CAPÍTULO 9

No era una estratagema, en absoluto. A la mañana siguiente, cuando la Lydia, impulsada por una brisa de tres nudos por hora, entraba en el fondeadero de Panamá, los únicos cañonazos que estremecieron el aire fueron las salvas de ordenanza. Hacia la fragata se dirigieron muchas lanchas cargadas de gentes que vitoreaban a la fragata inglesa. Pero el contento se convirtió bien pronto en consternación ante la cruel novedad de que el Natividad enarbolaba la bandera del Supremo, que San Salvador había caído en poder del insurrecto y que la rebelión había estallado en Nicaragua.

Con el tricornio y la espada con empuñadura de oro —una espada que valía cincuenta guineas, regalo de la Fundación Patriótica al lugarteniente Hornblower por su actuación en la captura de la Castilla, seis años atrás—, Hornblower se disponía a bajar a tierra para visitar al gobernador y al virrey cuando le anunciaron la llegada de otra lancha.

—Hay una señora en ella —le dijo Gray, el marinero que había anunciado la novedad.

—¿Una señora?

—Parece inglesa, capitán —explicó Gray—. Además, parece también que quiere subir a bordo.

Hornblower subió a cubierta. A uno de los costados de la Lydia una gran chalupa se mecía en el agua. A los remos hallábanse seis hispanoamericanos morenos con los brazos desnudos y tocados con grandes sombreros de paja. Otro, de pie en la proa, esperaba, con el garfio en la mano, a que le dieran permiso para amarrarlo a la cadena. En la popa iba sentada una negra con un llamativo pañuelo rojo sobre los hombros, y junto a ella la señora inglesa a la que había aludido Gray. Mientras Hornblower miraba, el hombre que iba a proa lanzó el gancho y la barca se acercó a la amura. Dos de los hombres cogieron la escala de cuerda y un momento más tarde la señora, con una gracia y desenvoltura perfectas, subía y en menos de dos segundos se encontraba a bordo.

No había duda de que se trataba de una dama inglesa. Un ancho sombrero, adornado de rosas, sombreaba su rostro en lugar de la acostumbrada mantilla y su vestido de seda, de color gris perla, era mucho más elegante que el negro acostumbrado entre las españolas. Su piel era blanca, a pesar de haberla dorado un poco los rayos del sol tropical. Y los ojos, de un gris perla también, tenían los mismos reflejos tornasolados que la seda de su vestido. La cara era demasiado alargada para ser hermosa y tenía la nariz excesivamente aguileña, además de tostada por el sol. En el primer instante, Hornblower no vio en ella más que a una de esas mujeres viriles de cara de caballo por las que experimentaba una especial antipatía. Nuevamente pudo comprobar que sus simpatías estaban al lado de la fragilidad que busca apoyo en un hombro. Una mujer capaz de desenvolverse con tanta naturalidad, trasladándose de una barca a un buque en un fondeadero abierto y de subir por la escala de cuerda sin la ayuda de nadie era excesivamente masculina para su gusto. Además, una señora inglesa que se encontraba en Panamá completamente sola, sin el amparo y protección de un hombre, había de ser, forzosamente, una asexual. Por aquellos tiempos no se había inventado aún la expresión globe trotting con su carga peyorativa, pero si Hornblower la hubiese conocido se habría dado cuenta de que expresaba perfectamente sus pensamientos con respecto a aquella señora.

Mientras ésta dirigía una mirada en torno suyo, Hornblower creyó conveniente permanecer en el mismo sitio donde se encontraba. Nada haría para salir a su encuentro. Un agudo chillido le anunció que la negra no había sabido componérselas tan bien como su ama para subir la escalerilla, y sus temores se confirmaron tan pronto saltó a bordo. De la cintura a los pies estaba completamente empapada de agua, y el vestido negro chorreaba sobre cubierta. La señora no hizo caso alguno de la mala suerte de quien debía de ser su camarera y se volvió al que tenía más cerca, que, por casualidad, era Gray.

—Por favor, ¿querría encargarse de hacer subir mi equipaje a bordo?

Gray dirigió una mirada vacilante a su capitán, que continuaba tieso e impasible, en la toldilla.

—Señora —dijo—, ahí tiene al capitán.

—¡Sí! —contestó—. Por favor, mientras hablo con él, haga subir mi equipaje.

Hornblower se sentía agitado por varios y confusos pensamientos. En general, le digustaban los aristócratas. Todavía le dolía recordar que, como hijo de médico, se había visto obligado a quitarse el sombrero ante el señor del lugar. Esa orgullosa confianza de la gente rica y de sangre azul le hacía sentir torpe y desmañado. Le irritaba la idea de que si ofendía a aquella señora podía dar por terminada su carrera. Ni sus entorchados ni su espada con puño de oro le prestaban confianza al aproximarse a ella. Acabó atrincherándose tras una fría formalidad.

—¿Es usted el capitán de este buque, señor? —preguntó la recién llegada, subiendo a la toldilla y mirándole a los ojos con un atrevimiento y una franqueza sin rastro de modestia.

—El capitán Hornblower, para servirle, señora —contestó, con una rígida inclinación de cabeza que, con un poco de buena voluntad, hubiese podido ser identificada con un saludo.

—Lady Bárbara Wellesley —fue la respuesta, acompañada de una reverencia lo suficientemente acusada para dar al diálogo la necesaria formalidad—. Capitán Hornblower, le envié una misiva en la que le rogaba que me admitiese como pasajera para poder regresar a Inglaterra. Espero que la haya recibido.

—En efecto, señora. Pero no creo que sea acertado que vuestra señoría viaje en mi fragata.

—¿Querría, capitán, explicarme por qué?

—Porque a no tardar hemos de hacernos a la vela en busca de un enemigo al que hemos de presentar batalla. Después, señora, volveremos a Inglaterra, doblando el Cabo de Hornos. Será mejor que atraviese usted el istmo. Desde Porto Bello no es difícil llegar a Jamaica. Allí podréis encontrar un camarote en el correo de las Indias Occidentales, que suele dar pasaje a las señoras.

Lady Bárbara arqueó las cejas y dijo:

—Les informaba en mi carta de que en Porto Bello se ha declarado una epidemia de fiebre amarilla. La pasada semana murieron más de mil personas. Precisamente por eso dejé Porto Bello y me trasladé a Panamá. La epidemia puede desarrollarse en cualquier momento allí también.

—¿Me permitirá vuestra señoría que le pregunte por qué razón se hallaba en Porto Bello?

—Porque el correo de las Indias Occidentales, donde yo viajaba y donde se suele dar pasaje a las señoras, fue capturado por un corsario español y llevado allí. Capitán, lamento profundamente no poder decirle también cómo se llamaba el cocinero de mi abuela, pero contestaré de buena gana a todas las demás preguntas que haría un caballero de buena cuna.

Hornblower se puso pálido y, avergonzado, se dio cuenta de que enrojecía hasta la raíz del pelo. Evidentemente, nada de todo esto contribuía a acrecentar su simpatía por la arrogancia de la gente de sangre azul. Tampoco, por otra parte, podía negarse a reconocer que las explicaciones de la señora eran completamente satisfactorias. Cualquier dama podía efectuar un viaje a las Indias Occidentales sin verse obligada a menoscabar por ello la dignidad de su sexo, y estaba probado que, tanto a Porto Bello como a Panamá, había ido en contra de sus deseos. Hornblower se sentía ya más inclinado a su favor y casi estaba a punto de acceder a su petición, olvidándose del posible duelo futuro que había de mantener con el Natividad, y del peligroso viaje costeando el Cabo de Hornos. En el preciso instante en que abría la boca para hablar, recordó todo esto y, cambiando apresuradamente todo lo que iba a decir, tuvo, naturalmente, que tartamudear.

—Pe…, pero es que este buque va a salir para entablar combate contra el Natividad, y éste es el doble de poderoso que nosotros. Será pe… pe… peligroso.

Lady Bárbara rió y Hornblower advirtió el agradable contraste de sus dientes blancos en el marco de su dorada piel. Los suyos eran desiguales y oscuros.

—A pesar de todos los peligros a que me puedo exponer yendo en vuestro buque, los prefiero a quedarme en Panamá con la perspectiva del vómito negro.

—Pero… señora… ¿Y el Cabo de Hornos?

—No sé nada de ese Cabo de Hornos, capitán, pero doblé dos veces el de Buena Esperanza, cuando mi hermano era gobernador general y os aseguro que no me mareé.

Hornblower continuaba vacilante. La presencia de una mujer a bordo sería todo menos agradable. Lady Bárbara supo comprender perfectamente ese pensamiento y al hacerlo, a pesar de que sus ojos sonreían, sus cejas se juntaron levemente. A Hornblower le recordaron extrañamente las del Supremo.

—Si sigue así, capitán, tendré que creer que no soy para usted un huésped agradable. Pero no quiero creer que un caballero al servicio de su majestad alcance a ser descortés con una mujer…, sobre todo una que lleva mi nombre.

Precisamente eso era lo desagradable. Ningún capitán, fuera quien fuese, podía permitirse el lujo de ofender a una Wellesley. A Hornblower no se le ocultaba que si cedía a sus propios deseos podía despedirse para siempre de poner los pies en un buque y se vería obligado a malvivir a media paga con su mujer durante todo el resto de su vida. A los treinta y siete años había recorrido sólo un poco más de una octava parte de la carrera de capitán, y la buena voluntad de los Wellesley podía facilitarle mucho el ascenso a otros grados. Para esto no tenía otro remedio que transigir y hacer lo posible para merecerse aquella buena voluntad, aprovechándose así, diplomáticamente, de aquel contratiempo para convertirlo en una ventaja. Se apresuró a improvisar un discurso adecuado.

—Al señalarle los peligros a los que se expone no hago más que cumplir con mi deber, señora. Por lo que a mí se refiere, nada hay que pueda complacerme más que su presencia en mi buque.

Lady Bárbara se dignó dedicarle una reverencia bastante más acusada que la anterior. En aquel instante se acercó Gray, llevándose la mano al tricornio.

—Señora, su equipaje se halla a bordo.

Lo habían izado todo de una vez por medio de una cabria colocada en la verga mayor. Los baúles de cuero, las cajas de madera, reforzadas con fajas de hierro y las valijas de redondeadas tapas, llenaban la popa.

—Gracias, señor.

Lady Bárbara sacó de uno de sus bolsillos una pequeña bolsa de piel y tomó de ella una moneda de oro.

—¿Tendría la bondad de entregar esto a los hombres de la barca? —dijo.

—Dios os bendiga, señora. Pero no hay necesidad de dar oro a estos mestizos. Todo lo que merecen es una moneda de plata.

—Entonces, deles esto. Y muchas gracias por su ayuda.

Gray se marchó y Hornblower le oyó regatear en inglés con los de la barca, que no entendían más que el español. La amenaza de disparar contra ellos una descarga de metralla los decidió, finalmente, a alejarse del buque, no sin emitir furiosas protestas. De nuevo sintió Hornblower un acceso de indignación. Le disgustaba profundamente que sus hombres se desvivieran por servir a una mujer. Era muy dura su responsabilidad y hacía media hora que se estaba asando, expuesto a los rayos del sol.

—No habrá bastante sitio en la cabina ni para la décima parte de su equipaje, señora —espetó.

Lady Bárbara asintió con gravedad.

—He viajado otras veces en cabina, capitán. ¿Ve aquel baúl pequeño? Pues bien, llevo ahí todo cuanto puedo necesitar a bordo. Lo demás puede ordenar que lo coloquen donde le parezca, hasta que lleguemos a Inglaterra.

Hornblower se sentía tan encolerizado que casi le dio una pataleta. No estaba acostumbrado a las mujeres con tan buen sentido práctico y no sabía el modo de desconcertarla. Se dio cuenta de que ella sonreía y comprendió que era porque estaba viendo en sus rasgos la lucha interior que sostenía. Volvió a enrojecer. Giró sobre sus talones y sin añadir una sola palabra le abrió paso para bajar por la escotilla.

Con una sibilina sonrisa, lady Bárbara inspeccionó la cabina del capitán. Sin embargo, se abstuvo de hacer ningún comentario, aunque se dio cuenta de la evidente pobreza del camarote de popa.

—Ved, señora, cómo una fragata está muy lejos de ofreceros los lujos de un correo de la Compañía de Indias —dijo Hornblower amargamente. Estaba desolado, pues cuando le fue entregada la Lydia a su cargo, su pobreza ni siquiera le había permitido procurarse aquellas pequeñas comodidades que tenían muchos otros capitanes de fragata.

—Justamente —dijo lady Bárbara con amabilidad—. Pienso que es un verdadero escándalo que un oficial del rey se vea tratado peor que cualquier empleado de una compañía de navegación. Solamente tengo que pediros una cosa, algo que no veo por aquí.

—¿Qué es, señora?

—Una llave para cerrar la puerta del camarote.

—Inmediatamente mandaré al maestro armero que os la fabrique. Además, os colocaré un centinela a la puerta noche y día.

Las segundas intenciones que veía Hornblower en el ruego de lady Bárbara renovaban su cólera. Ella desconfiaba tanto de él como de su dotación.

Quis custodiet ipsos custodes? —inquirió ella—. No es por mí por quien le pido una llave, capitán, sino por mi doncella. Es a Hebe a quien he de encerrar, cuando no la tenga a la vista. No sabe alejarse de los hombres, del mismo modo que una mariposa no sabe alejarse de la luz.

Ante aquella acusación, la negrita enseñó sus blancos dientes en una amplia sonrisa. No demostraba disgusto alguno. Al contrario, incluso parecía orgullosa. Volvió la mirada a Polwheal, que permanecía ante ellos, tieso y silencioso.

—Pero, ¿dónde la haréis dormir? —preguntó Hornblower, desconcertado.

—En el pavimento de mi camarote. Y tú, Hebe, óyeme bien: la primera vez que faltes de aquí por la noche te daré tantos azotes que tendrás que dormir boca abajo.

Hebe seguía sonriendo, aunque, evidentemente, sabía que su ama cumpliría su amenaza. Hornblower se amansó al oír la palabra «pavimento» en labios de la pasajera, cuando se refirió al duro y desigual piso de la cabina. Aquella expresión demostraba que, después de todo, no era más que una débil mujer.

—Perfectamente —repuso—. Polwheal, lleva mis cosas al camarote del teniente Bush. Le presentarás mis excusas y le dirás que debe buscar acomodo con los demás oficiales. Cuídate de que lady Bárbara tenga todo lo necesario y dile a Gray que el equipaje de esta señora se lleva al sollado, junto al mío. Ahora me perdonará, pero debo visitar al virrey y se me está haciendo tarde.