Capítulo
1

A la mañana siguiente Simon se despertó con el seductor aroma de Kara y tuvo la sensación de que faltaba algo en su cama.

Se tumbó de espaldas con el falo duro y empalmado, tratando de no pensar en lo increíble y apasionada que había sido la noche anterior. Se tapó la cara con un almohadón para inhalar su fragancia, un olor que posiblemente lo persiguiera el resto de sus días. Cada vez que pensaba en su aroma recordaba su sabor; su sonrisa, sus gemidos, su embriagador cuerpo desnudo, cómo gritaba cuando se corrió y cómo tensaba su cavidad hasta que él también lo hizo.

¡Mierda! ¡Estaba jodido!

Lo que había ocurrido la noche anterior era un punto de inflexión en su vida. Jamás volvería a contentarse con llevarse mujeres a la cama para echar polvos carentes de sentimientos que satisficieran sus necesidades carnales.

No sabía si odiar o adorar a la mujer que le hacía sentir así. Nunca había mantenido relaciones con varias mujeres a la vez. Era un follador monógamo, por decirlo de alguna manera: llamaba a la misma chica hasta que pasaba a la siguiente, pero no porque esa fuera mejor que la otra. Ni que la anterior. Simplemente llegaba un momento en el que pensaba —en el que presentía— que debería pasar página si quería evitar todo tipo de compromiso. Y no porque las mujeres se enamoraran de él, sino porque empezaban a exigirle más caprichos y regalos.

Se apartó la almohada del rostro, pero siguió sintiendo el mismo dolor penetrante. Dejar a Kara de nuevo en su cama había sido una de las cosas que más le había costado hacer en la vida. Pero el trato que ella había aceptado se limitaba a una noche y, además, él nunca había sido capaz de dormir con una mujer. Ni era capaz de hacerlo ni jamás había tenido ganas… hasta la pasada noche. Entonces sí le hubiera gustado dormirse con Kara entre los brazos, sintiendo el roce de su cuerpo y su cálido aliento en la cara.

De vuelta en su dormitorio, había sido imposible conciliar el sueño. Había estado dando vueltas y más vueltas en una cama que olía a sexo apasionado y a Kara. Finalmente había decidido ir al gimnasio a pegarse una buena paliza, confiando en que así lograría caer fundido y librarse de tanta frustración. Pero, en lugar de caer prácticamente inconsciente como se había propuesto, había terminado sintiéndose cansado, derrotado… y completamente desvelado.

¿A qué hora habría caído rendido? Desvió la mirada al reloj y se quedó estupefacto al ver que estaban a punto de dar las doce. Era un hombre bastante madrugador y jamás se levantaba tan tarde, ni siquiera los fines de semana. Salió de la cama y se metió a la ducha del tirón.

Se aseó a toda prisa, cabreado por tener que quitarse el aroma de Kara, y se dirigió a la cocina preguntándose si seguiría dormida. La cocina estaba impoluta. Las sobras de la cena de la noche anterior habían desaparecido. Se sirvió una taza de café recién hecho y dio una vuelta por el piso. La puerta de la habitación de Kara estaba abierta y la cama hecha. Obviamente se había levantado, pero ¿dónde se había metido?

Pensó que igual estaba en la sala de informática jugando al ordenador y subió corriendo las escaleras.

No estaba.

«No está aquí».

Simon sintió que un escalofrío le trepaba despacio por la espina dorsal y sufrió un breve ataque de pánico.

Con el pulso cada vez más acelerado volvió a bajar las escaleras de dos en dos. Si lo pensaba fríamente, sabía que no se podía haber marchado. No tenía razones para hacerlo. Los dos habían acordado satisfacer su apetito sexual pasando una noche juntos.

Una noche.

«¡Y una mierda! Una noche no es suficiente. Kara es mía».

Simon ya se había dado cuenta la noche anterior y ahora estaba convencido: jamás se cansaría de Kara. Una noche de sexo arrollador no bastaría para superar esa obsesión. No tenía claro cuál era la solución, pero follársela con todas sus ganas no había sido suficiente. Todo lo contrario: ahora que había sido suya por una noche, quería repetir una y otra vez.

Se le empezó a revolver el café en el estómago. Lo cierto era que no soportaba mostrar esa actitud tan posesiva con una mujer. Preocuparse lo más mínimo por alguien que no fuera de su familia no traía más que problemas. ¿Acaso no había aprendido esa lección por las malas hacía muchos años? Pues al parecer se le había olvidado, porque se preocupaba por Kara mucho más de lo que le gustaría… y estaba acojonado.

Simon cogió el móvil de una mesa de centro que había en el comedor y le envió un mensaje:

Stas bien?

Impaciente, empezó a dar golpecitos con el dedo sobre el protector de plástico del teléfono.

¡Mierda! Ni siquiera sabía si se había llevado el móvil, pero le daría mucha rabia si no lo hubiera hecho porque le había repetido una y otra vez que lo tuviera siempre encima por seguridad.

Soltó un bufido mientras regresaba con el café y el móvil a la cocina. ¡Nunca le hacía ni caso! Solía responder a sus advertencias con una colleja cariñosa y después seguía haciendo su santa voluntad, vamos, que siempre hacía lo que le daba la gana. En el fondo a Simon le encantaba que fuera tan independiente; lo malo era que a menudo se despreocupaba demasiado de su seguridad y eso le sacaba de sus casillas.

El sonido del teléfono lo pilló desprevenido y derramó el café en el azulejo inmaculado. «Joder, estoy al borde de un ataque de nervios». Leyó el mensaje:

Comisaría. Luego t cuento.

¿Qué ha pasado? Escribió otro mensaje de inmediato.

Dónde? Xq?

La respuesta fue breve: le envió la ubicación de la comisaría, le dio otra explicación vaga y exasperante, y le prometió que después se lo contaría todo.

«¡Y una mierda después! Nadie va a la comisaría un sábado por la mañana para echarse unas risas. Ha ocurrido algo».

Frustrado, empezó a peinarse con las manos y casi se arranca un mechón de pelo. ¡Madre mía! A este paso se quedaría calvo en una semana. Le envió otro mensaje para decirle que estaba de camino y guardó el móvil en el bolsillo. Volvió a sonar poco después, pero no le hizo caso; sabía que sería Kara diciéndole que no fuera.

Sin perder un segundo cogió las llaves y se puso los primeros zapatos informales que encontró. Salió del piso sin que el violento portazo siquiera le inmutara.

Kara exhaló un leve suspiro y tomó un trago del vaso de plástico con la esperanza de que el café la ayudara a concentrarse. Tuvo que tragar con fuerza porque el líquido con sabor a quemado se resistía a pasar. Desvió la mirada hacia Maddie y le dedicó una débil sonrisa.

—Creo que ya queda poco.

Ya había identificado a los dos sospechosos en las fotos de la ficha policial, a los dos hombres que habían irrumpido en la clínica por la mañana y le habían exigido medicamentos a punta de pistola. En aquel momento Maddie estaba en la sala de reconocimiento con un niño y su madre, y no había visto a los hombres, pero Kara los había observado bien de cerca. Puso mala cara pensando que ojalá no lo hubiera hecho. Se había quedado sola en la sala de espera cuidando del otro hijo de la señora que estaba en la consulta con Maddie. Kara jamás olvidaría la mirada sin vida de los hombres y sus rostros demacrados, reflejo de años de drogadicción. Conocía esa mirada, la había visto a menudo de joven, pero nunca le habían apuntado con una pistola a la cabeza. Ese instante, ese momento aterrador en el que no supo si aquellos segundos serían los últimos, había bastado para acojonarla de verdad. Aun así, había cogido al niño y, tras darle a un botón de emergencia que tenían bajo la mesa, había echado a correr con él hasta una esquina de la sala, donde lo había protegido con su propio cuerpo. La alarma no era precisamente silenciosa y el escándalo había bastado para que Maddie saliera corriendo de la consulta y los hombres se esfumaran. Pero antes de largarse a uno de ellos, que se había puesto muy nervioso, se le había disparado el arma y la bala había pasado tan cerca de la cabeza de Kara que había sentido una ráfaga de aire en la mejilla.

Se frotó los brazos, pues estaba temblando, pero no porque tuviera frío, sino porque el recuerdo de sus rostros la alteraba y no podía dejar de dar vueltas a la terrible frase que gritaron al cruzar la puerta de la clínica: «¡Ya te cogeremos, zorra!».

Maddie tan solo los había visto de espaldas, porque, cuando llegó a la sala de espera, ya se habían dado media vuelta y habían echado a correr. Por suerte nadie había resultado herido.

—El poli que nos está atendiendo, que por cierto es muy majo, no tardará en volver y en cuanto confirmemos los informes policiales podremos largarnos de aquí —comentó Maddie muy seria, sin quitar la vista de encima a Kara—. ¿Seguro que te encuentras bien? Estás un poco pálida.

Kara se encogió de hombros fingiendo que la situación no le afectaba.

—Estoy un poquito alterada. Eso es todo. Estoy… bien.

«Muerta de miedo. Acojonada. Pero, por lo demás, perfectamente».

Lo último que quería era alarmar a su amiga, pues sabía que se sentía culpable de que Kara se hubiera librado por los pelos de que le pegaran un tiro.

Maddie estiró el brazo, la cogió de la mano y se la apretó tan fuerte que la dejó sin circulación.

—Te han disparado. Es normal que estés alterada. Te has librado de milagro. Lo siento de veras, Kara.

—No fue por tu culpa…

—¿Quién narices le ha disparado? —bramó una voz masculina desde la puerta.

Kara no tuvo que girarse para saber quién era. Reconoció de inmediato el tono insolente de Simon. No solía gritar, pero compensaba el volumen con intensidad. Cuando el ambiente se caldeaba, Simon ladraba con más agresividad que nadie.

—¿Qué narices ha pasado? El policía me ha dicho que te asaltaron en una clínica…

—En mi clínica —interrumpió Maddie, poniéndose de pie para plantar cara a Simon.

—¿Tú de dónde has salido?

«¡Oh, oh!».

Kara se puso de pie dispuesta a separarlos si era necesario. Maddie tenía una cara angelical de rasgos perfectos enmarcada por unos exuberantes tirabuzones de color fuego, pero que nadie se dejara engañar: cuando la situación lo requería, era capaz de ponerse como un auténtico basilisco. Sin embargo, no solía mostrar esa faceta. De hecho, sus pacientes, tanto los más pequeños como los mayores, la adoraban porque era muy risueña, pero cuando luchaba por una causa justa o por alguien en quien creía podía convertirse en un peligroso enemigo.

Maddie echó los hombros hacia atrás y la bata blanca de médico que llevaba puesta subrayó las peligrosas curvas que acompañaban a su angelical rostro. Kara, que estaba observando con atención cómo se preparaba su amiga para la batalla, reprimió una sonrisa al ver cómo se estiraba para tratar de compensar su escaso metro y medio de altura.

—Soy… —Simon se detuvo en seco, como si no estuviera seguro de qué decir, y acabó la frase con indecisión— un amigo de Kara. Y quiero saber a cuento de qué le han disparado.

—Hooolaaa. Estoy aquí, Simon. —Kara estiró el brazo y le cogió de la mandíbula para forzarlo a que la mirara—. Soy perfectamente capaz de responder a tus preguntas.

El rostro de Simon se transformó: la ira se disipó en cuanto sus ojos se cruzaron con los de Kara. La cogió por los hombros antes de preguntar:

—¿Qué ha ocurrido? ¿Estás bien? ¿Te han herido?

Deslizó las manos por sus brazos, antes de volver a posarlas sobre sus hombros.

Viendo que se le habían bajado un poco los humos, Kara los presentó y los tres tomaron asiento en las incómodas y endebles sillas que había junto a la gran mesa. A continuación Kara trató de responder como pudo al chaparrón de preguntas que disparó el hombre que tenía sentado delante.

Explicar los sucesos resultó bastante agotador porque Simon la interrumpía constantemente con tacos a cual más bestia y con lo que a Kara le parecieron millones de preguntas. Sin embargo, se armó de paciencia y trató de calmarlo respondiendo a todas y cada una de ellas.

Simon se pasó toda la conversación echando pestes mientras Maddie, atónita, lo miraba sin dar crédito.

—¿Los han cogido? —preguntó Simon con una voz ruda, como si el que hubiera pasado ese infierno hubiera sido él.

Maddie se decidió por fin a entrar en la conversación:

—No. Y Kara debe andarse con ojo porque la amenazaron —advirtió con un tono protector.

—¡Vaya, te habías olvidado de mencionar eso! —Simon fulminó a Kara con la mirada.

Un policía vestido de paisano interrumpió la conversación. Era un joven rubio y educado, que se había presentado como agente Harris. Colocó varios papeles delante de Kara y de Maddie, y les preguntó con amabilidad:

—¿Pueden leer los informes y avisarme si desean añadir algo?

Colocó la mano como quien no quiere la cosa en el respaldo de la silla de Kara y se inclinó por encima de su hombro para examinar el informe con detenimiento.

Simon emitió un sonido gutural y Kara despegó la vista del documento para mirarlo. Pero no la estaba observando a ella. Estaba fulminando con los ojos al agente Harris. Esa mirada amenazante dejó a Kara perpleja.

Por el contrario, como era de esperar, el agente no se sintió nada intimidado.

—¿Es su novio? —preguntó en voz baja; tan baja que Simon no pudo descifrar las palabras.

—Un amigo —musitó enfadada consigo misma por desear que la respuesta hubiera sido un sencillo «sí».

Kara leyó el informe con agilidad; a una velocidad que le permitió acabar rápido, sin saltarse ningún detalle por ir demasiado deprisa. Cuando terminó con el papeleo, se puso de pie para estirar la espalda, pero empezó a marearse.

—¡Cuidado! —El policía la cogió del brazo al ver que se balanceaba ligeramente—. Ha tenido un día muy duro —comentó afable. Sacó dos tarjetas de visita del bolsillo y entregó una a Kara y otra a Maddie—. Mi tarjeta. Pueden llamarme a cualquier hora. He apuntado también mi número de móvil por si lo necesitan.

—¿Es estrictamente necesario? —gruñó Simon mientras cogía a Kara por la cintura y la acercaba hacia él.

El agente se encogió de hombros.

—Sí. Lo es. La han amenazado. Es importante que estas señoritas puedan localizarme a cualquier hora.

—Muchas gracias, agente. Ha sido muy amable. —Sonriendo, Kara le estrechó la mano.

Maddie hizo lo mismo antes de salir con la pareja del edificio.

Kara respiró hondo para llenar los pulmones de aire fresco y regenerador. «Es un bonito día para vivir», pensó alegrándose por el mero hecho de estar sana y salva.

Mientras los tres bajaban por las escaleras que conducían a la calle, Maddie le preguntó a Simon en voz baja:

—¿Por casualidad no serás familia de Sam Hudson? Ya sé que el apellido es bastante común por aquí, pero me ha venido a la cabeza.

Simon se detuvo al llegar a la acera y miró a Maddie sorprendido:

—Sí… Es mi hermano. ¿Por qué lo preguntas? ¿Lo conoces?

Maddie frunció el ceño:

—¡Madre mía! —resopló—. Eh…, sí…, lo conocía. Fue hace mucho tiempo.

—¿Erais amigos? —preguntó Simon con curiosidad antes de mirarla expectante.

—¡No! ¡La verdad es que no! —zanjó ella con brusquedad, mientras se ponía tan roja como el color del pelo.

—Ah… Ya lo pillo —repuso Simon. No parecía dispuesto a dejar el tema y añadió—: ¿Tuviste una mala experiencia con mi hermano?

—Es una auténtica víbora.

Maddie se apartó los rizos de la cara. Se había levantado viento y el pelo le invadía el rostro en forma de espirales errantes.

La sonora carcajada que soltó Simon sobresaltó a Kara.

—Créeme. No eres la primera mujer que lo piensa. Lo siento.

—No es culpa tuya que tu hermano sea un reptil asqueroso. Espero que al menos en eso no os parezcáis —repuso con cierto nerviosismo—. Cuida de Kara.

—Será un placer hacerlo, Maddie —respondió con desenvoltura mientras le ofrecía la mano que le quedaba libre—. Aunque las circunstancias no hayan sido las más apropiadas, me alegro de haberte conocido.

—Yo también. Supongo. —Le estrechó la mano de mala gana—. Sé que no debo juzgarte por los actos de tu hermano, pero odio cualquier cosa que me recuerde a Sam Hudson. —Soltó la mano de Simon y abrazó a Kara—. Cuídate. Te llamo. No hagas ninguna tontería —le advirtió con un suspiro contundente que solo Kara pudo oír.

Kara se entregó a los brazos de Maddie y la abrazó con fuerza, perfectamente consciente del peligro que habían corrido las dos y de lo fácil que habría sido que las cosas hubieran salido de otro modo. Quería a su amiga a rabiar. Aunque a veces tuviera malas pulgas, en el fondo era un cachito de pan.

—Y tú también. Hablamos pronto.

Simon la reclamó cogiéndola de la cintura y guiándola hacia su coche mientras Maddie cruzaba el aparcamiento para dirigirse al suyo.

Dios mío, ¡menudo día!

Estaba tan agotada, tan alterada y tan inmersa en sus pensamientos que ni siquiera rechistó cuando Simon la llevó hasta su prohibitivo Veyron y la hizo pasar al asiento del copiloto mientras él se sentaba al volante.

Permanecieron en silencio, sumidos en sus pensamientos, durante todo el trayecto.