Espectralmente iluminada por la luz de la luna y empujada por el primer soplo del viento de tierra, la Lydia flotaba en las aguas de la bahía. Hornblower no se había atrevido a ordenar que fueran desplegadas las velas. El más mínimo ondear de una lona blanca podía descubrir a distancia la presencia de una nave. Por esta razón, la lancha y el cúter remolcaban a la Lydia, que, al hender las aguas en torno a la isla que cerraba el acceso a la bahía —isla de Manguera, según la llamó Hernández cuando Hornblower le explicó cautamente algo de su proyecto—, producía un leve chapoteo. Durante una hora sudaron los hombres sobre los remos, aun cuando el capitán hacía lo que podía para ayudarles, de pie junto al timón y tratando de aprovechar la fuerza del viento que impulsaba levemente a la nave, haciéndola avanzar en su camino. Llegaron por último al lugar del nuevo anclaje, y con gran ruido de cadenas cayeron de nuevo las anclas en el mar.
—Señor Bush —ordenó Hornblower—, ponga una boya a ese cable y téngalo dispuesto para soltarlo.
—Sí, señor.
—Llame a los botes al costado. Quiero que los hombres descansen.
—Sí, señor.
—Señor Gerard, queda usted como jefe del puente. Cuide de que los vigías no se duerman. El señor Bush y el señor Galbraith me acompañarán abajo.
—Sí, señor.
Toda la nave hervía de excitación. Aunque todos ignorasen los detalles de su ejecución, que ahora explicaba a sus oficiales, la tripulación había terminado por sospechar el plan del capitán. Durante las dos horas que habían transcurrido desde que tuvo noticia de que el Natividad se aproximaba, la mente de Hornblower había trabajado sin descanso en la elaboración de su plan. Nada debía fallar. Nada de lo que pudiese contribuir al éxito debía ser desdeñado.
—¿Lo han comprendido todo? —preguntó Hornblower finalmente, agachado, bajo los baos de su cabina, en tanto que sus dos tenientes daban vueltas en las manos a sus sombreros, con embarazoso ademán.
—Sí, señor.
—Perfectamente.
Los despidió, pero, al cabo de cinco minutos, la ansiedad y la impaciencia le llevaron de nuevo sobre cubierta.
—¡Eh, vigía! ¿Qué se sabe del enemigo?
—La nave está a la altura de la isla, capitán. No se ve bien. Distingo solamente las gavias bajo los aparejos, capitán.
—¿Cuál es su ruta?
—La del viento, capitán. Con esta bordada entrará en la bahía.
—¡Ejem!
Y Hornblower regresó a su camarote.
Pasarían por lo menos cuatro horas hasta que el Natividad entrara en la ensenada, y antes de que esto sucediera disponía del tiempo suficiente para obrar. Comenzó a pasear de un lado a otro del estrecho camarote, con la cabeza baja, para no dar en el techo, y concluyó deteniéndose, furioso. Jamás el capitán de nervios de acero que era su ideal se hubiese permitido entregarse a tanta agitación y febril inquietud, aunque se hallase sólo a cuatro horas de distancia de la prueba que había de decidir su reputación de marino. Debía demostrar a sus hombres que él sabía afrontar el peligro con tranquila indiferencia.
—¡Llamen a Polwheal! —gritó a través de la lona a un grupo de hombres que se hallaba junto a un cañón. Y cuando Polwheal se hubo presentado, le dijo—: Diga de mi parte al señor Bush que, si puede dejar libres de servicio a Galbraith, Clay y Savage, me gustaría que viniesen a cenar conmigo y a jugar luego una partida de whist.
También Galbraith estaba muy nervioso, no sólo por el pensamiento de la inminente batalla, sino porque además se cernía sobre su cabeza el prometido castigo por el incidente de aquella tarde. Su huesuda cara de escocés se movía incesantemente, como si padeciese un tic nervioso, y estaba sonrojada hasta la raíz del pelo. Hasta los dos guardiamarinas se mostraban tan lacónicos y aprensivos.
Hornblower se había impuesto la obligación de aparecer ante todos como un anfitrión lleno de cortesía, y cada una de las palabras que pronunciaba no tenía más fin que el de aumentar su reputación de hombre imperturbable. Empezó excusándose por la frugalidad de la cena. El zafarrancho de combate implicaba que todos los fuegos de a bordo estuviesen apagados. Por esta razón no podían servirse más que fiambres. La vista del pollo asado, de las chuletas de cerdo, de las doradas tortas de maíz, de los platos llenos de fruta, despertaron el apetito de los dieciséis años del guardiamarina Savage, haciéndole perder la timidez.
—Esto sí que es mejor que las ratas, capitán —declaró, frotándose las manos.
—¿Ratas? —preguntó Hornblower distraídamente. A pesar de su aparente cordialidad, tenía su imaginación en el puente y no en el camarote de popa.
—Sí, capitán. Antes de llegar a esta bahía, las ratas fueron uno de los platos favoritos en el camarote de los guardiamarinas.
—Claro que sí —afirmó Clay, que añadía al cuarto de pollo de su plato una gran tajada de lomo frío, y muchas cortezas de cerdo de apetitoso y dorado color—. Yo pagué al sinvergüenza de Bailey hasta tres peniques por ratas de primera.
Haciendo un esfuerzo, Hornblower dejó de pensar en el Natividad, más próxima cada vez, y recordó sus lejanos años de guardiamarina, medio muerto de hambre y aquejado de nostalgia y mareo. Sus compañeros, de más edad que él, habían comido con gusto las ratas del barco y afirmaban que uno de estos animalitos, alimentado con galletas, era un manjar mucho más sabroso que la carne de buey que llevase dos años en un barril. Nunca pudo tragar aquella bazofia, pero se guardó muy bien de decirlo ante aquellos muchachos.
—Tres peniques por una rata me parece un precio excesivo. No recuerdo haber pagado tanto en mis tiempos de guardiamarina.
—¿Cómo, capitán? ¿También usted las comía? —preguntó Savage, estupefacto.
Ante aquella pregunta, Hornblower no tuvo más remedio que continuar su mentira, y prosiguió:
—Naturalmente. Las camaretas de los guardiamarinas no son mejores hoy que hace veinte años. También he creído siempre que una rata que conocía el camino de la despensa era un bocado digno de un rey, y no digamos para un guardiamarina.
—¡Dios nos asista! —exclamó Clay, dejando el cuchillo y el tenedor sobre el plato, movido por el asombro. Jamás se le había ocurrido pensar que su severo e inflexible capitán hubiese podido ser alguna vez un guardiamarina que se contentara comiendo ratones.
No le pasaron por alto a Hornblower las furtivas miradas de admiración que le dirigían los dos muchachos. Con aquella pequeña muestra de humana comprensión, él lo sabía bien, se había apoderado por completo del corazón de los jóvenes invitados. Al otro lado de la mesa, Galbraith suspiraba ruidosamente. Apenas hacía tres días, él también había comido ratas. Pero sabía con absoluta seguridad que, confesándolo, no sólo no conseguiría que aquellos chicos le tuvieran más respeto, sino todo lo contrario, porque él era de ese tipo de oficiales. Hornblower comprendió que también debía de dar ánimos a Galbraith.
—A su salud, Galbraith —dijo, dirigiéndose a él con un ademán y levantando la copa—. Debe excusarme si este vino no es mi mejor Madeira, porque reservo las últimas botellas para cuando, mañana, haga los honores del barco a nuestro prisionero, el capitán español. Brindemos, pues, por nuestra futura victoria.
Se vaciaron las copas hasta la última gota y desapareció la postrera sombra de desconfianza. Hornblower había hablado de «nuestro» prisionero, cuando cualquier otro capitán hubiese dicho «mi» prisionero, e incluso había dicho «nuestra victoria». El hombre frío y rígido, el severo comandante que imponía una durísima disciplina, había revelado por un instante sus características humanas y admitido su propia debilidad ante sus inferiores. En aquel momento, los tres oficiales hubieran dado la vida por su capitán. Y Hornblower estaba seguro de ello con sólo mirarles a la cara. No obstante, aquel sentimiento, si por una parte le agradaba, le irritaba por otra. Pero no se le ocultaba que, ante la perspectiva de una batalla inminente, que hasta podía ser una empresa desesperada, era necesario tener a sus órdenes no solamente a una tripulación fiel, sino entregada.
En aquel momento entró el guardiamarina Knyvett.
—Capitán, el teniente Bush le saluda y le informa de que el enemigo está a la vista desde el palo mayor.
—¿Viene derecho hacia la bahía?
—Sí, capitán. Dice el teniente Bush que dentro de un par de horas estará a tiro.
—Gracias, señor Knyvett —y Hornblower le despidió con un ademán. Pensar que al cabo de dos horas se encontraría combatiendo contra una fragata de cincuenta cañones aceleraba de nuevo los latidos de su corazón, y solamente con un enorme esfuerzo de voluntad pudo conservar la impasibilidad de su fisonomía.
—Señores —dijo a los reunidos—, aún tenemos tiempo para jugar nuestra partida.
La acostumbrada partida semanal de whist, que el capitán Hornblower solía jugar con sus subordinados, representaba para éstos, especialmente para los más jóvenes, una dura prueba. Hornblower era un gran jugador. Su espíritu de observación y el detenido estudio psicológico del alma de sus subordinados le eran de gran utilidad. Pero para la mayor parte de los oficiales, faltos del sexto sentido indispensable a todo buen jugador, y de buena memoria para recordar las cartas que ya habían sido jugadas, eran las veladas del capitán un verdadero tormento.
Polwheal despejó la mesa y extendió sobre ella el tapete verde, dejando luego encima los naipes. Cuando hubo comenzado la partida, Hornblower se dio cuenta de que era más fácil olvidar entonces el combate que se avecinaba. Para él, el whist era una pasión capaz de ocupar por entero su atención, cualesquiera que fuesen los pensamientos que la solicitaran. Solamente durante los intervalos del juego, al dar las cartas o al contar los puntos, advertía de nuevo los latidos de su corazón y la emoción que le atenazaba la garganta. Seguía con apasionado interés las vicisitudes del juego, mostrándose indulgente con la infantil inclinación que sentía Savage a jugar impetuosamente sus ases, y también con las distracciones de Galbraith, quien, invariablemente, solía olvidarse de declarar el palo hasta que ya era demasiado tarde. La primera partida concluyó rápidamente, y las caras de los oficiales expresaron cierta consternación cuando Hornblower, con aire indiferente, cogió la baraja para una segunda partida.
—Clay, no debéis olvidar que, cuando se tiene rey, reina y dama, se empieza siempre por el rey —le dijo—. Todo el arte de comenzar bien reside principalmente en esto.
—Sí, señor —repuso Clay; y estaba a punto de hacer un guiño a Savage cuando Hornblower le miró severamente, por lo que se apresuró a bajar los ojos.
Proseguía el juego, que a todos parecía interminable. Pero concluyó al fin.
—Rubber —anunció Hornblower—. Señores míos, creo que ya es hora de subir a cubierta.
Entonces hubo un suspiro general de alivio y un rumor de pies rozando el suelo. Pero Hornblower se daba cuenta de que era necesario, a toda costa, afirmar su fama de imperturbable.
—Esta vuelta no se habría terminado si Savage, contra su costumbre, hubiera atendido un poco más a las cartas. Teniendo nueve puntos, Savage y Galbraith no tenían otra cosa que hacer que vencer la mano impar, y el rubber hubiera sido suyo. Además, Savage, en la octava vuelta, hubiese debido jugar el as de corazones en lugar de arriesgar la finesse, como ha hecho. Reconozco que si le hubiera salido bien esta jugada habrían sido suyas las dos manos, pero…
Con voz monótona, Hornblower seguía explicando, mientras los otros tres se removían en sus sillas. Pero mientras les precedía en la escalerilla, cambiaron una mirada entre sí que reflejaba toda la admiración que sentían por él.
Reinaba en cubierta un silencio de muerte. Todos los hombres se encontraban en sus puestos. La luna estaba ya a punto de desaparecer. Pero, a pesar de todo, quedaba aún bastante claridad en cuanto los ojos se acostumbraban a las sombras. Bush se adelantó hacia el capitán y le saludó.
—El enemigo se dirige aún a la bahía, señor —y, al decirlo, tenía la voz ronca.
—Envíe de nuevo a los hombres al cúter y a la lancha —repuso Hornblower.
Y subió por las jarcias de mesana hasta la verga de juanete de mesana. Desde allí se dominaba el mar hasta el otro lado de la isla. A una milla de distancia, a contraluz de la luna, casi en el ocaso, blanqueaban las velas del Natividad, a todo ceñir, a medio camino de la entrada de la bahía. Estuvo luchando contra la agitación que se apoderaba de él, mientras se esforzaba en distinguir los movimientos de la nave. Por fortuna, no era probable que los mástiles de la Lydia se destacaran en la oscuridad del cielo, delatando su presencia. Y precisamente en este cálculo se basaban los planes que había elaborado Hornblower. Pronto la nave viraría de bordo, y su nuevo rumbo la llevaría directamente a la isla. Quizá la doblara por el costado de barlovento, pero no era probable. Tendría que virar de bordo nuevamente para entrar en la bahía, y entonces tendría él su oportunidad. Por breves instantes vio brillar claramente las velas de la fragata enemiga al efectuar un viraje. Luego se sumergieron en la oscuridad reinante. Se dirigía ahora directamente al centro de la bahía. Pero la deriva y el descenso de la marea la empujarían hacia la isla. Hornblower volvió a bajar a cubierta.
—Señor Bush —dijo—, mande a los hombres a la arboladura dispuestos para la maniobra.
Se llenó la nave del rumor blando de los pies desnudos que corrían en todas direcciones sobre cubierta y se encaramaban por las jarcias. Hornblower sacó de uno de sus bolsillos el silbato de plata. No se molestó en preguntar si los hombres estaban ya dispuestos para la maniobra y bien instruidos para desempeñar la función que les correspondía. Tanto Bush como Gerard eran oficiales de su confianza.
—Me voy a proa, señor Bush —dijo—. Procuraré volver a tiempo al alcázar, pero, si tardara, ya conoce las órdenes.
—Sí, señor.
Marchó rápidamente a lo largo de la pasarela, junto a las carronadas del castillo de proa, con sus artilleros acurrucados en torno, y de un salto subió al bauprés. Agarrándose a la verga de cebadera, podía ver el otro lado del recodo que formaba la isla. El Natividad se dirigía a aquel punto. A ambos lados de la quilla se levantaba la espuma fosforescente. Casi parecía oírse el rumor del chapoteo. Hornblower sintió un nudo de emoción en la garganta y tragó saliva. Inmediatamente se tranquilizó. Fríamente, olvidándose de sí mismo, comenzó a calcular con la precisión de una máquina. Oía la voz del hombre que, a bordo del Natividad, cantaba las cifras del sondeo, aunque no distinguía las palabras. La nave se acercaba cada vez más. Ya llegaba hasta el capitán un ruido de voces, el característico vocerío de las dotaciones españolas: todos hablando como cotorras y nadie vigilando para avistar los palos de la Lydia. Luego oyó gritar unas órdenes. El Natividad iba a virar de nuevo. Sin perder un instante, se llevó el silbato a la boca y sopló. Como por arte de encantamiento, la dotación de la Lydia puso manos a la obra como un solo hombre. Simultáneamente fueron desplegadas todas las velas. El cable se soltó y las chalupas se separaron del navío. Hornblower echó a correr hacia la popa, tropezando con los hombres que braceaban, mientras la nave se inclinaba a sotavento. Siguió corriendo, mientras la Lydia ganaba velocidad. Hornblower llegó al timón, justo a tiempo.
—¡Vía! —gritó al contramaestre—. ¡Un poco a babor! ¡Un poco más! ¡Todo a estribor!
Tan fulminante había sido todo que el Natividad apenas tuvo tiempo de virar. Pero aún no había podido adquirir velocidad en su nuevo viraje cuando, inesperadamente, surgió la Lydia de entre las tinieblas, abalanzándose sobre ella. Los largos meses de maniobra a bordo de la fragata inglesa daban ahora su resultado. Los cañones, al pasar frente al Natividad, dispararon sobre ella una andanada, sembrando la cubierta de metralla, en tanto la obra muerta de los dos buques se rozaba. Los gavieros de la Lydia, desde lo alto de las vergas, lanzaron los cables para unir las dos naves. En cubierta, los hombres del abordaje corrieron hacia la pasarela de babor.
La sorpresa a bordo del Natividad fue mayúscula. La dotación estaba dedicada tranquilamente a sus quehaceres cuando, en un abrir y cerrar de ojos, un enemigo desconocido e insospechado había caído sobre ellos, las tinieblas fueron desgarradas por los siniestros relámpagos seguidos de las ensordecedoras explosiones de la artillería. Por todas partes se oían los gemidos de los marineros heridos tan inesperadamente cuando un pequeño ejército de hombres, aullando como demonios, se precipitó sobre cubierta. Ni siquiera la dotación más disciplinada y capaz hubiese podido resistir aquel alud, y jamás, en los veinte años que llevaba navegando el Natividad por el Pacífico, se encontró con un enemigo en el transcurso de las cuatro mil leguas navegadas.
No obstante, no faltaron valientes que intentaron la resistencia. Hubo oficiales que desenvainaron sus espadas. En el castillo se hallaba un grupo de soldados que, ante los rumores de una insurrección en la costa, habían sido provistos de armas. En algunos lugares de a bordo hubo también hombres que echaron mano a barras de hierro y cabillas. Pero el puente de proa fue barrido en un momento por los numerosos asaltantes, armados de picas y machetes. Alguna pistola apuntó y disparó, pero los hombres que opusieron resistencia fueron abatidos. Los demás, reunidos en grupo, tuvieron puestos bajo guardia.
A ciegas, sobre el puente inferior, los hombres del Natividad buscaban a sus jefes y se afanaban en un supremo y desesperado esfuerzo, intentando resistir. Reunidos todos en la oscuridad, se disponían a enfrentarse a sus enemigos y defender las escotillas, cuando, de repente, se levantó un nuevo alarido a sus espaldas. Los hombres que iban en la lancha y en el cúter, al mando de Gerard, habían llegado a otro costado del navío, y, encontrándolo desguarnecido, subieron a bordo gritando como condenados, según las órdenes recibidas. Hornblower había previsto que el efecto moral del ataque se vería enormemente aumentado, sobre todo contra los indisciplinados españoles, si los asaltantes producían el mayor estrépito posible. Ante aquel nuevo ataque, cedió toda la resistencia. La previsión de Hornblower, enviando a aquellos hombres en las embarcaciones para dividir las fuerzas enemigas, tuvo un éxito completo.