Capítulo
6

Simon era consciente de que, poco a poco y de manera discreta, estaba empezando a perder los papeles. Se le iba la cabeza adonde no se le debería ir y había tenido que hacer horas extras varios días simplemente porque no podía dejar de pensar en que Kara estaba aquí, en su casa, arrastrándolo hacia la locura.

«Si no me la tiro pronto, me voy a volver loco».

Se alegró de que Kara fuera por delante, pues así no podría ver lo empalmado que estaba. Mientras la seguía a la cocina, se quedó contemplando el balanceo de sus caderas bajo los vaqueros que le marcaban el trasero. Su cuerpo emanaba un fresco aroma seductor y, loco por esa fragancia, la inhaló como haría un hombre privado de oxígeno. Percibía su olor en todos los sitios, hasta en el dormitorio. Tenía la sensación de que el aroma de Kara se aferraba a cada centímetro de su casa para recordarle su presencia. ¡Como si pudiera olvidarla! ¿Qué tendría esta mujer que le fascinaba tanto? Era evidente que ella no se había propuesto resultarle irresistible: apenas se maquillaba y, por ahora, solo la había visto en vaqueros —excepto aquella noche que casi se le para el corazón cuando Kara apareció con una minifalda y un jersey ajustado—, pero lo tenía completamente cautivado.

—¿Cómo es que no tienes novio? —le preguntó con curiosidad—. ¿No hubiera sido más fácil hacer la carrera teniendo un hombre en tu vida?

Habían llegado a la cocina y Kara estaba sacando lechuga, pimientos y otras verduras de la nevera.

—¿Me ayudas a hacer una ensalada? Voy a preparar unos filetes al horno. —Sacó carne de la nevera antes de añadir—: ¿Para qué iba a querer un novio mientras estoy estudiando?

Kara le dedicó una mirada de perplejidad antes de colocar en la encimera una tabla de cortar y darle un cuchillo.

—Para tener a alguien que te eche una mano —respondió mientras lavaba las verduras—. ¿No te hubiera resultado más fácil?

Simon comenzó a cortar las hortalizas de una forma peculiar y casi se rebanó un dedo. Obviamente cocinar no era una de sus virtudes. Kara rio y respondió:

—Mi experiencia me dice que los novios no son de gran ayuda.

Aunque parecía estar pasándoselo bien, Simon advirtió en su voz que aún estaba dolida.

—¿Tuviste una mala experiencia?

—Sí.

—¿Qué ocurrió?

Colocó los filetes en la parrilla del horno y empujó a Simon para poder abrir la nevera. Sacó una cerveza, le quitó la chapa y se la dio, invitándolo a que se sentara junto a la isla de la cocina.

—Ya lo corto yo. Si sigues así, te amputarás un dedo o dos.

Simon frunció el ceño mientras se sentaba y se quedó contemplando a Kara cortar y trocear las verduras como una auténtica profesional.

—Bueno, entonces, ¿qué ocurrió?

Kara suspiró antes de decidirse a contar la historia:

—Salí cinco años con Chris. Pensaba que acabaríamos casándonos, pero, por desgracia, un día salí antes del trabajo y al llegar a casa lo pillé en la cama con la persona que yo creía que era mi mejor amiga.

«¿Ese tío está zumbado? ¿Se acostaba con Kara todas las noches y quería tirarse a otra?».

—Menudo imbécil.

—No estábamos hechos el uno para el otro. Menos mal que al menos no nos habíamos casado.

—Aún estás dolida.

Kara se encogió de hombros.

—Ocurrió hace mucho tiempo.

—¡Menudo cabrón! —Simon no pudo reprimirse más, le habían entrado ganas de pegar una paliza al gilipollas ese.

—¿Y tú?

Le lanzó una mirada mientras echaba los trocitos de pimiento verde en la ensaladera.

—¿Yo?

—¿Tienes novia? Me da apuro estar complicándote la vida, o sea, que el hecho de que yo viva aquí te esté complicando la vida —comentó sin mirarlo mientras se ponía a cortar los tomates.

Simon se encogió de hombros.

—Nunca he tenido.

Kara soltó el cuchillo asombrada y se quedó mirándolo boquiabierta.

—¿En serio?

Simon no mencionó a la única mujer que, cuando tenía dieciséis años, le había cambiado la vida para siempre. Llevaba años sin pronunciar su nombre ni hablar de ella con nadie.

—En serio. No soy muy sociable. El ligón profesional es Sam. Es el guapo de la familia —respondió secamente antes de pegarle un trago a la cerveza.

Kara murmuró algo inaudible.

—¿Qué has dicho? —preguntó Simon sin entender por qué se estaba poniendo roja como un tomate.

—He dicho que tú eres más guapo.

A Simon se le resbaló la cerveza de las manos, pero logró cogerla justo antes de que se le cayera en el regazo.

—¿Has visto a Sam?

Kara se fue al comedor a llevar la ensaladera y gritó desde el pasillo:

—¡Claro! Tienes fotos de Helen y de él por toda la casa.

Se quedó con la boca abierta y esperó a que volviera a echarle un ojo a los filetes para contestar con brusquedad:

—En ese caso sabes que lo que dices no es cierto.

—Para mi gusto sí —insistió con tozudez—. Pero que no se te suba a la cabeza.

Simon sonrió. Kara era la única persona capaz de hacerle un cumplido y bajarle los humos de inmediato. Aun así, no se creía que de verdad le pareciera atractivo.

—¿Qué hay de mis cicatrices? Sam es rubio con los ojos verdes, parece una estrella de Hollywood. A las mujeres les encanta.

A las mujeres les encantaba Sam… y a Sam le encantaban las mujeres. ¡Todas! Seducía a mujeres de todas las edades. Lo malo es que esa adoración se esfumaba poco después de que empezaran a salir.

—Supongo que me gustan más los hombres morenos, altos y gruñones —le dijo como si nada mientras sacaba los filetes del horno.

Simon se puso una manopla y esbozó una sonrisa cada vez mayor mientras le quitaba la bandeja a Kara y servía los filetes en sendos platos. La miró con los ojos entrecerrados tratando de averiguar si le estaba tirando los tejos. No tenía ni la menor idea. Quizá solo estaba siendo simpática. Al fin y al cabo, ni siquiera conocía a Sam y estaba viviendo en su casa. En cualquier caso, el comentario de Kara le hizo sentirse arropado, especial. Nadie que lo hubiera comparado con Sam lo había considerado guapo, excepto quizá su madre. Las mujeres que se acostaban con él lo hacían por motivos económicos; se trataba de un acuerdo mutuo que le había convenido… ¡hasta ahora!

Con Kara era otra historia. Su instinto le advertía de que llegar con ella a un trato similar lo mataría por dentro.

Cuando se sentaron a la mesa del comedor, Simon se acordó de que tenía que darle una cosa.

—Tengo algo para ti.

Casi suelta una carcajada al ver la reacción de ella, que frunció el ceño, negó con la cabeza y respondió:

—Simon, no voy a aceptar nada más. Ya has hecho bastante por mí. Demasiado.

Aunque a él no le parecía que hubiera hecho bastante, se limitó a replicar:

—Esto sí lo aceptarás.

—Que no.

Madre mía, ¡se moría de la risa cuando se ponía tan cabezota! Echó la silla hacia atrás y se metió la mano en el bolsillo delantero de los vaqueros. Extendió la mano pero, como Kara seguía negando con la cabeza con obstinación, dejó el objeto sobre la mesa.

—Dios mío… —susurró Kara con una voz llena de asombro y deleite. Cogió el anillo con dedos temblorosos y se lo puso despacio—. ¡El anillo de mi madre! Pensé que no volvería a verlo. ¿Dónde lo has encontrado?

—En una casa de empeños —respondió satisfecho de haber hecho que sus empleados rastrearan la zona hasta encontrarlo—. Sabía que era la única cosa que te había entristecido perder.

—No tiene mucho valor, pero para mí significa mucho. Es lo único que tengo de mi madre. —Estaba tan emocionada que se le quebró la voz.

Simon no le confesaría jamás que su compañera de piso tan solo había sacado un par de dólares a cambio de la sortija que ahora llevaba en el dedo. Era un anillo en forma de mariposa con una diminuta amatista en el centro. Tenía muy poco valor, pero Simon sabía que a Kara le dolía haberlo perdido.

—Me alegra que lo hayamos encontrado.

Simon ni la vio venir. Kara se levantó de la silla de un brinco, posó su apetecible trasero en su regazo y le rodeó el cuello con los brazos. La sujetó por la cintura para que no se cayera mientras ella lo cubría de besos: en la cara, en el pelo…, en lo que se le pusiera por delante. Simon sentía la emoción que irradiaba su cuerpo, la dicha que emanaba de cada poro de su piel.

—Gracias, Simon. ¡Eres el hombre más maravilloso del mundo!

¡Santo Dios! Le encantaba que estuviera tan emocionada, le extasiaba haberle hecho tan feliz, pero como no dejara de rozar su irresistible trasero contra su regazo y sus voluminosos senos contra su pecho, se acabaría corriendo con los pantalones puestos. Al oler su aroma le entraban ganas de devorarla. Hasta el último centímetro.

—Creo que me merezco un beso de verdad. Te dije que esto sí lo aceptarías —susurró con una voz sensual.

Kara lo peinó con los dedos y lo tiró del pelo obligándolo a inclinar la cabeza hasta que sus miradas se cruzaron. El corazón de Simon se quedó parado un instante al ver la pasión y el anhelo que transmitía la refulgente mirada de Kara.

A medida que acercaba su boca a la de él Kara fue cerrando los párpados despacio. Simon también cerró los ojos antes de posarle una mano en la nuca. Suspiró al acariciar la suavidad sedosa de su oscura melena. Kara sabía a feminidad, sabía a exigencia, y Simon respondió con un deseo irrefrenable que lo arrastró hasta el límite. Ella jugueteaba con su lengua y le daba mordisquitos en los labios, que lo hacían desearla aún más, necesitarla más. Él le empujó la cabeza para comerle la boca, quería sumergirse en ella y explorar cada centímetro de esa dulce caverna. Deslizó la mano de la cadera al trasero para rozarse con cada milímetro de su cuerpo y, mientras sus lenguas se cataban y se batían en duelo, jadeó dentro de la boca de Kara.

Se mostraba tan fogosa, tan eufórica que Simon se olvidó del mundo por un momento y se perdió en aquel cuerpo femenino sin preocuparse por encontrar el camino de regreso. «Kara, Kara…». El eco de su nombre le golpeaba el cráneo mientras se empeñaba en devorarla, en hacerla suya. Cegado por un deseo salvaje de poseerla, metía y sacaba la lengua de su boca y la deslizaba sensualmente por la lengua de ella.

Kara se retiró jadeando, enterró el rostro en el cuello de Simon y empezó a lamerlo y a mordisquearlo. Simon sentía su cálido aliento en el oído.

—Kara, no soy un santo.

¡Joder, no podría seguir así mucho tiempo! Tenía la polla dura como una roca y todos sus instintos le gritaban que se lanzara a por ella.

—Te deseo, Simon. Desesperadamente.

Simon gimió al oír aquella voz entrecortada y sensual. Le estaba pidiendo que se la follara y él se moría por penetrarla. Pero aun así…

—No lo hagas para demostrar tu gratitud —gruñó.

Kara se apartó para mirarlo a los ojos con una expresión que reflejaba el ardiente deseo que sentía.

—Jamás haría eso por gratitud. Estoy harta de tratar de frenar la atracción que hay entre nosotros. Quiero mi noche. La noche que me ofreciste.

Una noche. El corazón de Simon comenzó a latir con gran estruendo.

—¿Sumisión absoluta?

—No estoy segura de lo que significa…, pero sí…, sumisión absoluta. Sé que jamás me harías daño.

Simon estuvo tentado de ponerse de rodillas ante aquella muestra de confianza. Kara no sabía a lo que se enfrentaba, pero lo deseaba lo suficiente como para aceptar sus condiciones. Se acercó a la oreja de Kara para susurrarle con sensualidad:

—Significa que necesito tener el control. Quiero atarte a mi cama, vendarte los ojos y follarte hasta que nos quedemos sin aliento.

Kara se estremeció, pero aun así respondió con dulzura:

—Entonces, hazlo. Llévame a la cama.

No podía creer que Kara estuviera entre sus brazos y que se mostrara decidida a cumplir su deseo. Se levantó y la llevó a su dormitorio con la esperanza de no despertar del mejor sueño húmedo que había tenido jamás.