Rompía el alba, cuando el capitán Hornblower subió al alcázar de la Lydia. Bush, el primer oficial, de guardia en aquel momento, se llevó la mano a la gorra, pero permaneció en silencio. Aquel viaje duraba ya sus buenos siete meses, sin que una sola vez se hubiesen acercado a tierra. Y Bush había aprendido a comprender el humor y los gustos del capitán. A éste no le agradaba conversar ni ser interrumpido en sus meditaciones durante las primeras horas del día.
Según las órdenes recibidas —y sancionadas por la costumbre establecida en un viaje de duración poco frecuente—, a Brown, el timonel, le correspondía cuidar de que la parte de barlovento del alcázar estuviese debidamente baldeada a partir del alba. Bush y el guardiamarina que le acompañaba se retiraron a sotavento en cuanto apareció Hornblower, quien, inmediatamente, comenzó su cotidiano paseo de una hora, caminando de un lado a otro en el espacio de seis metros de puente que habían limpiado para él. Por un lado su paseo se hallaba limitado por los motones de las carronadas del alcázar y por otro por la hilera de pernos que sujetaban los palanquines de retenida de las carronadas. De ese modo, el espacio de cubierta en el que solía hacer ejercicio el capitán Hornblower cada mañana tenía sólo cinco pies de ancho por veinticinco de largo.
De aquí para allí, de allá para acá, paseaba el capitán Hornblower. Sus subalternos sabían por experiencia que, aunque estuviese abstraído, su instinto de marino se hallaba siempre despierto en él. Casi sin darse cuenta, percibía hacia qué parte daban su sombra las jarcias de la vela mayor, y de qué otra provenía la brisa que le acariciaba las mejillas. Tanto era así que el más mínimo descuido por parte del suboficial que se encontraba al timón le hacía acreedor de una dura reprimenda del capitán, tanto más áspera cuanto que le ocasionaba una molestia en los momentos que consideraba mejores del día. De la misma forma, y sin que lo pareciese, Hornblower se daba cuenta de los hechos más relevantes en el momento en que sucedían. Al despertar en su camarote vio casi con disgusto que la brújula colocada en el techo, sobre su cabeza, señalaba nordeste, lo mismo que venía sucediendo hacía ya tres días. En el momento en que puso los pies en cubierta, inconscientemente advirtió que el viento soplaba del oeste, y que era lo bastante fuerte como para mantener el bajel en su ruta con todas las velas desplegadas. El cielo tenía su acostumbrado color azul turquesa; el mar estaba casi sereno, con una agradable marejadilla que hacía cabecear a la Lydia con monótona regularidad.
La primera idea consciente que tuvo el capitán Hornblower fue que el Pacífico, por las mañanas, con su violenta tonalidad azul, que a lo lejos, en el horizonte, se tornaba plata, tenía algún parecido con un blasón heráldico en plata y azur. Sonrió para sí, pues hacía quince días que se le estaba ocurriendo, casi a la misma hora, idéntica comparación. Y con esa idea y esa sonrisa, su pensamiento volvió inmediatamente a ponerse en marcha con facilidad y presteza. Miró hacia el lugar en que los hombres trabajaban en la limpieza de las pasarelas. Al avanzar algunos pasos, vio a otros grupos que, sobre cubierta, se dedicaban al mismo quehacer. Hablaban entre sí, y por dos veces seguidas pudo oír una carcajada. ¡Bien! Los hombres que hablan y ríen así no tienen aspecto de tramar un motín, y esta eventualidad era la que hacía tiempo temía el capitán, pensando a menudo en ello. Diez meses hacía que navegaban. Las provisiones estaban casi agotadas. Ya hacía una semana que había ordenado reducir la ración individual de agua a dos litros, o poco menos, por día, cantidad insuficiente para hombres que se alimentaban de galleta y carne salada, en una latitud de diez grados al norte. Y el agua, que llevaba siete meses en los barriles, era una masa casi sólida llena de bichos verdes.
La última gota de zumo de limón se había repartido ya hacía una semana. De seguir así algún tiempo, era de esperar que el escorbuto hiciera su aparición. Y no tenían médico a bordo. Hankey, el cirujano, había muerto al pasar el Cabo de Hornos, roído por el alcohol y la sífilis. Hacía un mes que racionaba el tabaco a razón de quince gramos semanales, y Hornblower daba gracias a Dios por haberle inspirado la idea de encargarse de su custodia; si no lo hubiese hecho así, aquellos locos lo habrían derrochado, y no se puede contar con hombres a los que falta el tabaco. El capitán sabía que su escasez era mucho más grave que la falta de combustible para la cocina, a pesar de que era insuficiente y el agua de mar en que se cocía diariamente la carne de cerdo apenas lograba hervir.
No obstante, la penuria de tabaco, agua y leña era mucho menos temible que la falta de grog. El capitán no se había atrevido aún a reducir la ración de ron, y ahora no le quedaba sino para unos diez días. Nadie podría fiarse de la mejor tripulación del mundo sin las consabidas raciones de ron, y la Lydia se hallaba en los mares del Sur, a dos mil millas de distancia de cualquier otro navío inglés. En algún sitio, hacia poniente, debían de existir unas románticas islas habitadas por bellas mujeres, donde no había más que extender la mano para coger todos los bienes del mundo. Entre la chusma de a bordo, algún pillastre mejor enterado que los demás daría el aviso. Por el momento nadie le hacía caso, pero en cuanto les faltase la acostumbrada ración de ron al mediodía, los hombres le prestarían atención. Desde que se amotinó la tripulación del Bounty, seducida por los encantos del Pacífico, no había un solo capitán de Su Majestad Británica que navegara por aquellos parajes sin sentirse obsesionado por el temor de correr parecida suerte.
Midiendo el puente a largas zancadas, el capitán Hornblower volvió a mirar a sus hombres. Siete meses de incesante navegación, sin tocar tierra una sola vez, habían logrado adiestrar a aquella banda de forajidos y convertirlos en auténticos marineros. Pero hacía ya mucho tiempo que faltaban las distracciones. Cuanto más pronto llegasen a la costa de Nicaragua, mejor. Una salida a tierra serviría de esparcimiento a los hombres y podrían embarcar agua y víveres frescos, así como tabaco y alcohol. Hornblower volvió a repasar mentalmente sus cálculos sobre la posición del navío. Estaba seguro de la latitud, y las observaciones lunares de la noche anterior habían confirmado las indicaciones cronométricas sobre la longitud, aunque parecía increíble que, después de siete meses de navegación, se pudiese aún contar con el cronómetro. Probablemente, las costas de América Central estaban a un centenar de millas, o a unas trescientas, como máximo. Crystal, el oficial de derrota, había negado con el gesto, ante la seguridad del capitán, pero Crystal era un viejo tonto que no tenía ni idea de navegación. De todas formas, dentro de dos o tres días se vería quién tenía razón.
Hornblower se puso inmediatamente a pensar en la forma de pasar aquellos dos o tres días. Era preciso tener ocupados a los hombres. No hay nada mejor para alimentar ideas de sedición que los largos días de inactividad. Hornblower, durante las diez tempestuosas semanas que costó doblar el Cabo de Hornos, no temió la revuelta ni un solo instante. Durante la primera guardia organizaría un zafarrancho de combate y haría que los hombres practicasen con los cañones, cinco descargas cada uno. El retroceso cortaría el viento durante algún tiempo, pero eso era inevitable. Tal vez fuese la última ocasión antes de que las piezas tuviesen que entrar en actividad de veras.
Hornblower tuvo una nueva idea. Cinco descargas suponían una tonelada de pólvora. La Lydia, casi sin provisiones de boca, sufría por falta de lastre. Hornblower pasó revista mentalmente a la bodega de la fragata y a la posición del almacén. Ya era tiempo de que fijase su atención en la estiba del navío. Una vez que los hombres hubiesen comido, haría botar una chalupa para dar una vuelta de inspección. Supuso que debía de estar un poco baja de popa. Pero a esto podría ponerse remedio al día siguiente, transportando las dos carronadas del número uno al castillo de proa, delante de sus posiciones originales. Y como sería necesario, mientras él estuviese en la chalupa, recoger las velas, lo mejor era hacer bien las cosas y dar carta blanca a Bush para que ejercitase a los hombres en el manejo del velamen. Bush sentía verdadera pasión por aquel género del arte marinero, como todo primer oficial que se respetase. Aquel día, la tripulación de la Lydia podría darse el gusto de batir su propia marca de once minutos y cincuenta segundos en subir a las gavias, y veinticuatro minutos y siete segundos en desplegar las velas empezando con el mastelero de gavia afianzado. Aquellos dos tiempos no tenían nada de particular, y Hornblower estaba en esto de acuerdo con Bush; muchas naves podían enorgullecerse de ser más rápidas, o, al menos, eso aseguraban sus capitanes.
Hornblower se dio cuenta de que el viento se hacía un poco más fuerte, haciendo vibrar ligeramente el cordaje. Por la impresión que tuvo al sentir el roce del aire en su nuca y sus mejillas, juzgó que aquel vientecillo había cambiado a popa un punto o tal vez dos, y mientras su conciencia registraba esas observaciones, preguntándose a sí mismo cuánto tiempo tardaría Bush en darse cuenta de ello, oyó la señal para el cambio de guardia. Clay, el guardiamarina del alcázar, mugía como un toro, llamando a la guardia de popa. A aquel muchacho le había cambiado la voz desde que salió de Inglaterra, y empezaba ahora a servirse de ella como Dios manda, en lugar de graznar como hasta entonces había hecho. Sin ver todavía lo que estaba ocurriendo, Hornblower aguzaba el oído ante los rumores familiares. En ese momento era la guardia que, desordenadamente, corría hacia popa, a la faena. Un chasquido y un «¡Ay!», le indicaban que Harrison, el mayordomo, había acariciado con su bastón las posaderas de algún vago o de algún infeliz, al pasar. Harrison era un buen marinero, pero tenía una debilidad: usar su bastón en los culos bien redondeados. Todo hombre que llevase el pantalón ceñido era susceptible de recibir un bastonazo simplemente por ese motivo, sobre todo si, por desgracia, al pasar Harrison se encontraba ocupado en algún quehacer que le obligaba a inclinarse hacia delante.
Las meditaciones de Hornblower sobre la debilidad de Harrison le habían ocupado casi todo el tiempo necesario para la maniobra de las velas. Y cuando los hombres hubieron concluido, Harrison rugió: «¡Alto!», y la tripulación corrió a continuar lo que hacían antes de la maniobra. ¡Ting, ting, ting…!, sonó la campana. Siete toques. El paseo del capitán se había prolongado más tiempo que de ordinario; sentía ya bajo su camisa el agradable gotear del sudor. Se acercó a Bush, que se encontraba de pie al lado del timón:
—Buenos días, señor Bush.
—Buenos días, capitán —repuso éste, como si no hiciese hora y cuarto que el capitán se hubiera encontrado paseando a veinte pasos de distancia.
Hornblower lanzó una mirada a la pizarra donde se había anotado la ruta seguida durante las últimas veinticuatro horas. Ninguna novedad. El cuaderno de bitácora registraba una velocidad de tres nudos, cuatro y medio, cuatro, y así sucesivamente; y la rosa de los vientos mostraba que la nave se había empeñado en mantener la ruta hacia el norte durante toda la jornada. El capitán se daba perfecta cuenta de que su primer oficial no le quitaba el ojo de encima; sabía que el teniente Bush estaba deseando hacerle unas preguntas. Sólo un hombre sabía a bordo hacia dónde se dirigía la Lydia, y ese hombre era el capitán. Habían partido con órdenes selladas; cuando abrió el sobre, siguiendo las instrucciones recibidas, estaban a 30° de latitud norte y a 20° de longitud oeste, y al capitán no le pareció oportuno revelar su contenido ni siquiera a su segundo. Bush había logrado dominar su curiosidad durante siete meses, pero se veía a las claras que el esfuerzo era considerable.
—¡Ejem…! —carraspeó el capitán. Con aire indiferente volvió a dejar la pizarra, bajó la escalera y entró de nuevo en su cámara.
Para Bush era terrible tener que seguir ignorando aquello, pero si Hornblower no había consentido hasta entonces en hablar con él acerca de las órdenes recibidas no era tanto por temor a las indiscreciones del primer oficial como a las suyas propias. Cuando, cinco años antes, se embarcó por vez primera como capitán de barco, dio rienda suelta a su natural locuacidad, y su segundo de entonces se aprovechó de ella de tal modo que Hornblower no pudo ordenar nada sin que pusiera reparos. Durante el viaje anterior al que ahora efectuaba procuró reducir las discusiones a los límites de una cortesía normal, y descubrió seguidamente que no era nada fácil permanecer dentro de aquellos límites; cada vez que abría la boca para hablar dejaba escapar siempre, con el consiguiente arrepentimiento, alguna palabra de más. Esta vez salió con el firmísimo propósito de hablar a sus oficiales lo menos posible, igual que un aficionado a la bebida que teme no poder beber parcamente. Además, el secreto con que debían cumplirse aquellas órdenes no le facilitaban en absoluto su propósito. Durante siete largos meses se había mantenido firme, haciéndose cada día más taciturno, y aquella situación tan violenta había llegado a modificar su carácter. En el Atlántico había discutido alguna vez con el teniente Bush sobre el cariz del tiempo; en el Pacífico, apenas se dignaba aclararse la garganta.
El camarote del capitán era un cuchitril habilitado en la cabina de popa por medio de un tabique. Su mitad estaba ocupada por un cañón del 18 y casi todo el resto por el coy, la mesita escritorio y su baúl. Polwheal, el asistente, disponía la navaja de afeitar y la taza del jabón sobre una tablilla clavada en el tabique medianero, bajo un pequeño espejo. Apenas había sitio para los dos hombres. Polwheal se colocó tras la mesita para dar paso al capitán cuando entró. No dijo una sola palabra; precisamente porque era un hombre callado le había elegido el capitán. También con los criados era necesario desconfiar del condenado vicio de la locuacidad.
Hornblower se quitó el pantalón y la camisa, empapada en sudor, y, en cueros, comenzó a afeitarse ante el espejo. La cara que se reflejaba en éste no era agradable ni desagradable, ni joven ni vieja: unos ojos oscuros y melancólicos, una frente bastante despejada y una nariz regular; la boca era firme y hermosa, reflejando íntegramente el carácter adquirido en veinte años de navegación; los cabellos, castaños y naturalmente ondulados, empezaban a escasear en las sienes, haciendo que la frente pareciese todavía más alta, lo que era un motivo de disgusto para el capitán Hornblower, a quien desagradaba la perspectiva de quedarse calvo. Pensando en esta desgracia, recordó también la otra que le amenazaba, y miró su desnudo cuerpo. Era delgado, de buena musculatura; un tipo casi espléndido, con su estatura de casi dos metros; pero allí donde terminaban las costillas, ¡ay!, era difícil negar la aparición de una leve barriga que apenas empezaba a insinuarse entre la última costilla y el hueso ilíaco. La idea de engordar causaba a Hornblower un desasosiego raro en su época; se le hacía odiosa la idea de que su cuerpo, delgado y liso, se desfigurara en el centro por una antiestética prominencia. Por eso él, tan indolente y reacio a la monotonía, se imponía aquel diario paseo sobre el alcázar para conservar su esbeltez.
Cuando concluyó de afeitarse dejó la navaja y la brocha, para que Polwheal las limpiase y guardara, y permitió que éste le colocase sobre los hombros una raída camisa de sarga. Polwheal le siguió al puente, hasta la bomba; le quitó la camisa y lanzó sobre el capitán un chorro de agua salada, mientras éste se movía con solemnidad. Terminada la ducha, Polwheal echó de nuevo la camisa sobre los chorreantes hombros de Hornblower y le siguió de nuevo al camarote. Una camisa limpia vieja ya, pero cuidadosamente remendada, y un par de pantalones blancos se hallaban colocados sobre el lecho. Hornblower se vistió. Polwheal le ayudó a enfundarse la vieja casaca azul de descoloridos galones y le colocó el sombrero; todo ello sin pronunciar una sola palabra, de tal modo le había ejercitado el capitán en su silencioso sistema. Se había acostumbrado de tal forma a la monotonía, él, que tanto la odiaba, que aquella mañana, como todas las demás, pisaba también el alcázar en el preciso instante en que comenzaban a dar las ocho.
—¿Podemos proceder al castigo, capitán? —preguntó Bush, poniéndose el sombrero.
Hornblower asintió. Inmediatamente se dejaron oír los silbatos de los segundos contramaestres.
—¡Todos los hombres han de presenciar el castigo! —tronó, desde el puente, Harrison. Y de todos los lados de la nave acudieron los hombres y se colocaron en fila.
Hornblower, cerca de la hilera situada ante el alcázar, con la cara como de piedra, permanecía erguido, envarado. Se avergonzaba de considerar los castigos corporales como algo bestial, de tener que ordenarlos a disgusto, y con esta misma mala gana verse obligado a presenciarlos. Realmente, los dos o tres mil castigos que había tenido que presenciar en aquellos últimos veinte años no habían logrado acostumbrarle, y, con harto sentimiento suyo, se daba cuenta de ello. Se conmovía con más facilidad que un guardiamarina de diecisiete años. Pero aquella mañana no era posible evitarlo. La víctima era un tal Owen, un galés incorregible, con la mala costumbre de escupir en cubierta. Bush, sin decir nada al capitán, le había amenazado con hacerle azotar si volvía a las andadas, y Hornblower se vio obligado a no desautorizar a su segundo, manteniendo y sancionando la sentencia en nombre de la disciplina; pero tenía sus dudas acerca de la eficacia de tal castigo sobre un hombre lo bastante insensato para no saber dominar el deseo de escupir en el suelo, a pesar del grave castigo con que se le amenazó.
Por suerte, la desagradable escena concluyó pronto. Los segundos contramaestres ataron a Owen, desnudo, a las jarcias, y en tanto tocaban los tambores, le azotaron con fuerza. Owen —caso excepcional en un marinero— gritaba cada vez que el gato de nueve colas le acariciaba la espalda, bailoteando, además, grotescamente, y arrastrando por la cubierta las puntas de los desnudos pies, hasta que, propinados los doce azotes, quedó silencioso e inerte, pendiendo de los puños. Una mano piadosa le roció con agua y luego, a fuerza de empellones, lo trasladaron al sollado.
—¡Al rancho los hombres, señor Bush! —ordenó con sequedad Hornblower, confiando en que el sol de los trópicos, al broncearle el rostro, le evitaría aparecer con la palidez que, estaba seguro, tendría su semblante. Ver azotar a un pobre tonto no era lo más indicado para abrirle el apetito antes del desayuno. Se sentía también disgustado consigo mismo por no haber sido ni lo bastante fuerte para soportar el espectáculo ni lo suficientemente listo para hallar con su ingenio el modo de impedirlo.
La hilera de oficiales, situada momentos antes ante el alcázar, se había disuelto. Gerard, el segundo teniente, relevó a Bush. El barco era como un mágico pavimento de mosaico. En un momento dado presentaba un aspecto geométrico; luego parecía como si una mano lo borrase, pero enseguida se ordenaba de nuevo, adoptando distinto colorido y forma. Hornblower bajó a su camarote, donde Polwheal le había preparado el desayuno.
—Café y burgoo, capitán —le dijo.
Hornblower se sentó a la mesa. Después de tantos meses de viaje, hacía ya tiempo que se habían agotado las provisiones de lujo. El café consistía en un caldo negro hecho con pan quemado y molido, y todo lo más que podía decirse en favor suyo era que estaba caliente y azucarado. El burgoo era una bazofia de aspecto y sabor indescriptibles, compuesto de galleta desmenuzada y carne salada de buey en pequeñísimos pedazos. Hornblower comía distraído; con la mano izquierda golpeaba fuertemente una galleta contra la mesa para que la abandonaran los gorgojos antes de haber terminado de engullir el burgoo.
Mientras comía, sus oídos recogían todos los rumores. Cada vez que la Lydia alcanzaba la cresta de la ola que la sostenía, resbalaba y cabeceaba un poco, haciendo que todo el maderamen, al unísono, emitiera suaves chasquidos. Sobre el techo resonaban los pasos de Gerard que, en el castillo, andaba de un lado para otro; de vez en cuando, el apagado rumor de unos pies desnudos y callosos señalaba el paso de un hombre de la dotación. Llegaba desde popa un chirrido regular y monótono, producido por las bombas de achique al cumplir su cotidiana obligación en la sentina. Todos estos rumores eran transitorios. Pero existía otro, tan tenue que los oídos, acostumbrados a escucharlo, dejaban de advertirlo, y sólo se distinguía de los demás cuando se fijaba particular atención en él: era el silbido producido por la brisa entre el prolijo cordaje de la nave; apenas un débilísimo canto, un concierto de mil distintos tonos, de agudísimas armonías, pero que podía oírse desde todos los rincones del buque, transmitiéndolo las cadenas y el maderamen con sus lentos y periódicos crujidos.
Hornblower, cuando hubo terminado el burgoo, volvió a fijar su atención en la galleta con la que había estado jugueteando. La contempló con tranquila desaprobación —mísero manjar para un estómago viril— y, no teniendo mantequilla, pues el último barril se había enranciado un mes atrás, se dispuso a comer unos secos bocados de aquélla, alternándolos con sorbos del simulacro de café. Pero antes de que tuviera tiempo de llevarse la galleta a la boca resonó sobre él un grito salvaje, sobresaltándole y haciendo que la mano que sostenía la galleta se detuviera a poca distancia de los dientes.
—¡Tierra! —oyó gritar—. ¡Tierra dos puntos a babor!
El vigía, desde la cofa del trinquete, se dirigía a los marineros en cubierta, llamándolos. Hornblower, sentado en su camarote, oyó el escándalo.
La agitación debía de haberse apoderado de todos ante el anuncio de tierra, el primero, desde hacía tres meses, oído durante aquel viaje con rumbo desconocido. También él se sentía agitado, no sólo por la inminente emoción de saber si había calculado bien la recalada, sino asimismo ante la idea de que, tal vez, antes de veinticuatro horas, se vería cumplimentando la misión que los honorables lores del Almirantazgo le habían confiado. Sintió que los latidos de su corazón se aceleraban. Su primer impulso fue subir inmediatamente a cubierta, pero supo dominarse. Deseaba aparecer más imperturbable que nunca ante los ojos de los oficiales y de la tripulación, demostrando en todo momento un completo dominio de sí mismo. Cuanto más respeto infundiera un capitán, tanto mejor para el buque. Así, supo conservar su tranquila y serena apariencia. Se encontraba con las piernas cruzadas, sorbiendo con indiferencia el café, cuando el guardiamarina Savage, después de haber llamado con los nudillos a la puerta del camarote, sin esperar más, entró respetuosamente.
—El señor Gerard me manda a decirle que hay tierra a la vista a babor, capitán —dijo Savage, que apenas lograba recobrar el sosiego en aquella atmósfera de contagioso entusiasmo.
Hornblower, antes de contestar, bebió todavía un sorbo de café más.
—Dígale al señor Gerard que subiré a cubierta… dentro de unos minutos; en cuanto haya terminado el desayuno.
Su voz era lenta y comedida.
—Sí, señor.
Savage salió del camarote como un rayo; bajo sus pies, grandes y pesados, temblaba la escalerilla.
—¡Savage! ¡Eh, Savage! —le gritó Hornblower desde su sitio. Y de nuevo aparecieron en el marco de la puerta las facciones de luna llena del guardiamarina—. Se le ha olvidado cerrar la puerta —dijo Hornblower fríamente—. Y le ruego que no haga tanto ruido por la escalera.
—Sí, señor —contestó Savage palideciendo.
Hornblower estaba contento de sí mismo y se rascó la barbilla como para felicitarse por aquella ocurrencia. Bebió todavía otro sorbo de café, pero no se sintió con ánimos para terminar la galleta. Para retardar aun más su salida, permaneció un momento en el camarote, tamborileando con los dedos sobre la mesa.
Oía la voz de barítono del joven Clay sonar desde lo alto del palo mayor; sin duda, Gerard le había enviado allí con un catalejo.
—Me parece divisar una montaña con fuego en la cima, teniente… Dos montañas… ¡Son volcanes, teniente!
De pronto, Hornblower pensó en el mapa que tantas veces había consultado en la soledad de su camarote. Toda aquella costa se hallaba sembrada de volcanes. La presencia de dos de ellos a babor no constituía una indicación segura de la posición de la fragata Lydia. Sin embargo… Sin embargo, la entrada del golfo de Fonseca se caracterizaba, indudablemente, por dos volcanes a babor. Era posible entonces que, después de diez meses de navegación, hubiesen llegado, al fin, a aquella tierra a cuyo encuentro se dirigían. Hornblower ya no pudo permanecer sentado más tiempo. Se levantó y, recordando apenas que debía aparecer ante sus subordinados aparentando calma y con aire despreocupado e indiferente, subió a cubierta.