CAPÍTULO 15

En pie sobre el castillo se hallaba el capitán de la Lydia, su nave puesta a la capa con los estays y las gavias del palo mayor terciadas, cabeceaba pesadamente sobre un mar extraño. Llovía con una violencia tan grande que era imposible ver a unos pasos de distancia. Caían sobre la cubierta montañas de agua; el capitán estaba empapado como si se hubiera zambullido en el mar, pero no hacía caso alguno. Acudían todos a él: el primer oficial, los artilleros, el contramaestre, el carpintero, el cirujano y el sobrecargo. Era necesario reparar las averías, aunque era dudoso que aquel inválido bajel pudiese afrontar la tempestad que rugía a su alrededor.

—¿Qué es lo que debo hacer, capitán?

Era el cirujano, que, en aquel momento, se dirigía a Hornblower y, con el semblante pálido de pavor, se retorcía las manos.

Cuando murió Hankey, Laurie, el ayudante del sobrecargo de a bordo, fue nombrado cirujano. En la oscuridad de la enfermería, tenía nada menos que a cincuenta heridos, cincuenta desdichados que se retorcían entre espasmos de dolor, algunos de los cuales habían perdido brazos o piernas, y todos reclamaban el socorro que aquel infeliz no podía darles.

—¿Qué es lo que debo hacer? —Hornblower, exasperado ante aquella incompetencia, repetía la pregunta—. ¡Después de dos meses de estudiar sus obligaciones me pregunta qué es lo que debe hacer!

Laurie retrocedió, acobardado ante semejante reprimenda, y Hornblower comprendió que no le quedaba más remedio que inyectar un poco de valor en el ánimo de aquel cobarde, ayudándole lo mejor que pudiera.

—Escúcheme bien, Laurie —le dijo, más amable—. Nadie espera que haga milagros. Haga lo que pueda… Bastará que alivie un poco el dolor de aquéllos que van a morir… Le autorizo a considerar como tales a quienes hayan perdido un brazo o una pierna. Déles láudano. Veinticinco gotas, o más incluso si no bastan. Finja que les venda; dígales que seguramente se curarán y que tendrán una pensión durante cincuenta años. En cuanto a los demás, use el sentido común. Véndeles fuertemente hasta que no sangren. Tiene usted bastantes lienzos para vendar a todo el mundo. Los huesos rotos, átelos con tablillas. No mueva a los heridos más que lo absolutamente necesario. Que estén lo más tranquilos que sea posible. Un sorbo de ron para cada uno y prométales otro para cuando den las ocho campanadas, si son buenos y están tranquilos. Nunca vi a ningún marinero que no fuese capaz de atravesar los fuegos del infierno por un sorbo de ron. Baje ahora y haga lo que le digo.

—¡Sí, señor!

Consciente de su propio deber y de la responsabilidad que pesaba sobre él, Laurie se dirigió a su trabajo sin detenerse un segundo a contemplar el infierno que en aquel instante se desencadenaba sobre la cubierta central. Uno de los cañones del doce, al que una de las últimas descargas del Natividad le había roto la retranca, había terminado desasiéndose y rodaba de un lado a otro del puente, y con su enorme peso muerto de tonelada y media amenazaba destrozar todo lo que se pusiese por delante y terminar hundiendo los parapetos. Galbraith, con una veintena de hombres provistos de amarras y otros cincuenta con hachas, lo seguía cuidadosamente de un lado a otro en su peligrosísima peregrinación, con la esperanza de atarlo o reducirlo a la impotencia. A un nuevo bandazo de la Lydia dio el cañón media vuelta y se dirigió velozmente hacia el grupo de hombres antes de que éstos pudieran evitarlo. Con las ruedas rechinando como una piara de cerdos se hundió en medio de aquella masa humana ululante y se estrelló contra el palo mayor, que dejó escapar un espantoso crujido.

—¡Ahora es la ocasión, muchachos! ¡Echaos sobre él! —les gritó Hornblower.

Galbraith, con riesgo de su vida, intentó meter una cuerda por una garrucha. Apenas lo había conseguido cuando el cañón hizo un nuevo movimiento, girando sobre sí mismo y amenazando con anular todos los esfuerzos.

—¡Aquí las amarras! —rugió Hornblower—. ¡Aprisa, allí! Señor Galbraith, dé una vuelta a aquel cabo en torno al palo mayor. Whipple, meta el cabo por el anillo de la retranca. ¡Pronto! ¡Ahora, una vuelta!

Hornblower había realizado el milagro que le fue imposible efectuar a Galbraith. En un abrir y cerrar de ojos había conseguido coordinar los esfuerzos de todos, logrando amarrar el cañón y reducirlo a la impotencia. No quedaba otra cosa que hacer excepto la peligrosa maniobra de que rodara hacia atrás y asegurarlo con una nueva amarra. Howell, el carpintero, estaba detrás del capitán, esperando que pudiese abandonar un momento el asunto del cañón para dedicarle toda su atención.

—En la sentina hay más de cuatro pies de agua, capitán —decía el buen hombre, golpeándose la frente—. Y no tardaremos en llegar a los cinco. Entra a borbotones, capitán. ¿Podría prestarme algunos hombres para las bombas, capitán?

—No, hasta que hayamos inmovilizado ese cañón —contestó Hornblower—. ¿Qué avería ha encontrado?

—Siete boquetes de proyectil, capitán; todos, bajo la línea de flotación. Es difícil taparlos con este temporal, capitán.

—¡Ya lo sé! —Hornblower estaba sombrío—. ¿Dónde están?

—Casi todos en la proa, capitán. Uno atravesó de parte a parte la tercera cubierta a estribor, y otros dos…

—Enviaré algunos hombres a taponarlos con unas lonas, en cuanto me sea posible. Entre tanto, que los hombres de que dispone sigan dándole a las bombas. Vaya con los demás que están con el primer oficial.

Éste, con el contramaestre, tenía mucho que hacer para colocar un nuevo palo de mesana. El contramaestre se había dirigido, muy desconsolado, al capitán, haciéndole saber que los proyectiles habían estropeado la mitad de los palos de reserva, los que estaban amarrados detrás de las pasarelas. Sin embargo, quedaba un palo mayor que podía utilizarse. Levantar un palo de cincuenta y cinco pies y ponerlo en posición vertical no era tarea fácil, y si con el mar en calma era una ruda tarea, hay que suponer lo que resultaría con el océano Pacífico enfurecido de aquel modo. En un puerto habrían abarloado a su costado un barco viejo, una machina flotante, y hubieran usado los dos inmensos mástiles que le servían de cabrias como guía para levantar el nuevo mástil y colocarlo verticalmente en el buque, pero allí no podía ni soñarse en tal cosa, por lo que el problema de levantar un palo de tal tamaño hubiera resultado insoluble para quienes no tenían la larga práctica y la gran energía de viejos marinos como Bush y Harrison.

Por suerte, había quedado del viejo palo de mesana un pedazo de unos nueve pies de largo, en el que se podía asegurar directamente el nuevo mástil en lugar de hacerlo en el puente. A fuerza de garruchas y poleas, habían conseguido arrastrarlo hasta hacer coincidir su extremidad inferior con la del palo roto. Harrison dirigía la colocación de las jarcias en lo que ya era un nuevo palo de mesana, después de lo cual restaba sujetar los obenques al nuevo palo; luego, tendrían que prepararlo para que recibiera el tamborete y los refuerzos longitudinales que el carpintero y sus ayudantes estaban terminando.

Entre tanto, los hombres de Harrison dirigían los esfuerzos de otros dos grupos en la parte inferior del palo de mesana, a fin de mantenerlo bien fijo mientras lo fueran levantando. Bush se había cuidado ya de hacer poner unas garruchas en el palo mayor, que ayudarían a ello. Otro grupo de hombres colocaban apresuradamente nuevas velas en el mástil. Bajo las órdenes de Simonds, los artilleros ordenaban la desmantelada carronada del alcázar. Gerard dirigía a los gavieros, que reparaban las averías de los otros palos fijos y móviles.

Todos aquellos trabajos se efectuaban bajo una lluvia torrencial, entorpecidos por violentas ráfagas de viento. No obstante, el calor era tal que ni la lluvia ni el viento conseguían refrescar a los hombres. Entregados febrilmente a su tarea, no sabían ya si sus desnudos cuerpos chorreaban lluvia, sudor o espuma del mar. La cubierta de la Lydia era un infierno de febril y ordenada actividad.

Un imprevisto recrudecimiento de la lluvia anunciaba una tregua en la tormenta. Buscando un punto de apoyo sobre el puente movible, Hornblower miró con el catalejo. El Natividad aparecía de nuevo, cabeceando sobre un mar gris y cubierto de espuma. También estaba muy averiada, y, desarbolada a medias, se inclinaba extrañamente sobre un costado. Hornblower no advertía indicios de actividad sobre su cubierta; no parecía que trabajaran en reemplazar la destrozada arboladura. Tal vez no tuvieran a bordo nada que pudiera sustituir al palo perdido. En este caso, apenas pudiese llevar a la Lydia a barlovento tendría a merced suya al Natividad, siempre, desde luego, que el mar no estuviese tan movido como para impedir el tiro de la artillería.

Miró con el catalejo en torno suyo. La furia de la tormenta no parecía ceder, y hacía ya rato que había pasado el mediodía. Con la llegada de la noche podía perder de vista al enemigo y la oscuridad les ofrecería a los otros una tregua para reparar sus averías.

—¿Cuánto tiempo tardaremos, señor Harrison? —preguntó al contramaestre.

—No mucho, capitán. Ya hemos adelantado bastante, señor.

—Ha tenido tiempo de sobra, y más del necesario para todo. Venga, apriete a sus hombres.

—Sí, señor.

A Hornblower le parecía oír casi las maldiciones que en su fuero interno le dirigían los hombres; no sospechaba que, a pesar de esto, le admiraban, como admira ese tipo de gente a un jefe riguroso.

Ahora era el cocinero quien se presentaba ante él. El cocinero y sus ayudantes eran los únicos hombres sin nada que hacer a bordo, aparte de la tarea que les habían encomendado y que nada tenía de agradable.

—Estamos preparados, señor.

Sin pronunciar una palabra, Hornblower echó a andar por la pasarela de estribor, sacándose de un bolsillo el libro de oraciones. Allí estaban los catorce cadáveres, envueltos en los coys cosidos como sacos, con una carga de plomo cada uno. Hornblower sopló largamente con su silbato de plata e inmediatamente cesó toda actividad en el buque, mientras él, entre la necesidad de apresurarse y la solemnidad del momento, leía febrilmente el oficio fúnebre de los muertos en el mar.

—«Confiamos tus despojos mortales al abismo…».

El cocinero y sus ayudantes levantaban unos sacos y con un siniestro chapaleo caían los cuerpos al mar, que se los tragaba inmediatamente. El capitán leía las últimas plegarias. Apenas hubo concluido, volvió a sonar el silbato y se reanudó el apresurado y ruidoso trabajo. Casi lamentaba haber tenido que escamotear a la tarea aquellos contados minutos, pero de no haberlo hecho, sus hombres se hubieran sentido ofendidos al ver arrojar al mar los cadáveres de sus compañeros sin dedicarles la más mínima ceremonia. Como todas las gentes sencillas, daban un gran importancia a las formalidades.

Una nueva preocupación le asaltaba. Allá venía lady Bárbara, sorteando los obstáculos de la cubierta y llevando agarrada a su falda a la negrita.

—Había dado la orden de que permaneciese bajo cubierta, señora —gritó de lejos—. Éste no es un lugar adecuado para usted.

Antes de contestar, lady Bárbara dirigió una mirada en torno suyo.

—Ya lo veo, y no tengo necesidad de que me haga notar… No tengo la intención de estorbarle, capitán —añadió más suavemente—. Tan sólo me dirigía a mi camarote.

—¿A su camarote?

Hornblower se echó a reír. Cuatro descargas del Natividad habían destrozado la cabina, y la idea de que lady Bárbara quisiese encerrarse en ella le parecía extraordinariamente grotesca. Rió de nuevo y luego se contuvo, avergonzado de haberse dejado dominar por un ataque de risa nerviosa.

—Si viese lo que ha quedado de él, señora… Lo siento mucho, pero no tiene más remedio que volver adonde estaba. De momento, no puedo ofrecerle un sitio mejor.

Lady Bárbara pensó en la bodega de donde acababa de salir. Oscura como boca de lobo, con el espacio justo para sentarse encogida, y con las ratas que corrían y chillaban entre sus piernas; la nave dando bandazos y sacudidas, y Hebe que, sentada a su lado, chillaba de miedo; el retumbar de los cañones y las sacudidas del maderamen a cada disparo; el formidable chasquido que conmovió a la nave desde la quilla hasta las cofas cuando cayó el palo de mesana… Y desconocer lo que sucedía y cuál era la suerte de la batalla… En aquel preciso instante seguía aún ignorando si se había ganado o perdido la batalla, incluso si se hallaba en un período estacionario. Pero el hedor de la sentina, el hambre, la sed…

Le asustaba el pensamiento de volver allá. Vio luego la fatigada fisonomía del capitán, pálida y llena de arrugas, a pesar del bronceado de la piel; no le pasó inadvertido el tono estridente y casi histérico de la risa que se le había escapado y que interrumpió de pronto, y el esfuerzo que debió de hacer para aparentar un aspecto tranquilo y lleno de naturalidad. El capitán tenía desgarrada la casaca por un hombro y los blancos calzones manchados de sangre, o, por lo menos, a ella se lo pareció. Entonces sintió por él una inmensa piedad y comprendió que hablarle de ratas, malos olores y temores infundados hubiese sido una ridicula estupidez.

—Muy bien, capitán —dijo tranquilamente, y se dispuso a volver sobre sus pasos.

Iba la negra a lanzar un chillido, pero un empellón de lady Bárbara, que se la llevaba a rastras, le cerró la boca.