Suavemente, la barca se detuvo sobre la playa de doradas arenas que circundaba una de las puntas de la bahía; los remeros de tez cobriza saltaron de ella y la arrastraron luego, internándola en un lugar desde donde Hornblower miró a su alrededor con curiosidad. Se extendía la población hasta la orilla: un centenar de cabañas de hojas de palma, entre las cuales se veían algunas cubiertas de tejas. Hernández comenzó a andar en aquella dirección.
—¡Agua! ¡Agua! —imploró, cerca de allí, una voz ronca—. ¡Agua, por el amor de Dios! ¡Agua!
Atado a un poste de un par de metros, al borde del angosto camino, había un hombre; tenía las manos libres y agitaba frenéticamente los brazos. Sus ojos estaban tan abiertos que parecían querer salirse de sus órbitas; su lengua era enorme, como la de un idiota. Una bandada de buitres revoloteaba en torno suyo.
—¿Qué significa eso? —preguntó Hornblower con disgusto.
—Es un hombre a quien el Supremo ha condenado a morir de sed —contestó Hernández—. Uno de los no iluminados.
—¿Y lo torturan hasta la muerte?
—Hoy es el segundo día. Morirá mañana en cuanto el sol del mediodía brille sobre su cabeza —dijo Hernández, indiferente—. Sucede siempre así.
—Pero, ¿qué crimen ha cometido?
—Ya se lo he dicho, capitán. No es un iluminado.
Hornblower resistió la tentación de averiguar quiénes eran los iluminados. Pero se lo hacía suponer el hecho de que Alvarado hubiese creído conveniente tomar para sí el adjetivo de «Supremo». Dejando atrás al desdichado sin protestar siquiera, tuvo la debilidad de seguir a Hernández, convencido, por lo demás, de que ninguna demostración por su parte hubiese tenido poder para revocar las órdenes dadas por el Supremo, y una inútil protesta serviría tan sólo para menoscabar su prestigio. Para obrar era preferible esperar a encontrarse frente a frente con el jefe.
Un dédalo de callejuelas embarradas, sucias y malolientes se extendía entre las cabañas de palma. Los buitres, posados sobre los tejados, graznaban a los perros sarnosos que atravesaban las calles. Los indios, sin hacer caso del infeliz que se moría de sed a pocos pasos, se entregaban de lleno a sus quehaceres. Todos, como Hernández, eran, poco más o menos, de piel oscura y algo rojiza. Los niños corrían desnudos de un lado a otro; las mujeres vestían de negro o de un blanco deslucido; los pocos hombres que se veían se cubrían con un calzón blanco, corto hasta la rodilla, desnudos hasta la cintura. Según parecía, la mitad de las chozas eran tiendas; abiertas por delante, exponían algunos frutos o media docena de huevos. En uno de los puestos, una mujer, envuelta en un negro paño, regateaba antes de comprar.
En la plazoleta que se abría en el centro de la aldea, unos caballos de corta alzada, atados a unos postes, luchaban a brazo partido con las moscas. Apresuradamente, los hombres que escoltaban a Hernández desataron dos de ellos y los sujetaron por la brida para montarlos.
Para Hornblower fue un mal momento; no era buen jinete y lo sabía; además, se había puesto sus mejores calzones de seda y se daba cuenta de que montado, con su tricornio y su espada, no tendría un aspecto muy arrogante que digamos. Pero no podía eludirlo. Se veía tan a las claras que los demás esperaban que montase, que no tuvo más remedio que hacerlo. Introdujo el pie en el estribo y saltó sobre la silla. Respiró aliviado al descubrir que el caballito era tranquilo y dócil, y con cierto sobresalto se decidió a trotar al lado de Hernández. El sudor le corría por el semblante y, frecuentemente, tenía que echar mano al tricornio para que no se le escapara. El empinado camino, que, serpenteando, ceñía la colina fuera de la aldea, apenas bastaba a un solo jinete, por lo que Hernández, con caballeresco ademán, se limitó a preceder a su huésped. Los hombres de la escolta les seguían a cincuenta metros.
En el sendero, abierto entre árboles y matorrales, reinaba un calor opresivo. Zumbaban los insectos y picaban hasta hacer brotar sangre. A media milla del pueblo la comitiva encontró a algunos centinelas que, torpemente, se pusieron en guardia. Más adelante aparecieron otros hombres como aquél que Hornblower había visto atado al poste, muriéndose de sed. Dos o tres eran ya cadáveres y se habían convertido en fétidas masas descompuestas, envueltas en nubes de moscas que, al pasar los caballos, zumbaban enfurecidas. El hedor era sofocante; algunos buitres, ahitos de carroña, con sus horribles cuellos desplumados, y demasiado hartos para levantar el vuelo, huyeron torpemente, bamboleándose, ante los caballos, escondiéndose entre los árboles.
Hornblower estuvo a punto de dejar escapar un: «¿Otros no iluminados, general?», pero se dio cuenta de la inutilidad de su comentario. Mejor era callar que hablar sin provecho. Cabalgando en silencio entre el hedor y las moscas, intentaba comprender la mentalidad de aquel hombre que permitía la presencia de aquellos cadáveres putrefactos hasta casi la propia puerta de su casa.
Ascendía el sendero por uno de los contrafuertes de la montaña y, por un instante, Hornblower pudo ver, abajo, toda la bahía, de oro, plata y azul, a la luz del sol, próximo a su ocaso, y a la Lydia meciéndose sobre las aguas. Luego, de pronto, y como por arte de encantamiento, el bosque se transformó en campos cultivados. Naranjos y otros árboles cargados de fruta bordeaban el camino, y por entre las ramas se distinguían campos de maduras mieses. El sol, que descendía con rapidez a poniente, iluminaba los dorados frutos. En un recodo del sendero surgió un blanco edificio, de escasa altura, pero de muy vastas proporciones.
—La morada del Supremo —anunció Hernández.
Algunos siervos salieron al patio a hacerse cargo de los caballos, mientras Hornblower, desmontando torpemente, contemplaba los destrozos que el paseo había ocasionado en sus impecables medias de seda. Los siervos de mayor categoría que le guiaron al interior de la casa vestían trajes semejantes, en su rara mezcla de harapos y adornos, al de Hernández. Oro y escarlata en primer término, y luego, debajo, andrajos y pies desnudos. Uno, el más emperifollado, cuyas facciones acusaban una gran cantidad de sangre negra mezclada con la india y algunos rasgos remotos de antepasados de piel blanca, se acercó a ellos con preocupación.
—El Supremo lleva mucho tiempo esperando —dijo—. Por favor, sígame lo más rápidamente que pueda.
Casi corriendo pasó ante Hernández y Hornblower, y avanzó por un pasillo central hasta llegar a una puerta adornada con clavos de latón. Llamó, esperó un momento y volvió a llamar con más fuerza. Luego la abrió y se dobló en ángulo recto haciendo una reverencia. A un ademán de Hernández, Hornblower penetró en la estancia. Hernández le siguió y el mayordomo volvió a cerrar la puerta a sus espaldas. Se encontró en un gran salón rectangular, cuyas paredes habían sido cegadoramente albeadas; el techo estaba reforzado con grandes vigas de madera tallada y pintada. Al fondo, solitario en medio de aquella deslumbrante blancura, se hallaba un estrado de tres escalones; sobre él, sentado en una poltrona, bajo un baldaquino, se encontraba el hombre para hablar con el cual casi había dado Hornblower la vuelta al mundo.
Realmente, aquel hombrecillo de tez bronceada, agitado y nervioso, de ojillos negros y penetrantes y cabellos lacios, cuya negrura estaba sembrada de estrías grises, no parecía muy digno ni muy imponente. Era de creer, por su aspecto, que en su ascendencia europea había pocas gotas de sangre india. Vestía una casaca con entorchados, a la europea, chaleco blanco, calzón corto y, como los europeos también, medias blancas. Las hebillas de sus zapatos eran de oro. Hernández se inclinó ante él, haciendo una profunda reverencia.
—¡Ha tardado mucho tiempo en venir! —gruñó Alvarado—. Durante su ausencia han sido apaleados once hombres.
—¡Supremo! —gimió Hernández, cuyos dientes castañeteaban de terror—. El capitán ha venido en cuanto ha recibido su llamada.
Alvarado clavó su aguda mirada en Hornblower, que se inclinó ceremoniosamente. Tenía la sospecha de que los once hombres apaleados habían sufrido sin ninguna culpa a causa del tiempo que habían empleado los caballos en llegar desde la playa.
—Capitán Horatio Hornblower, de la fragata Lydia, de Su Majestad Británica, para servirle —dijo.
—¿Trae armas y municiones?
—Están a bordo del buque.
—Perfectamente. Póngase de acuerdo con el general Hernández para desembarcarlas.
Hornblower vio sin lastre a la Lydia y recordó a las trescientas ochenta bocas que tenía que alimentar… Además, como les sucede a todos los capitanes de Marina, la tierra firme comenzaba a malhumorarle y le parecía sentirse atado. Continuaría así, lleno de zozobra y descontento, hasta que la nave estuviera de nuevo avituallada y abastecida de agua, leña y todo lo necesario para dirigirse, si no de nuevo hasta Inglaterra, por lo menos hasta las Indias Occidentales o Santa Elena, dando la vuelta al cabo de Hornos.
—Nada podré entregarle, señor, hasta que mi buque no vea cubiertas sus necesidades.
Hernández dio un respingo. Parecía aterrado ante aquel regateo para cumplir las órdenes que daba el Supremo. Éste había fruncido el entrecejo. Por un momento pareció querer imponer a aquel extranjero, fuese como fuese, su despótica voluntad, pero sus facciones se aclararon de pronto. Evidentemente, se daba cuenta de que era una locura discutir con el recién llegado.
—Por supuesto —dijo—. Por favor, haga saber al general Hernández sus necesidades, y él proveerá.
Hornblower había tratado otras veces con oficiales españoles y conocía su habilidad para dejar incumplidas las más hermosas promesas, aplazándolas con astucia, dilación y engaño. Posiblemente aquéllos eran menos dignos de crédito todavía. Por eso decidió declarar acto seguido sus necesidades, en el mismo sitio en que más probabilidades había de que sus deseos, por lo menos en parte, se vieran satisfechos.
—Mañana temprano deberán ser llenados de agua mis barriles —dijo.
Hernández asintió.
—Existe una fuente cerca del lugar donde han desembarcado. Si quiere, le procuraré hombres para que les ayuden a transportarla.
—Gracias, pero no será necesario. Lo hará mi tripulación. Además del agua, necesito…
Mentalmente, Hornblower calculaba las múltiples necesidades de una fragata que llevaba siete meses de navegación.
—¿Qué, señor?
—Doscientos bueyes. Y en el caso de que sean flacos o pequeños, doscientos cincuenta. Quinientos cerdos, cien quintales de sal, cuarenta toneladas de pan, y, si no hubiese modo de conseguir galleta, la cantidad equivalente de harina con los correspondientes hornos y leña necesarios para cocer el pan. El zumo de cuarenta mil limones, naranjas o limas; yo proporcionaré los envases. Diez toneladas de azúcar, cinco de tabaco, una de café. ¿Sus campos producen patatas? Entonces bastarán veinte toneladas.
La cara de Hernández se había ido alargando durante aquella impresionante enumeración.
—Pero, capitán… —se aventuró a protestar. Mas Hornblower le interrumpió.
—Además, para nuestras inmediatas necesidades, mientras permanezcamos aquí, preciso de cinco bueyes diarios, dos docenas de pollos, todos los huevos que se puedan encontrar y legumbres frescas suficientes para mi dotación.
Hornblower era, por naturaleza, el hombre más apacible del mundo, pero cualquier cosa referente a algo que pudiera faltar a su nave despertaba en él una firmeza inesperada y un valor rayano en la temeridad.
—¡Doscientos bueyes! —exclamó Hernández, palideciendo—. ¡Y quinientos cerdos!
—Exacto —respondió Hornblower, inexorable—. Quinientos cerdos gordos.
Intervino entonces el Supremo.
—Cuide de que se cumplan las indicaciones del capitán —dijo, moviendo la mano con impaciente ademán—. ¡Y empiece enseguida!
Durante una décima de segundo, Hernández vaciló, pero se retiró inmediatamente. Sin ruido, la gran puerta claveteada se cerró tras él.
—Es el único modo de tratar con esta gente —dijo el Supremo con indolencia—. Son casi como las bestias. Cualquier delicadeza es vana con ellos. Ya habréis visto, sin duda, viniendo hacia aquí, a algunos delincuentes cumpliendo su condena.
—Los he visto, en efecto.
—En este lugar, mis antepasados —continuó el Supremo— se devanaron los sesos para encontrar castigos adecuados. A los condenados los enviaban al suplicio con un complicado ceremonial. Les arrancaban el corazón con acompañamiento de música y danzas, o los ahogaban atándolos con tiras de cuero, exponiéndolos al sol. Pero yo encuentro innecesario todo eso. Basta una sencilla orden para que, inmediatamente se ate un hombre a un poste y se le abandone. Morirá de sed y no hay más que hablar.
—Ya —contestó Hornblower.
—Es completamente imposible meterles en la cabeza la más pequeña idea. Los hay que no han conseguido comprender todavía la sencillísima y elemental necesidad de que la sangre de los Alvarado y Moctezuma se considere divina. Se emperran todavía en creer en su absurdo Cristo y en la Virgen.
—¿De veras? —preguntó Hornblower.
—Uno de los lugartenientes que tuve tiempo atrás no se sentía capaz de liberarse de las primeras influencias de su educación. Cuando proclamé mi divinidad llegó a insinuar que sería conveniente enviar misioneros que predicaran a las tribus para convertirlas; como si yo hubiese querido imponer una nueva religión. Nunca pudo comprender que no se trataba de una opinión más, sino de un hecho cierto. Desde luego, fue uno de los primeros que murieron de sed.
—¡Naturalmente!
Hornblower estaba por completo desorientado. No obstante, no perdía de vista la necesidad de que, quisiera o no, debía aliarse con aquel loco. El avituallamiento de la fragata dependía por entero de obrar de acuerdo con él y al menos eso era de vital importancia.
—Su Majestad el rey Jorge debe de haberse sentido muy satisfecho al conocer mi resolución de aliarme con él —siguió diciendo el Supremo.
—Su Majestad me ha encargado os acredite su sincera amistad —contestó Hornblower prudentemente.
—Por supuesto, no se atrevía a ir más allá de ese punto —replicó el Supremo—. La sangre de los Güelfos no puede, ni con mucho, compararse con la de los Alvarado.
—¡Ejem! —exclamó Hornblower.
El monosílabo, que no le comprometía en nada, le servía tan bien ahora como antes con el teniente Bush.
El Supremo frunció el ceño un instante.
—Supongo —dijo con cierta severidad— que conoce usted la historia de los Alvarado. ¿Sabe quién fue el primero de este nombre que desembarcó en estas tierras?
—Un lugarteniente de Cortés… —comenzó Hornblower.
—¿Un lugarteniente? ¡De ningún modo! Me sorprende que haya creído usted semejante infundio. Fue el jefe supremo de los conquistadores. Tan sólo un craso error histórico ha podido atribuir a Cortés la dirección de la epopeya. Alvarado fue quien conquistó México, y descendió luego por la costa, conquistándola hasta el istmo. Se casó con la hija de Moctezuma, el último de los emperadores y, como descendiente directo de aquella unión, he elegido, entre los nombres de mi familia, el de Alvarado y Moctezuma. En Europa, el apellido Alvarado era ilustre muchos siglos antes de que nuestra estirpe llegase a América, mucho más antiguo que el de los Habsburgo y los visigodos; más aún que el imperio de Roma y el de Alejandro: procede de los orígenes de la Historia. Es, pues, natural que al cabo de tan ilustres antepasados haya alcanzado mi persona el estado divino. Me satisface que las opiniones de usted coincidan con las mías, capitán, capitán…
—Hornblower.
—¡Gracias! Y ahora, capitán Hornblower, podemos discutir el plan para la consecución de mi imperio.
—Cuando guste —dijo Hornblower.
Tenía que seguirle la corriente a aquel maniático, por lo menos hasta que la Lydia viese repuestas sus provisiones, aunque la débil esperanza de fomentar una revolución en el país le pareciese cada vez más improbable.
—El Borbón que se llama actualmente rey de España —siguió diciendo el Supremo— mantiene en estas tierras a un oficial que se adorna con el título de capitán general de Nicaragua. Hace tiempo envié a ese señor un mensaje en el que le ordenaba me jurase acatamiento y fidelidad. No solamente no me ha obedecido, sino que ha llevado su audacia hasta el punto de hacer ahorcar en Managua a mi embajador. Algunos de los insolentes que mandó a continuación a apoderarse de mi divina persona murieron de camino; otros murieron en el poste y algunos tuvieron la fortuna de ver claro y han ingresado en mis filas. Según me han dicho, el capitán general se halla al frente de un ejército de trescientos mil hombres en la ciudad de San Salvador. Mi intención, en cuanto posea las armas que usted trae para mí, es quemarla con su capitán general y todos aquellos no iluminados que se encuentren a su lado. Tal vez le guste acompañarme, capitán. Una ciudad en llamas es siempre un espectáculo digno de verse.
—Antes que nada, mi buque debe ser aprovisionado —contestó Hornblower con obstinación.
—He dado ya las órdenes convenientes —replicó el Supremo con leve impaciencia.
—Además —prosiguió Hornblower—, mi deber primordial es averiguar dónde se encuentra una nave española de guerra llamada Natividad, que, según me consta, navega por estos parajes. Antes de empeñarme en ninguna acción de tierra, he de asegurarme que no podrá ocasionar ningún daño a mi fragata. He de capturarla o asegurarme de que se encuentra demasiado lejos para que pueda perjudicarme de una forma u otra.
—En este caso, capitán, lo mejor será que la capture. Si las informaciones que he recibido son ciertas, el Natividad debe llegar a la bahía de un momento a otro.
—Entonces —dijo Hornblower agitadísimo— debo volver a bordo inmediatamente. —La posibilidad de que la Lydia pudiese ser atacada en su ausencia por una fragata de cincuenta cañones le infundía un terrible pánico. ¿Qué dirían los lores del Almirantazgo si el navío se perdía estando el capitán en tierra?
—La comida nos está esperando. Venga —dijo el Supremo.
Se había abierto la puerta de par en par. Un grupo de criados entraba lentamente, llevando una gran mesa cubierta por una vajilla de plata. Otros servidores llevaban grandes candelabros, también de plata maciza, en cuyos cinco brazos había velas encendidas.
—Perdóneme, pero no tengo tiempo que perder. No puedo entretenerme —dijo Hornblower.
—Como guste. —El Supremo parecía indiferente—. ¡Alfonso!
El mayordomo negroide se adelantó haciendo una profunda reverencia.
—Que acompañen al capitán hasta su buque.
El Supremo, apenas hubo terminado de hablar, cayó en una especie de éxtasis. El ajetreo de los criados preparando la mesa le era completamente indiferente. No se dignó siquiera dirigir una mirada a Hornblower, quien lamentaba ya su precipitada resolución de volver a bordo, temeroso ante la posibilidad de ofenderle con una actitud intempestiva, preocupado por la conveniencia de avituallar a la Lydia y desagradablemente convencido de que la propia vacilación frente a un hombre que ya no le hacía el menor caso era todo menos digna de sí mismo.
—Por aquí, señor —le dijo Alfonso a sus espaldas, en tanto el Supremo seguía fijando su mirada en el vacío. Hornblower siguió al mayordomo y salió al patio.
Se avecinaba el crepúsculo. Afuera se hallaban dos hombres y tres caballos esperando. Sin decir una palabra e impresionado por el giro de los acontecimientos, Hornblower puso el pie sobre las manos entrelazadas de un esclavo semidesnudo, colocado de rodillas ante el caballo, y montó en éste. La escolta se puso en marcha, adelantándose a franquear las rejas, y él la siguió. Caía velozmente la tarde.
A la primera vuelta del sendero apareció a sus ojos la bahía. En el cielo, la luna nueva palidecía, próxima al ocaso. Una mancha oscura, perceptible en medio de las plateadas aguas, señalaba el lugar donde la Lydia se mecía suavemente, al ancla. Allí, por lo menos, existía algo real y positivo en medio de un mundo loco. A Oriente, la cumbre de una montaña se tiñó de pronto de púrpura, iluminando las nubes situadas sobre ella; luego, poco a poco, se esfumó en la oscuridad. La pequeña comitiva bajaba al trote por el escarpado sendero, entre los hombres que gemían atados a los postes, entre apestosos cadáveres, hasta que llegaron al pueblo. Reinaba el mayor silencio. No se veía una luz. Hornblower tuvo que dejarse llevar por su caballo, el cual seguía a los otros en todas las vueltas y revueltas. Cesó el acompasado rumor de los cascos de los caballos sobre la tierra cuando éstos pisaron la blanda arena de la playa. Entonces, Hornblower oyó de nuevo el desesperado lamento del condenado atado al poste, y vio la fosforescencia de las olas, que morían suavemente sobre la playa.
Vio, entre las sombras, la chalupa que aguardaba sobre la arena. Subió a ella y se sentó sobre una bancada, mientras, con el acompañamiento de un coro de órdenes destempladas, unos cuantos hombres, invisibles en la oscuridad, empujaban la barca al agua. No soplaba ni una bocanada de aire. La brisa del mar se había extinguido a la puesta del sol, y no se había aún levantado la brisa de tierra. Los hombres remaban en la sombra, y a cada palada de los seis remos se levantaban pequeñas crestas de iridiscente espuma. Al leve y acompasado chapaleo de los remos se dirigieron al centro de la bahía. Una luz señalaba a Hornblower el lugar donde se encontraba anclada la Lydia, poco después oyó un grito y reconoció complacido la voz de Bush.
—¡Ah del barco!
Formando altavoz con las manos, Hornblower gritó:
—¡Lydia!
Era costumbre que los capitanes de la marina británica se anunciasen con el nombre de su propio buque. Hornblower veía y escuchaba ya todo cuanto acontecía en él. El ajetreo del segundo contramaestre y de la guardia que corría a las escalas, el paso acompasado de los infantes de marina y el bamboleo de las linternas. La lancha se acercó a uno de los costados de la fragata y el capitán se agarró a la escala de cuerda y trepó a bordo. Era maravilloso encontrar de nuevo, bajo los pies, el firme suelo de madera.
Los silbatos de los segundos contramaestres pitaron a coro, los infantes de marina presentaron los mosquetes y Bush recibió a su capitán con toda la disciplina y ceremonia debida al jefe que regresa.
A la luz de la linterna, Hornblower pudo leer en su rostro el alivio que el buen hombre experimentaba. Dirigió una mirada sobre cubierta. Tendidos en el suelo, en un rincón, se hallaban los hombres de guardia envueltos en sus mantas; otro grupo se había acurrucado junto a las piezas, dispuestos a entrar en combate. Bush había tomado y mantenía todas las precauciones necesarias mientras la nave estuviera anclada en aguas posiblemente enemigas.
—Muy bien, señor Bush —dijo Hornblower.
Recordó instantáneamente que la mugrienta silla de su montura le había manchado terriblemente los blancos calzones, y que sus medias de seda colgaban en andrajos de sus pantorrillas. Se sintió descontento de su aspecto, avergonzado de regresar con tal desaliño en su ropa, sin que, a pesar de ello, hubiese podido resolver nada en concreto sobre el futuro. Estaba disgustado consigo mismo y temeroso de que Bush le juzgase con ligereza cuando conociera lo que había sucedido. Sintió sobre sus mejillas una llamarada de resentimiento contra sí mismo y, como siempre, se refugió tras su acostumbrada reserva.
—¡Ejem! —gruñó, aclarándose la garganta—. Llámeme si sucede algo de particular.
Y sin añadir una palabra, giró sobre sus talones y bajó a su camarote, donde un biombo de lona reemplazaba los mamparos.
Bush se le quedó mirando, pensativo. En torno a la bahía relampagueaban y brillaban los volcanes. Los hombres de la tripulación, emocionados por la llegada a aquellas exóticas tierras y deseosos de saber la suerte que les estaba reservada, veían desvanecerse sus ilusiones, del mismo modo que los oficiales, que, desconcertados, veían a su capitán desaparecer por la escotilla.
Durante un segundo, Hornblower sintió que su teatral retorno al buque y su repentina aparición en él le compensaban del fracaso sufrido; pero fue un solo instante. Sentado en su coy, después de haber despedido a Polwheal, experimentó de nuevo el anterior desánimo. Su cansada cabeza volvía confusamente a pensar si le sería posible al día siguiente conseguir los víveres que necesitaba. Se unía a ésta una nueva preocupación: la de si sería posible fomentar un nuevo motín que tuviese el éxito suficiente para contentar a los señores del Almirantazgo… El duelo con el Natividad, que no podía hallarse muy lejos, era un nuevo motivo de desasosiego. Y por encima de todas estas consideraciones, el capitán se hallaba siempre dispuesto a avergonzarse de sí mismo, recordando la brusca despedida que le hiciera el Supremo. Pocos serían los capitanes de la marina inglesa que se dejaran tratar de tan despectivo modo.
«Pero, ¿qué diablos podía hacer?», se preguntaba tristemente el capitán Hornblower.
Sin apagar siquiera la linterna, se tendió sobre el coy, sudando, en la silenciosa noche tropical, en tanto su espíritu galopaba, insomne, yendo del pasado al futuro.
Luego, de pronto, una ráfaga de viento movió levemente la lona que cubría la abertura. Corría una ligera brisa sobre cubierta. Su instinto de marino le informaba de cómo se movía la Lydia en torno a la cadena del ancla. Advertía la sacudida que se propagaba por todo el buque cada vez que, oscilando, cambiaba de dirección. Había refrescado algo.
Volviéndose de lado, se acomodó mejor y terminó durmiendo.