, del virreinato de Méjico o de la Capitanía General de Nueva Granada.

Hornblower leyó de nuevo el mensaje, y mientras lo hacía, el lúgubre chirrido de las bombas que achicaban el agua y que llevaba el viento a sus oídos subrayaba las preocupaciones que, con más agudeza que nunca, pesaban sobre él. Mientras leía pensaba en su nave estropeada y llena de boquetes, en los heridos y en los enfermos, en la tripulación menguada y las provisiones reducidas, en el Cabo de Hornos, que había que doblar, y en las cuatro mil millas de océano Atlántico que separaban a la Lydia de Inglaterra. Y, además, no era esto todo, pues le venían a la memoria las terminantes órdenes recibidas, es decir, los esfuerzos que debía hacer para conseguir abrir la América española al comercio británico y para echar los primeros cimientos a fin de abrir un canal a través del istmo.

—¿Conoce el contenido de esta carta? —le preguntó al oficial español.

—Naturalmente.

El español parecía altanero, por no decir desvergonzado.

—¿Puede explicarme esta conducta, tan poco hospitalaria, por parte del virrey?

—No me arriesgaré a interpretar las acciones de mi superior, capitán.

—Sin embargo, tienen una urgente necesidad de ser explicadas. No comprendo cómo un hombre civilizado puede abandonar a un aliado que ha luchado por él y que, precisamente por esta razón, se ve precisado a pedir ayuda.

—Nadie le invitó a venir por estos mares, capitán. No se habría visto obligado a luchar si hubiese permanecido en aquellos lugares del mundo que son de la soberanía de vuestro rey. Los mares del sur son propiedad de su majestad Católica, que no tolerará intrusiones.

—Comprendo —replicó Hornblower.

Suponía que esas nuevas órdenes debieron de ser mandadas a América apenas se hubo enterado el gobierno español de que andaba una fragata inglesa por aguas de su soberanía americana. No había extremo al que el gobierno español no fuera capaz de llegar con tal de mantenerla, aunque supusiera ofender a un aliado empeñado en una dura lucha a vida o muerte con el tirano más poderoso de Europa. Para los españoles en Madrid, la presencia de la Lydia en el Pacífico sugería el inicio de una verdadera inundación de mercantes británicos, que secarían por completo el constante flujo de oro y plata del que dependía el gobierno español, y (mucho peor aún) la introducción de la herejía en una parte del mundo que siempre había sido fiel al Papa, a lo largo de los siglos. No importaba que la América hispana fuese pobre, mal gobernada, asolada por las enfermedades, ni que el resto del mundo se sintiese herido por su exclusión en una época en que el sistema continental había arruinado el comercio español.

En un momento de clarividencia, Hornblower vio que el mundo no toleraría un egoísmo semejante y que pronto, entre la aprobación general, la América hispana se sacudiría el yugo español. Más tarde, si ni España ni Nueva Granada abrían aquel canal, alguien lo haría. Iba a decir todo aquello, pero con su innata precaución, se contuvo. Por mal que le tratasen, no ganaba nada provocando un enfrentamiento abierto. Guardándose sus pensamientos para sí obtenía una dulce revancha.

—Muy bien, señor —dijo—. Saludos a su jefe. No me acercaré a ningún puerto español. Por favor, comunique a su excelencia mi gratitud por la cortesía con que he sido tratado, y mi placer ante esta viva muestra de las buenas relaciones que mantienen los gobierno de los que somos afortunados súbditos.

El español le miró con suspicacia, pero Hornblower se mantuvo inexpresivo mientras realizaba una cortés reverencia.

—Y ahora, señor —continuó Hornblower secamente—, debo, lamentándolo mucho, desearle que tenga un buen día y buen viaje. Tengo muchos asuntos que atender.

Resultaba molesto para el español que le despidieran de forma tan brusca, pero no podía objetar nada a las palabras de Hornblower.

Lo único que pudo hacer fue devolverle la reverencia y encaminarse al costado de la nave. Apenas el español se hubo ido en su chalupa, Hornblower se volvió hacia Bush.

—Por favor, señor Bush, mantengámonos al pairo.

La Lydia se balanceaba pesadamente sobre la marejadilla, mientras el capitán reanudaba su interrumpido paseo sobre el puente ante las furtivas miradas de los oficiales y de la marinería, que se aventuraba a hacer suposiciones sobre las malas noticias que podía haber traído aquel último mensaje. Iba el capitán paseando entre las carronadas de un lado y los pernos del otro, y el ruido de las bombas de achique sonaba melancólicamente en el aire pesado y caluroso; cada momento que transcurría le hacía ver que era apremiante tomar una decisión, cualquiera que fuese.

En primer lugar, y antes de poner sobre el tapete el estado de la Lydia, había que pensar en el problema de los víveres y del agua; aquélla era la tarea principal que cualquier capitán debía tener presente. Había llenado la bodega y los barriles de agua seis semanas antes. Pero durante aquel tiempo había perdido a la cuarta parte de la dotación. Calculando por encima y teniendo en cuenta el tiempo que podría invertirse en las reparaciones, habría víveres suficientes para el regreso a Inglaterra, teniendo en cuenta que es menos largo doblar el cabo de Hornos, llegando por el este que yendo hacia el oeste, y que (habiendo desaparecido ya la necesidad de mantener el secreto), si era necesario, siempre podría proveerse de nuevo en Santa Elena, en Sierra Leona o en Gibraltar.

Y esto ya era un alivio. Así, ya podía dedicar toda su atención al buque. Era indispensable reparar las averías. La Lydia no podía contar con resistir las tempestades del cabo de Hornos en las condiciones en que se hallaba, agujereada como un colador y con una arboladura improvisada. Aquel trabajo no podía realizarse en alta mar, y los puertos estaban cerrados para ella. A Hornblower ya no le quedaba más remedio que tomar el partido que piratas y corsarios como Drake, Anson y Dampier tomaron en aquellas mismas aguas. Hallar una bahía apartada y solitaria donde poder carenar su bajel. En el continente no sería fácil encontrarla, puesto que los españoles se habían instalado en todas las bahías navegables. Era necesario descubrir una isla…

Aquella isla de las Perlas, que se vislumbraba allá, a lo lejos, no convenía. Hornblower sabía que estaba habitada y a menudo anclaban en ella algunos navíos de Panamá. Además, el guardacostas seguía estando a la vista y seguramente tendría en cuenta cualquier movimiento que hiciese la Lydia. Hornblower bajó a la cabina de popa y sacó las cartas de marear; enseguida halló en ellas la isla de Coiba, por la que había pasado el día anterior. Los mapas no especificaban nada de ella, excepto su posición, pero no había que dudar; tenían que ir a explorarla antes que a ninguna otra.

Hornblower señaló la ruta y luego subió al puente.

—Señor Bush, por favor, viremos de bordo.