CAPÍTULO 7

El capitán de la Lydia comenzó su acostumbrado paseo matutino por la toldilla. En cuanto apareció, cinco o seis oficiales del Natividad pretendieron salir a su encuentro para saludarle cortésmente, pero fueron rechazados por los hombres de la fragata, indignados ante la idea de que unos simples prisioneros tuviesen la osadía de estorbar la sacrosanta ceremonia del paseo de su capitán. Éste se hallaba entregado a sus meditaciones, de modo que ni siquiera le quedaba tiempo para recordar que la noche anterior su fragata, al capturar a otra de dos cubiertas sin haber perdido un solo hombre en la empresa, había llevado a cabo una hazaña sin precedentes en los largos anales de la marina de guerra británica.

Pero Hornblower sentía la necesidad de concentrar su pensamiento en la nueva tarea. Con la captura del Natividad había quedado algo así como dueño y señor de los mares del Sur. No ignoraba que las comunicaciones terrestres eran tan dificultosas que todo el comercio, por no decir toda la vida del país, dependían del tráfico costero. Y ahora ya no había una sola nave que pudiera transitar por aquellas aguas sin su permiso. En sus quince años de servicio había podido darse cuenta perfectamente de lo que suponía ser dueño del mar. Por lo menos, podía esperar ahora, con la ayuda de Alvarado, hacer correr por toda América central un incendio de rebeliones tan poderoso que el gobierno español se arrepintiese amargamente de haber querido aliarse con Bonaparte.

Hornblower paseaba de un lado a otro de la cubierta enarenada. Había, además, otras posibilidades. En la costa noroeste se hallaba la ciudad de Acapulco, de donde zarpaban los galeones que cada año transportaban a España un millón de libras esterlinas en metales preciosos. La captura de un solo galeón le habría enriquecido para siempre. Podría comprarse una propiedad en Inglaterra, o incluso un pueblo entero, y convertirse en terrateniente ante quien los aldeanos se quitarían el sombrero, cuando pasara él cómodamente instalado en su coche. A María le gustaría mucho todo eso, aunque él no podía imaginarla desempeñando el papel de gran señora.

Hornblower dejó de pensar en su mujer arrancada de su humilde casita en Southsea e instalada en una mansión en el campo. Al este se encontraba Panamá, con sus reservas de plata del Perú, su flotilla de pescadores de perlas y el altar forrado de oro que Morgan había dejado escapar, pero que a él no se le escaparía. Tal vez un golpe audaz en aquel nudo central de las comunicaciones transcontinentales fuera la mejor maniobra estratégica, sin contar, claro está, el provecho de lo que de allí podía sacar. Y Hornblower intentó pensar en Panamá.

Sullivan, aquel vagabundo irlandés de pelo de panocha, montado sobre una carronada de proa, tocaba el violín, y en torno a él bailaban, emparejados, una docena de marineros, haciendo temblar el suelo bajo sus callosos pies.

Veinticinco guineas por cabeza, al menos, les corresponderían como botín por la captura del Natividad, y mentalmente se las gastaban ya en aquellos momentos. La mirada de Hornblower se volvió hacia la nave enemiga, que se mecía sujeta al ancla. El combés era un hormiguero de hombres. Sobre el anticuado castillo de popa se veían las casacas rojas y los morriones de sus infantes de marina, y también las carronadas dispuestas, y junto a cada una de ellas, el artillero con la mecha preparada. Gerard, a quien Hornblower había dejado en el navío como jefe de presa, había servido años antes en una nave negrera de Liverpool y sabía como se mantenía el orden en una nave cargada de enemigos. No obstante, Hornblower sabía muy bien que la tripulación, separada de los oficiales, no causaría problemas. Sabía también que era necesario decidir la suerte del Natividad y, más aún, de sus prisioneros. Era imposible confiarlos a manos del Supremo. La tripulación de la Lydia no lo hubiese consentido. Y se puso a reflexionar sobre este problema. Una larga fila de pelícanos cortaba el aire, como una formación de navíos de guerra. Una espléndida ave fragata con la cola partida en dos se precipitó sobre la Lydia, y por un momento se quedó inmóvil en el cielo azul; luego, considerando acaso que la nave inglesa no era presa digna de su atención, se dirigió hacia la isla, donde los cormoranes se dedicaban a la pesca. El sol calentaba ya y las aguas de la bahía eran de un azul tan intenso como el del cielo.

Hornblower, que deseaba concentrarse para resolver todos los problemas que se le habían presentado, maldijo al sol, a los pelícanos y las demás aves marinas. Malhumorado, midió con sus pasos el castillo media docena de veces y acogió de mal talante al guardiamarina Knyvett, que se acercaba a él.

—¿Qué demonios ocurre?

—Capitán, se acerca una embarcación… a bordo lleva… ¡ejem!… al señor Hernández.

«Me lo imaginaba», pensó Hornblower.

Y añadió en alta voz:

—¡Perfectamente!

Y a continuación bajó al encuentro de Hernández, que en aquel instante ponía el pie sobre la cubierta de la Lydia. Éste no se deshizo en felicitaciones por la reciente victoria conseguida. A lo que parece, al servicio del Supremo hasta los hispanoamericanos se volvían bruscos y de pocas palabras.

—El Supremo desea verle inmediatamente, capitán. Mi chalupa nos está aguardando.

—¿De veras? —preguntó Hornblower.

Con tan poco ceremonioso mensaje, más de un capitán de la marina británica se hubiera enfurecido. Por un instante, Hornblower acarició el pensamiento de hacer que el mensajero dijera a su amo que si éste quería ver al capitán se presentase personalmente a bordo de la Lydia. Pero correr el riesgo de perjudicar la cordialidad de aquellas relaciones, de las que dependía el éxito de la empresa, por una cuestión de dignidad, hubiese sido una locura. Quien fue capaz de apresar al Natividad podía muy bien pasar por alto la vanidad de los demás. Se le ocurrió una idea de compromiso. Para afirmarse en su dignidad podía muy bien hacer esperar un par de horas al Supremo. Pero su buen sentido rechazó aquel proyecto. A Hornblower no le gustaban los compromisos, y ése, como todos, serviría tan sólo para irritar a una de las partes, sin beneficiar para nada a la otra. Era mucho mejor dejar a un lado el amor propio y acudir inmediatamente a la llamada.

—Ciertamente… Ahora tengo un poco de tiempo disponible —dijo al fin.

Al menos por esta vez, la visita no le obligaba a ponerse de punta en blanco. No tenía necesidad de las medias de seda ni de los zapatos de hebilla. La captura del Natividad probaba su categoría mucho mejor que cualquier espada con puño de oro. Cuando daba a Bush las últimas instrucciones, recordó que el triunfo de la noche anterior le daba excusa suficiente para no azotar a los descarriados Jenkins y Poole y para no hacerle reproche alguno a Galbraith. Esto suponía un consuelo enorme, que contribuiría a aliviarle también de la depresión que solía sentir después de cada éxito. Casi contento, montó sobre el caballo que le esperaba en la playa y se puso en camino, pasando ante enormes montones de tripas y desperdicios animales y, luego, ante la larga fila de cadáveres, camino de la casa del Supremo.

Sentado en su butaca, sobre el estrado y bajo palio, tenía el Supremo todo el aspecto de continuar en la misma postura y conservar idéntica inmovilidad de cuando le dejó Hornblower días atrás, cuatro a lo sumo, pero que a él le parecían más de un mes.

—Conque se salió con la suya, capitán, ¿no es eso? —fue lo primero que dijo.

—He capturado esta noche el Natividad.

—¿Y ha terminado también de aprovisionar la nave?

—Sí.

—Veo que, entonces, ha obrado usted de acuerdo con mis instrucciones y según lo que le indiqué.

Frente a una seguridad tan extraordinaria, cualquier argumento resultaba inútil:

—Hoy mismo, a primeras horas de la tarde —continuó el Supremo—, pondré en ejecución mi proyecto de apoderarme de la ciudad de San Salvador y de aquel individuo que se llama a sí mismo capitán general de Nicaragua.

—¿Ah, sí? —preguntó Hornblower.

—Ahora tendré que vencer menos dificultades. Tal vez no sepa, capitán, que los caminos de aquí a San Salvador son bastante accidentados. Hay un lugar en que el sendero se eleva a lo largo de ciento veintisiete escalones practicados en la lava, entre dos precipicios. Si es realmente un camino difícil para un mulo, figúrese para un caballo. Un hombre de malas intenciones podría hacerse dueño de la situación armado sólo con un mosquete.

—Supongo que sí —dijo Hornblower.

—Sin embargo, San Salvador está a menos de diez millas del mar y hay un buen camino desde la ciudad a La Libertad, que es el puerto. Esta tarde levaré anclas con la Lydia y el Natividad y quinientos hombres con rumbo a La Libertad. No hay más de cien millas de distancia hasta allí, espero llegar mañana al amanecer. Por la noche, cenaré en San Salvador.

—¡Ejem! —rezongó Hornblower, que estaba pensando el modo de explicar lo más elocuentemente posible las dificultades del plan del Supremo.

—¿Ha muerto poca gente entre la dotación del Natividad, capitán? —preguntó el Supremo, abordando de lleno una de las dificultades previstas por Hornblower.

—Once muertos y dieciocho heridos, de los cuales cuatro no vivirán mucho tiempo —contestó el capitán.

—Lo cual quiere decir que aún quedan bastantes hombres para gobernar la nave.

—Sí, señor; sin embargo…

—Es todo lo que quería saber. Y…, capitán, las personas que se dirigen a mí no emplean la palabra «señor». Ese título no es lo suficientemente honorable. Yo soy el «Supremo».

Hornblower asintió con un gesto. Aquel individuo tenía un modo de proceder que no admitía réplica.

—¿Viven todavía los oficiales de a bordo?

—Sí… —contestó Hornblower. Y como veía aproximarse la tormenta y se esforzaba cuanto podía en alejarla, añadió—: Supremo.

—Entonces, tomaré el Natividad bajo mi mando. Mataré a los oficiales españoles y los sustituiré con mis hombres. Para el servicio me bastarán los marineros.

No había nada imposible en lo que proyectaba el Supremo. Hornblower no ignoraba que en la anticuada marina española se mantenía una severa distinción —que se extinguía rápidamente en la británica— entre los oficiales empleados en la maniobra de un barco y los caballeros que ostentaban el mando. Por lo demás, no dudaba sobre el camino que elegirían los marineros, el piloto, los contramaestres y otros cargos de menor importancia cuando se les diese a escoger entre servir al Supremo o soportar el suplicio.

Era probable que, bajo ciertos aspectos, la solución proyectada por el Supremo fuese buena. Transportar quinientos hombres solamente con la Lydia hubiera sido muy difícil, por decirlo suavemente, y además la Lydia, por sí sola, no sería nunca capaz de bloquear las mil millas de costa. En cambio, era evidente que dos navíos podían dar mayor quehacer al enemigo. No obstante, ceder tan completamente al Natividad suponía meterse en un pleito interminable, que seguramente acabaría mal, con los lores del Almirantazgo a propósito del dinero de presa. Además, se rebelaba a la sola idea de mandar a la muerte a los oficiales entregándolos al Supremo. Era de todo punto necesario encontrar rápidamente una solución.

—El Natividad es botín de mi soberano y no sé hasta qué punto aprobaría que yo cediese…

—Seguramente desaprobaría al saber que me ofendiera usted a mí. —El Supremo frunció las cejas amenazadoramente y Hornblower oyó jadear a Hernández a sus espaldas—. Capitán Hornblower, otra vez ha estado a punto de faltarme al respeto y he tenido la magnanimidad de atribuirlo al hecho de que sois forastero.

Hornblower se devanaba los sesos. Un poco más de resistencia por su parte, y aquel loco sería capaz de condenarle a muerte. Y la Lydia, sin su capitán, no se pondría, precisamente, a combatir en favor del Supremo. La situación en el Pacífico era, de todos modos, bastante complicada, y el navío, sin amigos entre los rebeldes ni en el gobierno, nunca podría volver a casa, especialmente bajo las órdenes de un hombre de tan escasa imaginación como Bush. Inglaterra perdería un hermoso buque y una excelente ocasión. Era necesario sacrificar su dinero de presa, aquellas mil libras con las que esperaba deslumbrar a María. Pero, a cualquier precio, era necesario conservar con vida a los prisioneros.

—Tiene razón. Mi educación de extranjero es la culpable, Supremo —le dijo—. No es fácil para mí expresar en un idioma que no es el mío todos los delicados matices que son necesarios. Pero, ¿quién se atreve a decir que quiero yo faltarle al respeto, Supremo?

El Supremo inclinó la cabeza con un ademán de asentimiento. Era una satisfacción ver cómo un maniático que se atribuía la omnipotencia se sintiera tan inclinado a aceptar como sinceros los halagos más burdos.

—La nave es suya, Supremo —continuó Hornblower—. Suya fue desde el instante en que mis hombres pusieron pie en ella la pasada noche. Y cuando, en el porvenir, una flota, en nombre del Supremo, domine el Pacífico, sólo deseo que recuerde que la primera nave fue apresada por el capitán Hornblower, a las órdenes del Supremo.

El aludido asintió de nuevo; luego, se dirigió a Hernández.

—General, disponga que, al mediodía, haya a bordo quinientos hombres. Yo, lo mismo que vos, iré con ellos.

Hernández se inclinó y salió.

Evidentemente, no existía la menor posibilidad de que el Supremo dudase, siquiera remotamente, de su propia divinidad como consecuencia de una vacilación o duda de sus subordinados. Cada una de sus órdenes, ya se tratase de cerdos o de quinientos hombres, era obedecida al instante. Hornblower jugó su siguiente carta a continuación.

—¿Será la Lydia la que tenga el honor de transportar al Supremo al puerto de La Libertad? Mi tripulación se sentiría muy honrada si le fuese otorgado ese privilegio.

—Estoy seguro de que les encantaría —contestó el Supremo.

—No sé si atreverme a pedirlo… —añadió Hornblower—, pero, ¿acaso mis oficiales y yo podemos aspirar al honor de que se siente a nuestra mesa antes de la partida?

El Supremo pareció reflexionar un momento.

—Sí —contestó. Y con gran trabajo Hornblower consiguió sofocar un suspiro de alivio que brotó espontáneamente de su pecho. Una vez estuviese a bordo de la Lydia, era más fácil que aquel mamarracho se dejara dominar un poco.

El Supremo dio una palmada y, como por encanto, un golpe dado en la puerta indicó que el mayordomo mulato había acudido a la llamada. Con breves e inequívocas palabras, le dio las órdenes precisas para que fuese transportado a la Lydia todo lo que él necesitaba.

—Ahora, permítame que vuelva a mi navío, pues debo disponer todo lo necesario para su llegada —dijo Hornblower.

Por toda contestación, el Supremo hizo otro ademán.

—¿A qué hora desea que me encuentre en la playa para recibirle?

—A las once.

Hornblower, al salir al patio, pensó con fraternal solidaridad en aquel gran visir que jamás se separaba de la presencia de su soberano sin asegurarse antes de que llevaba todavía la cabeza sobre los hombros.

Apenas se encontró a bordo de la Lydia y se apagaron los pitidos de los silbatos, comenzó inmediatamente a dar órdenes.

—Meta a esos hombres inmediatamente en el sollado —le dijo a Bush, señalando a los prisioneros—. Enciérrelos y ponga una buena guardia. Llame al herrero y ordene que se les pongan grilletes.

Bush no intentó disimular su sorpresa, pero Hornblower no se entretuvo en darle explicación alguna.

—Señores —dijo a los oficiales españoles cuando se encontraron ante él—. Se van a ver tratados duramente; pero les aseguro que si se dejan ver simplemente, morirán. Les estoy salvando la vida.

Luego se volvió al teniente Bush.

—Llame a todos los marineros —le dijo.

Inmediatamente se oyó el familiar rumor de pasos producido por los pies desnudos y callosos sobre el maderamen.

—Marineros —comenzó el capitán—, dentro de unos minutos subirá a bordo de la Lydia un príncipe de este país, aliado de nuestra Graciosa Majestad. Pase lo que pase, oídme bien, pase lo que pase, deberá ser tratado con el mayor respeto. Haré azotar duramente a quien se ría o no se comporte debidamente con el Supremo, como si se tratara de mí mismo. Esta noche zarparemos de aquí llevando a bordo a los soldados de ese señor. Los consideraréis como si fuesen ingleses, o aún mejor. Con los soldados ingleses os tomaríais ciertas libertades que no podéis tomaros con ellos. El primero que se permita una burla a su costa será azotado durante una hora. Olvidaos del color de su piel; no os fijéis en su modo de vestir; olvidad que no hablan inglés y recordad solamente lo que os he dicho. Señor Bush, pueden romper filas.

En el camarote, el fiel Polwheal esperaba a su capitán con la toalla y la bata para el baño que tendría que haber tomado dos horas antes.

—Sácame el uniforme nuevo —le dijo—. Y que la cámara de popa esté dispuesta a las seis en punto para una cena de gala de ocho cubiertos. A las seis en punto. Ve a proa y que venga el cocinero.

Aún era necesario preparar mil cosas. Bush y Rayner, el primero y cuarto oficial; Simmonds, el oficial de marina, y Crystal, el oficial de derrota, fueron advertidos de que estaban invitados a cenar y que, inmediatamente, debían vestir sus uniformes de gala. Por otra parte, era urgente preparar en las dos fragatas alojamiento para quinientos hombres.

Hornblower contemplaba el Natividad, en cuyo palo mayor, sobre el rojo y dorado de la bandera de España, flotaba al viento la bandera blanca. El capitán se preguntaba qué haría con aquella nave cuando vio una lancha acercarse desde la costa. El jefe de la pequeña comitiva, que inmediatamente subió a bordo, era un hombre joven, de estatura menor que la corriente, delgado y ágil como un mono. Sus facciones se veían animadas por una perpetua sonrisa y un inquebrantable buen humor. Parecía más español que americano. Bush le acompañó al castillo donde Hornblower, impaciente, se hallaba paseando. Con una amable inclinación, el recién llegado se presentó.

—Soy el vicealmirante Cristóbal de Crespo.

Hornblower le miró de pies a cabeza. Llevaba anillos de oro en las orejas, y la casaca, recamada de oro, disimulaba apenas una desgarrada camisa gris. Sus pantalones blancos, aunque bastante sucios, estaban enfundados en unas botas de cuero.

—¿Del servicio del Supremo? —interrogó Hornblower.

—¡Desde luego! Permítame presentarle a mis oficiales. Andrade, capitán de navío; Castro, capitán de fragata; Carrera, capitán de corbeta; los lugartenientes Barrios, Barillas y Cerno, y los aspirantes Díaz…

La docena de oficiales que presentó con aquellos altisonantes títulos eran indios, andaban descalzos y en sus fajas coloradas, arrolladas a la cintura, llevaban un completo arsenal de pistolas y puñales. Torpemente, se inclinaron ante Hornblower. Algunos de ellos tenía una expresión feroz y cruel.

—He venido para izar mi insignia en mi nuevo barco, el Natividad —dijo Crespo con amistoso tono—. Es deseo del Supremo me rindan el saludo de once salvas, como corresponde a mi categoría de vicealmirante.

Hornblower, por un momento, puso cara larga. A pesar suyo, los años de servicio en la marina le habían infundido un profundo respeto por las particularidades de la etiqueta naval y le dolía tener que tributar a aquel mamarracho los honores que le habían sido tributados a Nelson. Disimuló con esfuerzo su disgusto, comprendiendo que si quería conseguir todo lo que se proponía, debía proseguir hasta el final aquella farsa. Habiendo un imperio que ganar, hubiese sido una locura regatear por una simple cuestión de ceremonial.

—¡Ciertamente, almirante! —le dijo—. Es para mí un honor ser de los primeros en felicitarle por su nombramiento.

—Gracias, capitán. Ahora sería necesario aclarar determinados puntos —replicó el vicealmirante—. Quisiera saber si los oficiales que mandaban el Natividad están aquí todavía o se hallan a bordo de su navío.

—Lo lamento mucho —contestó Hornblower—; pero esta mañana, después del consejo de guerra, los he echado al mar.

—¡Lástima! Realmente, es una verdadera lástima. El Supremo me había dado la orden de colgarlos de los palos del Natividad. ¿Ni siquiera habéis dejado uno?

—Ni uno, almirante. Lo lamento mucho, pero, sobre este particular, el Supremo no me había dado orden alguna.

—Bien. No hay nada que hacer, entonces. No faltarán otros… Me voy ahora a bordo de mi fragata. Tal vez quiera usted acompañarme para dar las correspondientes órdenes a los hombres de su dotación que allí se encuentren…

—Desde luego, almirante.

Hornblower sentía una gran curiosidad por ver de qué modo procederían los esbirros del Supremo para cambiar por completo la lealtad de toda una tripulación. Apresuradamente, dio las órdenes oportunas para que los artilleros de la Lydia saludasen cuando fuese izada la bandera a bordo del Natividad, y bajó a la lancha acompañado por los oficiales de nuevo cuño.

Una vez en el Natividad, Crespo se dirigió, contoneándose, precisamente al alcázar donde se hallaban agrupados el piloto español y sus oficiales. Ante sus aterrorizados ojos, el vicealmirante se dirigió a la imagen de la Virgen y el Niño que había junto al pasamanos y la arrojó al mar. A un ademán suyo, uno de los aspirantes de su séquito arrió las banderas británica y española que ondeaban en el palo mayor. Entonces se volvió hacia los oficiales de navegación. La escena desbordaba dramatismo en el puente atestado bajo el refulgente sol. La infantería británica de marina permanecía impasible, enfundada en sus casacas rojas. Los artilleros británicos, junto a las carronadas, conservaban aún en la mano las mechas encendidas. Aún no se les había dado orden alguna que les relevase del servicio. Gerard se separó del grupo y se colocó al lado de Hornblower.

—¿Quién es el piloto? —preguntó Crespo.

—¡Yo! —contestó una voz trémula de emoción.

—¿Y vosotros sois sus oficiales?

Una serie de gestos y ademanes más o menos aterrorizados contestaron a esta pregunta. De la cara de Crespo desaparecieron todas las huellas de buen humor. Su delgado semblante pareció hincharse con una cólera fría.

—¡Tú! —dijo señalando al más joven, casi un niño—. Levantarás la mano y jurarás tu fe a nuestro señor el Supremo. ¡Te digo que levantes la mano!

El muchacho, como un alucinado, obedeció.

—Y ahora repite conmigo: «¡Juro!».

Blanco como una sábana, el niño intentó mirar a sus compañeros, pero los ojos centelleantes de Crespo parecían fascinarle.

—¡Juro! —repetía Crespo. Y su entonación era amenazadora.

El muchacho movía los labios, sin que saliera de ellos sonido alguno. Pudo luego separar sus ojos de aquellos otros que le hipnotizaban. La mano que había levantado al principio vaciló un momento y luego la bajó, apartando la vista del índice amenazador con que Crespo le señalaba. Inmediatamente, el vicealmirante levantó la otra mano. Tan repentino había sido el ademán que nadie pudo ver cómo había sacado una pistola del cinto. Sonó un disparo y el muchacho, herido en el estómago, cayó al suelo. Sin hacer caso del infeliz que se revolcaba en los espasmos de la agonía, Crespo se volvió a otro.

—¡Ahora jurarás tú! —dijo.

Sin oponer resistencia alguna, con voz casi afónica, el aludido juró, repitiendo las palabras que Crespo dictaba fríamente, media docena de frases muy significativas en las que se confirmaban la omnipotencia del Supremo, testimoniaban su devoción a él y negaban la existencia de Dios y la virginidad de su Divina Madre. Todos, uno a uno, repitieron el juramento. Nadie hacía caso del agonizante que continuaba revolcándose a sus pies. Solamente cuando consideró terminada la ceremonia, Crespo se acordó de él para ordenar:

—¡Echadlo al mar!

Bajo su centelleante mirada, vacilaron un momento los oficiales. Luego, dos de ellos se inclinaron, levantaron al muchacho, uno por la cabeza y otro por los pies, y lanzaron por la borda aquel cuerpo que todavía no había exhalado el último suspiro.

Crespo esperó hasta oír la zambullida; luego se acercó a la barandilla del castillo, donde quedaban aún restos del dorado anterior. Muda y como idiotizada, la marinería, como un rebaño, se amontonaba sobre cubierta, escuchando la voz estridente de Crespo. Hornblower, mirándoles, comprendía que ninguno opondría resistencia a los deseos del vicealmirante. Ni uno solo de la tripulación tenía sangre europea en las venas. Durante los muchos años que el Natividad llevaba navegando por el Pacífico, la primitiva dotación había concluido por desaparecer. Solamente la oficialidad había sido reemplazada por individuos procedentes de España; pero la marinería, según podía verse, se reclutaba entre los nativos. Hornblower descubrió entre ellos algunos negros e incluso varios chinos. Había otros cuya fisonomía le resultaba extraña: se trataba de filipinos.

Con una brillante arenga que no duró ni cinco minutos, Crespo los conquistó a todos. No se detuvo proclamando la divinidad del Supremo, que ya se hallaba incluida en el apelativo. Les dijo que el Supremo era jefe de un movimiento que tenía por fin sacudir el yugo de la dominación española en América. En menos de un año, todo el Nuevo Mundo, de México a Perú, estaría bajo su mando. Y eso significaría el fin del mal gobierno de los españoles, de su brutal dominación y de la esclavitud en las minas y en el campo. Habría tierra para todos. Todos gozarían de libertad y serían felices bajo la benigna protección del Supremo. ¿Quién quería seguirle?

Al parecer, todos. El discurso fue acogido con un rumor de aprobación y, finalmente, le aclamaron. Crespo se acercó a Hornblower.

—Gracias, capitán —le dijo—. Creo que ya no son necesarios vuestros hombres. Mis oficiales y yo podremos arreglarnos perfectamente, aunque se presente a bordo cualquier insubordinación.

—No lo dudo —contestó Hornblower con cierta amargura.

—Tal vez alguien se muestre reacio al convencimiento y no quiera dejarse iluminar cuando llegue el momento —dijo Crespo, sonriendo.

Hornblower, al volver a la Lydia, pensaba tristemente en la miserable muerte del joven español. Debió haber impedido la consumación de aquel delito, pues había consentido en presentarse solo a bordo del Natividad con la intención de evitar cualquier acto de crueldad, y no lo había conseguido. No obstante, pensó que el hecho de ahorcar a los oficiales a sangre fría hubiese tenido mucho peor efecto entre sus hombres. La dotación del Natividad se veía obligada a servir por la fuerza a un nuevo amo, pero ¿acaso la leva no había hecho algo semejante, por lo menos en las tres cuartas partes de la dotación de la Lydia? Los métodos disciplinarios en uso en la marina inglesa condenaban a penas de azotes y también de muerte a quien se negase a obedecer las órdenes de los oficiales, a quienes, arbitrariamente, se les había dado sobre los demás derecho de vida y muerte. Los marineros ingleses, por lo general, eran poco propensos a conmoverse por la suerte de los compañeros españoles que se encontrasen en su misma posición, pero, con la característica falta de lógica de la clase baja inglesa, hubiesen creído un deber protestar contra el ahorcamiento de un oficial.

Un cañonazo del Natividad, que fue inmediatamente contestado por la Lydia, interrumpió el curso de los pensamientos de Hornblower. Poco le faltó para ponerse de pie de un salto y en la cámara del bote. Pero dirigió una ojeada a sus espaldas y se tranquilizó. En el palo mayor del Natividad ondeaba una nueva bandera: azul con una estrella amarilla en el centro. El estruendo de las salvas se difundió lentamente por la bahía, y retumbaba aún cuando Hornblower subió la escalerilla de su nave. Marsh, el artillero, paseaba colérico de un lado a otro del castillo de proa, mascullando imprecaciones. Hornblower dedujo sus palabras.

—Si yo no fuese un maldito idiota, como soy, ahora no estaría aquí… Fuego… siete. Dejar a la mujer y a los hijos, la casa y todo lo que uno más quiere en este condenado mundo… Fuego… ocho.

Media hora más tarde, volvía Hornblower a la costa para recibir al Supremo, quien, a la hora exacta, llegó a caballo, acompañado por una docena de harapientos súbditos que no se dignó presentar al capitán. Inmediatamente se metió en la lancha. Su séquito, pasando ante Hornblower en fila india, se presentó a sí mismo pronunciando una retahila de nombres sin sentido. Casi todos eran indios de pura raza. Todos generales, excepto un par de coroneles y, por lo que se veía, absolutamente todos devotos de su amo. Su manera de comportarse e incluso su menor ademán lo declaraban a todas luces, y no sólo era el temor lo que les movía, sino también la admiración… incluso el amor, se podría decir, que les inspiraba.

A lo largo de la nave, la guardia, los segundos contramaestres y los infantes de marina se hallaban formados para recibir al Supremo con honores militares; pero éste volvió a dejar estupefacto a Hornblower cuando, dirigiéndose a él, le dijo con indiferencia, mientras comenzaba a subir por la escalerilla.

—Ya sabe usted que me corresponden como saludo veintitrés cañonazos.

Es decir, dos cañonazos más de los que hubiesen debido dispararse si su majestad el rey Jorge, en persona, se hubiese presentado en la Lydia. Por un instante, Hornblower clavó su mirada en el aventurero y pensó en negarse resueltamente a aquella pretensión, pero concluyó contemporizando con su conciencia, diciéndose que un saludo de tal número de salvas dejaba de tener el más mínimo sentido. Inmediatamente ordenó a un grumete dijera al teniente Marsh que se dispararan los veintitrés cañonazos. Y la cara que puso el grumete al conocer la orden fue tan ridicula como la de su capitán momentos antes: quedó primero pasmado y luego, dominándose, echó a correr, reconfortado sin duda con el pensamiento de que, después de todo, la responsabilidad era del capitán y no suya. Hornblower apenas pudo disimular una sonrisa, figurándose la sorpresa de Marsh y la exasperación creciente en su voz. «Si yo no hubiese sido un perfecto estúpido, a estas horas… ¡Fuego…, y veintitrés!».

El Supremo, entre tanto, había subido al alcázar con actitud fiera y audaz. Luego, paulatinamente, fue desvaneciéndose la vivacidad de su semblante y volvió a caer en su indiferencia acostumbrada. Parecía escuchar y, en realidad, su mirada iba más lejos de las caras de Bush, de Gerard y de los demás que Hornblower le estaba presentando. Cuando el capitán le preguntó si deseaba visitar el navío, se limitó a mover la cabeza negativamente. Hubo una pausa embarazosa, que rompió Bush volviéndose a su capitán.

—El Natividad ha izado otra bandera en el palo mayor, señor. ¡No, no es… es!

Era un cuerpo humano que se destacaba en negro sobre el cielo azul, y mientras se elevaba se sacudía y se retorcía. Un minuto más tarde, otro cuerpo efectuaba la misma ascensión, izado por otro peñol de la verga. Instintivamente, todos los ojos se clavaron en el Supremo. Pero éste continuaba con la mirada perdida en el vacío. No obstante, todos sabían perfectamente que lo había visto. Los oficiales miraron de soslayo a su capitán, como para preguntarle cómo debían comportarse, y le imitaron adoptando el aire de no haber visto nada. Después de todo, las medidas disciplinarias a bordo de un navío extranjero no les incumbían.

—Se servirá la comida dentro de unos instantes, Supremo —dijo Hornblower, sobreponiéndose a su emoción—. ¿Quiere bajar a la cámara?

Mayor silencio esta vez. El Supremo comenzó a bajar el primero por la escalerilla. Bajo cubierta era aún más evidente su corta estatura, por cuanto no se veía obligado a inclinarse como los demás. Su cabeza en realidad rozaba las vigas del techo, pero tampoco esto le obligaba a inclinarse al andar. Hornblower se vio acometido por la absurda idea de que aquel hombre no tenía ninguna necesidad de encorvarse, porque las vigas se levantarían antes que cometer el sacrilegio de rozar su cabeza. Tal era el efecto que le causaba la calma y dignidad naturales con que le precedía el Supremo.

Polwheal y los otros marineros que, vestidos de gala, le ayudaban en el servicio de la mesa, quitaron la lona que cubría aún el lugar de los mamparos, pero el Supremo se detuvo un momento en el umbral y pronunció las primeras palabras que salieron de sus labios desde que puso el pie sobre cubierta.

—Comeré aquí yo solo. Ordene que se me sirva.

Ninguno de los personajes de su séquito pareció considerar extraña aquella petición. Hornblower, observando aquellas caras, se dio cuenta de que la indiferencia que reflejaban no era fingida.

La comida resultó muy triste. Para Hornblower y sus huéspedes hubo que improvisar una mesa en la santabárbara, y el único mantel, con sus servilletas de hilo, de que disponía el capitán, así como sus dos botellas de Madeira, quedaron en la cabina de popa para uso del Supremo. El silencio que reinó casi ininterrumpidamente tampoco contribuyó a aliviar la violencia de aquella parodia de banquete, pues los generales y coroneles del Supremo no eran muy locuaces y Hornblower era el único de los ingleses que hablaba español. Valerosamente, Bush intentó por dos veces dirigir algunas palabras a sus vecinos de mesa, añadiendo una «o» al final de todas las palabras inglesas con la esperanza de que, mediante esa artimaña, se convirtieran milagrosamente en palabras españolas. Pero ante la muda sorpresa de sus oyentes, redujo pronto sus intentos a un confuso balbuceo.

Apenas terminada la cena, y cuando encendían los blandos cigarros de tabaco negro que formaban parte de las provisiones recibidas, un nuevo mensajero, recién llegado de tierra, fue conducido a presencia del oficial de guardia, quien no conseguía entender una sola palabra de lo que le decía. Las tropas estaban preparadas para embarcar. Con un suspiro de alivio, Hornblower se puso en pie, dejando la servilleta, y se presentó a cubierta seguido de los demás.

Los hombres que la lancha y el cúter transportaban en sucesivos viajes desde tierra eran los típicos soldados de aquellas tierras: andrajosos, descalzos, de piel oscura y pelo lacio y negro. Cada uno de ellos llevaba un mosquete sin estrenar y una cartuchera repleta de municiones, los que Hornblower les había traído. La mayoría de ellos llevaba, además, un saco, seguramente lleno de provisiones. Otros llevaban incluso melones y racimos de plátanos. Los marineros los empujaban sobre cubierta, mientras los recién llegados miraban curiosamente en torno suyo, observándolo todo y charloteando como papagayos. Sin embargo, parecían, bastante dóciles. Se acurrucaron por grupos en el suelo, entre los cañones, sin interrumpir su estridente parloteo, siguiendo las órdenes de los bonachones y sonrientes ingleses.

La mayoría empezó a devorar ávidamente las provisiones. Hornblower sospechó que estaban medio muertos de hambre y que se comían las de reserva.

En cuanto hubo embarcado el último soldado, Hornblower miró el Natividad. Al parecer ellos también habían embarcado sus hombres. De repente, cesó la cháchara en la cubierta y siguió un sorprendente silencio. Un instante después subía el Supremo al alcázar. Sin duda, su aparición sobre cubierta había hecho cesar el parloteo.

—Capitán —dijo—, podemos hacernos a la vela rumbo a La Libertad.

—Sí, Supremo —contestó Hornblower.

Estaba contento de que el Supremo hubiese aparecido en aquel preciso instante; segundos más tarde, quizá los oficiales de la Lydia se hubiesen dado cuenta de que su capitán esperaba las órdenes del aventurero. Esto hubiese sido lamentable.

—Señor Bush, levemos anclas —ordenó el capitán Hornblower.