En el alcázar estaban los oficiales, los cuatro tenientes, Crystal, el oficial de derrota, Simmonds, de los infantes de Marina, Wood, el sobrecargo de a bordo, y los jóvenes guardiamarinas. Las jarcias hormigueaban de suboficiales y marinería y todos los catalejos de que disponía el buque se utilizaban en aquel momento. Hornblower se dio cuenta inmediatamente de que un jefe riguroso y amante de la disciplina no podía tolerar aquel estado de cosas que, por lo demás, se hallaba perfectamente de acuerdo con las circunstancias, y se dispuso, por lo tanto, a obrar en consecuencia.
—¿Qué sucede aquí? —vociferó—. ¿Es que nadie tiene nada que hacer en este buque? ¡Señor Wood! Haría usted bien en llamar inmediatamente al tonelero para llenar los barriles de agua… ¡Teniente Gerard! Mande recoger los sobrejuanetes y las alas.
Sonaron inmediatamente los silbatos cursando las órdenes y poco a poco la nave recuperó su acostumbrado trajín. Harrison gritó: «¡Todos los marineros a arrizar las velas!», y Gerard, desde el castillo de popa, dirigió la maniobra. La fragata comenzó a navegar suavemente con marejada de aleta.
—Capitán, me parece ver el humo desde aquí —exclamó Gerard, abordando de nuevo, y en tono de excusa, el tema de la tierra divisada. Y, señalando hacia adelante, le ofreció el catalejo. Hornblower vio en la línea del horizonte una masa gris bajo un penacho blanco que muy bien podía ser humo.
—¡Hum! —gruñó a modo de comentario, según la costumbre que había establecido. Y de pronto decidió encaramarse a las jarcias del trinquete de barlovento. Como no era un gimnasta, la tarea le inspiraba cierta aversión, pero no podía evitarla. Sintió la desagradable impresión de que le estaban mirando todos los que no tenían un trabajo que requiriera demasiada atención, y esto, moralmente, le obligaba, aunque iba cargado con el catalejo, a evitar ir por la boca de lobo y tomar, por el contrario, el camino más difícil por las arraigadas. Tampoco podía detenerse para tomar aliento, pues le contemplaban sus guardiamarinas, quienes, cuando tenían que trepar desde la bodega hasta la galleta del sobrejuanete, recorrían el peligroso camino de una tirada.
Era penoso subir a fuerza de brazos hasta el extremo de los obenques del juanete de proa. Hornblower llegó jadeante hasta la punta del mastelerillo de proa y, con la intención de apuntar con toda perfección el catalejo, se acomodó en la cofa tanto como se lo permitieron su pecho, que se hinchaba y deshinchaba como un fuelle, y su repentino nerviosismo. A pocos metros de él se hallaba Clay montado a horcajadas sobre un palo, muy desenvuelto, pero Hornblower no le miró. El leve balanceo de la Lydia movía el trinquete en amplios círculos, elevándolo o inclinándolo sobre las olas. Al principio no consiguió sino un momento ver las lejanas montañas, pero al poco rato pudo fijar sobre ellas el anteojo. Así se reveló a sus ojos un singular paisaje. Descubrió los agudos vértices de dos volcanes gemelos; dos muy altos a babor y otros más pequeños a estribor y a popa. Vio que una columna de humo salía de uno de los picos, pero no de su vértice, sino de un boquete practicado en uno de sus flancos, columna que ascendía perezosamente hasta perderse en la masa de nubes blanquecinas situadas sobre el cráter. Aparte de aquellos conos, se veía una cadena montañosa, de la cual los volcanes eran una especie de contrafuertes, por cuanto ella misma parecía estar formada por una hilera de antiguos volcanes truncados y apagados a lo largo del tiempo. Cuando estaban todos en actividad, aquel pedazo de costa debió de ser un lugar dantesco. El pico de la montaña y los de los volcanes parecían de un color gris rosado, y por debajo de ellos se veían masas de color verde, sin duda zonas forestales extendidas por los flancos montañosos. Hornblower calculó aproximadamente la altura de aquellas montañas y su posición, y con tales datos trazó mentalmente un plano que confrontó con la sección correspondiente del mapa que constantemente tenía en la memoria. La semejanza no ofrecía duda.
—Si no me engaño, capitán, allí hay una cadena de rompientes —dijo Clay.
Hornblower dirigió la mirada desde los picos a los pies de éstos. Vio una muralla verde sólo interrumpida en algunos puntos por varios volcanes más pequeños. Hornblower siguió íntegramente con el catalejo el dibujo de los bosques, hasta verlos perderse en el horizonte; luego dirigió el anteojo al lugar donde le había parecido ver una pequeña mancha blanca. La buscó durante un momento, no tardando en encontrarla. Era un punto blanco y diminuto que, alternativamente, aparecía y desaparecía.
—¡Justamente! Aquello es espuma —exclamó, e inmediatamente se arrepintió de haber hablado. No había necesidad alguna de contestar a Clay. Aquella pequeñez menguaría su reputación de impasibilidad.
Manteniendo con regularidad su ruta, la Lydia se acercaba a la costa. Casi a nivel del mar, Hornblower veía las figuras ridiculamente achaparradas de los hombres que se movían en el castillo de proa a ciento cuarenta pies por debajo, y las ondas que corrían a ambos lados del buque indicaban que éste avanzaba a razón de cuatro nudos, o poco menos. Con tal de que a medida que transcurriese el día se acrecentase la fuerza del viento, como era de esperar, avistarían las primeras playas al anochecer. Hornblower se movió un poco, con objeto de aliviar la incomodidad que la violencia de la postura le producía, y volvió a mirar de nuevo hacia la playa. Veía surgir nuevos escollos del lugar donde había visto los primeros. Tenía que existir allí un paraje donde las olas se estrellaban contra un acantilado; por eso saltaba la espuma a tanta altura. En Hornblower se afirmó la convicción de haber conseguido recalar en el lugar exacto. Tras el acantilado se extendía una amplia sábana de agua, libre de escollos, hasta el horizonte y, luego, dos volcanes de regular altura, una enorme bahía, a cuya entrada podían verse una isla desierta, y dos volcanes a los lados. Exactamente así aparecía en el mapa el golfo de Fonseca. Sin embargo, Hornblower sabía perfectamente que un ligero error de cálculo, por leve que hubiera sido, habría podido arrastrarle a doscientas millas de donde creía estar. En una costa semejante, llena toda ella de volcanes, era fácil que muchos lugares se pareciesen lo bastante para no mostrar señaladas diferencias. La vista de una bahía con una isla situada a su entrada podía inducir a error, dada la configuración de la costa. Además, ¿cómo fiarse de los mapas? El suyo había sido dibujado teniendo por modelo aquel que Anson había capturado en aquellas mismas aguas, sesenta años antes. Todos sabían lo que eran aquellas cartas náuticas hispanas, revisadas, además, por los dibujantes del Almirantazgo, lo cual las hacía muy poco fiables.
Pero observando detenidamente la costa, al menos en parte, se desvanecieron sus dudas. La bahía que se mostraba a sus ojos era amplísima; no era posible que existiera otra de tales proporciones y que hubiese escapado a la atención y competencia de los cartógrafos, aun los hispanos. A simple vista, Hornblower calculó que la entrada de la bahía tendría unas diez millas, o tal vez más, comprendiendo las islas. Allí donde la bahía terminaba se veía una isla una muy grande, con la típica configuración de aquel paisaje; una especie de cono truncado que se elevaba bruscamente sobre el nivel del mar. Tampoco ahora podía Hornblower distinguir el final de la bahía, a pesar de haberse acercado a ella unas diez millas.
—Señor Clay —exclamó, sin dignarse separar la mirada del catalejo—. Puede bajar ahora. Salude de mi parte al teniente Gerard y dígale que mande a los hombres a cenar.
—Sí, señor —contestó Clay.
La tripulación sospecharía algún insólito acontecimiento viendo adelantar la cena media hora. En las naves británicas, los oficiales cuidaban siempre de que la marinería tuviese constantemente el estómago lleno cuando tenían que encargarles trabajos más penosos que los de costumbre.
Hornblower volvió a entregarse a sus observaciones. Ya no había duda: la Lydia se internaba a toda vela en el golfo de Fonseca. El haberla dirigido hasta allí al cabo de siete meses de navegación, sin haber visto otra tierra que no fuera la que ahora tenían ante sus ojos, era una magnífica empresa marinera de la que cualquiera podía sentirse orgulloso. Pero Hornblower no sentía entusiasmo alguno. Correspondía a su modo de ser no encontrar satisfacciones particulares en cosas que sabía que podía llevar a cabo. Su ambición anhelaba continuamente lo imposible y, sobre todo, deseaba ser un hombre fuerte, taciturno y capaz de cumplir lo que se propusiera, mostrándose impasible frente a cualquier emoción.
Por el momento el golfo no daba señales de vida. Ni se veían embarcaciones ni rastros de humo. Aquél podría ser un lugar desierto y Hornblower un nuevo Colón. Aún era necesario dejar transcurrir una hora antes de entrar en acción. Hornblower plegó su anteojo, bajó de nuevo al puente y, con estudiada lentitud, se dirigió al alcázar.
Apoyados en la amura, Crystal y Gerard discutían animadamente. Era fácil comprender que se habían apartado de los oídos del timonel, después de haber enviado al guardiamarina tan lejos como les había sido posible. En la forma de mirar al capitán cuando se acercó a ellos se veía que éste era el motivo de su conversación. Era lógico que estuviesen contentos. La Lydia era la primera nave inglesa que llegaba a las costas hispanoamericanas del Pacífico desde los tiempos de Anson. Las aguas en que se hallaban eran surcadas por el famoso galeón de Acapulco, que cada año proporcionaba al Tesoro español la fabulosa cantidad de un millón de libras en oro. También a lo largo de aquellas mismas playas pasaban las galeazas que transportaban la plata del Potosí a Panamá. Parecía como si la fortuna de todos los hombres de a bordo estuviera ya asegurada…, siempre, claro está, que lo permitiesen aquellas órdenes que solamente el capitán conocía. Lo que desde ese momento en adelante pensaba hacer Hornblower era de vital importancia para la tripulación.
—Gerard, mande al mastelerillo de proa, con un buen anteojo, a alguien de confianza —fue todo cuanto dijo Hornblower, en tanto se disponía a descender al castillo.