CAPÍTULO 3

Polwheal tenía dispuesta la comida en el camarote de popa, y Hornblower, al verla, pensó qué clase de apetito podía inspirar, al mediodía y en el trópico, un plato de tocino salado. No sentía el más mínimo deseo de comer, pero el deseo de aparecer heroico a ojos de su asistente le ayudó a dominar la inapetencia que aumentaba su agitación.

Se sentó y durante diez minutos se esforzó en tragar los bocados que apresuradamente masticaba. Polwheal seguía con ansiedad los gestos y ademanes del capitán. Bajo sus vigilantes miradas, Hornblower se levantó apenas terminada su comida; con la cabeza inclinada para no tropezar con el techo, pasó a su camarote y abrió uno de los cajones de su escritorio, cuidadosamente cerrado con llave.

—¡Polwheal! —llamó—. Sácame la mejor casaca que tenga y ponle las charreteras nuevas; los pantalones blancos limpios…, no, los calzones cortos y medias de seda blancas, las mejores que veas; los zapatos con hebillas y cuida de que éstas estén bien brillantes. Límpiame, además, la espada con puño de oro.

—Sí, señor —contestó Polwheal.

Vuelto a su camarote de popa, Hornblower se inclinó ante el ventano y, por centésima vez, examinó las órdenes secretas que había recibido del Almirantazgo. Las había leído ya tantas veces que se las sabía de memoria; pero debía cerciorarse de que había comprendido bien todas las palabras. En conciencia hay que decir que eran bastante extensas. El anónimo funcionario que las había escrito había dado rienda suelta a su imaginación al redactar. Los primeros diez párrafos se referían únicamente al viaje efectuado hasta el preciso instante en que se hallaba leyendo. Sobre todo, era necesario obrar con la mayor cautela. Ningún indicio, por leve que fuera, debía mostrar a los españoles que una fragata inglesa se acercaba a sus posesiones del Pacífico, «por lo cual se le ordena y se exige de usted que se acerque lo menos posible a la vista de tierra durante el viaje», y «del modo más formal se le prohíbe» acercarse a tierra alguna del Pacífico, hasta haber alcanzado la entrada del golfo de Fonseca. Pocos eran los capitanes en servicio que se encontrasen en estado de cumplimentar tales órdenes. Sin embargo, Hornblower las había respetado al pie de la letra. Había conducido su nave desde Inglaterra, sin ver más tierra que una leve sombra del Cabo de Hornos, y si hubiese permitido a Crystal obrar por su cuenta y riesgo, y según sus intenciones, la Lydia habría fondeado una semana antes en el golfo de Panamá, dando al traste con todo el secreto.

Hornblower se distrajo de sus pensamientos al considerar las variaciones de la brújula, que habían de tenerse muy en cuenta en aquellos mares. Trató de concentrarse en un detenido examen de las órdenes recibidas. «Por lo cual se le ordena y se exige a usted» aliarse con don Julián Alvarado, un terrateniente poseedor de grandes extensiones de tierra a lo largo de la playa occidental de la bahía. Este don Julián había tenido intención de sublevarse contra la monarquía española con la ayuda de los ingleses. Hornblower tenía la misión de entregarle quinientos mosquetes con sus correspondientes bayonetas, quinientas cartucheras y un millón de cartuchos que había embarcado en Portsmouth. Además, era deber suyo hacer cuanto, según su criterio, contribuyera al buen éxito de la rebelión. Si lo consideraba necesario, podía ceder a los rebeldes uno o varios cañones de a bordo; pero las cincuenta mil guineas que tenía en depósito no debía gastarlas —so pena que se le instruyera consejo de guerra—, sino en el caso en que comprendiese que la sublevación estaba a punto de fracasar. Por todos los medios imaginables debía ayudar a los rebeldes, reconociendo incluso el dominio de Alvarado sobre los territorios que conquistara, siempre que éste consintiera en firmar tratados comerciales con Su Majestad Británica.

Aquella alusión a los tratados comerciales había inspirado, indudablemente, al desconocido funcionario del Almirantazgo, porque los diez párrafos siguientes estaban llenos de pormenores sobre la urgente necesidad de abrir las posesiones españolas al comercio de Gran Bretaña. Bálsamos y preciosas maderas del Perú, oro y cochinilla, esperaban el momento del intercambio con los productos de manufactura inglesa. La pluma del funcionario se hacía ágil describiendo todo aquello con una hermosa letra redondilla. Cerca de donde se encontraba el capitán se hallaba un brazo de la bahía de Fonseca, llamada, salvo error, Estero Real, que se adentraba hasta muy cerca del lago interior de Managua, el cual se creía comunicaba con el de Nicaragua, que, a su vez, por medio del río San Juan, desembocaba en el mar Caribe. Al capitán Hornblower se le ordenaba y exigía que hiciera cuanto pudiese para abrir esa vía de comunicación que atravesaba el istmo al comercio británico. A él correspondía dirigir en este sentido los esfuerzos de don Julián.

Una vez triunfante la rebelión de don Julián, y sólo entonces, se autorizaba al capitán Hornblower a atacar a aquellos navíos empleados en el transporte de metales preciosos que encontrase en el Pacífico, pero ningún buque debía ser hostilizado por él si eso perjudicaba a los habitantes del lugar que hubieran podido mostrarse dispuestos a secundar la rebelión. Para particular información del capitán Hornblower, se hacía constar que se suponía que España tenía en aquellas aguas un navío de dos puentes armado con cincuenta cañones, llamado Natividad, a fin de mantener y robustecer la autoridad real. Al capitán Hornblower se le ordenaba y se le exigía que capturase, hundiese, incendiase o destruyese el citado buque en la primera ocasión que se le presentara.

Por último, se ordenaba al capitán Hornblower que se pusiera en contacto, en cuanto le fuera posible, con el contraalmirante, comandante de la plaza de las islas de Sotavento, con el objeto de recibir ulteriores órdenes.

El capitán Hornblower dobló los mapas y se abismó en sus meditaciones. Aquellas órdenes tan imposibles y quijotescas como podía esperar un capitán de marina en servicio. Sólo un hombre que no había salido jamás de su despacho podía dar la orden de navegar hasta el golfo de Fonseca sin avistar tierra en toda la extensión del océano Pacífico, y solamente una serie de milagros —Hornblower no creía que se debiese a su sangre fría ni a su habilidad de marino— habían podido conseguir que se cumplieran aquellas órdenes punto por punto. El sueño del gobierno inglés era fomentar una rebelión en el seno de las colonias españolas de América, y este sueño se convertía en una pesadilla para aquellos oficiales ingleses destinados a hacerlo realidad. Los almirantes Popham y Stirling, y los generales Beresford y Whitelocke, habían perdido en los últimos tres años honor y reputación en sus repetidos esfuerzos por fomentar la rebelión en el Río de la Plata.

Asimismo, abrir un canal para el comercio británico, a través del istmo de Darién, había sido otro sueño largamente acariciado por los funcionarios del Almirantazgo, acostumbrados a verse ante mapas geográficos de reducidas dimensiones, pero desprovistos completamente de experiencia práctica de todo y para todo. Treinta años atrás, el propio Nelson, entonces un joven capitán, por poco pierde la vida al mando de una expedición dirigida al mismo río de San Juan, río que Hornblower, según las órdenes recibidas, había de explorar desde sus orígenes hasta el estuario.

Y como remate final de todo ello, a título de información, aludían las órdenes a la presencia en aquellas aguas de una nave enemiga que tenía nada menos que cincuenta cañones. Eso de mandar con tanta ligereza una fragata de treinta y seis cañones a enfrentarse con un enemigo casi dos veces superior, era muy propio del Almirantazgo. La marina inglesa había sido tan afortunada hasta entonces, saliendo victoriosa de singulares duelos durante las últimas guerras, que creía que sus naves eran invencibles en todo riesgo y ocasión, por grande que fuese la desproporción de fuerzas. Y como el Natividad consiguiera vencer a la Lydia, no podría encontrarse disculpa de ninguna clase para hacerse perdonar la derrota. La carrera de Hornblower quedaría deshecha, y si el inevitable consejo de guerra no le arruinaba totalmente, habría de languidecer durante todo el tiempo que le quedase de vida sujeto a media paga. Si no tenía éxito fomentando la rebelión, si no conseguía llevar a efecto la captura o derrota de el Natividad, si no podía abrir el istmo al comercio, aquello representaría para Hornblower la pérdida de reputación y empleo, y también la amargura de presentarse ante su esposa, a su regreso, en las condiciones de un hombre destinado a ser un inferior para siempre a ojos de sus compañeros de promoción.

Después de observar todas estas desagradables perspectivas, Hornblower las apartó de sí con un ademán de resuelto optimismo. Lo primero que debía hacer ahora era establecer contacto con aquel don Julián Alvarado. Al parecer, esto no costaría demasiado trabajo ni ofrecería grandes dificultades. Tal vez luego pudiese dedicarse a la busca y captura de galeones llenos de tesoros y con un rico botín que conquistar. Pero por ahora era inútil ocuparse del porvenir, y Hornblower se levantó y regresó al camarote.

Diez minutos más tarde subió al castillo de popa. Con sardónica complacencia vio cómo los oficiales aparentaban, aunque bastante mal, no darse cuenta de su ostentoso atavío: la casaca con las charreteras, los calzones de seda, los zapatos con hebillas de acero y la espada con empuñadura de oro.

Hornblower dirigió una mirada a la costa, a la que el buque se acercaba rápidamente.

—¡Todos a sus puestos, señor Bush! —ordenó—. ¡Zafarrancho de combate!

El ruido de los tambores provocó una repentina actividad. Los de la guardia acudieron desordenadamente, apremiados por los suboficiales, que gritaban y no vacilaban en repartir algunos golpes. Como un solo hombre, toda la tripulación se entregó a la tarea de preparar el zafarrancho de combate. La cubierta se baldeó y se enarenó seguidamente. Se quitaron los mamparos. Los encargados de las bombas de incendios ocuparon sus puestos. Jadeantes, los grumetes corrían de un lado a otro, transportando las municiones. Bajo cubierta, el sobrecargo, a quien se habían confiado las obligaciones de cirujano, tenía en la enfermería todos los baúles de los guardiamarinas, improvisando con ellos una mesa de operaciones.

—Señor Bush, por favor, cargue y saque los cañones —dijo Hornblower.

Esto no era más que una razonable precaución, por cuanto el viento empujaba a la fragata a territorio español. Los artilleros abrían las escotillas y se colgaban rabiosamente de las cabrias para sacar afuera los cañones; los cargaban luego, bajaban las bocas y dejaban las piezas dispuestas para el tiro ante las compuertas abiertas.

—¡Zafarrancho de combate listo! Diez minutos veinte segundos, señor —anunció Bush, mientras se apagaba el último eco del ajetreo. No sabía aún si todo aquello era una simple maniobra o algo más serio; y el dejarlo sin explicación cosquilleaba la vanidad de Hornblower.

—Perfectamente, señor Bush. Ordene a un hombre que sepa su obligación que vaya con la sonda a proa y disponga los aparejos para anclar.

La potencia del viento aumentaba por instantes, acreciendo por grados la velocidad de la lluvia. Desde la toldilla de popa, Hornblower observaba con el catalejo todos los pormenores de la entrada en la bahía y la larga manga occidental situada entre la isla de Conchaquita y las tierras de poniente; y este canal, que en las cartas náuticas registraba cinco millas al interior, medía una profundidad de cuarenta metros. Pero no había que fiarse de aquellos mapas.

—¿Qué ocurre con las cadenas? —gritó Hornblower.

—La sonda no toca fondo, capitán.

—¿Cuántas brazas? Utilizad la sonda más larga.

—Sí, señor.

Pareció caer sobre el buque un silencio de muerte, roto tan sólo por los silbidos eternos del viento entre el cordaje y el chapoteo del agua en la popa.

—No se toca fondo a menos de cien brazas, capitán.

La costa debía de ser muy accidentada, porque sólo se hallaban a dos millas de tierra. Pero no era cosa de arriesgarse a encallar teniendo todas las velas desplegadas.

—Mantened las velas bajas —ordenó Hornblower—, y seguid con la sonda.

La Lydia se acercaba a tierra utilizando solamente las velas de gavia. Del lugar donde se hallaban las cadenas llegó un grito anunciando que se había tocado fondo a cien brazas, y cada vez que se arrojaba de nuevo la sonda disminuía la profundidad. Hornblower hubiese deseado saber la importancia de la marea en aquel lugar. De encallar, sería mejor durante la marea alta; pero no había modo de poder calcular eso. Para observar mejor la maniobra, subió hasta la mitad de la obencadura del palo de mesana. Todos los demás hombres, excepto el que manejaba la sonda, permanecían rígidos y envarados bajo los cegadores rayos del sol. Se encontraban casi a la entrada del canal. Hornblower vio un tronco que flotaba a la deriva, no lejos de la Lydia, y siguiendo su rumbo con el catalejo observó que se dirigía a la bahía. Esto indicaba que crecía la marea. Mejor que mejor.

—Dieciocho brazas… —cantó el hombre de la sonda.

El mapa español indicaba una profundidad de veinte.

—Diecisiete…

La profundidad del canal disminuía rápidamente. De seguir así, se verían obligados a anclar.

—Diecisiete…

Aun había bastante profundidad. Hornblower gritó una orden al timonel, y la Lydia giró suavemente a estribor.

—Diecisiete…

Todo iba perfectamente. La nave continuó en la misma ruta.

—Catorce brazas…

Una nueva orden de Hornblower adentró un poco más a la Lydia. Bush, calmosamente, ordenó a los marineros que bracearan las vergas en el nuevo rumbo.

—Diecisiete… Dieciocho…

La fragata desembocaba ya en la bahía, y Hornblower podía advertir que continuaba subiendo la marea. Lentamente, la nave resbalaba sobre las cristalinas aguas, mecidas por la monótona cantinela del hombre de la sonda y acercándose cada vez más a la muerta montaña cónica que se hallaba en el centro de la bahía.

—Quince y media… —gritó el marinero de la sonda.

—¿Están preparadas las anclas? —preguntó Hornblower.

—Enteramente, capitán.

—Catorce…

De nada serviría aventurarse más.

—Echad las anclas.

Chirriaron los cables al descender, mientras los hombres se apresuraban a aferrar las velas de gavia. La Lydia giró a impulsos del viento y de la marea. Hornblower descendió al alcázar.

Bush le contemplaba asombrado, como si se tratara de un hombre capaz de realizar milagros. Hacía siete semanas que habían avistado el cabo de Hornos, y, desde entonces, el capitán había conducido a la Lydia en línea recta hacia su punto de destino. Habían llegado a primeras horas de la tarde favorecidos por una buena brisa y por la marea alta, que ayudaba la entrada de la nave; y si el sitio resultaba poco seguro, pronto, a la caída del sol, con la marea baja y el viento de tierra, podrían salir de la bahía. Bush no hubiese sabido nunca distinguir en sus pensamientos cuánto había de cálculo en todo aquello y cuánto de azar; pero como apreciaba los méritos profesionales de su capitán mucho más que el mismo Hornblower, se sentía inclinado a concederle mayor crédito del que en realidad merecía.

—Señor Bush, mantenga la guardia del puente —ordenó Hornblower—. Despache la de abajo.

Hallándose el buque a una milla de distancia de un posible peligro y despejada la cubierta para la maniobra, no era necesario mantener a todos los hombres en sus puestos. Un animado rumor de buen augurio se propagó a bordo, mientras se amontonaban los hombres en el parapeto para contemplar aquella nueva tierra llena de selvas verdes y rocas grises. Pero Hornblower dudaba sobre lo que tenía que hacer a continuación. La emoción de llevar su barco hasta un puerto desconocido había impedido que, como de costumbre, tuviera ya cuidadosamente planeado su siguiente paso. Le estremeció un grito del vigía.

—¡Atención! ¡Se separa una barca de la orilla! ¡A dos puntos por el través de estribor!

Una doble mancha blanca avanzaba en dirección a la Lydia. El catalejo de Hornblower distinguió paulatinamente una embarcación provista de dos velas latinas, tripulada por media docena de hombres de oscura tez tocados con anchos sombreros de paja. A un centenar de metros, alguien se puso de pie en la popa y, colocándose las manos en la boca en forma de bocina, gritó en español:

—¿Buque inglés?

—Sí. Subid a bordo —contestó Hornblower.

Dos años como prisionero de los españoles habían dado ocasión de aprender su idioma, y hacía tiempo que el capitán había pensado que únicamente gracias a ese conocimiento se debía el que le hubiesen elegido a él para desempeñar aquella misión especial.

Se colocó la barca al costado de la nave y el hombre que había hablado primero subió ágilmente por la escala. Cuando saltó a bordo, se detuvo un momento para observar con cierta curiosidad la inmaculada limpieza de la cubierta y el orden irreprochable que reinaba en ella. Vestía un chaleco negro, recamado de oro, sobre una sucia camisa blanca, y sobre las rodillas se deshilachaban unos blancos calzones. Iba descalzo, y de la colorada faja que le ceñía la cintura pendían dos pistolas y una pequeña espada. Aunque parecía hablar bien el español, no tenía aspecto de serlo. Los negrísimos cabellos que le caían hasta las orejas eran muy largos, pero ralos y sin brillo. Había una sombra rojiza en su bronceada piel y un ligero tinte amarillento en el blanco de los ojos. Largos y finos mostachos le caían sobre los labios. De inmediato, tropezó su mirada con el capitán, resplandeciente con su casaca con charreteras y su tricornio. Entonces se adelantó hacia él. Precisamente en previsión de un encuentro semejante Hornblower se había puesto de punta en blanco y se sentía ahora muy satisfecho de su prudencia.

—¿Es usted el capitán, señor? —le preguntó el recién llegado.

—Sí, soy el capitán Hornblower, de la fragata Lydia, de Su Majestad Británica, para servirle. ¿A quién tengo el honor de dar la bienvenida?

—Manuel Hernández, lugarteniente del Supremo.

—¿El Supremo? —preguntó Hornblower sorprendido.

Esa palabra española era algo difícil de traducir al inglés. Quizá lo mejor sería algo así como «El Todopoderoso».

—En efecto, del Supremo. Le esperábamos aquí hace ya cuatro o seis meses.

Hornblower calculaba con rapidez. No quería arriesgarse a comunicar el motivo de su llegada a quien no le pareciese lo bastante autorizado para saberlo. Pero el hecho de que aquel hombre supiese que se le esperaba parecía indicar que fuera uno de los conjurados de don Julián Alvarado.

—No es precisamente al Supremo a quien tengo orden de dirigirme.

Hernández reprimió un movimiento de impaciencia.

—Nuestro señor el Supremo era conocido entre los hombres como Su Excelencia don Julián María de Jesús de Alvarado y Moctezuma —dijo.

—¡Ah! Es a don Julián a quien tengo deseos de ver.

—El Supremo —repuso su interlocutor subrayando estas palabras— me ha comisionado para llevarle a su presencia.

—¿Dónde está?

—En su casa.

—¿Y dónde está su casa?

—Capitán, el Supremo espera que vaya a presentarle sus respetos, y creo que esto es suficiente.

—¿Usted cree? Sería conveniente que tuvieras en cuenta, señor, que el capitán de un buque de guerra no acostumbra a ponerse a las órdenes de cualquiera. Puede marcharse, si así lo desea, y comunicar a don Julián cuanto acabo de decirle.

La expresión del rostro de Hornblower indicaba que daba por terminada la conversación. Hernández pareció por un instante ser víctima de encontrados sentimientos, pero se veía que la perspectiva de regresar ante su amo sin llevar al capitán consigo no le entusiasmaba demasiado.

—La casa está allí —dijo finalmente con enfado, señalando más allá de la bahía—, en las estribaciones del monte. Para llegar a ella hemos de atravesar la ciudad que oculta ese promontorio.

—Entonces, iré. Perdóneme un momento, general.

Hornblower se volvió hacia Bush, que permanecía cerca de ellos, con expresión entre admirada y divertida, como sucede siempre que se oye a un compatriota hablar con fluidez un idioma que no es el suyo.

—Señor Bush —dijo el capitán—, voy a bajar a tierra. Espero estar pronto de regreso, pero si así no fuera, si a medianoche no hubiera vuelto todavía ni hubiera recibido noticias mías por escrito, deberá tomar las medidas convenientes para la seguridad de la fragata. Aquí está la llave de mi escritorio. Le autorizo para leer a medianoche las órdenes secretas que me dio el gobierno y para obrar luego en consecuencia como mejor le parezca.

—Sí, señor —contestó el primer oficial. Brillaba la emoción en sus ojos. Hornblower, con cierta leve satisfacción, se dio cuenta de que Bush se quedaba muy preocupado por la suerte que pudiera correr su capitán—. ¿Cree prudente bajar solo a tierra, señor?

—No lo sé —dijo Hornblower con verdadera indiferencia—. Lo cierto es que debo bajar; eso es todo.

—Si se mete en un atolladero, iremos a sacarle, capitán.

—Antes que nada, pensará usted en la Lydia —ordenó Hornblower ásperamente. En su imaginación veía a Bush recorrer a ciegas las selvas americanas acompañado de un grupo de marinos, aquellas selvas de América Central infectadas por las fiebres. Luego se volvió a Hernández y le dijo—: Estoy a su disposición, señor.