A plena luz, desde lo alto del palo mayor de la Lydia, era fácil distinguir a un buque, aunque se encontrase a una distancia de veinte millas. También se podía observar el mar en una extensión de veinte millas a la redonda. Durante las horas de la noche que quedaban aún hasta el alba, Hornblower se entretuvo calculando el lugar donde, al amanecer, sería posible descubrir al Natividad. Lo mismo podía encontrarse allí cerca que a ciento cincuenta millas de distancia. Eso significaba que si el simple y puro azar dictaba las posiciones de los buques al amanecer, habría sólo una oportunidad entre cincuenta de avistar al Natividad; cincuenta a una a favor de la ruina de la reputación profesional de Hornblower pero, para contrarrestar estas posibilidades tan negativas, contaba con su habilidad profesional. Sólo si tuviera la suerte de poder adivinar los proyectos del enemigo podría justificarse; y sus oficiales lo sabían tan bien como él. A través de la oscuridad, Hornblower sentía fija en él la mirada de Gerard, y esta sensación le obligaba a mantenerse inmóvil y rígido en el puente, sin permitirse el más mínimo movimiento. Y, no obstante, su corazón se aceleraba cada vez que dirigía una mirada al horizonte y éste le indicaba la proximidad del alba.
El cielo, antes oscuro, adquiría tonalidades grisáceas. Comenzaban a distinguirse los contornos del buque y veían con claridad la gavia y el velacho. En lo alto, tras el velamen, una ligera tonalidad rosada aclaraba un poco las sombras grises. Se percibía la masa de las oscuras olas y la blancura de las espumas. Las estrellas eran ya invisibles, y los ojos, acostumbrados a las sombras, conseguían ver por lo menos una milla en torno del buque. Luego, cuando una enorme ola levantó a la Lydia sobre su cresta, pudo verse una línea dorada señalar el horizonte. Se desvaneció, salió de nuevo y fue creciendo visiblemente. No tardó en surgir un ápice de sol, que disipaba rápidamente la neblina sobre la superficie del mar. No transcurrió mucho tiempo sin que el disco entero destacase, claro y brillante, sobre la superficie de las aguas. Se había realizado el milagro del amanecer.
—¡Buque a la vista!
Desde el palo mayor resonó la voz como el tañido de una campana. Hornblower había calculado bien. A diez millas de distancia se hallaba el Natividad, juguete de las olas, y su aspecto contrastaba extrañamente con el que ofrecía el día anterior. Algo habían intentado hacer para procurarle un palo nuevo; un achaparrado palo de gavia se erguía en el lugar del trinquete, penosamente inclinado hacia atrás. El mastelero de mayor había sido reemplazado por otro más delgado, un mastelero de juanete, a lo que parecía, y sobre aquella improvisada arboladura desplegaba el Natividad una extraña colección de velas de todos los tamaños, desde las velas de abanico y las gavias a las de foque, todas colocadas de cualquier modo («Parece la colada de la vieja Brown tendida a secar», comentó el teniente Bush), a fin de que con las velas bajas, las gavias de mesana y los cangrejos de popa desplegadas se pudiese aprovechar el viento.
Apenas hubo visto a la Lydia viró de bordo hasta que sus palos aparecieron en línea, con la visible intención de alejarse.
—Me parece que quiere largarse —comentó Gerard, que la observaba con el catalejo—. Me figuro que con lo de ayer ya deben de tener bastante.
Hornblower oyó la ocurrencia. El interpretaba mucho mejor la psicología de Crespo. Si retardando el encuentro había de salir ganando, hacía bien. En el mar no había ninguna seguridad. Cualquier imprevisto podía impedir a la Lydia romper las hostilidades; una racha de viento, la pérdida de un mastelero, una niebla repentina…, uno cualquiera de los mil incidentes que pueden suceder en el mar. El Natividad estaba aún a tiempo de escabullirse, y Crespo aprovechaba cuanto podía esa probabilidad. Todo muy poco heroico aunque lógico, como podía esperarse de Crespo.
Correspondía a Hornblower impedirlo. Comenzó a examinar al buque enemigo. Luego hizo lo mismo con su propia nave, para convencerse de que conservaba todas las velas, y pensó después en la tripulación.
—Que todos los hombres vayan a almorzar —ordenó.
Ante la inminencia de una batalla, era conveniente que no llevasen los estómagos vacíos.
En cuanto a él, incapaz de seguir inmóvil por más tiempo, comenzó a pasear de un lado a otro del castillo. Ya podía huir el Natividad. Sabía perfectamente que, llegado el caso, se defendería con rabia. Aquellos malditos cañones de su puente inferior eran metal pesado comprados con la débil madera de una fragata. Ya hicieron bastante daño el día anterior. Hornblower oía el triste y monótono sonido de las bombas que vaciaban el agua que entraba aún por los boquetes abiertos por los proyectiles. Hacía veinticuatro horas que aquel rumor, rítmico y metódico, no había cesado un solo instante. Con un palo de mesana improvisado, agujereada como un colador, a pesar de la lona tendida en el fondo, y con sesenta y seis hombres fuera de combate, realmente la Lydia no se hallaba en condiciones de sostener una dura lucha. Para ella, la derrota, y para su capitán la muerte; esto era lo que les esperaba más allá de aquella franja azul. Polwheal apareció de pronto en el castillo con una bandeja.
—Su colación, capitán. Coma, que cuando sea la hora de costumbre nos encontraremos en plena batalla.
Mientras le ofrecía la bandeja, Hornblower se dio cuenta de pronto de lo mucho que había deseado aquella taza de hirviente café. Afanosamente, tendió la mano para cogerla y con idéntico afán se la llevó a los labios, comenzando a beber aun antes de recordar que no debía demostrar la debilidad humana del apetito ante los ojos de su asistente.
—Gracias, Polwheal —dijo, bebiendo dignamente.
—Su señoría le envía sus saludos, capitán, y dice que le gustaría saber si cuando empiece la acción le será permitido permanecer en el sollado donde está ahora.
—¡Ejem!
Hornblower miró al hombre. Aquella inesperada petición le desconcertaba. Del mismo modo que se procura olvidar el dolor de muelas, él había intentado durante toda la noche olvidarse del problema llamado lady Bárbara. Estar en el sollado significaba estar al lado de los heridos, separada solamente de ellos por un bastidor de lona. No era aquél lugar para una mujer. Pero tampoco lo era la bodega. Lo cierto es que en una fragata dispuesta a entrar en combate no había sitio para una mujer.
—Métela donde te parezca, con tal de que esté fuera de peligro —dijo.
—Sí, señor. También me ha encargado su señoría que le diga que le desea buena suerte y que confía en que obtendrá la victoria, que usted… que se merece, capitán.
Polwheal dijo todo esto de modo que se veía claramente que no había conseguido retenerlo en la memoria todo lo bien que hubiera deseado.
—Gracias, Polwheal —contestó Hornblower con gravedad.
Recordó la cara con que lady Bárbara le miró desde el alcázar. Era franca y orgullosa… como una espada. Ésta fue la absurda imagen que se le ocurrió.
—¡Ejem! —exclamó luego, dándose cuenta de que se le había ablandado la voz, y temiendo que Polwheal lo hubiese notado cuando sabía en quién pensaba el capitán—. Ve abajo y cuida de que nada le falte a su señoría.
Salían los hombres de la cámara donde habían tomado el rancho, y el ritmo de las bombas se aceleraba pues trabajaban en ella brazos nuevos y descansados. Los artilleros se reunían en torno a los cañones. Unos cuantos ociosos, tendidos en el castillo de proa, seguían con atentas miradas aquellos preparativos.
—Capitán, ¿cree que se aguantará el viento? —preguntó Bush, apareciendo en el castillo como un pájaro de mal agüero—. Me parece que el sol se lo está tragando.
Era cierto. A medida que el sol ascendía, el viento disminuía. El mar estaba aún picado, pero el vaivén de la Lydia había perdido su alada ligereza. Cabeceaba pesadamente y sin elegancia, faltándole la constante presión de un buen viento. El cielo adquiría un tono azul turquesa casi metálico.
—Pronto la atraparemos —dijo Hornblower, que, como si quisiera ignorar aquellos pronósticos, no separaba sus ojos de la nave perseguida.
—La habremos alcanzado dentro de tres horas —afirmó Bush—, siempre que continúe el viento.
Aumentaba el calor, y era tanto más desagradable cuanto que contrastaba con la frescura de la noche anterior. Los hombres empezaban ya a buscar las sombras de los pasamanos, y, cansados todavía, se tendían a su amparo. El ruido de las bombas parecía incrementarse conforme cedía el del viento. Hornblower comprendió que si se abandonaba a su cansancio se sentiría extenuado. Obstinadamente, permaneció en el castillo, bajo el sol que le quemaba la espalda, mirando constantemente con el catalejo al Natividad, mientras Bush, preocupado por la falta del viento, se apresuraba a remediarlo con las velas.
—¡Despacio, maldita sea! —le gritó al contramaestre, que estaba al timón cuando la nave se metió de cabeza en una ola.
—No se puede, teniente. No hay bastante viento.
Era cierto. El viento había menguado tanto que la Lydia no conseguía mantener los dos nudos de velocidad que hubiesen sido necesarios para poder maniobrar con el timón.
—Será necesario mojar las velas. Señor Bush, encárguese de ello, por favor —dijo Hornblower.
Parte de los hombres de guardia se encargó de realizar aquel trabajo. Una vela mojada recoge más fácilmente el viento que una seca. En las vergas se colocaron poleas para subir cubos de agua del mar y verterlos sobre ellas. Quemaba tanto el sol que el agua se evaporaba rápidamente, y los baldes subían y bajaban sin cesar. Al ruido de las bombas de achique se unía el chirrido de las poleas. Cabeceando, la Lydia se deslizaba poco a poco sobre el mar movido y bajo el sol cegador.
—Están dando la vuelta en redondo —dijo Bush, señalando hacia el lejano Natividad, con un ademán del pulgar—. Pero no se puede comparar con esta hermosura, y las velas nuevas que han colocado no les servirán de nada.
Perezosamente, el Natividad viraba de un lado para otro, presentado ya un costado, ya la proa o la popa, con sus tres palos en fila que parecían uno solo. Era evidente que sin viento no podía mantener la ruta. Bush contemplaba satisfecho su nuevo palo de mesana, la pirámide de lona, y lo comparaba luego con el cabeceante Natividad, a poco menos de cinco millas de distancia. Los minutos pasaban lentamente, subrayados tan sólo por los monótonos rumores de a bordo. Bajo el tórrido sol, Hornblower permanecía con el catalejo bajo el brazo.
—Gracias a Dios que vuelve el viento —exclamó Bush de pronto. Era lo bastante para que la Lydia diese un poco de banda e hiciera brotar unos ligeros arpegios de las jarcias—. ¡Fuera los cubos!
Avanzaba la Lydia sin pausa, con el continuo borboteo del agua ante su proa, y la distancia que la separaba aún del Natividad disminuía rápidamente.
—Ahora la alcanzaremos. ¡Eso es! ¿Qué había dicho?…
El viento hinchaba las velas del Natividad y éste se enderezó y tomó de nuevo su ruta.
—No le servirá lo mismo que a nosotros. ¡Por Dios! ¡Parece que anda!
La brisa languideció y volvió luego a reavivarse, el Natividad aparecía inmóvil cuando la levantó una oleada.
Una hora más, o tal vez menos, y estaría a tiro.
—Dentro de poco podremos intentar un disparo —dijo Bush.
—Señor Bush —exclamó Hornblower, altanero—, creo poder juzgar la situación sin necesidad de oír sus comentarios, por muy perspicaces que sean.
—Perdone, señor —contestó Bush, herido. Se ruborizó de ira hasta que leyó la ansiedad en los fatigados ojos de Hornblower. Entonces se cuadró y fue a desahogar su cólera al lado opuesto del buque.
Casi como comentario, una vela se sacudió fuertemente una sola vez, como un disparo. Sin ninguna razón aparente, del mismo modo que había llegado, desapareció el viento. Pero el Natividad aún lo tenía y, con su ayuda, mantenía regularmente su marcha. En el Pacífico de los trópicos sucedía a veces que una nave podía disponer de un viento favorable, en tanto que, apenas a dos millas de distancia, otra permanecía inmóvil, lo mismo que la mar gruesa sobre la que navegaban indicaba que la tempestad de la pasada noche persistía más allá de la línea del horizonte, al otro lado del Golfo de Tehuantepec. Hornblower, bajo el sol ardiente, se movió con inquietud. Temía ver huir al Natividad. El viento había cedido de tal modo que de nada servía mojar las velas. Y la Lydia se mecía, inerte, a merced de las olas. Transcurrieron diez minutos antes de que pudiera tranquilizarse, al ver que también el Natividad, al fin, se hallaba en la misma situación. No corría ni un soplo de viento. La Lydia se mecía furiosamente, con el espasmódico acompañamiento del chirrido de las poleas, el palpitar de las velas y el crujir del maderamen. Solamente el rumor de las bombas de achique conservaba su regularidad a través de la pesada atmósfera. El Natividad se hallaba a cuatro millas de distancia, a milla y media del alcance de cualquiera de los cañones de la Lydia.
—Teniente Bush —llamó Hornblower—, nos haremos remolcar. Haced botar la lancha y el cúter.
Por un momento, Bush pareció vacilar. También los otros podían recurrir a aquel procedimiento. Pero comprendió enseguida —Hornblower lo había comprendido antes— que el gracioso casco de la Lydia sería mucho más fácil de remolcar que la pesada mole enemiga, sin contar con que la acción de la noche anterior podía haber estropeado sus lanchas hasta el punto de haberlas dejado inservibles. Era deber de Hornblower intentar cualquier cosa para acercarse a su enemigo e iniciar una nueva lucha.
—¡Botad las lanchas! —tronaba Harrison—, ¡Aquí los del cúter! ¡Aquí los de la lancha!
Los silbatos de sus ayudantes confirmaban las órdenes. Los hombres se agarraban a las garruchas y, una tras otra, ambas embarcaciones fueron izadas, colocadas fuera de la borda y botadas al mar.
Empezó para los remeros un trabajo enervante y agotador. Los hombres chorreaban sudor, encorvados sobre los remos para arrastrar la nave sobre las movidas olas, afanándose hasta que las cuerdas del remolque se tensaban casi a punto de quebrarse con el esfuerzo. Pero por más que hicieran apenas adelantaban, y los remos hendían impotentes las azules olas levantando espuma, hasta conseguir que la Lydia adelantase algunos palmos y de nuevo había que empezar la fatigosa operación. Las altas olas eran un obstáculo. A veces, los hombres de un lado de las embarcaciones se veían obligados a inclinarse sobre el costado; la barca giraba sobre sí misma y amenazaba con estrellarse contra su compañera. La Lydia, tan ágil y dócil con las velas, se volvía ingobernable cuando se trataba de remolcarla.
Tan pronto tiraba como cedía. A veces bajaba tanto que las remolcadoras eran a su vez remolcadas, a pesar de las grandes zambullidas de los remos que en vano cortaban el oleaje. Luego, de repente, después de haberse hundido de proa, se erguía y saltaba hacia delante; las cuerdas en tensión cedían y los hombres que habían dejado de remar corrían el riesgo de ser lanzados hacia delante o embestidos por la proa del buque.
Se sentaban desnudos en los bancos; ríos de sudor corrían a lo largo de sus rostros pero a diferencia de los compañeros que manejaban las bombas, a pesar de la monotonía de la enervante tarea, no eran capaces de olvidar su dura fatiga. A cada instante era necesario derrochar habilidad y atención, y aquellos infelices remaban con un esfuerzo penosísimo y ni siquiera ese sorbo de agua que de vez en cuando les era concedido por los oficiales de mar en la popa les aliviaba del tormento de la sed. Remaban y las encallecidas palmas de sus manos, que conocían el remo y las maniobras de muchos años, se despellejaban, se llenaban de ampollas y ardían de modo que el contacto de los remos era una agonía.
Hornblower se daba cuenta de lo duro que era aquel trabajo. Apoyado en la borda, contemplaba a los marineros sabiendo muy bien que su cuerpo no hubiese resistido semejante esfuerzo más allá de media hora. Dio órdenes para que los remeros descansaran cada hora y los animó todo lo que pudo. Experimentaba casi a su pesar una gran lástima por ellos. Las tres cuartas partes servían a sus órdenes por primera vez. Eran gentes a quienes jamás se les había ocurrido hacerse marineros, pero fueron reclutados a la fuerza por la leva siete meses antes. Hornblower, aun a su pesar, era siempre capaz de tener cierta sensibilidad de la que carecían sus oficiales. En sus hombres no veía tan sólo a marineros, sino lo que habían sido antes de que la leva los enrolara: cargadores de los muelles, barqueros, mozos de cuerda.
Entre su tripulación había carreteros y alfareros; también dos pañeros y hasta un tipógrafo. Hombres arrancados del seno de sus familias y oficios y obligados a realizar aquella tarea, con una comida repugnante, en un sórdido ambiente, bajo la perpetua amenaza del «gato de nueve colas» o de los castigos de Harrison, y con la perspectiva de morir comidos por los peces o en medio de un combate. Un individualista de rica imaginación como era Hornblower se sentía predispuesto a tenerles simpatía aun cuando él creyera que hubiera debido evitarlo, especialmente en razón de que, al igual que otros liberales escogidos, se hacía más y más liberal con el paso de los años. Pero para oponerse a aquella debilidad tenía un nervioso amor propio que le obligaba siempre a llevar a término cualquier empresa que se hubiese propuesto realizar. Teniendo ante su vista al Natividad, no podía considerarse tranquilo hasta haberla atacado. Y si un capitán de fragata no se permite descansar, menos ha de permitírselo a su dotación, aunque tenga ésta los hombros doloridos y despellejadas las manos.
Midiendo cuidadosamente el campo visual con el sextante, pudo decirse con certeza, al cabo de una hora, que los esfuerzos de los remeros habían acercado un poco más la Lydia al Natividad. Y Bush, que había tomado las mismas medidas, obtuvo también análogo resultado. El sol estaba más alto en el cielo, y, palmo a palmo, la Lydia ganaba terreno a su adversario.
—El Natividad bota al mar una embarcación, señor —anunció Knyvett desde la cofa del trinquete.
—¿Cuántos remos tiene?
—Creo que doce, capitán. Quieren remolcar la nave.
—Que les aproveche —se burló Bush—. Doce remos no llevarán muy lejos a esa vieja bañera.
Hornblower le miró con enfado y Bush se retiró al lugar que le correspondía en el castillo. Había olvidado que su capitán no estaba para bromas. En efecto, se sentía exasperado. Firme bajo el sol cegador, no se preocupaba del calor que el entablado del puente le reflejaba en la cara. La camisa le irritaba la piel por el sudor. Entre los estrechos límites del buque y agobiado por mil detalles prácticos, se sentía como una fiera enjaulada. El ruido de las bombas, que parecía eterno; el balanceo interminable; los rumores de las jarcias y el ruido de los remos en las chumaceras…, todo le exasperaba. Tenía la sensación de que al más mínimo pretexto gritaría, o se echaría a llorar.
A mediodía hizo que relevaran a los hombres que había a los remos y a los de las bombas, y mandó a comer al resto de la tripulación, recordando no sin amargura, que por la mañana, muy temprano, les había hecho comer con la esperanza de una acción inmediata. A las dos campanadas comenzó a preguntarse si el Natividad estaría a tiro, pero el solo hecho de habérselo preguntado le indicaba que no era así. Demasiado conocía él la impaciencia de su temperamento, y rechazó la tentación de derrochar pólvora y proyectiles. Luego, volviendo a mirar por milésima vez con su catalejo, vio surgir de la alta proa del Natividad un disco blanquecino que se alargó y disolvió en una nubecilla, y seis segundos después de su aparición llegó a sus oídos el sordo estampido de un disparo. El Natividad intentaba calcular el alcance de tiro.
Hornblower oyó que Gerard decía a Bush:
—El Natividad tiene dos cañones de dieciocho libras en el puente de popa. Artillería pesada para nuestros cañones de proa.
Hornblower lo sabía. Tendría que verse aguijoneado durante una hora interminable por los disparos de aquellas piezas, antes de que pudiese contestar con el mortero del nueve del castillo de proa. Otra nubecilla de humo se elevó del costado del Natividad, esta vez saltó una columna de agua del seno de una ola, a media milla de distancia. Pero a aquella distancia y sobre un mar tan movido, eso no significaba que la Lydia se encontrase solamente a media milla del alcance de los cañones del Natividad… Hornblower oyó llegar el siguiente disparo y vio el surtidor que levantaba a menos de cincuenta metros a estribor.
—Señor Gerard —llamó—. Pregunte al señor Marsh qué se puede hacer con el nueve largo de proa.
Si contestaba con algún disparo, en lugar de permanecer allí como blanco de sus enemigos, animaría a sus hombres. Con su vacilante andar de viejo lobo de mar, salió Marsh de la santabárbara y guiñó los ojos acostumbrados a la oscuridad.
Calculando con la vista la distancia que separaba a las dos fragatas, movió la cabeza dubitativamente; sin embargo, hizo colocar la pieza en posición y la cargó cuidadosamente él mismo. Midió la cantidad máxima de pólvora y empleó algunos segundos en elegir los proyectiles más gruesos y redondos. Apuntó y luego, con la mecha en la mano, se detuvo calculando el balanceo de la nave y el movimiento de la proa. En los puentes de la Lydia, media docena de catalejos se dirigieron al Natividad, atentos a la caída del proyectil. De repente tiró del acollador y el cañón retumbó sordamente en el aire pesado, cálido y húmedo.
—¡A dos cables a popa! —gritó Knyvett desde lo alto del palo.
Hornblower no vio la caída del proyectil —otra prueba de incompetencia a sus propios ojos—, pero disimuló el hecho con una máscara de impasibilidad.
—Inténtelo de nuevo, señor Marsh —dijo.
El Natividad disparaba a la vez sus dos cañones de proa. No había terminado de hablar Hornblower cuando uno de los proyectiles del dieciocho cayó a flor de agua, muy cerca de la amura. Hornblower oía a Savage, en la lancha, colmar de improperios a los remeros para animarles. El proyectil había pasado por encima de sus cabezas. Marsh se acarició la barba y luego se puso a cargar de nuevo su cañón. Mientras se ocupaba en esta tarea, Hornblower volvió a abismarse en sus cavilaciones sobre la probable suerte de la batalla.
Aquella pieza del nueve, aunque era de pequeño calibre, tenía mayor alcance que los cañones de cubierta, y las carronadas que constituían la mitad del armamento de la Lydia no servían más que para descargas cercanas. Por poco que desease sacar partido de ellos, era preciso acercarse más al Natividad. Naturalmente, había un largo y peligroso intervalo entre el momento en que el Natividad estuviera dispuesto a poner en juego toda su artillería y aquel en que la Lydia pudiera replicar con eficacia. Habría muertos, heridos, piezas desmontadas, pérdidas graves… Hornblower calculaba los pros y los contras, si debía acercarse o no. Entretanto, el pobre Marsh se afanaba en apuntar bien con su única pieza del nueve. Hornblower frunció el ceño y dejó de atormentarse la barbilla: se había decidido. La lucha había comenzado y a toda costa era necesario seguir, costara lo que costase. Su espíritu de adaptación, llegado el caso, podía cristalizar en una férrea tenacidad.
Como para sellar su decisión, partió de la pieza del nueve un nuevo disparo.
—¡Justo al costado! —gritó Knyvett triunfante, desde la cofa.
—¡Buen tiro, señor Marsh! —aprobó Hornblower. Y Marsh agitó su barba satisfecho.
En esos momento era más rápido el fuego del Natividad. Tres golpes secos indicaron que los proyectiles habían hecho blanco. Luego, de repente, un golpe dado por una mano invisible hizo tambalear a Hornblower en el castillo y un corto fragor hirió sus oídos. Una bala, rozando el borde del castillo, había abierto un surco. Sentado junto a la baranda, un infante de marina se miraba estupefacto la pierna izquierda, a la que le faltaba el pie; otro, dejando caer su mosquete, se llevaba las manos a la cara, herida por una astilla, y le corría la sangre por los dedos.
—¿Le han herido, capitán? —preguntó Bush, corriendo hacia Hornblower.
—¡No!
Hornblower se volvió y se puso a mirar por el catalejo, mientras algunos acudían para llevarse a los heridos. Vio una mancha oscura surgir al costado del Natividad, alejarse y desaparecer. Era la lancha con la que habían intentado remolcarse. Tal vez ya habían desistido de ello. Pero no izaban la lancha a bordo. Durante un segundo Hornblower se quedó sorprendido. Luego, el achaparrado palo de trinquete y el mayor del Natividad aparecieron claramente. Con grandes trabajos, la lancha remolcaba al barco de modo que al virar de bordo tuviese más amplio campo de tiro. Dentro de pocos instantes ya no serían dos los cañones que dispararían sobre la Lydia, sino veinticinco.
Hornblower sintió que se le cortaba la respiración, de tal modo que varias veces tuvo que tragar saliva antes de conseguir dominarse de nuevo. También le latía el corazón apresuradamente. Se esforzó en mantener el ojo pegado a la lente para no perder un solo pormenor de la maniobra del enemigo. Luego, pausadamente, avanzó hasta la pasarela. Adoptaba un aire de seguridad y desenvoltura; sabía que aquellos desventurados que tenía a sus pies combatirían más a gusto por un capitán con temple.
—Nos están esperando, muchachos —dijo—. Dentro de poco oiremos silbar algún proyectil. Demostrémosles que los ingleses no tienen miedo.
Los vítores, que él ya esperaba, acogieron sus palabras. Volvió a observar al Natividad, que seguía en su lentísima maniobra de viraje. No era poco trabajo conseguir hacer dar la vuelta a un bajel de doble cubierta con aquella falta de viento. Pero ya se entreveían las anchas franjas de color blanco pintadas a los costados de la fragata española.
—¡Ejem!
Desde proa llegaba el chapaleo de los remos; los hombres se extenuaban tirando de la Lydia para acercarla al enemigo. En el puente, un pequeño grupo de oficiales, con Bush y Crystal entre ellos, discutían académicamente qué porcentaje de aciertos podía esperarse de una batería española a una milla de distancia. Hornblower pensó que jamás podría imitar con sinceridad la sangre fría de aquellos hombres. No le daba tanto miedo la muerte como la derrota y la conmiseración de sus colegas. Pero el mayor de todos los temores que le asaltaban y ocultaba cuidadosamente en el fondo de su alma era verse mutilado. Un oficial de marina con dos piernas de palo podía inspirar lástima y recibir una pensión como heroico defensor de Gran Bretaña; pero quedaba convertido para siempre en un tipo ridículo. Le angustiaba el temor de llegar a convertirse en una persona risible. ¿Podía perder la nariz o las mejillas, o sufrir cicatrices tan horrorosas que los demás no pudiesen soportar mirarle? Era un pensamiento atroz que le produjo escalofríos mientras continuaba mirando por el catalejo; tan atroz que no pudo evitar seguir recreándose en los detalles que se le asociaban, en las agonías que se vería obligado a soportar en la oscura enfermería, a merced de la incompetencia de Laurie.
El Natividad se vio, envuelto en una inesperada nube de humo; y algunos segundos más tarde, una formidable descarga hendía el aire y el agua en torno a la Lydia, hiriéndola de lleno.
—Solamente dos han dado en el blanco —observó Bush, muy contento.
—Lo que yo dije —confirmó Crystal—. Ese capitán debe de andar por allí inspeccionando y apuntando él mismo los cañones.
—¡Ya! ¿Y por qué suponéis que no lo ha hecho? —preguntó Bush.
Como contestación, el mortero del nueve lanzó su desafío. Los fatigados ojos de Hornblower creyeron ver volar astillas a bordo del Natividad, pero a tal distancia no era posible comprobarlo.
—¡Buena puntería, señor Marsh! —volvió a decir—. ¡Ha dado en medio del blanco!
El Natividad disparó de nuevo y luego una segunda y hasta una tercera vez. A intervalos casi regulares, los puentes de la Lydia veíanse barridos por las andanadas. Había ya algunos muertos por el suelo y los heridos eran transportados bajo cubierta, entre gemidos y maldiciones.
—Para cualquiera que entienda de matemáticas —pontificaba Crystal—, es innegable que cada una de esas piezas ha sido cargada por una mano distinta. Los tiros son demasiado irregulares para que pueda suponerse otra cosa.
—¡Tonterías! —replicó Bush, obstinado—. ¡Fíjese en el tiempo que transcurre entre una descarga y la siguiente! Un hombre tiene todo el tiempo que necesita para cargar cada pieza. ¿Y qué cree que pueden estar haciendo durante todos esos intervalos?
—Una tripulación de Dagos… —empezó a decir Crystal, cuando el silbido de una bala de cañón, que pasó sobre su cabeza, lo hizo enmudecer. Al menos de momento, Bush se volvió triunfante hacia Crystal.
—¿Se ha dado cuenta de que todos los tiros van altos? ¿Cómo explica eso su espíritu matemático?
—Pues… porque han disparado hacia arriba. Créame, teniente Bush, después de Trafalgar…
Hornblower experimentaba un vivo deseo de acabar con aquella discusión, que le atacaba los nervios; pero no podía mostrarse tan intransigente.
En la atmósfera húmeda se amontonaba el humo en torno al Natividad formando una nube tan espesa que éste parecía un espectro; solamente el palo de mesana se destacaba claramente en el cielo.
—¡Señor Bush! —llamó Hornblower—. ¿A qué distancia cree usted que están ahora?
El aludido calculó cuidadosamente la distancia.
—A unos tres cuartos de milla, capitán.
—Más bien a dos tercios, señor —dijo Crystal.
—No le he pedido su opinión —le contestó Hornblower.
Ni a tres cuartos de milla, ni siquiera a dos tercios, podían los cañones de la Lydia conseguir resultado alguno. No podía hacerse otra cosa que esperar. Bush debía de ser de la misma opinión, a juzgar por las órdenes que había dado.
—Ya es hora de relevar a los remeros —dijo, y se fue a proa para vigilar la maniobra. Hornblower le oyó animar a las nuevas dotaciones, impulsándolas a bajar rápidamente, preocupado por el temor de que la Lydia perdiese aquella escasa ventaja que había conseguido con tantos esfuerzos.
Hacía un insoportable calor bajo aquel sol que cegaba, a pesar de haber pasado ya el mediodía. El acre olor de la sangre vertida sobre la cubierta se mezclaba con los efluvios de las costuras del entablado y con el olor de la pólvora que despedía el mortero del nueve, con el que Marsh seguía bombardeando impasible al enemigo. Hornblower experimentaba tales náuseas que temía deshonrarse para siempre, vomitando a la vista de todos. Debilitado por el cansancio y la ansiedad, el continuo balanceo de la nave bajo sus pies le molestaba más que de ordinario. Los encargados de los cañones se habían quedado silenciosos; hasta entonces habían estado riendo y bromeando en sus puestos, pero cayeron en un torvo silencio. Hornblower consideró esto como una mala señal.
—Llamen a Sullivan para que traiga su violín —ordenó.
Y el loco irlandés de los cabellos rojos apareció en la popa con su violín y el arco bajo el brazo.
—Toca algo, Sullivan —le ordenó el capitán—. ¡Eh, muchachos! ¿Quién de vosotros baila mejor la jiga?
Había diferencia de opiniones.
—Benskin, capitán —dijeron unos.
—Hall, capitán —manifestaron otros.
—¡No! ¡Mac Evoy, señor!
—Bueno, vamos a probarlo —dijo Hornblower—. Adelante, Benskin, Hall y Mac Evoy. Una jiga cada uno y una guinea para el que la baile mejor.
Muchos años más tarde corría aún de boca en boca la anécdota: la Lydia remolcada para entrar en combate y, entretanto, en el alcázar, los hombres bailando la jiga al son del violín del irlandés. Se citaba como ejemplo el valor y la sangre fría del capitán Hornblower, y sólo éste sabía cuán poco real era el mérito que se le atribuía. Lo hizo para que sus hombres se tranquilizaran, nada más. Nadie pudo sospechar que estuvo a punto de no poder dominar las náuseas cuando una bala de cañón, entrando por la escotilla de proa, salpicó a Hall con los sesos de un compañero, sin que éste se equivocara en un solo paso.
Luego, aquella tarde infernal, estalló un estrepitoso fragor en la proa, seguido de un coro de alaridos y clamores.
—¡La lancha se hunde, capitán! —gritaba Galbraith desde el castillo de proa; pero el capitán Hornblower ya se había dirigido allá.
Un disparo había alcanzado a la lancha de lleno; los remeros se arrojaban desordenadamente al mar, intentando agarrarse a la borda o alcanzar el cúter; todos aterrados ante el temor de ser pasto de los tiburones.
—Los Dagos nos han ahorrado el trabajo de izarla a bordo —gritó Hornblower, abalanzándose al parapeto—. ¡Ya estamos lo bastante cerca para enseñarles los dientes!
Quienes le oyeron lanzaron vítores.
—¡Señor Hooker! —gritó al infante de marina del cúter—, cuando hayáis recogido a esos hombres, virad a estribor. Dentro de un instante romperemos el fuego.
Enseguida regresó al alcázar.
—¡Todo a estribor! —ordenó al timonel de cuarto—. ¡Señor Gerard, abra fuego en cuanto tenga el buque a tiro!
Lentamente la Lydia fue virando de bordo, pero se vio entorpecida por una descarga del Natividad antes de que hubiese podido dar la vuelta. Sin embargo, Hornblower en realidad no se dio cuenta siquiera. El período de inactividad había terminado. Pudo acercar su fragata a cuatrocientas yardas de su enemigo; en esos momentos su deber era mantener una compostura que sirviera de ejemplo a sus hombres. No había que tomar ninguna otra decisión.
—¡Levantad las miras! —gritaba Gerard.
—¡Despacio, Hooker! ¡Avante! —rugía Hornblower.
Viraba lentamente la Lydia, en tanto Gerard miraba a hurtadillas por detrás de uno de los cañones de estribor, con objeto de juzgar el momento oportuno en que el enemigo estuviera al alcance de sus baterías.
—¡Apuntad! —ordenó, y se retiró acompasándose al balanceo de la nave—. ¡Fuego!
Se disipó el humo en el aire, entre el estruendo de la descarga, y la Lydia cabeceó por efecto del retroceso de las piezas.
—¡Otra, muchachos! —gritó Hornblower, cuando duraba aún el eco de la primera.
Comenzada la acción, se sentía lleno de entusiasmo. Había olvidado ya sus temores de quedar mutilado. En menos de treinta segundos volvieron a cargarse los cañones, a apuntar y disparar de nuevo. Otra vez, y otra, y otra, a las órdenes de Gerard. Contando mentalmente, calculaba Hornblower cinco descargas de la Lydia y creía no haber oído más que dos por parte del Natividad en el mismo espacio de tiempo. La superioridad en armas y municiones de esta última se neutralizaría con aquel ritmo. A la sexta descarga, uno de los cañones disparó medio segundo antes de que Gerard hubiese dado la orden. Hornblower saltó, dispuesto a descubrir a los culpables, lo que no fue difícil, pues su propio temor les traicionó.
—¡Cuidado! —le gritó Hornblower, amenazándoles con el dedo—. Haré azotar al primero que dispare a destiempo…
Mientras se hallaran a tal distancia no podía dejar un solo instante de vigilar a sus hombres; con el calor y excitación del combate, era difícil que tuvieran en cuenta el balanceo de la nave mientras se ocupaban de cargar y apuntar de nuevo.
—¡Viva el viejo Horny! —gritó una voz anónima, seguida por un coro de risas y hurras que cortó en seco una orden de Gerard.
El humo se condensaba en torno a la Lydia, como una niebla londinense, de tal manera que se hacía difícil distinguir a los hombres de cubierta, mirando desde el castillo de proa hacia la toldilla de popa. En la oscuridad artificial creada por el humo, las largas lenguas de fuego salidas de las bocas de las piezas de tiro resplandecían con un vivo fulgor anaranjado, a pesar del sol deslumbrador. También el Natividad era una enorme nube de humo de la que sobresalía el mastelero de gavia. Todos a bordo de la Lydia, tenían los ojos llorosos; el humo penetraba, sofocante, en los pulmones e irritaba la piel como el tiempo lluvioso, hasta provocar incómodos escozores.
Hornblower vio al segundo a su lado.
—El Natividad se ha dado cuenta de la rapidez de nuestros disparos, capitán —le gritó para hacerse oír a través del estruendo—. Dispara como una loca; fíjese.
De una descarga de varias piezas, solamente un par de disparos dieron en el blanco. Media docena de proyectiles cayeron al mar, a popa de la Lydia, y los altos surtidores de agua que levantaron mojaron a los hombres de la toldilla. Hornblower asintió, satisfecho. Los esfuerzos que realizó con intención de acercarse al enemigo no resultaban infructuosos.
Mantener un fuego graneado y bien dirigido, entre el fragor, el humo, las bajas y el pandemónium de un combate naval, requería una disciplina y una práctica de la cual estaba seguro que el Natividad era completamente incapaz.
A través de la cortina de humo, exploró la cubierta. Cualquier otro espectador no acostumbrado a todo aquello, viendo a los grumetes correr con los cubos de las municiones, los sobrehumanos esfuerzos de los artilleros y a los muertos y heridos en medio del fragor y el humo, hubiese podido creer que reinaba a bordo una terrible confusión. Pero Hornblower sabía que no era así. Todo lo que sucedía, cada detalle, formaba parte de un plan cuidadosamente elaborado siete meses atrás, cuando recibió el mando de la Lydia. Desde entonces lo había imbuido en todos y cada uno de los cerebros de aquellas gentes durante las largas y penosas horas de instrucción. Veía a Gerard junto al palo mayor, casi en éxtasis. El teniente Gerard tenía dos pasiones: la artillería y las mujeres. Veía a los otros oficiales y a los guardiamarinas, cada uno al lado de su batería; todos tenían la mirada clavada en Gerard, esperando expectantes sus órdenes. Todo funcionaba según un ritmo perfecto: los cargadores de los cañones, los ayudantes y los grumetes. Los sargentos de artillería se inclinaban con las estopas sobre las culatas, con la mano derecha levantada y preparada para actuar.
La batería de babor había perdido a la mayoría de sus hombres; no quedaban más que dos para cada pieza y allí permanecían momentáneamente ociosos, pero dispuestos a intervenir donde las necesidades del combate lo exigieran. Los supervivientes se hallaban sobre cubierta para reemplazar a los que caían a estribor manejando las bombas, cuyo lúgubre ruido seguía resonando monótonamente a través del pavoroso estrépito, o preparados para remar en el cúter o subir a la arboladura a reparar a toda prisa cualquier avería del velamen. Hornblower tuvo un momento de respiro para dar gracias a Dios por haber dispuesto de siete meses de tiempo para proporcionar a su tripulación aquella disciplina y destreza singulares.
A causa de los disparos, o debido a una violenta ráfaga de viento, o tal vez al movimiento de las olas, la Lydia se había alejado ligeramente de su enemiga. Hornblower veía cómo los cañones debían ser empujados continuamente hacia delante, demorándose con esto la frecuencia de los disparos. Se precipitó hacia la proa y subió por el bauprés, hasta que pudo inclinarse hacia el cúter, donde Hooker y sus hombres no perdían de vista la batalla.
—¡Hooker! ¡Vire dos cuartos a estribor!
—Sí, señor.
Los hombres se encorvaron sobre los remos y dieron vuelta al cúter en dirección al Natividad. Se tensó la amarra del remolque, en tanto que otra descarga mal dirigida levantaba en torno suyo una nube de espuma. A costa de sobrehumanos esfuerzos, consiguieron hacer virar a tiempo a la Lydia.
Hornblower regresó al castillo, y se halló ante un grumete, que le esperaba con la cara pálida.
—Me manda el señor Holwell, capitán. La bomba de estribor está destrozada.
—¿Sí? —preguntó Hornblower. Sabía que Holwell, el carpintero, no le hubiese enviado mensaje alguno de no ser por una apremiante necesidad.
—Está preparando otra, capitán; pero no podrá funcionar antes de una hora. Me ha dicho que os advierta que el agua aumenta, capitán.
—¡Ejem! —exclamó Hornblower.
Pasado el primer temor que experimentaba al acercarse al capitán, abría el joven unos ojos asombrados y casi parecía adquirir confianza.
—Nos han matado a catorce hombres —dijo—; una verdadera carnicería…
—Bien… Corre a decirle al señor Holwell que el capitán está seguro de que él hará todo lo que pueda para que funcione inmediatamente la nueva bomba.
—¡Sí, señor!
En dos brincos desapareció el chico bajo cubierta. Hornblower lo miró mientras corría escabulléndose entre los hombres atareados de la cubierta. Se había detenido a parlamentar con el centinela, ante la escotilla de proa; nadie podía pasar por allí para descender bajo cubierta, a menos que pudiese demostrar que el deber le reclamaba allí. El mensaje de Holwell no había impresionado a Hornblower. El no tenía que resolver nada. Todo lo que convenía hacer era luchar; poco importaba si bajo sus pies se hundía la nave. Y permanecer así, libre de responsabilidades en ese sentido, era para él un gran alivio.
—Hora y media ya —afirmó Bush, mientras subía frotándose las manos—. Magnífico, señor. Magnífico…
Para Hornblower era como si no hubiesen pasado más que diez minutos; pero Bush, en su puesto, había tenido el reloj de arena constantemente ante los ojos.
—Nunca vi a unos dagos manejar los cañones de ese modo —comentó el segundo—. Su manera de apuntar no vale gran cosa; pero disparan muy rápido, no puede negarse. Y creo que les hemos dado una buena paliza, señor.
Intentaba mirar a través de la nube de humo, y, para disiparla, movía las manos en forma de abanico, ademán que, al demostrar que Bush no estaba tan tranquilo como aparentaba, colmó de absurda satisfacción a Hornblower.
—El humo se ha disipado un poco —dijo Crystal, subiendo a su vez al puente—. Hasta me parece que se ha levantado viento.
Levantó un dedo previamente humedecido con saliva.
—¡Exacto! Una ligera brisa por la aleta de babor, capitán. ¡Ah!
Mientras hablaba, una ráfaga se llevó el humo, amontonándolo a estribor y aclaró la visibilidad, lo mismo que si se hubiese descorrido un telón teatral. El Natividad ya tenía aspecto derrotado. El provisional palo de trinquete había seguido la suerte del anterior, lo mismo que el palo mayor. Tan sólo quedaba en pie el de mesana. Cabeceaba desesperadamente sobre las olas, y un enorme lío de jarcias rodaba de un lado a otro por la parte desarbolada. De los tres cañones situados bajo el palo trinquete no quedaba más que uno; aquel triste hueco parecía una boca a la que le faltase un diente.
—Está bastante hundido en el agua —dijo Bush; pero, en aquel momento, una nueva descarga cayó sobre la parte arruinada y quiso esta vez la suerte que cada disparo diese en el blanco, como indicó el ruido que siguió. Cuando se alejaron del Natividad las espirales de humo, los tres oficiales vieron cabecear al buque, incapaz de gobernarse. La Lydia había cogido el viento. Hornblower se dio cuenta de ello, al sentir que volvía a ser gobernada con el timón. El timonel hacía girar velozmente las cabillas para establizarla.
—Cuarta a estribor —ordenó Hornblower, aprovechándose al momento de aquella suerte—. ¡Avante! Soltad el cúter.
La Lydia se abalanzaba sobre su enemiga, acribillándola a disparos.
—¡Cubrir las gavias!
En la cubierta, los gritos de triunfo superaban al estrépito de los cañonazos. A popa, el sol, enrojecido ya, tocaba la superficie del agua con un apoteósico nimbo de oro y escarlata. El crepúsculo no se haría esperar.
—¡Deberían rendirse! ¡Dios! ¿Por qué no se rinden? —gritaba Bush, mientras las descargas se cebaban despiadadamente, una tras otra, sobre su inerme enemigo, acribillando la nave de proa a popa. Pero Hornblower sabía que un bajel al mando de Crespo no arriaría jamás la bandera del Supremo. A través del humo ondeaba al viento la bandera azul con la estrella amarilla.
—¡Duro, muchachos! ¡Duro! —gritaba Gerard, como un loco.
A la distancia a que se encontraban de su enemiga, podía ya dejar a los artilleros que disparasen a su gusto, según la propia iniciativa, y todas las baterías se cargaban y descargaban con la rapidez del rayo. Tan recalentados estaban los cañones que a cada descarga saltaban sobre sus ruedas, y las estopas empapadas y chorreantes que metían por sus bocas chirriaban lanzando nubes de vapor al contacto con las ardientes paredes de metal. Anochecía velozmente. De las bocas de los cañones surgían llamaradas en largas lenguas de color anaranjado. En lo alto del cielo, donde se apagaba el último brillo de poniente, lucía intensamente el planeta Venus.
El bauprés del Natividad, cortado por un balazo, pendía de la proa. En la oscuridad creciente se vio caer el árbol de mesana, partido en dos por una descarga que barrió la cubierta de proa a popa.
—¡Dios mío! ¡Ahora se rendirá! —gritó Bush.
En Trafalgar había sido enviado, como oficial de presa, a bordo de un buque español cautivo, y en su imaginación vivían aún los recuerdos de una nave vencida: la artillería desmontada, los muertos y los heridos que rodaban por la cubierta siguiendo el vaivén de la nave desarbolada, tantos horrores y sufrimientos, y todo aquel abandono… Como si fuese una contestación a sus pensamientos, partió del Natividad una inesperada descarga. Algunos marineros celosos habían logrado arrastrar un cañón a proa, a fuerza de tirar con garruchas, y abrían fuego sobre la Lydia.
—¡Pronto, muchachos! ¡Duro con ellos! —rugía Gerard, fuera de sí por la fatiga y el esfuerzo.
La Lydia, ayudada por su superestructura, avanzaba rápidamente a sotavento, en dirección al casco, juguete de las olas. La distancia se acortaba por momentos. En la oscuridad, y cuando sus ojos no se deslumbraban por el resplandor de los disparos, Hornblower veía sobre cubierta el ir y venir de negras sombras. Ahora disparaban con los mosquetes, desordenadamente. Pequeños resplandores partían de la oscuridad. Hornblower oyó el golpe seco de una bala sobre la balaustrada, casi bajo sus pies. Víctima del cansancio que se apoderaba de nuevo de él, no reaccionó.
Una ligera brisa le llegaba en repentinas ráfagas, cambiando caprichosamente de dirección a cada momento. En la oscuridad, resultaba difícil calcular la velocidad con que las naves se acercaban.
—Cuanto más cerca estemos, antes habremos terminado —dijo Bush.
—Sí, pero si avanzamos en esta forma, no tardaremos en abordarla —replicó Hornblower. Y, haciendo un esfuerzo sobrehumano, añadió—: Llame a los hombres y que se preparen para rechazar el abordaje.
Y se dirigió a las carronadas de estribor, que seguían tronando. Tan absortos estaban sus servidores, tan entregados se hallaban a su monótono cargar y descargar de las piezas, que Hornblower tardó varios segundos en atraer su atención. Chorreando sudor, los hombres quedaron inmóviles, escuchando las órdenes que el capitán les daba. Las dos carronadas fueron cargadas con metralla, sacada de la reserva junto al pasamanos de borda a popa. Escondidos tras ellas, los artilleros esperaron, en tanto ambas naves se acercaban cada vez más y la Lydia seguía lanzando su fuego sobre el puente del buque enemigo. Llegaban desde éste los gritos de desafío y el relampaguear de los mosquetes de proa permitía ver a un montón de hombres que parecían estar allí aguardando a que el momento fuera propicio para entrar en acción. No obstante, el encontronazo sobrevino de un modo inesperado. Una imprevista alianza del viento y del mar acortaron el espacio que las separaba, como si la Lydia hubiese experimentado un violento empujón. La proa del Natividad le dio de lleno en un costado, un poco más allá del palo de mesana. Se oyó un crujido de mal agüero. Entre un infierno de alaridos, los del Natividad se lanzaron al abordaje.
Los artilleros de las carronadas saltaron a sus acolladores.
—¡Esperad! —gritó Hornblower a los artilleros.
Calculando con la precisión de una máquina, su cerebro medía el viento y el mar, tiempo y distancias, en tanto que la Lydia viraba lentamente. Con las palancas y su fuerza bruta, los hombres arrastraron una carronada tras otra. Sobre el castillo de proa del Natividad se apretujaba impaciente contra la borda una oscura multitud, dispuesta a saltar, cuando vio ante sí las dos carronadas.
—¡Fuego! —gritó.
Las dos bocas vomitaron una descarga de metralla sobre toda aquella muchedumbre, casi a quemarropa. Se produjo un segundo de silencio y luego, en lugar de la gritería y estrépito anteriores, siguió un coro de alaridos; la metralla había barrido todo el castillo de proa del Natividad.
Durante unos minutos, las dos naves permanecieron inmóviles. La Lydia tenía aún una docena de piezas en buen estado, cuyas bocas casi tocaban la proa del Natividad y, despiadadamente, las descargó. Luego pareció que el viento y el mar se ponían de acuerdo para separar a los contendientes. A sotavento, la Lydia fue arrastrada lejos del casco destrozado del Natividad. Todos los cañones seguían actuando a bordo de la fragata inglesa, pero el Natividad ya no reaccionaba; ni un solo disparo de mosquete partió de ella.
—¡Cese el fuego! —ordenó Hornblower a Gerard, luchando una vez más contra su enorme cansancio.
Los cañones callaron. A través de la oscuridad, intentaba descubrir los vagos contornos de la gran masa del Natividad que, casi imperceptiblemente, se iba alejando.
—¡Rendios! —gritó.
—¡Jamás! —fue la respuesta. Era una voz fina y estridente. Hornblower hubiese jurado que era la de Crespo.
Siguieron unas palabras de obscena burla.
A pesar del cansancio, Hornblower no pudo contener una sonrisa. El había vencido en la batalla duramente sostenida.
—¡Os habéis portado como valientes! ¡No podéis hacer nada más! —gritó.
—¡Aún podemos hacer más! —dijo la burlona voz en la oscuridad.
Entonces, a los ojos de Hornblower llegó un resplandor…, un resplandor rojizo, que aparecía allí en donde debía estar la proa del Natividad.
—¡Crespo, es usted un loco! —gritó—. ¡Su barco está ardiendo! Ríndase mientras pueda.
—¡Jamás!
Los cañones de la Lydia, apretados contra el costado del Natividad, habían escupido sus estopos ardiendo sobre la reseca madera del viejo buque. Éste no había tardado en encenderse y las llamas se propagaban velozmente. Ya eran mucho más vivas que cuando Hornblower distinguió los primeros resplandores. Dentro de poco, el barco entero sería una hoguera. Antes que nada, Hornblower debía pensar en su propia seguridad; cuando el fuego llegase a las cargas de pólvora, junto a los cañones, o la propia santabárbara, el bajel se convertiría en un volcán de maderas encendidas que pondrían en peligro a la Lydia.
—Señor Bush, debemos alejarnos de la nave —Hornblower disimulaba el temblor de su voz tras una fría formalidad—. Dé las órdenes oportunas.
A toda vela intentaba la Lydia alejarse hacia alta mar, dirigiéndose a barlovento, lo más lejos posible del buque en llamas. Hornblower y Bush lo miraban, fascinados. Las vivas llamaradas, surgiendo de los escombros, parecían lamer las sombras nocturnas; a su alrededor, las olas estaban enrojecidas por sus reflejos. Y de pronto, ante sus ojos, el incendio se desvaneció de repente, como una vela que se apaga de un soplo. Ya no quedaba nada, nada más que las tinieblas y el vago blanquear de la espuma en la cresta de las olas. El océano se tragó al Natividad antes de que las llamas acabasen con ella.
—Se ha ido a pique. ¡Dios…! —barbotaba Bush.
Hornblower sentía aún en sus oídos el último «¡Jamás!», semejante a un gemido en el silencio que siguió. Sin embargo, él fue el primero en reaccionar a bordo de la Lydia. Después de mandar virar nuevamente, se apresuró a dirigir la embarcación hacia el lugar en donde vio hundirse al Natividad. Mandó a Hooker con el cúter en busca de los supervivientes. Ésa era la única embarcación que quedaba intacta, pues los restos de la lancha flotaban a algunas millas de distancia y los disparos del Natividad habían dejado maltrechas a las dos chalupas. Recogieron a algunos hombres; la dotación de la Lydia ya había salvado dos, y el cúter encontró otra media docena que nadaban desesperadamente. Eso fue todo. Los marineros, rudos, pero humanos, demostraron su piedad por los infelices que estaban en el puente, bajo el débil rayo de luz de las linternas, y que chorreaban agua de las largas cabelleras negras y de los andrajos que los cubrían. Ellos, sin embargo, aparecían más bien desconfiados y taciturnos; solamente uno intentó rebelarse, como si quisiese proseguir la lucha, sostenida tan encarnizadamente hasta el último instante.
—No importa; los haremos gavieros —dijo Hornblower, intentando bromear.
Estaba tan rendido que hablaba como en sueños. Todas las cosas que le rodeaban: su barco, los cañones, las jarcias, el velamen y la maciza figura de Bush…, todo le parecía irreal, espectral. Solamente su enorme cansancio y el lancinante dolor en su cabeza, eran cosas verdaderas que existían realmente. Hasta su propia voz se oía lejana, como si estuviese a una yarda de distancia.
—Sí, señor —contestó el segundo contramaestre.
Todo lo que iba a parar al molino de la marina británica era bueno para moler. Harrison siempre estaba preparado para convertir en marineros a los tipos más extraños que caían bajo sus manos, y ya estaba acostumbrado a ello.
—¿Qué rumbo, capitán? —preguntó Bush, en tanto que aquél se dirigía al castillo.
—¿Qué rumbo? —preguntó Hornblower vagamente—. ¿Rumbo?
Se tenía una sensación extraña al darse cuenta de que la batalla había terminado. Una vez hundido el Natividad, ya no quedaba enemigo a quien combatir en un radio de millares de millas. Y también era duro darse cuenta de que la Lydia se hallaba en inminente peligro, pues el monótono y constante trabajo de las bombas de desagüe no conseguía levantar al buque sobre el nivel del agua; aún existía aquella lona tendida en el fondo de la bodega, y, en fin, todo el buque se hallaba en urgentísima necesidad de ser reparado.
Poco a poco, en su pensamiento se iba abriendo camino la idea de que era necesario empezar un nuevo capítulo en la historia de la Lydia y que había que hacer nuevos proyectos. Y allí había una multitud que dependía de él y esperaba sus órdenes… Bush, y detrás de él el contramaestre, y luego el carpintero y el jefe de los artilleros y aquel inútil de Laurie. Era necesario obligar al cansado cerebro a seguir pensando y pensando, aún… Hornblower calculó la fuerza y la dirección del viento, como si fuese un ejercicio académico y no un proceso mental que, después de veinte años, se había convertido para él en algo mecánico. Se arrastró bajo cubierta hasta su cabina; revolvió en el barullo y desbarajuste, buscando los mapas en el sobre en que los tenía metidos, y se inclinó sobre uno partido por en medio.
Debía volver a Panamá lo más pronto posible para contar su victoria; esto, por lo menos, ya estaba resuelto. Tal vez allí pudiese reparar sus averías, aunque no lo creía muy posible en aquella rada inhóspita, con la fiebre amarilla en la ciudad. Recordando que el viento era favorable consiguió, con un enorme esfuerzo, trazar una ruta para dirigirse al cabo Mala y volvió a subir a cubierta, donde vio que aquello que le había parecido una multitud en espera de sus órdenes había desaparecido milagrosamente. Nunca supo que fue Bush el que los despachó a todos, por las buenas o por las malas. Entregó la hoja de ruta a su segundo y luego pareció que por arte de birlibirloque salía de las sombras el omnipresente Polwheal con la silla y el capote. Habían pasado veintiuna horas desde que se sentó por última vez. Hornblower ya no podía reaccionar. Se dejó envolver en el capote y, medio desvanecido, cayó sobre la silla. También le traía Polwheal algunas viandas; pero el capitán las desdeñó. No era comer lo que deseaba, sino descansar.
Por espacio de un segundo aún permaneció despierto. Había recordado a lady Bárbara, encerrada con los heridos en las oscuras y sofocantes bodegas del buque. Pero casi instantáneamente se adormeció. Aquella mujer podía muy bien ocuparse de sí misma… Era capaz de ello. A él ya no le importaba nada de nada. La cabeza le volvió a caer sobre el pecho. La última molestia que le estorbó fueron sus propios ronquidos, pero no la tuvo por mucho tiempo. Y siguió durmiendo y roncando en medio de todos los ruidos que hacía la tripulación, en su extremado esfuerzo por dar a la Lydia una apariencia de normalidad.