Capítulo
5

Durante los siguientes seis días Kara descubrió que convivir con Simon era fácil… siempre y cuando le dejara salirse con la suya. Le daba rabia su actitud autoritaria y las estratagemas que empleaba con el fin de dominar todas las situaciones, pero no podía negar que era un hombre generoso, hasta el punto de que habían tenido varias discusiones y rabietas por todo el dinero que se gastaba en ella: ropa, un portátil, un iPhone, un iPod, un iPad… A Simon le encantaba todo lo que empezara por «i», y compraba todo lo que consideraba esencial para el bienestar de Kara. Ella se había armado de paciencia y había intentado explicarle más de una vez que ya vivía bien antes de tener todas esas cosas, pero Simon se limitaba a responder con gruñidos y no tardaba en aparecer con otro artículo que a él le parecía imprescindible y a ella, innecesario.

La única batalla que Kara había ganado era que no le comprara un coche. Se había negado en redondo y había insistido en que prefería coger el autobús. En realidad, esa batalla tampoco la había ganado, pues la única razón por la que Simon había cedido en esta discusión era que su chófer —un hombre encantador que se llamaba James— la llevaba y la recogía de las clases y las prácticas todos los días. A pesar de que James estaba a disposición de Simon a cualquier hora este iba cada mañana a la oficina en un Bugatti Veyron. La primera vez que Kara vio aquel coche tan elegante y lujoso casi se atraganta. Estaba impresionada porque hasta entonces solo lo había contemplado en fotos, pero Simon se limitó a encogerse de hombros y a comentarle que Sam tenía otro, pero que el de Sam era más nuevo, un dato que parecía irritarle. Kara puso los ojos en blanco y se marchó. En el fondo era como un niño…, solo que tenía más dinero —mucho más dinero— y que sus juguetes eran muchísimo más caros.

El sábado a primera hora Nina —otra empleada de la casa que le había caído bien a Kara desde el primer momento— le trajo ropa nueva. La asistente personal de Simon no venía sola, sino acompañada de una fila de cachas que cargaban con bolsas y más bolsas de ropa que obviamente no habían sacado de un Walmart ni de ningún hipermercado del estilo. Llenaron un vestidor entero con aquellas prendas de diseño que Kara seguramente no se pondría en la vida. Por el amor de Dios, ¡hasta los vaqueros eran de un diseñador de renombre! Todas las prendas le quedaban como un guante. Simon había sacado la ropa manchada de su mochila para ver qué talla tenía. El incidente de la ropa fue el primero de muchos episodios en los que Kara se dio cuenta de que Simon siempre hacía todo a lo grande.

Al ver el dinero que había transferido a su cuenta corriente se negó en redondo. ¿De dónde diablos habría sacado el número de su cuenta? Una vez más Simon se limitó a encogerse de hombros y a pedirle que le avisara cuando necesitara financiación adicional. ¿Financiación adicional? ¡Le había hecho una transferencia de cien mil dólares! Cuando Kara consultó el remanente de su cuenta casi le da un paro cardiaco. Hasta ese momento su saldo solía ocupar un solo dígito y, de pronto, aquella cuenta se había convertido en una fuente inagotable de dinero. ¿Cómo iba a gastar nadie tanta pasta en unos pocos meses? Kara intentó devolverle la mayor parte del dinero porque tener tal cantidad en su cuenta la abrumaba un poco y sus necesidades, que eran muy básicas, ya estaban más que cubiertas gracias a su particular rey mago. Simon masculló algún juramento, murmuró algo de que era una cabezota e hizo caso omiso de su petición. Ella acabó poniendo el grito en el cielo y marchándose resignada, cuchicheando algo sobre un hombre arrogante y terco. Al salir de la habitación oyó una risita sofocada, pero se resistió a echar la vista atrás para comprobar si Simon estaba sonriendo.

En realidad le alegraba que por lo menos se lo pasara bien con ella, porque era incapaz de encontrar algo en lo que echarle una mano, y la mayor parte del tiempo se sentía culpable por aprovecharse de su generosidad.

Como las limpiadoras venían una vez a la semana, lo único que podía hacer Kara era cocinar y disponía de tiempo de sobra para realizar esa tarea. Aunque preparar platos y postres era prácticamente lo único en lo que podía ayudar, cada vez que le hacía la cena Simon reaccionaba como si hubiera llevado a cabo un gran esfuerzo equiparable a salvarle la vida. Al parecer él jamás cocinaba y, cuando estaba en casa, sobrevivía a base de sándwiches, pues nunca había querido contratar a un cocinero a tiempo completo. Nina se ocupaba de comprar la comida, una tarea de la que ahora, para gran alivio de su asistente personal, se encargaba Kara. Nina estaba harta de recibir semana tras semana la misma lista de la compra, que limitaba la dieta de Simon a comidas preparadas y bocadillos. La diminuta mujer, que debía rondar los sesenta años pero que se conservaba muy bien, había exclamado entusiasmada «¡Aleluya, por fin, comerá como Dios manda!», y le había entregado a Kara la lista de la compra.

Cuando Kara terminó de estudiar, cerró el libro de enfermería, se tumbó sobre el colchón y se dejó rodar por la gigantesca cama del cuarto de invitados hasta que se quedó mirando al techo.

Pensó que debería preguntar a Simon qué le apetecía para cenar, aunque ya sabía su respuesta: «Lo que sea mientras no haya que cocinar».

Simon solía pasar las mañanas en la oficina y las tardes en la sala de informática que tenía instalada en el piso superior. El dúplex era tan grande que Kara se preguntaba si algún día sabría llegar de una estancia a otra sin perderse.

Se levantó de un brinco de la cama y, al pasar por el elegante salón, se quedó contemplando la vista que le ofrecía el gran ventanal. El ático era el piso más grande de todo el edificio y desde allí se veía la ciudad en su máximo esplendor. Todas y cada una de las luces de Tampa parecían rendirse a los pies de Kara. Qué maravilla poder disfrutar cada noche de esa espléndida vista. Ojalá Simon reservara algún momento para hacerlo, pero parecía estar obsesionado con algún proyecto, pues solo salía de la sala de informática para cenar y no tardaba en volver a toda prisa a sentarse frente al ordenador.

Kara temía que la estuviera evitando y la idea de que quizá se estuviera ocultando en su propia casa la hacía sentirse culpable. No habían vuelto a mencionar lo que había ocurrido en la cocina hacía seis días. Guardaban cierta distancia, se trataban con cortesía y mantenían conversaciones triviales durante la cena.

Mientras subía la escalera negra de caracol, admitió para sí misma que en el fondo lo que quería era pasar más tiempo con él. Como había estado tan ocupada entre el trabajo y los estudios nunca se había sentido sola, pero, ahora que tenía tanto tiempo libre por las tardes y que, cuando terminaba de estudiar, lo único que podía hacer era leer o ver el gigantesco televisor de Simon, todo había cambiado. Tener tiempo para uno mismo estaba muy bien, aunque cada noche que pasaba allí se sentía más sola. Al menos antes tenía la compañía de clientes y empleados.

Al llegar al final de la escalera giró hacia la izquierda en dirección a la sala de informática. «¿De qué me quejo?», se preguntó enfadada consigo misma. Tenía a su alcance todo tipo de lujos, todo lo que pudiera necesitar, vivía en una casa de ensueño y el dinero había dejado de ser una preocupación, pero, a pesar de que ya debería bastarle con tener un techo y un sinfín de comida que llevarse a la boca, se lamentaba porque quería que Simon le hiciera más caso.

Se detuvo un momento frente a la puerta antes de dar un golpecito.

—Adelante.

Sonrío ante aquella respuesta abrupta y distraída. Era obvio que Simon estaba enfrascado en algún proyecto.

Normalmente se limitaba a asomar la cabeza, pero esta vez no pudo reprimir la curiosidad, así que entró en la sala y cerró la puerta tras de sí. ¡Había ordenadores por todos lados! Simon se movía de uno a otro con agilidad gracias a una silla con ruedas y un plástico que cubría el suelo. Los pies de Kara avanzaron por la aterciopelada alfombra hasta pisar el plástico. Echó un vistazo a las pantallas y se quedó boquiabierta al reconocer la imagen que mostraba la pantalla más grande. Entrecerró los ojos para ver mejor y preguntó sin levantar la voz:

—¿Eso es Myth World?

Levantó la cabeza sorprendido y la miró a los ojos.

—¡Sí! ¿Lo conoces?

—¿Que si lo conozco? Juego en el nivel experto —respondió ligeramente ofendida porque Simon pensara que no conocía un juego tan famoso—. Lydia lo tenía y me enganché en cuanto eché la primera partida.

Le encantaba ese juego y siempre que podía, aunque fuera a altas horas de la madrugada, sacaba un rato para sentarse frente al ordenador de Lydia. Era el único capricho que se permitía. No podía resistir la tentación de dejarse transportar a otro mundo, de averiguar sus secretos y pelear con criaturas mitológicas.

Los labios de Simon empezaron a curvarse hasta dibujar una sonrisa de oreja a oreja que hizo que a Kara se le parara el corazón. Era la primera vez que veía una sonrisa sincera y radiante en su rostro. Simon se deslizó con la silla hasta la pantalla en la que aparecían las criaturas que Kara había reconocido y respondió:

—Es mío. Este es Myth World II.

—¡Dios mío! A ver.

Kara estaba tan emocionada que se puso delante de Simon. Llevaba una semana sin ver el juego original y tenía ante sus ojos el nuevo. No podía creer que estuviera justo aquí, en la casa en la que vivía.

—¿Está terminado? ¿Puedo jugar? ¡Echo tanto de menos esa vía de escape!

—Es la demo. Aún no ha salido al mercado. Si quieres, puedes probarlo —respondió Simon con un tono indulgente y aniñado.

Tocó varias teclas antes de ponerse de pie y dejarle la silla a Kara, que se sentó extasiada con la novedad del juego.

Se parecía al anterior y a la vez no tenía nada que ver. Kara se mordió el labio mientras trataba de averiguar los misterios del juego.

—Lo has puesto más difícil —le acusó entre risas.

—¿El primero te pareció fácil? —preguntó Simon animado.

—No. Pero tampoco era tan difícil —respondió con los ojos pegados a la pantalla.

—Sí que lo era. Lo que pasa es que aún no le has cogido el tranquillo. —Mientras examinaba el rostro de Kara preguntó—: ¿Qué es lo que te gusta del juego?

—La estrategia, el reto que supone averiguar secretos, el mundo de fantasía… Es como si te catapultaran a otra dimensión. —Lo miró a los ojos mientras perdía una vida en la pantalla—. Eres un genio, Simon —afirmó con total sinceridad—. No me había dado cuenta de que el juego era de Hudson.

Kara hubiera jurado que Simon estaba sonrojado cuando este giró la cara y respondió con timidez:

—No es más que informática. No tiene nada de emocionante.

Kara apartó las manos del escritorio y las cruzó sobre el regazo mientras le explicaba con gran entusiasmo:

—Es supercreativo, Simon. Obtener un resultado así exige algo más que conocimientos de programación.

—Te los instalaré en tu ordenador —le propuso en voz baja.

—Ni se te ocurra. Si lo haces, seré incapaz de acabar la carrera —bromeó con un tono juguetón y una mirada traviesa.

—Tienes una gran capacidad de autocontrol —comentó decepcionado.

—En absoluto. Con Myth World pierdo completamente el control. ¿Has diseñado más juegos?

—Claro. Un montón.

—¿Podrías instalarlos en el ordenador del estudio? —preguntó con indecisión.

—Puedes subir aquí y jugar en el ordenador de pruebas. —Señaló una esquina en la que había una gran pantalla y una silla—. Tiene todos mis juegos. Bueno, en realidad, tiene prácticamente todos los juegos que se te puedan pasar por la cabeza.

Kara colocó su mano en el pecho con teatralidad y fingió asombro.

—¡Horror de los horrores! ¿Tienes juegos de otra gente en ese ordenador?

Simon se le acercó con una sonrisa pícara.

—A veces tengo que… vigilar a la competencia.

—¿Y son buenos? —Levantó la cabeza para mirarlo a los ojos, entusiasmada con la faceta infantil de Simon.

—Qué va, pero tengo que estar al tanto de lo que sale al mercado —respondió con fingida arrogancia.

Madre mía, cuando se ponía en ese plan a Kara le resultaba irresistible. ¡Bueno, siempre le resultaba irresistible! El aroma masculino con un toque a sándalo la hacía estremecerse. Ese olor cálido e intenso le provocaba un hormigueo por todo el cuerpo.

—Si no te molesta, acepto tu oferta. Estoy acostumbrada a estar ocupada y no me entero de lo que ponen en la tele. A veces me siento un poco sola. Esta casa es tan grande. —¿Por qué le había confesado eso?—. Pero no te enfades cuando la cena no esté preparada a su hora, porque con tus juegos se me pasa el tiempo volando —bromeó imitando un tono de advertencia aunque lo que realmente estaba intentando era quitar hierro a lo que acababa de confesar.

Simon se arrodilló para poner los ojos a la altura de los de ella.

—¿Aquí te sientes sola? —preguntó perplejo mientras sus ojos oscuros la miraban fijamente. Prosiguió con tono de preocupación—: ¿No te gusta vivir aquí?

—Sí, sí… La casa es preciosa, Simon. ¿Cómo no iba a estar feliz? —Tomó aire y trató de explicarse mejor—. Es que estaba acostumbrada a no tener tiempo para pensar, a no tener tiempo para mí. Lleva tiempo acostumbrarse a dejar de vivir a un ritmo frenético.

—Más bien suicida —repuso con cierta crispación—. Ese estilo de vida te estaba matando por dentro, Kara.

—Lo sé. Y de verdad que te agradezco todo lo que estás haciendo por mí. En serio. Lo único que pasa es que mi vida ha cambiado mucho —insistió para que no la tomara por una desagradecida. Joder, si no fuera por su generosidad, ahora mismo estaría en la calle, pero aun así…—. Me resultaría más agradable si pudiera pasar tiempo aquí contigo.

—¿Quieres pasar tiempo conmigo? —preguntó asombrado examinando el rostro de Kara.

—Claro que sí. Pero sé que estás muy liado y pensé que quizá me estabas evitando después…, bueno, después de…

—¿Después de que te dijera que quería follarte? —preguntó sin andarse con rodeos, apresando los ojos de Kara con la mirada.

—Sí —susurró.

La franqueza de Simon la había sorprendido, pero se alegraba de que hubiera sacado el tema a la luz porque era algo que estaba latente y eso le generaba ansiedad.

—No te estaba evitando, Kara. Quiero verte, quiero estar contigo, tanto si te apetece que follemos como si no —afirmó con decisión.

—¿Ah, sí? —preguntó con cierto asombro—. ¿Por qué?

—Yo también me siento solo a veces. Me gusta estar contigo.

Kara respiró hondo tratando de desacelerar el latido de su corazón. «Quiero que me folles. Quiero que me la metas en todas las posturas y que después volvamos a empezar».

Suspiró mientras recorría el cuerpo de Simon con la mirada. Le bastaba imaginar aquel cuerpo dominante y sólido encima de ella, dentro de ella, para perder los estribos. Se moría por tocar el rostro que tenía tan cerca, por acariciar aquella barbilla masculina tan sexy y esa barbita de dos días que ocultaba prácticamente por completo sus cicatrices. Era curioso que aquellas pequeñas cicatrices lo hicieran aún más seductor, más masculino, más irresistible.

«No, Kara. Ni lo pienses. La cena. Has venido para preguntarle qué quiere de cena. Simon Hudson está fuera de tu alcance».

—Ha… había venido para preguntarte qué quieres de cena —logró comentar con voz temblorosa y balbuceante.

Estar tan cerca de Simon estaba empezando a afectarle, su compañía ya no satisfacía sus deseos ni de lejos. Echó la silla hacia atrás, se secó las sudorosas manos en los vaqueros y se levantó nerviosa. No sirvió de mucho. Simon también se puso de pie. Le sacaba una cabeza.

—Te ayudo. He terminado por hoy.

Kara tragó saliva pensando si habría sitio para ambos en la inmensa cocina. Quería estar cerca de él, pero no tanto como para ser incapaz de controlar el deseo que sentía.

—Venga. Vamos a ver qué hacemos de cenar.

Kara avanzó con paso ligero y grandes zancadas hacia la cocina. Estaba feliz porque iban a pasar un rato juntos, pero no tenía claro cómo lidiar con el traidor de su cuerpo ni con su forma de reaccionar ante Simon.

«Sumisión absoluta».

¿A qué se refería exactamente? ¿De verdad quería averiguarlo?