Maddie Reynolds se mordía la uña del pulgar con cara de concentración mientras examinaba el historial médico de un paciente de la clínica. Eran las siete de la tarde y hacía horas que se debería haber ido a casa a descansar, pero había algo en ese caso que le obsesionaba. Tenía que habérsele pasado algo por alto, algo importante. Timmy tenía cinco años, sentía fatiga y falta de energía, y padecía diarrea y vómitos ocasionales. El pobre chiquillo llevaba semanas así, por lo que no podía deberse exclusivamente a un virus. Maddie suspiró y se reclinó en la silla de su despacho, haciendo una mueca porque se había pasado mordiéndose la uña. Tendría que consultar a un pediatra y hacerle más pruebas. Rezó en silencio por que la madre de Timmy acompañara a su hijo en la próxima visita y cerró la carpeta. El chaval no tenía una vida fácil y su madre no es que fuera precisamente un gran apoyo.
—Hola, Madeline.
Una voz grave y sensual que provenía del umbral de su despacho le hizo ponerse de pie de un brinco, lista para pulsar el botón de emergencia que tenía bajo la mesa. La clínica gratuita estaba en un barrio conflictivo y, de hecho, a Kara le había faltado el canto de un duro para que le pegaran un tiro en esa misma habitación.
—No pretendía asustarte.
Maddie sintió que un escalofrío le recorría la columna vertebral. No se debía al miedo, sino a que había reconocido la voz. Entrecerró los ojos para observar el cuerpo que acompañaba a esa voz dulce como el terciopelo y el rostro del hombre que tenía delante.
—¿Cómo has logrado sortear a los seguratas de Simon? ¿Y qué diantres haces aquí?
Sam Hudson se encogió de hombros y entró en el despacho como si fuera suyo. Aunque iba vestido con unos sencillos vaqueros y un jersey de punto trenzado color borgoña, transmitía poder y arrogancia; los llevaba sobre sus anchos hombros como si fueran una elegante capa.
—También son mis seguratas, encanto. Forman parte de la plantilla de Hudson Corporation. ¿Qué otra cosa iban a hacer más que dejarme pasar saludándome amablemente?
«¡Menudo arrogante está hecho este capullo!». A Maddie se le aceleró el pulso y le empezaron a sudar las manos. Se las secó en los vaqueros deseando no haberse duchado ni cambiado de ropa en el diminuto aseo que tenía en la parte trasera de la clínica. Quizá hubiera sido más fácil enfrentarse a Sam vestida con su bata de profesional y con el pelo recogido en un moño recatado. Se metió por detrás de la oreja un ensortijado tirabuzón color fuego y estiró la espalda para parecer más alta de lo que era; metro sesenta.
—¿Qué quieres, Sam? Este barrio te queda bastante a desmano. Y no creo que te hagan falta los servicios de una prostituta —le espetó con voz crispada.
¡Maldita sea! ¿Por qué no podía comportarse con indiferencia? Desde aquel terrible desengaño habían pasado muchas primaveras y ya ni quiera conocía al hombre que tenía delante. Entonces, ¿por qué no lograba tratarlo como a un desconocido?
Se acercó a ella y preguntó con voz grave:
—¿Acaso te molestaría, encanto? ¿Te importaría que me tirara a todas las mujeres de la ciudad?
—¡Ja! Como si no lo hubieras hecho ya. Y deja de llamarme «encanto». Es ridículo. ¿Qué te crees? ¿Que soy un perrito? —respondió Maddie con sarcasmo, pero no pudo controlar sus instintos: se le aceleró el pulso y se le cortó la respiración cuando Sam continuó aproximándose hasta que estuvo tan cerca de ella que pudo oler su cautivador aroma a almizcle y a macho, un olor especiado que la hizo sentirse un poco mareada. Su aroma no había cambiado. Seguía siendo igual de tentador que en aquel tiempo lejano.
—¿Qué haces a estas horas aquí? Mis agentes de seguridad me llamaron para advertirme de que seguías en la clínica a pesar de que ya era de noche. Deberías estar en casa. Este barrio es peligroso de día, así que por la noche ni te cuento —gruñó en voz baja.
—Son los seguratas de Simon —puntualizó ella.
Por muy hermanos que fueran, Maddie no lograba ver el parentesco entre esos dos hombres: Simon era una persona amable que escondía bajo su arisca actitud un corazón de oro mientras que Sam era el diablo en persona; Satán disfrazado de modelo de la revista GQ y con más dinero y poder de los que nadie debería tener. Y menos aún un hombre como Samuel Hudson.
—¿Y si algún canalla lograra esquivar a los seguratas y te encontrara aquí sola y vulnerable? —Se acercó un poco más a ella. Estaba tan cerca que Maddie sentía su cálido aliento en la sien. ¡Dios mío, era tan alto, fuerte y musculoso! Cuando lo conoció, hacía muchos años, Sam trabajaba en la construcción y ese trabajo físico tan duro le había dado a cambio un cuerpo torneado y perfecto. Era curioso que no hubiera cambiado ni un ápice. ¿Cómo diablos lograba mantener ese cuerpazo pasando tantas horas sentado en un despacho? Maddie se echó hacia atrás para tratar de separarse de su intimidatoria presencia, pero se golpeó con el trasero en la mesa y no pudo alejarse ni un paso más—. Alguien podría aprovecharse de una mujer sola en un despacho vacío —prosiguió en voz baja y con un tono intimidante.
Maddie estaba arrinconada entre Sam y la mesa, y le empujó en el pecho para hacerse un poco de hueco.
—Aparta. Quítate, Hudson, o te dejo sin descendencia.
Sam posó su fornido muslo sobre el de ella para que no pudiera pegarle un rodillazo en la entrepierna.
—Ese golpe te lo enseñé yo, ¿recuerdas? Jamás reveles tus intenciones al agresor, Madeline.
Estiró el cuello para mirarlo a la cara. Sus ojos verde esmeralda la observaban con atención. Tal y como le había ocurrido hacía años, se quedó embelesada ante su belleza. Siempre le había recordado a algún dios rubio de la antigüedad; un cuerpo y unos rasgos tan perfectos que deberían inmortalizarse en mármol. Sin embargo, aunque tuviera la dureza de esa piedra, en ese momento no mostraba su frialdad, todo lo contrario: su cuerpo transmitía olas de calor y sus ojos abrasadores parecían estar a punto de derretirse.
—Que te follen, Hudson.
Sam trató de reprimir una sonrisa, pero, a pesar de sus esfuerzos, sus labios dibujaron una curva. Le colocó las manos en la espalda para atraer todo su cuerpo hacia él y le susurró al oído:
—Preferiría que lo hicieras tú, encanto. Sería mucho más placentero. Sigues siendo la mujer más guapa que he visto en la vida. Aún más guapa de lo que ya eras hace años.
«Mentiroso. Es un mentiroso empedernido. Si entonces me hubieras deseado tanto, no habrías hecho lo que hiciste».
—Suéltame ahora mismo. Largo de mi despacho.
El muy cerdo estaba tratando de engatusarla. Era intolerable. Ni era guapa ni se parecía en nada a las modelos rubias y flacas como palos con las que paseaba del brazo antes de llevárselas a la cama.
—Primero dame un beso. Demuéstrame que no queda nada entre nosotros —repuso Sam con una voz exigente y ruda, y chispazos de fuego en sus ojos verdes.
—Lo único que queda pendiente entre nosotros es que jamás te has disculpado por lo que hiciste. Te dio absolutamente igual. No.
Maddie no pudo terminar la frase. La boca dura y ardiente de Sam ahogó las palabras amargas sin pedir permiso, exigiéndole que reaccionara. Sus grandes y ágiles manos le recorrieron la espalda y la agarraron del culo para sentarla en la mesa, así facilitaba la tarea de devorarle la boca.
Sam nunca se había limitado a besar; iba más allá, dejaba su huella, su marca. Maddie le gimió en la boca mientras él le metía y le sacaba la lengua, una y otra vez, hasta dejarla sin aliento. Ella se rindió rodeándole el cuello con los brazos y aferrándose a los tirabuzones de seda mientras las yemas de sus dedos se recreaban con tanta suavidad. Le rodeó las caderas con las piernas, pues necesitaba agarrarse a algo para que la oleada de sensualidad no la arrastrara, y dejó que su lengua retara a duelo a la de él. Entonces, sintió la excitación de Sam rozando su acalorada entrepierna y empezó a bambolear las caderas al ritmo al que él le metía lengüetazos.
Sam empezó a gemir mientras metía las manos por debajo de la camiseta y acariciaba con las yemas de los dedos la espalda desnuda.
Maddie se estremeció ahogándose en un mar de deseo, donde una fuerza más potente que su voluntad la arrastraba hacia el fondo.
«Tengo que parar. Debo poner fin a esta situación antes de que se me vaya de las manos».
Echó la cabeza hacia atrás para arrancar la boca de la de él y se quedó jadeando extasiada. Sam la cogió de la cabeza para que la apoyara sobre su palpitante pecho.
—Maddie, Maddie —susurró metiendo la mano entre sus rizos y acariciando apasionadamente el cabello.
«Ay, Dios. No». No podía volver a caer en las garras de Sam Hudson. De ninguna de las maneras.
Lo empujó con fuerza para que se apartara, bajó las piernas y apoyó los pies en el suelo.
—Suéltame.
Sintió que la ira crecía en su interior como una hoguera fuera de control. ¿Cómo se atrevía a utilizarla de esa manera? ¿Qué pasaba? ¿Que estaba aburrido y, como no había otra mujer en el edificio, había venido a jugar con ella? Sam Hudson era un mujeriego que se llevaba a las tías a la cama y que, en cuanto encontraba otro juguete con el que entretenerse, las dejaba tiradas. ¿Es que no tenía conciencia? ¿Se preocupaba por alguien que no fuera él mismo?
A Maddie le entraron ganas de protegerse haciéndose un ovillo. Se sentía avergonzada por haber reaccionado así ante él aun sabiendo que era una auténtica víbora. ¿En qué tipo de mujer la convertía eso?
Sin mirarlo siquiera a la cara se dio media vuelta para salir a toda prisa por la puerta.
—Maddie. Espera —imploró, o más bien exigió, Sam con su ronca voz.
La agarró del brazo y la giró hacia él antes de que pudiera alcanzar la puerta. Maddie lo fulminó con la mirada mientras la ira y el miedo libraban una batalla en su interior.
—No me vuelvas a tocar. En la vida. Ya no soy la chica inocente y bobalicona que conociste una vez y que confió en ti. Me lo he perdonado porque era joven, pero no volveré a caer en esa trampa. Ya no puedo justificar un error semejante con la excusa de la edad.
—Aún me deseas —respondió Sam apasionadamente, recorriendo con la mirada su cuerpo entero antes de detenerse en su rostro.
Lo miró a los ojos y respondió furiosa:
—No, ya no. Puede que mi cuerpo responda ante un hombre atractivo, pero eso tan solo es una reacción sexual, fisiológica. Tú —le espetó golpeándole el pecho— ya no significas nada para mí.
—Estás deseando que te lo haga hasta que te deje sin aliento. Todavía sé cómo hacerte ronronear, gatita —afirmó con arrogancia dibujando una presuntuosa sonrisa de satisfacción en su atractivo rostro.
Maddie se encogió de hombros tratando de reprimir las ganas de borrarle la sonrisa de una bofetada.
—La verdad es que no lo sé…, porque nunca nos hemos acostado y nunca lo haremos.
En cuestión de segundos se zafó de su brazo, se fue del despacho, cogió la chaqueta del perchero que había en recepción y salió de la clínica por la puerta principal sin mirar atrás. Era superior a sus fuerzas. Uno de los agentes de seguridad de Hudson Corporation la escoltó hasta el coche y Maddie arrancó a toda velocidad, como un criminal perseguido por la ley. Lo que más deseaba en ese momento era alejarse todo lo posible de Sam.
Condujo en un estado de turbación absoluta durante el cual su cerebro se limitó a reproducir dos palabras como un disco rayado: «Nunca más. Nunca más».
Sam Hudson avanzó despacio por la recepción de la clínica, absorto en sus pensamientos. ¿Qué diablos acababa de ocurrir? Se había preocupado porque Maddie seguía en la clínica a esas horas y había decidido pasarse un momento a ver si se encontraba bien. Tan solo quería asegurarse de que no había ningún problema. ¡Maldita sea! ¿Es que no podía ver a esa mujer sin que le entrara una necesidad irrefrenable de poseerla, de lograr que ella lo deseara tanto como él la deseaba a ella? «Nunca has superado esa relación y seguramente no lo logres jamás. Ha sido tu obsesión durante años. Se te metió bajo la piel como una astilla que no hay quien la vuelva a sacar y que produce irritación y molestia de por vida».
Al salir a la calle, cerró la puerta principal a sus espaldas y, mirando a uno de los agentes de seguridad, ordenó:
—Cierra con llave.
El hombre asintió con la cabeza.
—Sí, señor. Espero que su encuentro con la doctora Reynolds fuera satisfactorio.
Sam se rio de sí mismo soltando una carcajada sin gracia:
—Sí. Ha sido muy revelador.
Saludó con la mano al resto de escoltas mientras se dirigía hacia el coche.
Sí. «El encuentro ha sido un gran éxito», pensó apesadumbrado mientras entraba en el Bugatti.
«Jamás te has disculpado por lo que hiciste».
Las palabras de Maddie lo atormentaban y se dio cuenta de que posiblemente lo torturarían para siempre.
Frustrado, Sam pegó un puñetazo al volante. No. Nunca le había pedido perdón. Aunque tampoco Maddie le había dado la oportunidad. En cualquier caso, se lo debería haber pedido, debería haber encontrado el modo de disculparse. En aquella época no tuvo ocasión y ahora acababa de malgastar su segunda oportunidad.
¿Qué tenía Maddie que le hacía perder la cabeza?
«Te estás comportando como un gilipollas porque a ella ya no le importas y eso te reconcome por dentro. Si logras seducirla, puede que logres que te entregue su cuerpo…, pero jamás te dará su corazón. Eso no volverá a suceder».
Hubo una época, hacía muchos años, en la que Maddie lo adoraba, en la que sus ojos reflejaban la admiración que sentía por él; pero una sandez, un incidente estúpido, había bastado para borrar para siempre esa mirada de sus preciosos ojos.
Apoyó la frente en el volante y cerró los párpados recordando vivamente a la Maddie que un día lo miró con afecto y respeto a pesar de que en aquella época no tenía dónde caerse muerto. Resultaba irónico que, ahora que se había convertido en uno de los hombres más ricos del mundo, lo mirara como si fuera un insecto que debe ser pisoteado o un roedor que hay que exterminar.
«Volverás a verla. En la boda de Simon y Kara tendrá que hablar contigo». El enlace se iba a celebrar en casa de Maddie, así que la pelirroja no tendría elección. Él era el padrino y ella, la dama de honor. Como mínimo, tendría que guardar las formas, y Sam sabía que lo haría. Era una mujer considerada y fiel con sus amigos y dejaría sus sentimientos a un lado para que en la boda de Kara todo fuera como la seda.
«No me afectará cómo me trate o cómo me mire. No volveré a comportarme como un imbécil con ella».
Sam se apoyó en el respaldo suspirando y arrancó el coche preguntándose si no era demasiado tarde para eso. Lo cierto era que los años le habían hecho cambiar y que ya no tenía claro si le gustaba la persona en la que se había convertido.
«Busca a una mujer, alguien que te quite a Maddie de la cabeza».
Se abrochó el cinturón y sacó el coche de la plaza de aparcamiento mientras respiraba hondo y repasaba una lista mental de mujeres disponibles…, pero entonces olió un aroma cautivador, una tentadora fragancia que había impregnado su jersey. Era el aroma de ella. El recordatorio de lo que acababa de ocurrir en la clínica.
—No puedo hacerlo. No puedo estar con otra mujer. Ahora mismo no —se dijo a sí mismo, cabreado por haberla besado.
Después de haberse rozado con las irresistibles curvas de Maddie pensar en pasar la noche con otra mujer no le interesaba lo más mínimo. Sam frenó a la salida del aparcamiento, echó un vistazo al reloj y sonrió cuando decidió girar a la izquierda en lugar de a la derecha, en dirección al piso de Simon. «Ya es hora».
Su hermano lo había llamado hacía rato para informarle de que iba a ser tío y para pedirle un favor, algo insólito en Simon. La verdad es que no había nada en el mundo que Sam no estuviera dispuesto a hacer por su hermano pequeño. En una ocasión no había podido protegerlo y eso no volvería a pasar jamás. Necesitara lo que necesitara, Sam siempre lo apoyaría.
Por suerte, Simon había conocido a Kara. Sam la tenía en un pedestal porque el amor que sentía por su hermano pequeño era incondicional. Gracias a ella Simon era más feliz de lo que había sido en la vida y por eso Sam la adoraba. Su hermano merecía esa felicidad y también que una mujer sintiera tal devoción por él. Por desgracia ver a Simon y a su prometida juntos le hacía pensar en lo vacía que estaba su vida y en lo superficial que era su existencia.
Besar a Maddie y abrazarla después de tantos años había empeorado aún más las cosas. Era como si se le hubiera despertado algo en el fondo de su ser; una sensación que le resultaba a la vez familiar y desconocida. Y que, sin lugar a dudas, lo incomodaba.
«Olvídate de ella. Olvida lo que sentiste al perderte en su suavidad, al oler su aroma y al rozar sus exuberantes curvas y su ávida boca».
Sam empezó a despotricar al darse cuenta de que esa noche la pasaría solo y que tendría que satisfacerse él mismo mientras fantaseaba con Maddie. Y esta vez los recuerdos serían más vividos, más recientes y más reales que nunca.
¡No iba a ser nada fácil!