El capitán Hornblower, tendido boca arriba en su litera, lanzaba al aire espesas nubes del humo de uno de los cigarros del general Hernández, hacia arriba, en dirección a la cubierta, donde, a pocos palmos de él, se hallaba sentada lady Bárbara. Se reponía lentamente de una jornada bastante fatigosa, que empezó al entrar en la rada en Panamá —con todos los nervios en tensión ante el temor de que la Lydia pudiese caer en una celada— y terminó —al menos hasta ese momento— con aquel desagradable asunto del ancla. Entre ambos extremos, la llegada de lady Bárbara, su instalación a bordo y la visita que había efectuado al virrey de Nueva Granada.
El virrey se había mostrado como un auténtico caballero español de la vieja escuela. Hornblower decidió que el virrey estaba dispuesto a entrar en tratos con el Supremo en cualquier momento. El Supremo podía tener la desagradable costumbre de ejecutar hombres de la forma más brutal, pero sabía tomar decisiones rápidas y se podía confiar en que las órdenes que diera serían obedecidas con idéntica prontitud. El virrey, por otra parte, aunque se hallaba íntimamente convencido de que, tal como sugería Hornblower, era necesario actuar de inmediato en contra de los rebeldes, no se había mostrado dispuesto a emprender acción alguna.
La decisión de Hornblower, que deseaba zarpar de Panamá el mismo día de su llegada, producía al virrey una evidente sorpresa. Había supuesto que la Lydia se quedaría al menos una semana para disfrutar de los festejos y diversiones y gozar de un bien ganado descanso. Estaba de acuerdo en que se debían enviar a Nicaragua un millar de soldados, por lo menos —aunque de este número se componía toda su guarnición—, pero estaba también decidido a posponer hasta el día siguiente la orden necesaria.
Hornblower se vio obligado a usar toda su diplomacia y cuidado para conseguir que el virrey se pusiera inmediatamente manos a la obra y diese las órdenes necesarias desde la misma mesa a que se hallaban sentados para el banquete, dando a sus ayudantes de campo el disgusto de tener que salir a llevar los mensajes bajo un sol terrible y en la sagrada hora de la siesta. El banquete en sí había sido muy pesado. A fuerza de verse obligado a comer manjares excesivamente picantes Hornblower sentía despellejado el paladar. Tanto los manjares condimentados tan abundantemente con especias como la amable e insistente hospitalidad del virrey le forzaron a beber más de la cuenta. En un tiempo en que todos bebían copiosamente, Hornblower, tan parco y abstemio, resultaba un hombre raro. Pero no se abstenía de beber por escrúpulos de conciencia sino porque le resultaba sumamente odiosa la sensación de perder el dominio de sí mismo.
No obstante, no pudo rechazar una última copa de vino, dado el carácter de las últimas noticias que les llegaron. De pronto se sentó en la litera. El desgraciado accidente del ancla casi le había hecho olvidar la noticia. Su buena educación le obligaba a comunicársela inmediatamente a lady Bárbara, a quien le atañía muy de cerca. En un segundo estuvo sobre cubierta. Tiró el cigarro al mar y se dirigió hacia la dama. Gerard, el oficial de guardia, sostenía con ella una animada conversación. Hornblower sonrió interiormente cuando vio al muchacho interrumpir de repente la charla y alejarse.
Lady Bárbara continuaba sentada en la silla extensible al lado de la balaustrada de popa, con la negra a sus pies. Aspiraba a pleno pulmón el fresco viento contra el cual avanzaba la Lydia a todo ceñir, dejando el golfo tras de sí. El sol se hallaba ya en el horizonte, como un enorme disco anaranjado sobre el intenso azul del cielo, y la dama exponía su rostro a sus últimos rayos con una indiferencia que explicaba el dorado tono de su piel y tal vez hasta el hecho de que a los veintisiete años aun permaneciese soltera, a pesar de haber efectuado un viaje a la India. Sin embargo, en la expresión de su rostro había tal serenidad que demostraba que, al menos en aquel momento, no le preocupaba lo más mínimo que se la considerase una solterona.
Lady Bárbara sonrió ante la reverencia que le dedicó Hornblower.
—Es un verdadero placer verse de nuevo en el mar, capitán —le dijo—. Hasta ahora no he tenido ocasión de decirle lo agradecida que le estoy por haberme sacado de Panamá. Ser prisionera hubiese sido ya bastante desagradable, pero verme allí libre y abandonada por razón de las circunstancias me habría vuelto loca. Créame, capitán. Se ha ganado mi agradecimiento eterno.
Hornblower creyó un deber inclinarse de nuevo.
—Espero que los caballeros españoles habrán tratado a Vuestra Señoría con el respeto debido.
Ella se encogió de hombros.
—No puedo quejarme, pero la etiqueta española acaba haciéndose enfadosa. Estaba a cargo de una señora admirable, pero un poco pesada. En la América española, las mujeres reciben el mismo trato que en Arabia. Además, la cocina…
Estas palabras recordaron a Hornblower el banquete que se había visto obligado a soportar, y la expresión que se pintó en su fisonomía provocó una carcajada en la pasajera, tan espontánea, que Hornblower no pudo evitar reír a su vez.
—¿No quiere sentarse, capitán?
Hornblower se sintió ofendido ante aquella invitación. Jamás se le había ocurrido sentarse en el puente de su buque, y no le gustaba cambiar de costumbres.
—Gracias, señora, pero prefiero permanecer en pie. He venido para darle una excelente noticia.
—¿De veras? Entonces, su compañía será doblemente agradable. Soy toda oídos.
—Su hermano, sir Arthur, ha obtenido una gran victoria sobre los franceses en Portugal. Se ha firmado un acuerdo por el que los franceses se comprometen a abandonar el país y entregar Lisboa al ejército inglés.
—¡Oh! Realmente es una buena noticia. Siempre me he sentido orgullosa de Arthur, y ahora lo estaré más que nunca.
—Para mí es una gran satisfacción ser el primero en felicitar a su hermana.
Como por milagro, lady Bárbara consiguió hacer una leve inclinación, a pesar de hallarse sentada. Hornblower se daba cuenta de que tal cortesía no era nada fácil y, a pesar suyo, tuvo que admitir que era un buen detalle.
—¿Y cómo llegó la noticia?
—Fue anunciada al virrey cuando nos hallábamos sentados a la mesa. Llegó a Porto Bello una nave procedente de Cádiz y expresamente enviaron un mensajero a caballo. También hubo otras noticias, pero no sé si ciertas.
—¿En qué sentido, capitán?
—También los españoles se vanaglorian de haber obtenido una victoria. Dicen que todo un ejército de Bonaparte ha sido derrotado en Andalucía. Están pensando en invadir Francia, de acuerdo con los ingleses.
—¿Y cree usted que es verdad?
—No lo creo. Seguramente habrán ahuyentado a algún destacamento, por pura buena suerte. Pero hace falta algo más que un ejército español para derrotar a Bonaparte. No preveo un final rápido a la guerra.
Lady Bárbara aprobó con un serio ademán. Luego miró a lo lejos, hacia donde el sol parecía hundirse en el mar, y la mirada de Hornblower siguió a la suya. Aquellas puestas de sol sobre las aguas azules eran para él un bello milagro de belleza. Ahora, la línea del horizonte cortaba en dos el enorme disco solar. Ambos, silenciosos, lo veían desaparecer rápidamente. Pronto no fue más que una leve curva; se desvaneció, reapareció luego un instante, al elevarse la Lydia sobre las olas que se hinchaban suavemente, y acabó por desaparecer. Al oeste, el cielo era un incendio de oro, pero en el cenit comenzaba a reinar la oscuridad con la venida de la noche.
—¡Bellísimo! ¡Precioso! —exclamó lady Bárbara, con las manos juntas. Calló aún unos momentos antes de reanudar la conversación interrumpida—. Seguramente —dijo— no fue más que un episodio afortunado y los españoles lo consideran como el fin de la guerra. En Inglaterra, el populacho esperará que mi hermano entre en París por Navidad. Si no lo hace así, se olvidarán sus victorias y pedirán su cabeza.
El populacho… Esta palabra hería vivamente a Hornblower. Por su nacimiento y por su sangre, ¿no era también él uno del «populacho»? No obstante, debía reconocer que las observaciones de lady Bárbara eran profundamente exactas. Había resumido la opinión que él mismo tenía, tanto del carácter español como del populacho británico. A esto se sumaba la admiración que había sentido ante la puesta del sol y sus apreciaciones sobre la cocina hispanoamericana. Empezaba a sentirse bien dispuesto en su favor.
—Espero —dijo con cierta solemnidad— que vuestra señoría haya encontrado a bordo todas las comodidades necesarias durante el tiempo que ha durado mi ausencia. A bordo de una fragata no hallará nunca una señora muchos refinamientos, pero confío en que mis oficiales habrán hecho cuanto estuviera en sus manos para agradar a vuestra señoría.
—Gracias, capitán. Han hecho todo lo posible. Ahora, no tengo más que expresar un solo deseo… y más bien es un favor lo que voy a pedirle.
—¿Qué desea vuestra señoría?
—Que no me llame más «vuestra señoría»; llámeme, simplemente, lady Bárbara, si lo desea.
—¡Oh! Ciertamente vuestra… lady Bárbara. ¡Ejem!
La sombra de un par de hoyuelos se dibujó en las mejillas de la dama y sus vivos ojos relampaguearon maliciosamente.
—Y si no le sale eso de llamarme lady Bárbara, capitán, y desea llamar mi atención siempre puede decir: «¡Ejem!».
Ante tanta impertinencia, Hornblower se sintió un poco humillado. Estaba a punto de girar sobre sus talones, aspirando una bocanada de aire para luego aclararse la garganta al expulsarlo, cuando se dio cuenta de que nunca más, por lo menos hasta que desembarcara a la pasajera en cualquier puerto, le sería permitido poder hacer uso de aquella interjeción tan útil y poco comprometedora. Pero lady Bárbara le detuvo, tendiéndole una mano que —no pudo menos de notarlo— tenía los dedos largos y esbeltos.
—Lo siento mucho, capitán —le dijo, apenada—. Le ruego que me excuse… aunque sé perfectamente que eso es imperdonable.
Estaba realmente bonita con aquella suplicante actitud. Hornblower titubeaba, comprendiendo que no se sentía irritado por la impertinencia, sino por comprobar que aquella mujer tan lista se había percatado de que él empleaba tal exclamación para disimular sus propios sentimientos. Y de pronto, este descubrimiento le hizo cambiar la ira que experimentaba por aquella mujer en una desconfianza en sí mismo.
—Nada tengo que excusar, señora —le dijo, un poco apesadumbrado—. Al contrario. Ahora será usted quien deberá perdonarme, pues mis deberes de capitán me reclaman a otro lado.
La dejó, en el crepúsculo agonizante. Un grumete había subido ya a popa a encender la linterna de la bitácora. Hornblower se detuvo a leer sobre la pizarra el informe de la ruta seguida aquella tarde. Con su meticulosa caligrafía, escribió las instrucciones, haciendo constar que deseaba ser tenido al corriente de todo. Durante la noche habían de doblar el Cabo de Mala, debiéndose cambiar de rumbo hacia el norte. Luego descendió bajo cubierta, dirigiéndose a su cabina.
Se sentía singularmente turbado y a disgusto, no solamente por el trastorno que se había producido en sus costumbres. Realmente, era fastidioso tener que servirse del retrete común en lugar del particular que había tenido hasta entonces, pero no era sólo eso. Tampoco le preocupaba exclusivamente el pensamiento de tener que encontrarse de nuevo frente a frente con el Natividad y con la certeza de que, teniendo a bordo al vicealmirante Cristóbal de Crespo, la batalla había de ser dura. Todo esto no era más que una parte de su preocupación. Y de pronto, con sorpresa, se dio cuenta de que sus inquietudes más vivas se debían a la gran responsabilidad que representaba para él la presencia a bordo de lady Bárbara.
No ignoraba cuál sería su destino y el de toda la tripulación si la Lydia llegaba a ser vencida por el Natividad: ahorcados y arrojados al mar con las manos y los pies atados, si no torturados hasta morir. El Supremo no tendría compasión de los ingleses que se volvían contra él. Aquella eventualidad le era bastante indiferente por el momento, puesto que el encuentro con el Natividad era ya irremediable. Pero, estando a bordo lady Bárbara, el caso era muy distinto y en modo alguno debía caer viva en manos de Cristóbal de Crespo.
Expuesta la difícil situación en estos términos, se sintió invadido por una áspera irritación. Maldijo a la fiebre amarilla que le había llevado a bordo a aquella mujer, maldijo igualmente su estúpida obediencia a aquellas órdenes que habían dado por resultado que formase el Natividad al lado de los rebeldes. Llegó a retorcerse las manos con un ademán de desesperación y hasta a rechinar los dientes de rabia. Si vencía, la opinión pública le censuraría —con la consabida ignorancia de las circunstancias que suele darse en tal opinión— por haber puesto en peligro la vida de lady Bárbara Wellesley, una gran señora. Si perdía… Era mejor no pensar siquiera en ello. Maldijo de nuevo su propia debilidad por haberle permitido subir a bordo. Durante unos momentos acarició la idea de volver de nuevo a Panamá y desembarcar allí a lady Bárbara. Pero enseguida abandonó este proyecto. El Natividad podía apoderarse del galeón de Manila. La dotación, entre la que reinaba ya el descontento por los recientes cambios de proyectos, se hubiese irritado más al verse obligada a retroceder. Además, lady Bárbara se negaría a desembarcar, y dada la fiebre amarilla, cuya aparición había ya tenido efecto en Panamá, su negativa sería muy comprensible. El no podía ejercer su autoridad hasta el punto de obligar a una mujer a bajar a tierra en un lugar infectado por la epidemia. Y Hornblower buscaba rabiosamente en su memoria todas las imprecaciones y palabrotas que había aprendido durante tantos años de navegación.
De la cubierta llegó a sus oídos un estrépito de silbatos y órdenes dadas a gritos, seguidas del ruido de las pisadas de los pies callosos. Sin duda, al anochecer, había cambiado el viento. Los rumores fueron apagándose y murieron poco a poco. En la cabina le invadió una sensación de ahogo. Hacía un calor sofocante y la lámpara de aceite que se bamboleaba sobre su cabeza despedía un hedor nauseabundo. Hornblower concluyó subiendo de nuevo a cubierta. Desde la popa llegó a él el sonido de una alegre carcajada de lady Bárbara, seguida inmediatamente por las de los hombres. Aquella masa oscura debían de formarla, por lo menos, media docena de oficiales, reunidos en torno a la silla extensible… Era muy natural que después de siete meses —casi ocho ya— de no ver a una mujer, y menos europea, mosconearan en torno a ella como un enjambre de abejas alrededor de una colmena.
Su primer impulso fue disgregar a aquel enjambre, pero se contuvo. No podía dictar a sus oficiales qué hacer en sus momentos de ocio. Podrían atribuir su acción a un deseo de monopolizar para sí la compañía de lady Bárbara, y no era verdad. Sin que lo vieran, bajó nuevamente a la calurosa y maloliente cabina.
Para el capitán Hornblower empezaba una noche de insomnio e inquietud.