Aquellas dudas, aquellos temores que habían asaltado a Hornblower la noche anterior, mientras intentaba dormir, se desvanecieron con el alba. Al despertar, Hornblower sintió que la sangre fluía por sus venas con energía. En tanto bebía el café que Polwheal le había preparado al amanecer, se sucedían los proyectos en su imaginación. Y por primera vez, desde hacía muchas semanas, prescindió de su matinal paseo por el alcázar. Decidió que al menos podían hacerse llenar de agua los barriles y repostar el combustible necesario. Ordenó, primeramente, que algunos hombres arriaran enseguida la lancha y la chalupa, y no transcurrió mucho rato sin que ambas embarcaciones bogaran rumbo a la playa, cargadas de barriles vacíos. Hablaban los remeros animadamente, y en la proa de cada barca, dos infantes de marina, con casaca roja, actuaban de vigías, con los mosquetes cargados y caladas las bayonetas. Sonaban aún en los oídos de éstos las amenazas de los sargentos respectivos: si al llegar a tierra uno solo de los aguadores desertaba, todos recibirían en la espalda las caricias del gato de nueve colas.
Regresaron una hora más tarde con los barriles llenos; mientras se izaban a cubierta, el guardiamarina Hooker se dirigió corriendo al encuentro del capitán Hornblower y le saludó.
—Están concentrando ganado en la playa, capitán —dijo.
Hornblower debió hacer un gran esfuerzo para mantener la indiferencia de su semblante y recibir la noticia como la cosa más natural del mundo.
—¿Cuántas cabezas habrá? —preguntó fríamente.
Le parecieron estas palabras una pregunta adecuada para ganar tiempo, pero la respuesta fue todavía más asombrosa.
—Centenares, capitán. Hay allí un indígena que parece querer decir muchas cosas, pero ninguno de nosotros habla su lengua.
—Mándemelo aquí en cuanto vaya a la playa —le dijo Hornblower.
Éste pasó el tiempo de la espera tratando de trazarse una línea de conducta. Llamó al vigía y le ordenó que no perdiese de vista un solo instante el mar libre. Consideró la posibilidad de que el Natividad apareciese, en cuyo caso, la Lydia, que tenía en tierra la mitad de la dotación, no tendría tiempo de salir de la bahía, viéndose en la necesidad de combatir en inferioridad de condiciones, lo mismo que un ratón en una trampa. Pero, por otra parte, en ese momento se les presentaba la oportunidad de abastecerse por completo de víveres y de todo lo necesario, logrando de este modo una nueva independencia de tierra. Por lo poco que Hornblower pudo ver de lo que estaba ocurriendo en la playa, consideraba esencial poder conquistar su autonomía cuanto antes. En cualquier momento, la rebelión de Alvarado podía terminar en un baño de sangre.
Hernández en persona llegó hasta el navío en la misma embarcación de velas latinas de la víspera. Cambiaron saludos en el alcázar.
—Cuatrocientas reses bovinas están a su disposición, capitán. Mis hombres las están reuniendo en la playa —dijo Hernández.
—Perfectamente —contestó Hornblower, que aún no se había trazado una línea de conducta para aquel caso.
—Me temo que hará falta mucho tiempo para poder reunir los cerdos —prosiguió Hernández—. Mis hombres están recorriendo el país en todas direcciones, pero los cerdos caminan muy despacio…
—¡Ya! —exclamó Hornblower.
—Por lo que se refiere a la sal, no será fácil reunir los cien quintales que ha reclamado. Antes de que nuestro amo declarase su divinidad, la sal era un monopolio del rey y por eso era escasa; pero he enviado algunos hombres a las salinas de Jiquilisio y espero encontrar la suficiente allí.
—¡Ya! —repitió Hornblower. Recordaba haber pedido sal, pero no la cantidad exacta.
—Las mujeres han salido a recoger los limones, las naranjas y las limas que ha pedido —continuó Hernández—, pero creo que serán necesarios por lo menos dos días antes de poder reunirlo todo.
—¡Ejem! —gruñó Hornblower.
—El azúcar está ya preparado en la refinería del Supremo y disponemos de una buena cantidad de tabaco. ¿Qué clase prefiere? Hasta no hace mucho, nuestras mujeres elaboraban cigarros para nuestro uso y consumo. En cuanto terminen la recolección de fruta, podrán volver a hacerlos.
—¡Ejem! —repitió Hornblower, disimulando apenas la exclamación de alegría que estuvo a punto de escapársele, al oír hablar de cigarros. ¡Hacía tres meses que se había fumado el último! Sus hombres estaban acostumbrados al tabaco de Virginia en hoja, pero naturalmente ese tipo no sería posible hallarlo en aquellos lugares. Sin embargo, había podido ver con frecuencia a los marinos ingleses masticar con cierta complacencia la hoja indígena, a medio curar.
—En cuanto a los cigarros, haga lo que mejor le parezca —dijo el capitán con desenvoltura—. La clase de tabaco no tiene importancia.
Hernández se inclinó.
—Gracias, señor —dijo—. El café, las legumbres y los huevos, será fácil conseguirlos. Pero el pan…
—¿Sí?
Evidentemente, a Hernández le producía cierto embarazo continuar.
—Vuestra Excelencia me perdonará, pero en esta región no disponemos más que de maíz. Hay un poco de trigo, pero en las tierras templadas, y éstas, actualmente, están en manos de los herejes. ¿Cree que le convendría la harina de maíz?
Hernández miraba a Hornblower con aire preocupado. Sólo entonces recordó el capitán que el general era víctima de un miedo feroz, y que la aprobación dada tan a la ligera por el Supremo para la requisa era muchísimo más eficaz que cualquier orden firmada y sellada que hubiese sido dirigida a un funcionario.
—La cosa es seria —dijo Hornblower con gravedad—. Mis hombres no están acostumbrados a la harina de maíz.
—Lo sé… —Hernández movía nerviosamente los dedos—. Pero le aseguro, excelencia, que no podrá obtener harina de trigo sino haciendo uso de la fuerza, y estoy seguro de que el Supremo no habría de consentirme emplearla en estos momentos. Se enfadaría.
Hornblower recordó el vergonzoso pánico que había demostrado Hernández, el día anterior, ante su jefe. Aquel hombre se sentía aterrado ante la sola idea de que se le denunciase por haber desobedecido las órdenes que se le dieron. Y, de pronto, Hornblower se dio cuenta de que, inexplicablemente, se había olvidado de reclamar una cosa mucho más importante que el tabaco, con serlo éste tanto, y que, desde luego, tenía también mucho más interés que la diferencia que pudiera existir entre la harina de maíz y la de trigo.
—¡Perfectamente! —dijo—. Me contentaré con la harina de maíz. Pero, en cambio, tengo que pedirle otra cosa…
—No tiene que decir más, capitán. Le entregaremos todo cuanto desee.
—Algo de beber para mis hombres. ¿Se puede encontrar vino por aquí? ¿Y licores?
—Sí, Excelencia. Hay un poco de vino, pero muy poco. Los habitantes de esta costa beben un aguardiente que tal vez les sea desconocido. ¡Oh, es excelente, cuando es de buena calidad! Se obtiene destilando los restos de la caña de azúcar, de la melaza, Excelencia.
—Pero, ¡eso es ron!
—En efecto. ¿Cree que a sus hombres les gustará?
—Lo aceptaré a falta de otra cosa mejor —replicó Hornblower con severidad.
En su interior estaba contentísimo. ¡Haber podido obtener, en aquella costa volcánica, ron y tabaco…! ¡Esto sí podía parecer a sus oficiales el más milagroso de todos los milagros!
—¡Gracias, señor! ¿Podemos, pues, empezar la matanza del ganado?
Esto era lo más difícil de contestar para Hornblower. Alzó la mirada hasta la veleta, sobre el pendón. Observó la fuerza del viento y dirigió una ojeada al mar antes de decidirse.
—Está bien —dijo—. Empezaremos inmediatamente.
El viento soplaba con menos fuerza que el día anterior, y cuanto más débil fuese, menos probabilidades había de que se presentara inesperadamente el Natividad e interrumpiese el aprovisionamiento de la Lydia…
La tarea, que duró dos días, pudo realizarse sin incidentes dignos de mención. Durante aquellos días, las chalupas bogaron, incansables, entre la playa y el barco. Llegaban cargadas de sanguinolentas masas de carne. La arena de la playa había enrojecido a consecuencia de la sangre vertida, y las aves de presa se cernían, ahitas ya, sobre los enormes montones de tripas y desperdicios. A bordo, el comisario y sus ayudantes sudaban a torrentes bajo el sol ardiente; llenaban de carne en salmuera los barriles y los bajaban a la sentina. Durante dos días, el tonelero y sus ayudantes trabajaron sin descanso en la reparación de los toneles o en la confección de otros nuevos. Sacos de harina, barrilillos de ron, balas de tabaco… Los hombres que movían las poleas sudaban izando y moviendo a fuerza de brazos aquella bendición de Dios. La Lydia se atiborraba como un estómago largo tiempo vacío.
Tan evidentes eran las buenas intenciones de quienes se hallaban en tierra, que Hornblower pudo dar órdenes a fin de que el cargamento destinado a Alvarado le fuese entregado sin más requisitos, y las lanchas que llegaban al barco transportando carne y harina regresaban a la playa cargadas con cajones de armas y municiones y barriles de pólvora. Hornblower había ordenado botar su lancha y, de vez en cuando, daba una vuelta en torno a la nave, para observar su estiba, en previsión de tener que levar anclas en cualquier instante para salir al mar libre y empeñar combate contra el Natividad.
Día y noche se trabajaba sin descanso. En quince años de navegación —y cada uno de ellos lo había sido de lucha—, Hornblower había visto desaprovecharse más de una excelente ocasión por un pequeño descuido, por no obligar a la tripulación a desarrollar toda su capacidad de trabajo hasta poner en tensión la última gota de energía. También algún pecado de omisión pesaba sobre su conciencia. Le quemaba todavía la frente la vergüenza que experimentaba al recordar cómo se escapó de sus manos una fragata corsaria a la altura de las Azores, y el temor de haberse de condenar de nuevo ante el tribunal de su conciencia le obligaba a instigar a sus hombres, hasta que la fatiga les agotara.
No había ocasión para disfrutar del solaz que podía proporcionarle la tierra firme. En la playa, los hombres preparaban la comida, ante enormes fogatas, y era para ellos motivo de alegría poder comer grandes pedazos de buey asado tras largos meses de no probarlo sino salado y hervido. Pero, como todos los marinos ingleses, rechazaban despreciativamente los deliciosos frutos que se les ofrecían: plátanos y papayas, piñas y guayabas; y como estos frutos tenían que sustituir la acostumbrada ración de guisantes secos hervidos, se sentían víctimas de una severísima disciplina.
Pero durante la segunda noche, mientras Hornblower paseaba por el alcázar gozando de la refrescante brisa, animado al pensar que, si era necesario, podía prescindir de acercarse a tierra por lo menos durante otros seis meses, saboreando anticipadamente el suculento pollo asado que le servirían para cenar momentos más tarde, de pronto, desde la playa, llegó el rumor de unos disparos. Resonó primero una salva; luego, unos disparos aislados, y más tarde otra salva rabiosa. Hornblower se olvidó en un segundo de la cena, de su alegría y de todo lo demás. Cualquiera que fuese la causa, los desórdenes en tierra podían comprometer seriamente el éxito de su misión. Sin perder un instante, bajó a su lancha y se hizo conducir a la playa por unos robustos remeros, cuyos vigorosos brazos doblaban los remos, impulsados por la violencia de las voces de Brown, el timonel.
La escena que se ofreció a los ojos del capitán al doblar el promontorio confirmó sus peores presentimientos. Todos los hombres del destacamento de desembarco se habían agrupado. A un lado los doce infantes de marina, alineados, cargaban de nuevo sus mosquetes. La marinería, en cambio, se había armado con lo primero que encontró. Agrupados también en un gran semicírculo y en torno a los primeros, los indígenas blandían sables y mosquetes, y en el suelo, en la tierra de nadie entre ambos bandos, se veían algunos cadáveres. Casi a la orilla, tras la hilera de los soldados, yacía un marinero; dos camaradas estaban inclinados sobre él, y éste, apoyándose en los codos, vomitaba sangre.
Hornblower saltó hacia los bajíos y, sin detenerse ante el marinero herido y acostado en la arena, se abrió paso entre la multitud. Cuando llegó al espacio abierto, brotó de pronto una nubecilla blanca y una bala pasó silbando sobre su cabeza. El capitán no se inmutó.
—¡Abajo los mosquetes! —gritó a los infantes de marina. Luego, vuelto a los indígenas, levantó la mano abierta con la palma en su dirección, con un gesto instintivo y universal de paz. En aquellos instantes, no había lugar en su pensamiento para la idea del peligro personal que corría, tan airado estaba al pensar que alguien podía dar al traste con sus propósitos.
—¿Qué significa esto? —preguntó.
Galbraith, que estaba al mando, quiso hablar, pero no pudo. Uno de los marineros que habían asistido al herido avanzó impetuosamente, olvidándose de la disciplina y dejándose llevar por el sentimiento de indignación que Hornblower reconoció instantáneamente como característico de la marinería, y que le inspiraba sólo desprecio y desconfianza.
—¡Capitán, estaban torturando a un pobre diablo! ¡Le tenían atado a un poste y le dejaban morir de sed! —dijo impetuosamente, sin apenas tomar aliento.
—¡Silencio! —rugió Hornblower, fuera de sí no solamente por aquella infracción de la disciplina, sino por el grave contratiempo que aquello significaba para él—. ¡Señor Galbraith!
Éste era un individuo tardo de pensamiento y de palabra.
—No sé exactamente cómo ha empezado esto, capitán —comenzó a decir éste con ligero acento escocés, que conservaba aún, a pesar de estar navegando desde niño—. Unos cuantos hombres han venido desde allí, corriendo, y traían a Smith herido.
—Está muerto —dijo una voz.
—¡Silencio! —gritó de nuevo Hornblower.
—Como he visto que estaban a punto de atacarnos, capitán, he dado orden a los soldados de que hicieran fuego —concluyó Galbraith.
—¡Ya hablaré con usted más tarde, señor Galbraith! —estalló Hornblower—. ¡Jenkins! ¡Poole! ¿Qué hacía aquí?
—Bueno, señor, el caso es que… Las cosas han ocurrido así… —empezó a decir Jenkins. Parecía mohíno e intimidado. El capitán le había tocado en lo vivo y le acusaba públicamente de indisciplina.
—¿Conocía las órdenes? ¿Sabía que nadie podía pasar más allá del torrente?
—Sí, señor.
—Mañana le enseñaré yo lo que son las órdenes. Y también a usted, Poole. ¿Dónde está el sargento?
—Aquí, capitán.
—Qué buena guardia hace usted, sargento, dejando que estos hombres se le escapen ¿Qué hacían los centinelas?
El sargento no supo qué responder y se quedó parado, rígido, ante aquella irrefutable prueba de su falta.
—Mañana por la mañana, el señor Simmonds hablará con usted —prosiguió el capitán—. No creo que permanezcan mucho tiempo esos galones sobre su brazo.
Hornblower se volvió para observar a sus hombres. La feroz reprimenda los había acobardado a todos, y estaban allí, ante él, humildes y atemorizados. El capitán sintió que su cólera se desvanecía al ver que había conseguido solucionar aquello sin apelar a la justicia. Se volvió para saludar a Hernández, que había llegado al galope y que acababa de detenerse en seco, en medio de una nube de arena.
—¿Dio el Supremo las órdenes para este ataque a mis hombres? —le preguntó Hornblower, soltándole la primera andanada.
—No, capitán —repuso Hernández.
En su interior, Hornblower se alegró viendo que el general se estremecía ante la sola mención del nombre del Supremo.
—Creo que no se sentirá demasiado contento con usted al saber lo ocurrido.
—Sus hombres han intentado libertar a un condenado a muerte —objetó Hernández entre indignado y humilde. Evidentemente, no estaba muy seguro de sí mismo, y le preocupaba cómo consideraría Alvarado aquel suceso.
Entre tanto, Hornblower no parecía querer apaciguarse. Ahora que la disciplina estaba restablecida, tenía interés en que sus hombres —ninguno de ellos entendía el español, y él lo sabía— creyesen que estaba dispuesto a defenderles a sangre y fuego.
—Eso no autoriza de ningún modo a sus hombres a matar a los míos —exclamó.
—Los nuestros están furiosos y descontentos —repuso Hernández—. El país ha sido despojado para reunir las provisiones que usted ha exigido. El hombre a quien los suyos han intentado salvar fue condenado por haber escondido a unos cerdos en la montaña, con objeto de que no se los quitaran.
Hernández había pronunciado las últimas palabras con tono de desaprobación y casi de desafío. Hornblower estaba deseando mostrarse conciliador, pero sin exasperar a sus hombres. Planeaba llevarse a Hernández lejos de los oídos de sus compatriotas, a un sitio donde dulcificar su tono de voz, cuando, antes de poder hacerlo, desvió su atención la vista de un jinete que llegaba galopando a rienda suelta y agitando un ancho sombrero de paja. Todos los ojos se volvieron hacia el recién llegado, un peón con el aspecto de los naturales del país, que, jadeante de fatiga, anunció:
—¡Un navío, un navío a la vista!
Tan excitado se encontraba que tartamudeaba en una jerga india que Hornblower no llegó a comprender, teniendo Hernández que actuar de intérprete.
—Este hombre —dijo Hernández, señalándole— estaba de vigía en la cumbre de aquel monte. Dice que ha visto a lo lejos una nave que viene hacia aquí a todo trapo.
Le dirigió precipitadamente algunas preguntas, que el aludido contestó gesticulando, acompañando sus ademanes con un torrente de palabras incomprensibles.
—Dice que ha visto otras veces al Natividad —explicó Hernández—, que está seguro de que se trata de ese navío y que, sin género de duda, se dirige hacia aquí.
—¿A qué distancia se encuentra? —preguntó Hornblower.
Hernández tradujo la contestación:
—Muy lejos aún. A unas siete leguas, o tal vez más. Viene del sureste, de Panamá.
Hornblower se rascó la barbilla, entregado a sus pensamientos.
—La brisa del mar se sostendrá hasta la puesta del sol —murmuró para sí. Y alzó la cabeza, para mirar al cielo—. Esto significa otra hora… Luego, empezará a soplar el viento de tierra. Navegando a todo ceñir podrá mantener la ruta. Llegará a la ensenada hacia medianoche.
En su cerebro se acumulaban proyectos e ideas. Aun ante la posibilidad de que el buque llegase a la bahía a altas horas de la noche, había que presumir que no entraría en ella, pues, siguiendo la costumbre de los españoles, preferiría pasar la noche en alta mar antes que intentar alguna complicada empresa marinera, de no ser en las mejores condiciones posibles. Quiso averiguar algo más acerca del capitán español.
—Ese buque, el Natividad, ¿ha venido a menudo por esta bahía? —preguntó.
—Sí, capitán, a menudo.
—Y su capitán, ¿es un buen marino?
—Ah, sí, muy bueno.
—Hum.
El juicio de un hombre de tierra sobre lo que fuese un capitán podía resultar de muy poco valor, pero siempre era una indicación.
Hornblower volvió a pellizcarse la barbilla. Había sostenido diez combates marítimos. Si llevaba a la Lydia a alta mar y se enfrentaba al Natividad, podría suceder que ambas fragatas se ocasionaran irreparables daños. Los cañonazos podían destrozar la arboladura, el velamen y aun el mismo casco. Tal vez la Lydia sufriera pérdidas de hombres que allí, en el Pacífico, no era posible sustituir. Además, se gastarían las municiones, tan preciosas. Por otra parte, si permanecía en la bahía y fallaba el plan que había concebido, si el Natividad esperaba en alta mar a que amaneciera, no le quedaba más remedio que aprovecharse de la brisa para salir de la ensenada, ofreciéndoles así a los españoles toda clase de ventajas para el ataque. La superioridad del Natividad era ya tan grande que resultaba una empresa descabellada lanzar a la Lydia contra ella. ¿Se atrevería él a correr ese riesgo? No obstante, las posibles ventajas eran de tal alcance que decidió correr el riesgo.