Pero sabía muy bien, y se lo repetía a sí mismo en tanto se ponía en pie, que un sólo instante de vacilación en preparar de nuevo a la Lydia para la acción podía resultar fatal.
—¡Guardia de popa! —rugió, y su propia voz le sonaba extraña—. ¡Clay! ¡Beskins! ¡A las hachas! ¡Hay que cortar toda esta ruina!
Clay llegó apresuradamente, a la cabeza de un grupo de hombres provistos de hachas y machetes. Mientras cortaban a hachazos los cordajes de mesana, Hornblower descubrió a Bush, que estaba sentado en el suelo, tapándose la cara con las manos; alguna astilla debió herirle al caer, pero no era tiempo de averiguar qué le ocurría. Inexorablemente, adelantábase hacia ellos el Natividad. Hornblower podía ver sobre el puente de la nave enemiga a unas figuras exultantes que gesticulaban y saludaban con sus gorros. Le pareció que llegaban a sus oídos, a través del tumulto que les rodeaba, el zumbido de las jarcias del Natividad, el rodar de sus cañones cargados y vueltos a colocar en posición de tiro, mientras era gobernado de modo que pudiese pasar lo más cerca posible de la Lydia. Hornblower vio el bauprés; sintió llegar sobre él la arrizada vela del trinquete enemigo y luego una furiosa tempestad de cañonazos sobre la proa de la Lydia. El humo, empujado por las ráfagas huracanadas, le envolvió, cegándolo. Tras cada proyectil que daba en el blanco sentía temblar el maderamen de la cubierta. Oyó un alarido desgarrador entre los hombres de Clay, situados detrás de él. Una astilla pasó rozándole la mejilla, y luego, cuando parecían querer anonadarlo la muerte y la destrucción, terminó la espantosa serie de cañonazos y se disipó el humo poco a poco. El Natividad se había alejado; él estaba vivo y dirigía en torno suyo una mirada atónita. La cureña de la última carronada de popa se había soltado y uno de los hombres de Clay se revolvía dando alaridos sobre el suelo con las piernas cogidas debajo de aquélla, mientras algunos compañeros se esforzaban en vano en liberarlo.
—¡Dejadlo! —gritó Hornblower.
La necesidad de dar aquella orden tan cruel hacía que su voz se volviese tan estridente y ronca como la del infeliz en la agonía.
—¡Despejad esa ruina! ¡Clay, que trabajen sus hombres!
A cierta distancia, sobre las ondas grises, el Natividad viraba lentamente para infligir nuevos golpes al ya inerme adversario. Suerte que, gracias a su pesadez y lentitud, como las de todos aquellos buques de cuarta fila, a Hornblower le quedaría tiempo suficiente para arreglar la Lydia de modo que pudiese afrontar nuevamente a su adversario.
—¡A la cofa del trinquete! ¡Señor Galbraith, mantenga las velas de proa!
—¡Sí, señor!
La falta de la vela de estay del mastelero de proa y de la vela de contrafoque serviría para estabilizar hasta cierto punto la pérdida de las gavias de mesana y la cangreja de popa. Manejando el timón se podía dominar a la Lydia y aguantar la embestida del potente adversario.
Pero no había esperanza alguna de lograrlo mientras todos aquellos despojos colgaran de la popa como una enorme ancla. Hasta que no cortaran todo aquello, la nave seguiría indefensa, a merced del viento y sufriendo resignadamente los ataques del enemigo.
A Hornblower le bastó una mirada para ver que el Natividad había dado ya la vuelta y se preparaba de nuevo a cruzar por la popa de la Lydia.
—¡Aprisa! —gritó a los hombres que trabajaban incansablemente cortando a hachazos aquel enredo—. ¡Arriba, Holroyd! ¡Abajo, a la cadena de mesana, Tooms!
Sólo entonces se dio cuenta del tono estridente y exasperado que tenía su voz. A toda costa debía conservar ante Clay y sus hombres la fama de imperturbabilidad. Con un enorme esfuerzo consiguió esperar casi con indiferencia al Natividad, que, de un momento a otro, caería sobre ellos amenazadoramente. Esbozó una sonrisa, se encogió de hombros y habló con su acostumbrada voz.
—¡No os preocupéis de ellos, muchachos…! Primero desembaracémonos de toda esta ruina y luego daremos su merecido a esos Dagos.
Con redoblada energía, los hombres cortaban el laberinto de cuerdas. Una parte se soltó. La Lydia, levantándose sobre una ola gigantesca, echó a rodar por la cubierta una parte de las jarcias caídas, arrastrando a tres hombres con ellas. Agarrando la primera hacha que le vino a mano, Hornblower se puso desesperadamente a cortar el intrincado montón de duras cuerdas, que, con el balanceo del buque, iba de un lado a otro. De soslayo observaba al Natividad, pero no tenía tiempo para examinar cuidadosamente todos sus movimientos; de momento, no era más que un molesto obstáculo para la urgentísima tarea, no una amenaza mortal.
Después se halló nuevamente sofocado por una nube de humo y ensordecido por el retumbar de los cañonazos. Oyó silbar en torno suyo los proyectiles y las astillas. Cesaron los gritos del hombre cogido por la carronada; Hornblower sintió bajo sus pies un funesto crujido de tablas y sospechó que la Lydia había sido herida en un punto vital. Pero estaba demasiado absorto en su trabajo. Bajo los golpes de su hacha, el estay de mesana se partió en dos; otra cuerda tendida le cerraba el paso y la cortó también. Mientras efectuaba estas operaciones, sus ojos se fijaban en nimiedades como las hendiduras del pavimento de cubierta, notó el golpe de otra cuerda cortada y comprendió que, poco a poco, la cubierta se despejaba de todo aquel destrozo que la cubría. Entonces Hornblower encontró a Clay a sus pies, tendido en cubierta y decapitado. Lo examinó como un extraño fenómeno, lo mismo que antes habían llamado su atención las hendiduras del pavimento.
Una imprevista oleada lo empapó por completo. Secándose los ojos, miró en torno suyo. Muchos de los hombres que habían estado con él en cubierta, infantes de marina, marineros y oficiales yacían muertos. Simonds había hecho colocar a los soldados supervivientes junto a los parapetos y dispuestos a contestar con fuego de mosquete a los cañonazos del Natividad. Bush estaba en la cofa mayor, y al verlo, comprendió Hornblower que había sido él quien cortó el estay del mastelero de popa, consiguiendo librar definitivamente al bajel. Al timón, dos hombres miraban fijamente ante sí, inmóviles como estatuas; no eran los mismos de cuando empezó el combate, pero la férrea disciplina y la práctica inflexible habían hecho que, a través de las vicisitudes de la lucha, nunca quedase aquel puesto abandonado.
Por la aleta de estribor, el Natividad estaba virando de nuevo. Hornblower se dio cuenta, con un estremecimiento, de que aquella vez no podía someterse mansamente al castigo que la otra nave estaba dispuesta a administrarle. Le costó un gran esfuerzo ponerse a pensar en cómo hacer virar su buque, pero al final consiguió concentrarse y calcular la fuerza proporcional de la gavia en comparación con la gavia del trinquete, y visualizar mentalmente las posiciones relativas del centro del barco y del palo mayor… Afortunadamente, este último estaba un poco escalonado a popa.
—¡Hombres a los brazos! —exclamó—. Señor Bush, vamos a intentar ponerla contra el viento.
—Sí, señor.
Miró al Natividad que cabeceaba dirigiéndose hacia ellos.
—¡Todo a estribor! —ordenó al timonel—. Vosotros, quedaos junto a vuestros cañones.
Los hombres de la Lydia vieron a la estropeada proa del Natividad volverse lentamente hacia ellos. En un fugacísimo instante, los timoneles consiguieron virar de modo que dieran el flanco al viento, sin desviarse de su rumbo. El Natividad pasó, veloz como un rayo.
—¡Fuego! —rugió Gerard, con la voz ronca por la emoción.
De nuevo, el estampido de los cañones hizo estremecer profundamente a la Lydia y el humo invadió sus puentes. A través de su espesa cortina llegó la descarga de metralla del Natividad.
—¡Magnifico, muchachos! ¡Buen blanco! —gritaba Gerard—. ¡Les hemos partido el trinquete! ¡Estupendo, chicos!
Los artilleros prorrumpieron en un grito salvaje, aunque las doscientas voces sonaron débilmente en medio del fragor de la tormenta. En el furor del combate, habían asestado un gran golpe al Natividad. A través del humo, Hornblower vio los obenques del palo de trinquete del Natividad aflojarse de repente, tensarse de nuevo y luego volverse a aflojar, y después el palo de trinquete entero se inclinó hacia delante. El mastelero de gavia dio un latigazo y luego siguió al otro palo, y ambos cayeron por la borda y desaparecieron. Al momento el Natividad se volvió contra el viento, mientras la Lydia cabeceaba y se volvía a favor del viento, a pesar de los esfuerzos de los hombres al timón. El estrépito de la tormenta llenaba los oídos de Hornblower, mientras el gris brazo de mar que separaba a las dos naves se ensanchaba cada vez más. Sonó un último disparo y los dos enemigos siguieron meciéndose violentamente sobre las turbulentas olas, inermes e incapaces ya de hacerse daño alguno.
Hornblower volvió a limpiarse el agua que le cegaba los ojos. Aquella batalla había sido una pesadilla interminable, cuyas situaciones irreales se resolvían en otras aún más fantásticas. También él seguía viviendo como en una pesadilla. Su cerebro estaba despejado, pero solamente en virtud de su fuerza de voluntad, como si se tratara de algo antinatural.
La distancia entre ambas fragatas se había ampliado a media milla y continuaba aumentando. Hornblower, con el catalejo, veía sobre el castillo de proa del Natividad un hormigueo de hombres afanándose en torno al destrozado trinquete. La victoria sería de la nave que primero pudiese valerse. Hornblower cerró de golpe el catalejo y se volvió para afrontar fríamente los problemas que exigían una inmediata solución.