Podía darse por terminado el viaje a lo largo de la costa. Había caído La Libertad. El Supremo y sus hombres habían desaparecido entre el dédalo de volcanes que rodeaba a la ciudad de San Salvador. El capitán Hornblower volvía a pasear sobre el puente de la fragata Lydia, de treinta y seis cañones, propiedad de su majestad británica, y el teniente Bush, oficial de guardia, permanecía envarado junto a la rueda del timón, fingiendo no ver a su capitán.
Hornblower miraba en torno suyo y, al andar, respiraba a pleno pulmón. Se dio cuenta de que lo hacía, sonrió para sus adentros y se dijo que lo que realmente hacía era respirar el aire de la libertad. Aunque por poco tiempo, se veía libre; libre de la pesadilla del Supremo y de sus siniestros métodos. Por todo esto, experimentaba un inenarrable alivio. Volvía a ser dueño de sí y de su propia vida y libre de pasear de un lado a otro del puente sin ser molestado. El cielo era azul, y el mar azul y plata. De nuevo se sorprendió Hornblower fantaseando sobre el famoso blasón azur y plata, y comprendió que volvía a ser el mismo. Contento, sonrió de nuevo, cuidando de volverse de cara al mar. Los oficiales no debían darse cuenta de que el capitán, mientras paseaba solo por el puente, se reía como un tonto.
Una suave brisa empujaba a la Lydia a la velocidad de tres o cuatro nudos por hora. A babor, sobre el horizonte, se recortaban los vértices de numerosos volcanes que formaban la espina dorsal de aquel bendito país. Quién sabe si, al fin y al cabo, no acabaría el Supremo realizando su sueño de conquista de América Central. Tal vez no fuesen infundadas sus esperanzas de poder abrir excelentes vías de comunicación a través del istmo, pasando por Panamá, si el proyecto de Nicaragua resultaba impracticable. ¡Qué enorme progreso significaría para todo el mundo! La tierra de Van Diemen y las Molucas se hallarían más cerca del mundo civilizado. El Pacífico se abriría ante Inglaterra, evitando la dificultad del viaje por el Cabo de Hornos o el regreso por el de Buena Esperanza y la India. Cruzarían entonces el Pacífico escuadras enteras, en aquellos mares donde ahora tan sólo una fragata había podido llegar. Y, en fin, el imperio español de México y California adquiriría nueva importancia.
Hornblower se apresuró a reconocer que todos estos pensamientos no eran más que un sueño insensato. Casi como castigo por haberse entregado a él, comenzó a hacer una especie de examen de conciencia con respecto a su conducta actual, examinando severamente los motivos que le habían impulsado hacia el sur con dirección a Panamá. Sabía perfectamente que la causa principal fue verse libre del Supremo, ya de una manera definitiva; pero tenía necesidad de justificar aquella acción ante su propia conciencia.
Si el golpe del Supremo sobre San Salvador fallase, el Natividad bastaría para conducir adonde quisieran a los supervivientes. La presencia de la Lydia no podía influir, en ningún sentido, en las operaciones que se desarrollasen en tierra. Si el Supremo triunfaba en su empresa, valía más que, mientras él se ocupaba de la conquista de Nicaragua, los españoles tuvieran en qué entretenerse en Panamá, un entretenimiento que les distrajera, impidiéndoles lanzar todas sus fuerzas contra él. Además, era justo que la dotación de la Lydia tuviese ocasión de hacerse con un buen botín entre los pescadores de perlas del golfo de Panamá; esto les compensaría de la probable pérdida del botín ya ganado, porque sería muy difícil que el Almirantazgo quisiera compensarles por la pérdida del Natividad. La presencia de la Lydia en el golfo impediría el transporte de fuerzas españolas desde Perú. Por otra parte, era posible que le gustase al Almirantazgo que alguien inspeccionase el golfo y la isla de las Perlas. Las cartas náuticas de Anson eran, sobre este particular, muy deficientes. No obstante, a pesar de tantas explicaciones plausibles, Hornblower sabía muy bien que la verdadera razón que le había encaminado a aquellos parajes se debía única y exclusivamente al vehemente deseo de alejarse cuanto antes del Supremo.
Una raya enorme, ancha como el tablero de una mesa, saltó inesperadamente fuera del agua, junto a uno de los costados de la nave; volvió a caer con un estrepitoso chapaleo, saltó de nuevo y desapareció luego su dorso de un rosa terroso, húmedo y reluciente al sol, mientras las azules aguas se cerraban sobre él. Por doquier, los peces voladores desfloraban la superficie, dejando tras de sí un rastro oscuro entre la blanca espuma. Hornblower contemplaba aquellos juegos acuáticos sintiéndose libre y feliz al poder permitir que sus pensamientos vagaran tranquilamente, sin verse obligado a concentrarlos en un solo punto. Con la nave abarrotada de vituallas de todas clases y una dotación satisfecha de la reciente aventura, no tenía, realmente, motivos de preocupación. Sobre el castillo de proa tomaban el sol los prisioneros que él había salvado de las garras del Supremo.
—¡Un buque a la vista! —gritó una voz desde las vergas.
Los hombres corrieron por la cubierta, asomándose por encima de la batayola; los hombres que enarenaban el puente se detuvieron en su quehacer para enterarse del acontecimiento.
—¿Dónde? —preguntó Hornblower.
—A babor, capitán. Un lugre, señor, creo, y se dirige directamente hacia nosotros; pero tenemos el sol de cara y…
—En efecto, es un lugre, capitán —gritó desde el tope del mastelerillo de proa el guardiamarina Hooker—. Tiene dos palos. Está a barlovento, dirigiéndose hacia nosotros a todo trapo y con viento favorable, capitán.
—¿Hacia nosotros? —repitió Hornblower, sorprendido.
Saltando sobre la carronada de popa más cercana, miró a lo lejos, haciéndose pantalla con la mano, pero el sol, que se hallaba muy bajo sobre el horizonte, le impedía ver bien.
—Aún sigue el mismo rumbo, capitán —chilló Hooker.
—¡Bush! Inmediatamente, ponga en facha las gavias de mesana —ordenó Hornblower.
Se trataba, sin duda, de alguna embarcación perlera procedente del golfo de Panamá, ignorante, a todas luces, de la presencia de una fragata británica en aquellas costas. O quizá fuese portadora de algún mensaje del Supremo, aunque esto era poco verosímil, dada la ruta que seguía; pero no dejaba de ser una explicación. Luego, mientras la pequeña embarcación afianzaba su rumbo, vio Hornblower brillar un instante al sol un cuadrado blanco sobre el lejanísimo horizonte y desaparecer seguidamente. A cada momento se veían brillar las velas más cercanas, hasta que pudo distinguirse el puente de la embarcación, que se dirigía viento en popa directamente al encuentro de la Lydia.
—Tiene la bandera española en el palo mayor, señor —dijo Bush a su espalda, mirando con el catalejo.
Ya Hornblower lo había sospechado, pero no se fiaba demasiado de su vista.
—Ahora la retira —replicó, contento de haber sido el primero en darse cuenta.
—En efecto, capitán —contestó Bush, un poco extrañado. Luego, añadió—: Pero la iza de nuevo… ¡No! ¿Qué opina de eso, capitán?
—Bandera blanca sobre los colores españoles… Esto quiere decir que piden parlamentar. No, no me fío… Señor Bush, ice la bandera y mande a la tripulación a sus puestos. Prepare los cañones y coloque a los prisioneros en el sollado de nuevo, con guardia.
No había que dejarse engañar ni ser cogido desprevenido por los españoles. Aquel bajel podría estar abarrotado de enemigos y lanzar sobre la cubierta de la Lydia una nube de asaltantes, armados hasta los dientes, que darían buena cuenta de un navío indefenso. Cuando la Lydia abrió las portillas y mostró los dientes, la pequeña embarcación se puso al pairo fuera de tiro.
—Envían hacia acá una chalupa, capitán —dijo Bush.
—Ya lo veo —contestó Hornblower secamente.
Se acercaba a la nave una chalupa de dos remos, bailoteando sobre las olas. Un hombre se agarró a la escala de la Lydia y subió a la pasarela. Cuántos tipos extraños habían subido últimamente por aquella misma escalerilla. El que acababa de llegar vestía el uniforme de la marina de guerra española. Brillaban al sol sus charreteras de oro.
—¿El capitán Hornblower? —preguntó adelantándose, después de hacer una inclinación.
—Yo soy.
—Vengo a saludarle como nuevo aliado de España.
Hornblower tragó saliva. Aquello podía ser una estratagema; sin embargo, en el mismo instante en que oyó hablar a aquel hombre, experimentó la sensación de que decía la verdad. El mundo, tan sereno y alegre como hasta aquel momento le había parecido, se cubrió de pronto de tenebrosas sombras. Se vio víctima de innumerables desgracias ocasionadas por las irreflexivas acciones de los políticos.
—Hace cuatro días recibimos estas noticias —continuó el capitán español—. El mes pasado, Bonaparte se llevó a nuestro rey Fernando y ha colocado en el trono a su hermano José. La Junta de Gobierno ha firmado un tratado de perfecta alianza y amistad con su majestad el rey de Inglaterra. Capitán, con el mayor placer he venido a informarle de que todos los puertos de su majestad católica están abiertos para usted. Cuando quiera, puede descansar de su arduo viaje.
Hornblower se había quedado de piedra. Podía ser un cúmulo de mentiras, una estratagema para conducir a la Lydia bajo el fuego de las baterías de cualquier puerto español. Casi prefirió que fuese así, a causa del sinnúmero de complicaciones que el cambio traería consigo. El español interpretaba la expresión del semblante de Hornblower como una natural desconfianza.
—Aquí tengo unas cartas para usted —dijo, sacándolas de un bolsillo de su casaca—. Una es de su almirante en las Islas de Sotavento; llegó por Porto Bello. Otra es de su excelencia el virrey de Perú, y la otra de una dama inglesa que se encuentra en Panamá.
Con otra reverencia le entregó las cartas y Hornblower balbuceó algunas palabras de excusa. Sus conocimientos de español se le habían olvidado al perder su presencia de ánimo. Abrió las cartas, pero se interrumpió en su lectura. La cubierta, llena de gente, no era el lugar más adecuado para leer aquellos documentos. Murmurando disculpas se retiró al secreto de su cabina.
El sobre que contenía las órdenes navales era auténtico. Hornblower estudió atentamente los dos sellos. No tenían señal alguna de haber sido violados; la dirección era correcta. Sus dudas se desvanecieron por completo. Veía allí la primera firma: Baronet Thomas Troubridge, contraalmirante. Había visto ya en otra ocasión aquella firma y la reconoció inmediatamente. Las órdenes eran concisas, como era de esperar de Troubridge. A consecuencia de la alianza firmada por el gobierno de Su Majestad británica y el de España, se ordenaba y exigía al capitán Hornblower se abstuviera de ejecutar acto alguno de hostilidad contra los dominios españoles y, después de obtener de las autoridades españolas las provisiones necesarias, debía dirigirse, sin demora posible, a Inglaterra, donde recibiría órdenes posteriores. Era un documento de cuya autenticidad no se podía dudar. Estaba señalado como «Copia n.° 2». Probablemente, estas copias habían sido distribuidas en otros lugares de las posesiones españolas, con objeto de asegurar la llegada del mensaje a su destino.
La segunda carta, provista de un vistoso sello, era una epístola de bienvenida del virrey del Perú, en la que se le aseguraba de nuevo que toda la América hispana se encontraba a su disposición, y le rogaba se aprovechase de todas las ventajas que con esa ocasión se le ofrecían, con objeto de poder auxiliar a la nación española en su sagrada tarea de arrojar al invasor francés.
—¡Ejem! —carraspeó Hornblower.
Todavía no sabía nada el virrey de lo acontecido con el Natividad, y mucho menos de la nueva empresa del Supremo. Quién sabe si tendría tan buena disposición cuando se enterase de la parte que correspondía a la Lydia en todo aquello.
La tercera carta, cerrada con una simple oblea, llevaba la dirección escrita por una mano evidentemente femenina. El oficial español había hablado de una dama inglesa de Panamá. ¿Qué diablos estaría haciendo una mujer inglesa en aquellos lugares?
Abrió la carta y leyó lo siguiente:
La Ciudadela. Panamá.
Lady Bárbara Wellesley presenta sus respetos al capitán de la fragata inglesa. Le ruega encarecidamente acepte trasladarla a Europa en compañía de su camarera. A consecuencia de una epidemia de fiebre amarilla que está asolando los dominios españoles, lady Bárbara se encuentra en la imposibilidad de regresar a su patria por vía normal.
Hornblower dobló la carta y, preocupado, dio unos golpecitos sobre el papel con la uña del pulgar. Aquella señora pedía algo imposible. Una fragata atestada, que se disponía a rodear el Cabo de Hornos no era lugar adecuado para las señoras. Sin embargo, ella se mostraba muy segura de sí misma. Parecía como si ni siquiera se le hubiese ocurrido que podía ser desatendido su ruego. El apellido Wellesley lo aclaraba todo. En los últimos tiempos, aquel nombre había dado mucho que hablar. Probablemente, esa señora sería hermana o tía de los dos famosos hermanos Wellesley. El muy honorable marqués de Wellesley, K. P.[1], ex gobernador de la India y miembro ahora del Gobierno, y el general sir Arthur Wellesley, K. B.[2], vencedor de Assaye y considerado como el mejor soldado de Inglaterra después de sir John Moore. Hornblower lo había visto una vez y recordaba su atrevida nariz aguileña y su imperiosa mirada. Si corría la misma sangre por las venas de aquella mujer, lady Wellesley sería, sin duda, de aquéllas que creen que todo les está permitido. Por lo demás, un pobre capitán de fragata, sin ninguna influencia, debía sentirse muy contento pudiendo hacer tan señalado servicio a miembro de tal familia. María se sentiría tan satisfecha como asombrada en cuanto supiera que su marido se había relacionado durante algún tiempo con la hija de un conde, o la hermana de un marqués.
Pero no tenía tiempo para pensar en mujeres. Guardó las cartas bajo llave, en su escritorio, y apresuradamente volvió a cubierta. Esbozando una sonrisa, se acercó al capitán español.
—Saludo al nuevo aliado —le dijo—. Señor, estoy orgulloso de poder servir a España contra el tirano corso.
—Capitán —contestó el oficial español inclinándose—. Temíamos que pudierais entablar combate contra el Natividad, que aún no tiene conocimiento del nuevo estado de cosas. En ese caso, su hermosa fragata hubiera podido sufrir graves daños.
—¡Ejem! —carraspeó Hornblower.
La cosa se hacía más embarazosa por momentos. Se volvió y dio una orden al guardiamarina de guardia:
—Haga subir inmediatamente a los prisioneros. ¡Deprisa!
El muchacho echó a correr y Hornblower se volvió de nuevo al oficial español.
—Lamento tener que comunicarle que la Lydia tuvo la desventura de encontrarse con el Natividad hace una semana.
El capitán español se sorprendió. La mirada que dirigió en torno suyo le reveló un orden meticuloso y un aparejo en perfectas condiciones. Hasta para un capitán español era fácil comprobar que la nave no podía haber sostenido una lucha tan desigual una semana antes.
—Pero…, pero usted no le presentó batalla, capitán —dijo—. Tal vez…
Murieron las palabras en sus labios a la vista de la lamentable procesión que se dirigía hacia él. Reconoció enseguida al capitán y al piloto del Natividad. Hornblower se deshacía febrilmente en explicaciones con respecto a la presencia allí de aquellos señores; pero no era cosa fácil hacer comprender a un oficial español cómo pudo la Lydia capturar a un bajel hispano del doble de su potencia sin recibir un disparo y sin sufrir una sola baja. Más difícil aún fue tener que decir que la fragata navegaba bajo la bandera de los insurrectos que estaban decididos a aniquilar el poder de España en el Nuevo Mundo. El oficial español estaba lívido de furor, ofendido vivamente en su orgullo. Se volvió al capitán del Natividad, y de los propios labios del desgraciado recibió la confirmación de las palabras de Hornblower. El pobre capitán parecía abrumado bajo el peso de su desgracia, relatando los hechos que, inevitablemente, le conducirían a un consejo de guerra y a su ruina total.
Palabra por palabra, el recién llegado supo toda la verdad del suceso; la captura del Natividad y el éxito de la rebelión acaudillada por el Supremo. Ahora se daba perfecta cuenta de que toda la autoridad de España en América se hallaba en gravísimo peligro, y mientras aquella certidumbre se afianzaba en su pensamiento, se presentó a su mente una nueva fase de la situación, haciéndole palidecer.
—¡El galeón de Manila está al llegar! —gritó—. El próximo mes debe entrar en Acapulco, y el Natividad lo impedirá.
Anualmente, un bajel efectuaba el viaje a través del Pacífico y nunca traía consigo menos de un millón de libras esterlinas en tesoros. Su pérdida sería un golpe mortal para las finanzas españolas. Los tres capitanes cambiaron entre sí una mirada. Ahora comprendía Hornblower por qué el Supremo había consentido tan fácilmente que la Lydia se dirigiera al sudeste. Acariciaba, sin duda, el pensamiento de que el Natividad, yendo en opuesta dirección, recogería para sí el rico botín. Serían necesarios muchos meses antes de que los españoles pudiesen llevar por el Cabo de Hornos un navío capaz de poderse medir con el Natividad y, entre tanto, el Supremo disfrutaría de todas las ventajas que Hornblower había estado soñando para la Lydia. Tan profundamente arraigaría la rebelión que sería imposible dominarla, sobre todo estando los españoles empeñados en una lucha a muerte en su propia patria con Bonaparte. ¿Dónde y cómo hallarían navíos para poder enviar a América? Hornblower veía claramente cuál era su deber.
—¡Está bien! —dijo bruscamente—. Volveré atrás con mi fragata y capturaré de nuevo el Natividad.
Ante aquellas palabras, los oficiales españoles parecieron experimentar un gran alivio.
—¡Gracias, capitán! —exclamó el oficial recién llegado—. ¿Acudirá primero a Panamá para pedir consejo al virrey?
—Sí —contestó Hornblower.
En un mundo en que los viajes eran cuestión de meses y en el que era no solamente posible, sino muy probable que las relaciones internacionales sufrieran vuelcos radicales, la amarga experiencia le había enseñado a estar en estrecho contacto con tierra firme. Su lamentable situación no se veía aliviada en absoluto por el pensamiento de que el apuro en que se encontraba no se debía a otra cosa sino a haber cumplido religiosamente las órdenes que se le habían dado. Además, sabía muy bien que el Almirantazgo no se dejaría conmover con aquella verdad, cuando juzgara a un capitán capaz de originar un conflicto semejante.
—Así, pues, ¡hasta la vista! —dijo el oficial español—. Si llego a Panamá antes que usted, dispondré las cosas para que le reciban como se merece. ¿Me permitirá que mis compatriotas me acompañen?
—No —replicó Hornblower ásperamente—. Y usted, señor, manténgase a sotavento de mi nave hasta que larguemos anclas.
El español, encogiéndose de hombros, asintió con un gesto.
Era difícil, en alta mar, disputar con un capitán que tenía los cañones preparados y que con una sola andanada podía echar a pique a un cascarón de nuez como el suyo. Especialmente con los ingleses, tan locos y arrogantes como el propio Supremo. El español no tenía la intuición necesaria para adivinar que el inglés temía aún que todo lo ocurrido no fuera sino una estratagema para conseguir atraer a la Lydia al alcance de las baterías de Panamá.