Fue el sol el que despertó a Hornblower. El sol se levantaba en el horizonte y mandaba sus rayos directamente a los ojos del capitán. El se movió, haciendo guiños, y durante unos minutos, igual que un niño, intentó hacerse sombra con la mano y volver a coger el sueño. No sabía dónde estaba, ni le importaba. Luego, empezó a recordar los acontecimientos del día anterior. Entonces reaccionó contra la pereza y probó a despertar del todo. Cosa rara, recordaba las varias fases de la lucha, pero no conseguía recordar el hundimiento del Natividad. Solamente cuando lo recordó todo se dio cuenta de que estaba completamente despierto.
Se levantó y estiró los doloridos miembros, aún lacerados por las pasadas fatigas. Bush estaba en el timón con la cara terrosa y llena de arrugas; a la luz del sol, aparecía singularmente envejecido desde el día anterior. Hornblower contestó con una inclinación de cabeza al respetuoso saludo de aquél. Bush llevaba el tricornio sobre la sucia venda que le tocaba la frente. Hornblower le hubiese dirigido la palabra si su atención no se hubiese visto reclamada hacia otra parte al observar el aspecto de la nave y las cosas que le rodeaban.
Soplaba una ligera brisa, que debió de empezar durante la noche, y que la Lydia supo aprovechar para seguir su camino navegando de bolina. Un rápido vistazo reveló a Hornblower innumerables destrozos en aparejos fijos y móviles; el improvisado palo de mesana parecía haber resistido, pero no había una sola vela que, por lo menos, no tuviese un agujero; algunas estaban hechas una criba. Eso daba a todo el buque un aspecto de abandono y descuido. El primer trabajo de aquel día habría de consistir en colocar velas nuevas; en cuanto al aparejo, podía esperar.
Solamente después de haber inspeccionado con sus expertos ojos el tiempo, la ruta y las velas, Hornblower pasó a hacer lo mismo con los puentes. Desde la popa llegaba el acostumbrado chirrido de las bombas, y el agua clara y limpia que salía de ellas era un seguro indicio de que la nave hacía tanta que a duras penas era posible arrojarla fuera.
A lo largo de la pasarela, a sotavento, se extendía una larga hilera de cadáveres, cada uno en su hamaca. Tan interminable le pareció a Hornblower que dio un paso atrás y tuvo que apelar a toda su fuerza de voluntad para poder contarlos. Llegó a contar veinticuatro; el día anterior se habían arrojado catorce al mar. Algunos de aquellos muertos tal vez fuesen los heridos graves del día anterior; seguramente era así. Pero treinta y ocho muertos significaban setenta heridos, por lo menos, que se amontonaban bajo la cubierta. Resultaba que más de un tercio de la dotación de la Lydia se había perdido o estaba fuera de combate. ¿Quiénes serían aquellos muertos?, se preguntó Hornblower. ¿A quién pertenecían aquellas caras deformadas y contraídas en un último espasmo, que las hamacas ocultaban?
Sobre el puente había más muertos que vivos. Parecía que a los vivos los había mandado Bush bajo cubierta, excepto a una docena, que estaban en el aparejo y en el timón. Cosa inteligente por su parte, ya que todos, más o menos, debían de estar extenuados después del sobrehumano esfuerzo realizado la víspera, y mientras los agujeros no pudiesen taparse, uno de cada siete debía ser empleado en el manejo de las bombas de achique. Hornblower no tardó en descubrir al resto de los hombres de la tripulación, durmiendo, tumbados bajo las pasarelas y sobre la cubierta. Alguno aún tuvo fuerzas para suspender su hamaca… en el supuesto de que la suya hubiese salido indemne de la batalla. Pero la mayoría se había dejado caer allí donde se hallaba. Era un amontonamiento de cuerpos, en el que se servían de almohada los unos a los otros, a menos que apoyaran la cabeza en objetos menos cómodos, como los pernos y los ejes posteriores de los cañones.
Además de los muertos, tapados piadosamente, y de las sucias manchas oscuras que seguían sobre las tablas de la cubierta, existían otras señales de la batalla que había tenido lugar. Por todas partes se veían cuerdas, maderas rotas, astillas clavadas y boquetes de los proyectiles en los costados tapados con un pedazo de lona. Los batiportes estaban ennegrecidos por la pólvora; de uno de ellos sobresalía un proyectil del dieciocho clavado a medias en la dura madera de roble.
Pero, por otra parte, se había realizado una enorme labor; desde cubrir piadosamente a los muertos hasta amarrar nuevamente los cañones y asegurar las culatas. Si no fuese por el cansancio de los hombres, la Lydia parecía preparada para sostener una nueva batalla en cualquier instante. Que todo eso hubiese sido realizado mientras él estaba durmiendo a pierna suelta en un sillón, causaba a Hornblower una cierta vergüenza. Pero aunque alabar el trabajo del primer oficial suponía admitir su propia falta, comprendió que debía dejar a un lado cualquier resquemor y mostrarse generoso.
—¡Bien, muy bien, señor Bush! —exclamó yendo a su encuentro, aunque su timidez congénita, unida al sentimiento de su falta, hiciese menos sincero que nunca el elogio que había preparado—. No solamente estoy asombrado sino, además, muy satisfecho del trabajo que ha realizado.
—Capitán, hoy es domingo —contestó Bush con sencillez.
Así era, en efecto. El domingo era día de inspección; el capitán examinaba el buque de arriba abajo, mirándolo todo, para comprobar si el primer oficial cumplía con su obligación manteniéndolo en perfectas condiciones. El domingo el buque debía estar limpio y arreglado y todos los hombres alineados, vestidos con sus mejores galas. Se celebraba el servicio divino y se leía el código militar. En resumen, el domingo era el día en que se ponía en evidencia la habilidad profesional de todos los primeros oficiales de la Real Marina británica.
Hornblower no supo reprimir una sonrisa ante aquella ingenua explicación.
—Sea domingo o no se ha portado usted magníficamente, señor Bush.
—Gracias, señor.
—Y no olvidaré consignarlo en mi informe al Almirantazgo.
—Sé que no lo olvidará, señor.
El fatigado rostro de Bush se iluminó de contento. Generalmente, una afortunada acción naval era recompensada mediante la promoción a comandante del primer oficial, y para un hombre como Bush, falto de familia y de afectos, el único fin de su vida, su única ilusión se cifraba en aquel acontecímiento de importancia vital. Pero un capitán, deseoso de hacer resaltar su propio valer, podía presentar un informe de tal manera que pareciese que había obtenido la victoria sin ningún mérito ni ayuda por parte de su primer oficial. Y tales casos eran frecuentísimos.
—Se hablará mucho de esto en Inglaterra en cuanto lo sepan —dijo Hornblower.
—Estoy seguro, capitán. No sucede todos los días que una fragata hunda a un buque de línea.
Calificar al Natividad de buque de línea era hacerle demasiado honor. Sesenta años atrás, cuando fue botado, podía ser digno de figurar en línea, pero desde entonces los tiempos habían cambiado. Y aun así la Lydia había realizado una gran hazaña. Solamente ahora empezaba Hornblower a comprender su valor, y su moral se reanimaba con ello. Pero también existía otro criterio por el cual juzgaba el Almirantazgo los méritos de los oficiales de marina, y Hornblower no lo ignoraba.
—¿Cuántas son las bajas? —dijo Hornblower con rudeza brutal, expresando en voz alta sus pensamientos, a la par que los de Bush. Sentía que era su deber disimular con aquel cinismo cualquier rastro de emoción.
—Treinta y ocho muertos, capitán —empezó a contar Bush, sacando del bolsillo un papel sucio—. Setenta y cinco heridos. Cuatro desaparecidos. Éstos son Harper, Dawson, North y Chump, el negro. No se pudieron encontrar cuando se hundió la barca. Clay cayó el primer día…
Hornblower asintió. Recordaba el decapitado cuerpo de Clay abandonado en el alcázar.
—… y John Summers, oficial de derrota. Henry Vincent y James Clifton, segundos contramaestres, muertos ayer. Donald Scott Galbraith, tercer teniente; teniente Samuel Simmonds, de los infantes de marina; guardiamarina Howard Savage, y cuatro suboficiales, heridos ayer.
—¿Galbraith? —La noticia le impedía reflexionar.
Había habido capitanes recompensados con el título de baronet por haber tenido ochenta bajas entre muertos y heridos; ¿cuál sería la recompensa por un total de ciento diecisiete bajas?
—Está mal herido, capitán. Tiene las piernas destrozadas por debajo de la rodilla.
Galbraith había sufrido la suerte tan temida por Hornblower. Y la impresión que sintió le recordó sus deberes.
—Bajaré inmediatamente a visitar a los heridos. Pero… ¿y usted, Bush? —añadió, mirándole con atención—. No me parece muy apto para el servicio.
—Estoy perfectamente, capitán —protestó Bush—. Tomaré una hora de descanso cuando venga Gerard a sustituirme en la guardia.
Bajo la cubierta, la escena que se desarrollaba en la bodega era una estampa dantesca del infierno. Reinaba una gran oscuridad; parecía que las vacilantes llamitas de las cuatro linternas que se bamboleaban pendientes del techo, siguiendo el balanceo del bajel, estaban allí sólo para ensombrecer más el ambiente. El aire era sofocante. A los hedores de la sentina y a los variados olores de la bodega se unían las emanaciones de aquellos cuerpos heridos, amontonados en tan poco espacio, con las lámparas que humeaban y el acre olor de la pólvora quemada que se había estancado allí por la falta de corrientes de aire. Además, el calor era atroz. Éste y el hedor insoportable casi obligaron a Hornblower a volver sobre sus pasos. Acababa de llegar, y, en menos de cinco segundos, su cara estaba tan chorreante de sudor como si se la hubiese bañado.
Y no eran menos molestos los ruidos, los acostumbrados rumores del buque: el crujir de las maderas, las vibraciones de las jarcias, el estruendo de las olas, el chasquido de las aguas en la sentina y el monótono estrépito de las bombas, intensificado allí entre el maderamen de tal modo que parecía una caja armónica.
Pero todos aquellos rumores no eran más que un acompañamiento para el horrendo coro de la enfermería, donde setenta y cinco hombres heridos daban alaridos, se lamentaban, gemían, blasfemaban y vomitaban. Un montón de condenados del infierno no hubiese podido formar un ambiente más repugnante, ni más desgraciado.
Al fin, Hornblower consiguió ver a Laurie, que estaba desolado en un rincón.
—¡Ah! ¡Capitán! ¡Bendito sea Dios! ¡Al fin le veo! —Y el tono con que lo dijo indicaba con qué gusto hubiese descargado sus responsabilidades sobre los hombros de su superior.
—Venga conmigo y déme su informe —replicó Hornblower sin rodeos. Aquella tarea le era odiosa, pero comprendía que, aunque la omnipotencia de que disfrutaba como capitán del buque lo autorizaba, no podía dar media vuelta y huir de allí como le sugería el instinto. Esa tarea tenía que realizarse, y como Laurie no ocultaba su propia incapacidad, por fuerza Hornblower había de cargar también con aquella obligación.
Se acercó al primer herido de la larga fila y dio un paso atrás asombrado. Arrodillada a su lado estaba lady Bárbara. La temblorosa luz de una linterna iluminaba los trazos enérgicos de sus facciones. Con una esponja humedecía el cuello y la cara del desdichado, que se retorcía de dolor.
A Hornblower le disgustó verla entregada a aquella tarea. Aún estaba lejano el día en que Florencia Nightingale elevara a las cumbres de lo sublime la misión de la enfermera. Ningún hombre honrado hubiese pensado entonces ni por un segundo que una mujer pudiese emplearse en aquella tarea tan sucia. Claro que existían mujeres abnegadas —las hermanas de la Caridad—, que, para la salvación de su alma, consentían en trabajar en los hospitales, y viejas comadres que asistían a las parturientas y a veces sabían asistir a un enfermo. Pero cuidar de los marineros o de los soldados heridos era un trabajo que correspondía desempeñar a los hombres, y para ello tenían que ser hombres que no sirviesen para cosa mejor; por eso mismo se les confiaba esa tarea, igual que si se tratara de limpiar los pozos negros, pues es necesario que alguien se ocupe de hacerlo. El espectáculo de lady Bárbara en contacto con los sucios cuerpos, la sangre, la porquería y los vómitos revolvía el estómago a Hornblower.
—¡No haga eso! —le dijo—. Salga fuera, a cubierta.
—Ya que empecé este trabajo, no pienso dejarlo sin terminar —contestó lady Bárbara tranquilamente. El tono que empleó en esta contestación no admitía discusiones; hablaba de ello como de una cosa inevitable, lo mismo que si se hubiese tratado de un resfriado que tuviese que soportar hasta que quisiese curarse a su hora—. El caballero a quien han encomendado la cura de los heridos me parece bastante incompetente.
Lady Bárbara no creía tampoco en la nobleza del oficio de enfermera; a sus ojos, era una ocupación más degradante que cocinar o remendar vestidos, o tareas que ella misma había realizado con habilidad sólo ocasionalmente cuando las necesidades del viaje lo exigían. Pero había encontrado un trabajo mal desempeñado y que nadie más que ella parecía ser capaz de hacer, en una época en que servir al rey quería decir servirlo bien. Por eso se había puesto al trabajo con la misma abnegación total y cuidado con que uno de sus hermanos se había ido a gobernar la India y el otro a luchar contra los Mahrattas.
—Este hombre tiene una astilla de madera clavada y es necesario extraerla inmediatamente —dijo ella.
Descubrió el pecho velludo y tatuado del herido. Una horrible contusión negruzca se extendía desde el pecho a la axila, bajo el tatuaje, y se veía que alguna cosa rara debía de haberse introducido en el músculo. Apenas lady Bárbara le rozó con los dedos el hombre se retorció de dolor. En los combates que se sostenían en el mar, a bordo de los buques, había siempre muchos heridos por astillas, y la forma irregular de éstas era causa, a menudo, de que su extracción fuese muy difícil. En aquel caso concreto, las costillas la habían desviado, hiriendo la piel y metiéndose profundamente hasta la axila.
—¿Está preparado para hacerlo? —preguntó lady Bárbara al infeliz Laurie.
—Señora, yo…
—Si no lo hace usted lo haré yo. ¡No sea estúpido, hombre!
—Yo me ocuparé de que se haga, lady Bárbara —intervino Hornblower. Hubiese dado cualquier cosa por marcharse de allí.
—¡Perfectamente, capitán! —y lady Bárbara se puso en pie. Sin embargo, no demostró ninguna intención de retirarse, como el pudor femenino hubiese requerido. Hornblower y Laurie se miraban.
—¡Vamos, Laurie! —le dijo Hornblower con aspereza—. ¿Dónde tiene el instrumental? ¡Eh, vosotros, Wilcox, Hudson…! Traed un buen vaso de ron. Ahora, Williams, le sacaremos esa astilla. Le haremos un poco de daño.
Hornblower había de recurrir a toda su fuerza de voluntad para evitar que se leyese en su cara el asco y el miedo que le inspiraba la próxima operación. Con un tono malhumorado pretendía ocultar el temblor de su voz. Toda aquella labor, dolorosa y sanguinaria, le parecía una carnicería. Aunque el pobre Williams se esforzaba en mostrarse valiente, se contrajo de dolor cuando le practicaron la incisión, y Wilcox y Hudson tuvieron que sudar enormemente para mantenerle quietos los brazos y las piernas. Cuando al fin le extrajeron la larga astilla de madera, lanzó un grito desgarrador y se desmayó, no protestando una sola vez durante el tiempo que empleó Laurie en coserle la herida con sus torpes manos. Con los labios apretados, seguía lady Bárbara las desmañadas tentativas de Laurie para vendar al herido. Sin decir palabra, se inclinó y le quitó la venda de las manos. Los hombres la miraban como hipnotizados, mientras ella sostenía con una mano a Williams por la espalda y con la otra hacía pasar hábilmente alrededor del cuerpo el rollo de vendas, cubriendo con rapidez la herida.
—Ya está —dijo luego, poniéndose en pie.
Las dos horas que Hornblower pasó en la atmósfera sofocante del sollado, trabajando junto a Laurie y lady Bárbara, fueron mucho menos penosas de lo que él hubiese creído al principio. Una de las razones que le hacían odiosa la cura de los heridos era la conciencia de su incompetencia en tal asunto. Con disgusto, comprendía que a pesar de todo descargaba parte de su responsabilidad sobre los hombros de lady Bárbara, pero era comprensible que la energía y la firmeza que ella demostraba la convirtiesen en la persona más capaz a quien se pudiese confiar tan piadosa tarea. Cuando Hornblower terminó de examinar a todos los heridos y se hubieron sacado fuera los cinco últimos muertos, se encontró frente a lady Bárbara bajo la vacilante luz de una linterna.
—Realmente, no sé cómo agradecérselo, señora —le dijo—. Creed que mi agradecimiento es tan grande como el de todos estos hombres.
—No hay nada que agradecer —dijo lady Bárbara, encogiéndose de hombros—. Éste era un trabajo necesario.
Muchos años más tarde, el duque, su hermano, diría con la misma entonación que ella: «El gobierno de su majestad debe continuar…».
El hombre que estaba en la última litera levantó el brazo vendado.
—¡Tres hurras por su señoría! —gritó con voz ronca.
—¡Hip, hip, hurra!
Algunos de los martirizados heridos se le unieron y resultó un triste coro acompañado por los estertores y los gemidos de los que deliraban. Levantando una blanca mano para dar las gracias, ella se volvió hacia el capitán.
—Sería preciso ventilar esto un poco. ¿Creéis que es posible? Recuerdo que mi hermano me contó que en el hospital de Bombay consiguieron disminuir la mortalidad cuando adoptaron la costumbre de ventilar las salas de los enfermos cada día. Tal vez conviniera llevar a cubierta a quienes se pueden mover.
—Procuraré que se haga, señora —contestó Hornblower.
Para confirmar lo razonable de la petición de lady Bárbara, apenas hubo puesto el pie sobre la cubierta el vivo aire marino que le dio en la cara le pareció champán, a pesar del sol tropical. Inmediatamente dio las órdenes para que fuesen colocadas las cortinas de lona en las escotillas, que habían sido taponadas cuando se llamó al zafarrancho de combate.
—Rayner, también hay algunos heridos que estarían mejor sobre el puente. Vaya a ver a lady Bárbara Wellesley y pregúntele cuáles son los hombres que se pueden traer aquí.
—¿Lady Bárbara Wellesley, capitán? —preguntó, sorprendido, Rayner, que no sabía nada de los nuevos acontecimientos.
—Ya me ha oído —añadió Hornblower secamente.
—Sí, señor —se apresuró a decir Rayner, y desapareció por una escotilla antes de que se le ocurriera decir algo que molestara a su capitán.
También aquella mañana, como todos los domingos, fue revistada la tripulación y se celebró el servicio divino a bordo de la fragata Lydia. Se hizo más tarde de lo acostumbrado, pues primero cuidaron de arrojar los muertos al mar. Había una hilera de heridos suspendidos en sus hamacas a lo largo de la cubierta, y débiles ecos de lamentos ascendían por las abiertas escotillas, perdiéndose en el aire azul.