CAPÍTULO 16

—Estamos preparados, señor —dijo Bush.

La dotación de la Lydia se había portado magníficamente. Los cañones estaban ya asegurados y la cubierta completamente despejada de todo rastro de combate. Un gran pedazo de lona, extendido sobre el suelo, había evitado que el agua llenase completamente la sentina. Con veinte hombres a las bombas, el nivel del agua descendía rápidamente. El velero tenía dispuestas las nuevas velas y las jarcias, y el carpintero sus herramientas. Ya estaban en el cabrestante los hombres de Harrison y dispuesto el palo para ser izado.

Hornblower estudiaba la situación. Tal vez fuera inútil todo aquel loco empeño por realizar el trabajo de reconstrucción. No cedía el viento, ni parecía que hubiera de aminorar su violencia; continuaba soplando, tan huracanado como antes. El intento de alcanzar al Natividad quedaría en un buen deseo.

Había exigido a sus hombres enormes esfuerzos, esfuerzos sobrehumanos, en su deseo de no perder un solo instante de tiempo, y ahora parecía evidente que se hubiera podido trabajar con calma. Pero ya estaba hecho y se tenía que terminar lo empezado. Hornblower lanzó una mirada a las caras de los hombres que esperaban: cada uno de ellos sabía su obligación y en todos los lugares estratégicos se encontraba un oficial vigilando para que se cumplieran las órdenes.

—Perfectamente, señor Bush —le dijo.

—¡Izad! ¡Animo! —gritó Bush a los hombres del torno.

Comenzó éste a girar; gemían las cuerdas en las poleas, y el palo, asaetado por cien ojos ansiosos, empezó a elevarse lentamente. El desesperado cabeceo de la nave amenazaba con echarlo todo a rodar. Existía el peligro de que la punta del mástil escapase a las cuerdas que lo sostenían, o que se escurriese el pie del trozo del palo de mesana que había quedado y contra el cual se apoyaba. No debía olvidarse ni descuidarse ninguna precaución, ningún pormenor, para evitar cualquier incidente. Bush vigilaba las garruchas; Galbraith se encontraba a un extremo del palo y Rayner al otro. Contramaestre y carpintero estaban preparados con cuerdas y vigas en la extremidad inferior del nuevo palo; pero al capitán, que se hallaba apoyado en la barandilla del castillo, correspondía dirigir la maniobra, a fin de que cada parte del ingenioso mecanismo obrase de perfecto acuerdo con las demás. Si fallaba la empresa, la dotación le responsabilizaría solamente a él.

Y él lo sabía. La fragata cabeceaba y se balanceaba locamente, el mastelero se agitaba también en sus ligaduras, y se oyó rozar el final del palo contra la cubierta al moverse torpemente entre los palos que hacían de grúa, colocados contra el palo de mesana. Le costaba un gran esfuerzo pensar con claridad, y sólo podía obligar a su mente a hacerlo empleando toda su voluntad. Estaba enfermo, cansado y nervioso.

Era de vital importancia que los hombres de las jarcias y las burdas aflojasen las cuerdas en el instante necesario, para que resbalasen por las garruchas y evitaran tirar demasiado de ellas cuando el cabeceo de la nave hubiese inclinado el palo hacia aquel lado. Sin embargo, era eso precisamente lo que hacían empecinadamente, tan obsesionados estaban procurando tener los cabos bien tirantes para impedir que el palo bamboleante se curvase excesivamente. Dos veces había estado en grave peligro de soltarse; era necesario aprovechar el instante en que el buque, al inclinarse en sentido opuesto, neutralizara la dificultad. La voz de Hornblower estaba ronca de tanto gritar.

Despacio, muy despacio, el palo se levantaba del puente, ondeaba, se erguía. La mirada calculadora de Hornblower, midiendo las tensiones y las reacciones, veía aproximarse el momento crítico, aquél en que las garruchas no podrían ya levantar su extremo, y el último esfuerzo deberían efectuarlo burdas a popa. Igualmente críticos fueron los momentos que siguieron, porque el árbol no debía verse privado del sostén de las poleas. Tuvieron que separarse las cuerdas del torno y fueron las burdas las que terminaron el trabajo. Dos cabos con toda su largura habían sido pasados en torno al palo, que seguía pendiendo oblicuamente; alrededor del trozo de mesana, que permanecía vertical, un grupo de hombres estaba preparado para tensar las cuerdas con barras de cabrestante a la manera de un torniquete. En aquellos momentos, las burdas estaban en desventaja desde el punto de vista mecánico y no hubiesen soportado el esfuerzo que se les exigía si el torno se hubiera empleado para levantar el palo por la fuerza.

Era necesario aprovechar el movimiento del buque. Hornblower debía observar cuidadosamente cada movimiento, ordenar a los hombres que esperaran cuando se inclinase, y luego, a medida que el buque se levantaba de proa sobre la blanquecina espuma y se elevaba de nuevo, hacer trabajar a hombres con el torno, los torniquetes y los cabos, todo a la vez; luego, pararlo todo simultáneamente, apenas volviese a bajar la proa. Dos veces tuvo éxito la maniobra, pero a la tercera estuvo a punto de fracasar, porque se levantó inesperadamente la popa a causa de una ola.

Finalmente, a la cuarta vez, alcanzaron un completo éxito. El palo estaba en pie de modo que las jarcias y vergas se hallaban en sus lugares y todo podía ser puesto en tensión sin temer para nada el cabeceo. Sólo había que fijar las jarcias y burdas y asegurar el nuevo palo a lo que quedaba del roto; pero la parte más difícil del trabajo estaba hecha. Hornblower se dejó caer, extenuado, contra la balaustrada, y pensó que realmente debían de ser de acero aquellos viejos lobos de mar, pues aún tenían fuerzas para prorrumpir en roncos gritos de júbilo, mientras daban los últimos toques al trabajo.

Se halló al lado de Bush. Llevaba la cabeza vendada de cualquier manera, con un lienzo ensangrentado; un casco, al caer, le había herido en la frente.

—Ha sido un trabajo magnífico, si me permite que se lo diga, señor —dijo.

Hornblower lo miró de soslayo, desconfiando, como siempre, de los cumplidos, pues conocía demasiado bien su propia debilidad. Pero el tono de Bush le pareció sincero.

—Gracias —le dijo, casi con desagrado.

—¿He de mandar a alguien a las gavias y a las vergas, señor?

Hornblower volvió a inspeccionar el horizonte. Persistía la violencia del huracán; solamente un punto gris y lejanísimo indicaba el lugar en que se hallaba el Natividad, soportando la tormenta como juguete de las olas. Hornblower se dio cuenta de que no había ninguna posibilidad de desplegar velas por el momento, ninguna de renovar el ataque, ahora que el enemigo estaba todavía inerme. Era un trago muy amargo. Se figuraba lo que dirían en las oficinas cuando enviase su informe al Almirantazgo. Sus declaraciones de que el tiempo era demasiado desapacible para renovar el ataque, después de las graves averías sufridas, serían acogidas con sonrisas de conmiseración y habría quien movería la cabeza incrédulamente. Una vieja excusa, como la del choque con un bajío no señalado en las cartas de navegación, para explicar un accidente… Cobardía moral y tal vez cobardía física: tal sería el comentario que merecería. A diez mil millas de distancia, ¿quién podría juzgar la violencia de la tempestad?

Podía, en parte, librarse de su responsabilidad pidiendo su opinión a Bush y exigiéndosela por escrito; pero desechó indignado el pensamiento de mostrarse débil ante un inferior.

—No —dijo lacónicamente—. Nos quedaremos aquí hasta que mejore el tiempo.

Un relámpago de admiración pasó por los ojos de Bush, inyectados en sangre. Era capaz de admirar a un capitán que sabía compendiar en media docena de palabras una decisión que tocaba muy de cerca su reputación de oficial. Hornblower se dio cuenta de ello, pero su maldita desconfianza le impidió dar la debida interpretación al silencio de Bush.

—Sí, señor —se apresuró a decir el segundo de la Lydia, puesto en guardia ante el severo ceño de Hornblower.

Tal vez era mejor no insistir; solamente su afecto por su superior le impulsó a hacer una nueva pregunta:

—¿Por qué no descansa un poco, capitán? Me parece que está muerto de cansancio. Permítame que mande preparar en la cámara una litera para usted. Haré poner un biombo delante.

Bush sintió un cierto cosquilleo en la mano; había estado a punto de cometer la locura de dar unos golpecitos en la espalda del capitán. Pero se había detenido a tiempo.

—¡Tonterías! —contestó Hornblower.

¡Como si el capitán de una fragata pudiese consentir en reconocer públicamente que estaba cansado! Hornblower no quería mostrar debilidad alguna. No se fiaba de nadie; no podía olvidar que, durante su primer viaje, el segundo oficial que entonces tuvo había sabido aprovecharse de los errores que cometió.

—Es usted quien necesita descanso —dijo en voz alta—. Despida a la guardia de estribor y vaya abajo. Antes que nada, que le curen esa frente. Estando el enemigo a la vista, continuaré en cubierta.

Polwheal fue después a molestar al capitán. Hornblower no dejó de preguntarse si había ido a verle por propia iniciativa o enviado por Bush.

—He ido a ver a la señora —dijo Polwheal.

Hornblower estaba pensando en aquel momento en el problema de cómo colocar a lady Bárbara a bordo de una nave averiada que se preparaba de nuevo para entrar en combate.

—He colocado un tabique en el sollado para hacerle un poco de sitio, capitán —continuó diciendo Polwheal—. Ahora, los heridos están casi todos aletargados. También le he dejado preparada una hamaca… y se ha dormido inmediatamente como un pajarito. Ha comido algo, también… Lo que quedaba del pollo asado y una copa de vino. Ella no quería, señor, pero la he convencido.

—Has hecho bien, Polwheal.

Era para él un gran alivio sentirse libre de aquella responsabilidad.

—Y ahora usted, capitán —continuó diciendo Polwheal—. Le he subido ropa seca del baúl que hay en el almacén… Temo que la última descarga lo haya estropeado todo en vuestra cabina. También le he traído un capote caliente y seco. ¿Prefiere cambiarse aquí o bajo cubierta, capitán?

Polwheal sabía tomarse aquellas libertades, y conseguir lo demás con persuasión. Hornblower casi se había resignado a llevar sobre sus cansados miembros, durante toda la noche, mientras duraban sus paseos por cubierta, sus vestidos empapados por el agua del mar. El nerviosismo que le dominaba no le permitía hallar otra solución. Polwheal, como por arte de encantamiento, hizo aparecer la silla extensible de lady Bárbara e indujo al capitán a sentarse y a tomar un poco de galleta y ron. Le echó el capote sobre los hombros y pareció considerar ya resuelto que se iba a quedar allí, ya que se empeñaba en no querer bajar mientras el enemigo estuviera a la vista.

El capitán, sentado, mientras la espuma le rociaba el rostro bajo el bamboleo de la marejada, dejó caer la barbilla sobre el pecho y se durmió. Se apoderó de él un sueño inquieto, agitado por las sacudidas del buque, pero que le devolvía las perdidas fuerzas, a pesar de despertarse frecuentemente. Dos veces le despertaron sus propios ronquidos. Otras se ponía en pie de un salto, para ver si encalmaba el tiempo; otras le despertaban sus propios pensamientos, que se agitaban aún en su conciencia. Por milésima vez se preguntaba angustiado qué opinión merecerían en Inglaterra él y su tripulación después de aquella batalla. Poco después de medianoche su instinto de marino le anunció que ya era hora de despabilarse del todo. Cambiaba el tiempo. Hornblower se levantó dolorido. La nave seguía cabeceando espantosamente, pero llegó a la nariz del capitán cierto efluvio que no podía engañarle: iba a producirse una mejoría.

Se acercó al castillo y, de pronto, como por encanto, surgió Bush de la oscuridad.

—Capitán, el viento cambia hacia el sur, y me parece que es menos violento.

El viento, al cambiar, rompía las anchas olas del Pacífico; se hacían más altas.

—Sin embargo, el cielo continúa encapotado, negro como el alma de un condenado —barbotó Bush, oteando la oscuridad.

A cierta distancia de allí —lo mismo podía ser a veinte millas que a doscientas yardas—, el Natividad luchaba contra las mismas dificultades. Si la luna atravesara las nubes, podrían encontrarse, de un momento a otro, con la nave española. Pero mientras hablaban, la oscuridad era tal que desde el castillo apenas podían distinguirse las velas de gavia, de no ser por un ligero resplandor.

—La última vez que la vimos corría a sotavento mucho más velozmente que nosotros —añadió Bush, pensativo, aludiendo al Natividad.

—Yo también me he dado cuenta —exclamó Hornblower.

Con aquella oscuridad, aunque el viento se calmase no habría ocasión de hacer nada. Hornblower preveía alguno de los largos intervalos de ocio en los cuales todo está dispuesto y nada queda por hacer que suelen darse en la vida de un oficial naval, y que tanto irritación le cansaban si dejaba que lo hicieran. Pero ésta era ocasión de mostrarse como un hombre de nervios de acero, un hombre que no se preocupaba por nada. Aparatosamente, bostezó.

—Creo que voy a descabezar otro sueñecito —dijo con indiferencia—. Cuide de que los vigías estén bien despiertos, señor Bush. Llámeme en cuanto claree.

—Sí, señor.

Hornblower se envolvió de nuevo en el capote y se tumbó sobre la silla extensible, permaneciendo en ella el resto de la noche más despierto que nunca, pero tan inmóvil que los oficiales de la toldilla podían muy bien suponerlo dormido y admirar la firmeza de sus nervios. Entretanto, él tenía ocasión de reflexionar sobre el plan de acción que Crespo podía tramar en su contra.

El Natividad estaba tan maltrecho que, probablemente, sería inútil que intentara reparar sus averías en alta mar. El «vicealmirante» tendría el mayor interés en regresar lo antes posible al golfo de Fonseca. Allí podría reparar el palo de trinquete y colocar un nuevo mastelero de mayor. Si la Lydia intentaba cortar el camino del Natividad, éste podría fácilmente arrollarla, dado su mayor tamaño, y, aparte de esto, disponía de la ayuda de embarcaciones de remo y tal vez hasta de las baterías de costa; podía incluso desembarcar a sus heridos y llenar de nuevo los vacíos de sus filas producidos por la reciente lucha. Cualquier campesino serviría para el caso. Crespo era un hombre tan acomodaticio que no desdeñaría una retirada, si ésta fuese en beneficio de sus intereses. Lo dudoso era que se atreviera luego a enfrentarse con el Supremo, después de una derrota.

Hornblower estudiaba el pro y el contra de sus suposiciones, teniendo en cuenta el carácter de Crespo y lo que sabía del Supremo. Recordaba la facilidad de palabra del primero; aquel hombre era capaz de convencer hasta a su propio jefe de que la vuelta a sus bases sin haber vencido a la Lydia formaba parte de un astuto plan de acción para desembarazarse completamente de su enemigo. Seguramente, la mejor solución para él era regresar, y sin duda ésta debía de ser la que había adoptado. Pero esta resolución suponía una pretendida fuga de la Lydia. En tal caso, Crespo… Febrilmente, la imaginación de Hornblower comenzó a calcular mentalmente la actual posición del Natividad y su futura ruta. Dado su mayor tamaño y sus dos cubiertas, habría derivado más a sotavento todavía durante la noche. Al caer de la tarde marchaba ya muy a sotavento. Con el viento, que se moderaba cada vez más y no tardaría en ceder, se hallaría en condiciones de desplegar las velas que su averiada situación le permitiese. Pronto habría viento contrario para arribar al golfo de Fonseca. Seguramente, Crespo juzgaría peligroso dirigirse hacia tierra. La Lydia podría cortarle el paso entre el mar y la costa y obligarle a la lucha. Más bien había que suponer que se mantendría en alta mar, lo más distante posible de tierra, y que se dirigiría hacia el sur, buscando más tarde el modo de virar hacia el golfo de Fonseca sin ser visto desde tierra, efectuando un gran rodeo. En este caso, Hornblower debía calcular cuál era, poco más o menos, la posición de la Lydia al amanecer. Y se abismó en sus cálculos mentales.

Oyó los ocho toques y la llamada a la guardia. Oyó a Gerard que relevaba a Bush. Cedía rápidamente el viento, aunque el mar no parecía calmarse. Se había despejado un poco el cielo y en algunos claros asomaban las estrellas. Ahora, Crespo estaría en situación de emprender la huida. También para Hornblower era tiempo de tomar una resolución. Levantándose, se acercó al timón.

—Izaremos velas inmediatamente, por favor, señor Bush —dijo.

—Sí, señor.

Hornblower señaló la ruta. Sabía muy bien, al hacerlo, que podía equivocarse un poco. También era muy posible que se hubiese equivocado en todos sus cálculos. A partir de es momento, cada bordada que diese la Lydia podía llevarla en dirección diametralmente opuesta a la del Natividad, y si éste llegaba a refugiarse en el golfo de Fonseca, sería muy posible que el capitán Hornblower no consiguiera jamás destruirla. No faltaría quien inmediatamente atribuyese a la incompetencia su fracaso, y no serían pocos los que tal vez le llamaran cobarde.