Simon daba vueltas en la sala de informática como un tigre enjaulado. Sabía que seguramente era un poco exagerado pensar que Kara lo iba a abandonar, pero en ese momento no estaba siendo racional precisamente. Durante un rato se había encontrado mejor, pues su hermano Sam le había hecho entrar en razón, pero después había recibido un mensaje de Kara diciéndole que llegaría a casa más tarde de lo normal, y eso había vuelto a disparar las alarmas y a ponerlo de los nervios. La forma en la que Kara había contestado a sus mensajes —con respuestas de lo más evasivas— no lo había tranquilizado en absoluto. Lo único que le consolaba un poco era que le había enviado un mensaje para decirle que lo quería: «Te quiero muchísimo. No tardaré en volver a casa».
Simon se detuvo para leer de nuevo el mensaje con la esperanza de que lo animara un poco y le quitara los malos rollos de la cabeza. Quizá lo habría logrado si en ese momento no hubiera visto por el rabillo del ojo el maldito acuerdo prenupcial.
«Si esto es lo que quiere, quizá debería firmarlo y santas pascuas. ¿Qué más da? ¿Qué importancia tiene un estúpido trozo de papel?».
Siempre cuidaría de Kara, hubiera contrato de por medio o no.
Simon cogió el acuerdo de la mesa y lo hojeó. Apretó los dientes, cogió un bolígrafo y firmó utilizando más fuerza de la necesaria. Tiró el boli sobre los papeles y masculló:
—¡Hala! Ya está. El mundo no se termina por que haya firmado esa gilipollez. —Él no pensaba dejarla en la vida y removería cielo y tierra para que ella no lo abandonara. Esos asquerosos papeles cogerían polvo en el despacho de algún picapleitos mientras Simon pasaba la vida junto a la mujer que amaba—. Lo único que quiero es que sea feliz —susurró con rabia, esperando que esa firma aliviara la tristeza de Kara.
La forma en que se estaba comportando últimamente lo estaba volviendo loco. A pesar de lo dura que había sido la vida con ella su chica era una persona serena, optimista y positiva, por lo que siempre estaba sonriendo y las pocas veces que no lo hacía Simon lo pasaba fatal. Si lo que necesitaba para quedarse tranquila era un acuerdo prenupcial, firmaría todos los que quisiera. Obviamente no le hacía gracia que Kara tuviera dudas sobre su relación y que se planteara una separación en el futuro, pero haría todo lo que estuviera en su mano para convencerla de que estaba equivocada. Quizá lo único que necesitaba era tiempo. Kara le había dado muchísimas cosas ese último año, pero las más importantes eran su apoyo y su amor incondicional. Si ella era capaz de aguantarlo cuando se ponía gruñón e irascible —y casi siempre sin quejarse—, él podía firmar un absurdo papel.
»Debería haberlo hecho antes —comentó en voz baja, enfadado consigo mismo por haber discutido tanto por un tema tan trivial. Sabía lo mucho que afectaba a Kara la diferencia económica que existía entre ellos. Esperaba que lo superara y que empezara a hacerse a la idea de que todo lo que era suyo también le pertenecía a ella, pero suponía que aún no había llegado ese momento.
—¿El qué?
La aterciopelada voz femenina le rozó con suavidad la espalda como una tela de seda fina. Simon se dio media vuelta y se quedó embelesado contemplando a la mujer que amaba mientras el corazón se le aceleraba.
—Debería haber firmado el documento cuando me lo pediste en lugar de haberte echado la bronca —le explicó con voz ronca mientras sentía la apremiante necesidad de rodear con los brazos aquel uniforme de enfermera color rosa bebé para sentir junto a su piel la cálida suavidad de Kara.
Como llevaba zapatillas de deporte, rodeó la mesa sin hacer ruido y, al coger los papeles, el bolígrafo con el que Simon había firmado los documentos rodó por el escritorio.
—¿Lo has firmado? —parecía sorprendida, atónita.
—Sí. Siento lo que te dije.
Y Simon lo sentía de verdad; más de lo que era capaz de expresar, pues nunca se le habían dado bien los discursos elocuentes ni elegir las palabras adecuadas para Kara. La verdad era que se pasaba la mayor parte del tiempo obsesionado con poseerla o con protegerla. La ternura y las palabras dulces no eran precisamente su punto fuerte.
La mirada de Kara se dirigió a su rostro para examinarlo con detenimiento como quien busca algo.
—¿Por qué? Pensé que no querías.
—Y no quiero. —Se encogió de hombros—. Pero deseo que seas feliz y sé que el tema del dinero te molesta. —La fulminó con una oscura mirada—. Lo he firmado por ti. Pero no me vas a dejar aunque lo haya hecho. En la vida.
Jamás usarían esos papeles ni tendrían importancia alguna. Para Simon aquellos documentos no eran más que una triste forma de malgastar árboles.
Kara esbozó una sonrisa y, sin dejar de mirarlo a los ojos, cogió el acuerdo y lo rompió en dos. Y después otra vez. Y otra vez.
—Tienes razón. No te voy a dejar. Al menos no mientras me ames.
A Simon se le aceleró el pulso y repuso:
—Te amaré mientras me lata el corazón. ¿Por qué lo has hecho? —preguntó contemplando los trocitos de papel desperdigados por la mesa.
—Porque jamás debí permitir que el dinero se interpusiera entre nosotros. Lo siento, Simon. Lo siento de veras. —Se le quebró la voz mientras rodeaba el escritorio para lanzarse a sus brazos.
Simon la abrazó con fuerza y cerró los ojos con alivio, extasiado por tenerla tan cerca. La besó en la sien y en la mejilla, apretándola contra su piel, pero sin llegar a aplastarla.
—No debí decir lo que dije.
—No, soy yo la que te he hecho daño por culpa de mis inseguridades. Nunca has dejado que el dinero sea un problema entre nosotros y yo tampoco debí hacerlo. Tenías razón y yo me he equivocado —masculló apoyada en su pecho.
Simon posó con delicadeza la cabeza de Kara en su hombro para que se apoyara en él con comodidad. «Este es su sitio. Siempre lo será».
—Te quiero. Lo único que deseo es que vuelvas a ser feliz. Estás triste y no me gusta.
Kara se retiró lo justo para poder mirarle a los ojos.
—No estoy triste. Estoy sensible.
—Pues prefiero verte sensible en plan feliz que en plan triste —bramó antes de besarle con cariño la punta de la nariz.
Ella lo cogió de la barbilla con dulzura y respondió:
—Eres un hombre increíble, Simon Hudson. Siempre te estás preocupando por que esté feliz y a salvo. Siempre dispuesto a sacrificarte por mí. Te quiero tanto que a veces me da miedo.
Simon le cogió la mano y se la llevó a los labios para besarle la palma:
—Nunca he sacrificado nada por ti. Te quiero y tú puedes quererme todo lo que quieras. Te aseguro que no me quejaré.
Simon no pudo reprimir una sonrisa al pensar que jamás se cansaría de que le dijera lo mucho que lo amaba aunque lo repitiera cien veces al día. Kara también esbozó una tímida sonrisa:
—Hoy he gastado dinero. Tu dinero. Esto, o sea, nuestro dinero. He decidido que necesito un coche. O quizá un monovolumen. Y quiero una luna de miel larga. ¿Podemos coger el avión?
—Por supuesto. A donde tú quieras. —«Gracias a Dios». Simon sonrió de oreja a oreja mientras preguntaba con picardía—: ¿Te ha dolido?
Kara no tuvo que preguntar a qué se refería. Simon la entendía a la perfección.
—Muchísimo. Empecé buscando en las ofertas, pero no encontraba nada que me gustara, así que fui a los artículos de temporada.
—¡Au, eso duele! —«¡Adoro a esta mujer!»—. ¿Y qué tal fue?
—Bien. La mano solo me tembló un poquito al pasar la tarjeta de débito —admitió con desazón—. Y luego me fui a hacerme la manicura y la pedicura. ¡Nunca me las había hecho! Fue raro, pero quería probarlo.
Simon rio mientras abrazaba a Kara con fuerza. La pobre había tenido poquísimos caprichos en la vida y no había disfrutado de muchas de las cosas que las mujeres hacían a diario sin darle la menor importancia.
—¿Qué has comprado?
—Alguna cosilla, eh, ropa. De talla grande —comentó en voz baja con nerviosismo.
—¿Te propones engordar?
A él no le importaba. Podía tener la talla que quisiera, lo único que ocurriría si metiera más carne a ese cuerpo serrano es que sus curvas serían aún más exuberantes.
—Temporalmente. Es que. ¡No lo soporto más! Será mejor que te lo diga de una vez. —Se retiró para colocarle una mano a cada lado de la cabeza y posó sus ojos pensativos en la mirada aún traviesa de Simon—. Estoy embarazada. Vamos a tener un bebé. Por eso estoy tan sensible. Las hormonas se están apoderando de mi cerebro.
Simon se quedó boquiabierto, con cara de asombro y, con la mirada clavada en los ojos de Kara, empezó a mover la boca sin pronunciar sonido alguno.
«¿Embarazada? ¿Va a tener un bebé?».
Las emociones se le empezaron a agolpar en su interior una tras otra.
Miedo.
Felicidad.
Ansiedad.
Y una sana dosis de necesidad de poseerla.
—¿Cómo? ¿Por qué?
Eran preguntas estúpidas, pero aun así le salieron de la boca, pues en ese momento su cerebro iba más despacio que su corazón.
Kara se echó a llorar, le caían lagrimones por las mejillas mientras se le retorcía la cara de remordimiento.
—Lo siento. Debió de ocurrir cuando estuve enferma. Mi sistema no debió de asimilar la píldora porque me pasaba el día vomitando. Tendría que haber sido más cuidadosa. Sé que ahora mismo no quieres ser padre, pero es que ya adoro a nuestro bebé…
«Nuestro bebé. Nuestro. Un bebé».
Sintiendo que el corazón se le iba a salir del pecho, la abrazó con todas sus fuerzas mientras la mecía con delicadeza.
—Chsss… Todo saldrá bien. Yo, ¡madre mía! ¡Voy a ser padre! —Sintió un torbellino de júbilo en su interior y se le hinchó el corazón de tal modo que tuvo la sensación de que le iba a estallar.
—Lo siento —se lamentó apoyada en su hombro.
—No lo sientas, cariño. No es por tu culpa. ¿Estás preparada para ser madre? —Tartamudeó al final de la frase, pues todavía no se creía que estuviera embarazada de su hijo; un bebé concebido con tanto amor que iba a explotar de orgullo.
—Sí. Estoy loca por tenerlo, pero sé que tú no porque nunca has querido hablar del tema y lo único que has dicho al respecto es que quieres esperar. —Se sorbió la nariz y se acurrucó junto a él.
—No es que no quiera tener un hijo contigo. Es que no quiero que sufras tanto dolor ni que te ocurra nada. Es peligroso. Hay mujeres que mueren en el parto.
No soportaba la idea de que ella sufriera, fuera por la razón que fuera. No se había dado cuenta hasta entonces de que con esa actitud había cortado las alas a Kara, pero es que era incapaz de aceptar que tuviera que aguantar todo ese dolor para tener a su hijo. Se estremeció solo con volver a pensarlo. Las emociones libraron una batalla en su interior, pues, aunque deseaba que fuera la madre de sus hijos con un anhelo tan intenso que lo estaba matando por dentro, la idea de que pudiera ocurrirle algo malo le hacía perder los estribos y volverse completamente loco. Simon quería tenerla siempre protegida y no perderla de vista ni por un instante. Quizá lo lograra. Al menos la mayor parte del tiempo.
—No es peligroso, Simon. Las mujeres dan a luz todos los días. La mayoría de ellas dice que el dolor se te olvida en cuanto estrechas al bebé entre los brazos —dijo esperanzada y con la voz vacilante—. ¿No te importa?
—Sí que me importa, pero en el buen sentido. —Estaba molesto porque no lograba quitarse de la cabeza el dolor que sufriría Kara. Pensaba triplicarle la escolta, le gustara o no. Su chica estaba embarazada y eso la hacía más vulnerable—. Quiero que sea niña. —Una bonita réplica de su madre—. Tenemos que mudarnos a una casa en las afueras para que pueda jugar en el jardín. Y tener un perro. Bueno, lo que sea que la haga feliz. Tenemos que vivir en un barrio en el que haya buenos colegios. Será tan guapa como tú. No dejaré que salga con chicos hasta que tenga por lo menos treinta años.
Frunció el ceño al pensar en un tío poniendo la mano encima a su hija. Levantó la cabeza al oír la risa de Kara, que se había apartado un poco para dedicarle una sonrisa.
—Yo quiero un niño. Un niñito dulce como su papi.
—Niña.
—Niño.
—Niña —bufó él.
Kara suspiró.
—Que esté sano. Saltaré de alegría si nuestro bebé está sano y es feliz. Lo demás me da igual. Lo querremos mucho, sea niño o niña.
Simon sintió tal júbilo en su interior que pensó que no lo podría soportar y, aunque seguía obsesionado con que Kara no sufriera dolor alguno, notó que se le humedecían los ojos.
—Yo también, mi vida. Me encantará tener un niño o una niña. Solo espero que se parezca a ti.
Amaré a ese bebé con locura y le daré todo lo que yo nunca tuve. —«Una infancia estable y feliz. Equilibrio y amor»—. ¿Te encuentras bien? Has dicho que estabas sensible. ¿Estás enferma? Deberíamos ir a ver al médico. ¿Qué más tenemos que hacer? ¿Qué necesitas? Dímelo y te lo traeré —exigió con ansiedad y desesperación mientras un instinto visceral de protegerla le reconcomía por dentro.
Simon necesitaba entender cuanto antes los entresijos del embarazo y así descubrir lo que tenía que hacer Kara para estar como un roble durante ese periodo. ¿Las mujeres no necesitaban cosas cuando estaban encinta? ¿Cosas especiales? Madre mía, no tenía ni puñetera idea de lo que suponía un embarazo, pero necesitaba cambiar eso de inmediato. ¿Cómo iba a proteger a Kara si no tenía ni idea de qué debía hacer para defenderla?
—Necesito tu cuerpazo y un helado gigante —respondió con voz seductora—. Pero antes tengo que pegarme una ducha.
—¿A mí? ¿Me necesitas a mí? ¿Podemos hacerlo?
Las embarazadas podían tener sexo, ¿verdad? Ay, madre, tenía que investigar todo eso cuanto antes.
—Claro que sí. Deberíamos hacerlo sin parar. Estoy cachonda a todas horas. Es por las hormonas —susurró mientras le mordisqueaba el lóbulo de la oreja.
«Ay, Dios». Con Kara era incapaz de controlar sus instintos y la necesidad de penetrarla y de hundirse en su acogedora calidez hizo palpitar todo su ser.
—Deberíamos tener cuidado —respondió con la mente llena de pensamientos eróticos.
El cavernícola que llevaba dentro parecía querer ponerse al mando. «Mi mujer. Embarazada. Mi bebé. Mía. Completamente mía».
—Necesito sexo apasionado. Hacerlo sin parar. Sexo sudoroso y desbocado —comentó Kara con entusiasmo—. Y, ya que me has dejado preñada, espero que satisfagas mis necesidades.
Era cierto. La había dejado preñada. Había plantado su semilla en su interior y esta había echado raíces. Le invadió una satisfacción de macho, de animal.
—¿Cómo de desbocado, exactamente? —Simon se tiró de los vaqueros porque estaba a punto de reventarlos—. ¿Qué podemos hacer?
—Todo lo que se me antoje. Tan solo estoy de cinco semanas. Hay mujeres que durante el primer trimestre están cansadas, tienen náuseas o pierden el apetito sexual, pero yo no. Quiero que nos acostemos por lo menos cinco veces al día. —Kara se rozó con sensualidad contra su cuerpo mientras gemía—. Que no te dé miedo hacer el amor conmigo. No es peligroso. Y te necesito. En todos los sentidos.
En ese momento a Simon le entraron ganas de saciar todas las necesidades de Kara, de ponerle en bandeja todo lo que deseara.
—Yo cuidaré de ti, cariño. Toda la vida. Y tú siempre me contarás todo lo que sientas, ¿vale?
Si lo que deseaba era que la abrazara, que la idolatrara y que estuviera a su lado, lo haría encantado. Puede que su bestia interior estuviera echando fuego por la manera en que Kara seguía frotándose contra su cuerpo, pero las necesidades de ella siempre serían su prioridad.
—Ahora lo que quiero es una ducha. Y un orgasmo. Y helado —respondió zafándose de su abrazo y dirigiéndose hacia la puerta balanceando con sensualidad las caderas.
¿Cómo no iba a actuar como un maniaco posesivo si iba a casarse con la embarazada más sexy del planeta?
—Me apunto. —«Yo y mi cuerpo entero. Se me ha puesto dura como una piedra». Fue tras Kara y, cuando la alcanzó en el rellano, la abrazó por la espalda acariciándole la tripa, que todavía estaba como una tabla, y susurró—: Te quiero. Pídeme lo que quieras y lo tendrás sin que te haga preguntas, sin negarme a nada.
El cuerpo de Kara se relajó y se apoyó contra el de él.
—¡Ya te lo he pedido! —Se echó a reír y entrelazó los dedos con los de él, que seguían protegiéndole el vientre—. Lo único que deseo es a ti. Estoy muy caprichosa. Ahora mismo soy otra persona. No te tomes nada de lo que digo o hago como algo personal. No es por ti. Es por las hormonas. Se están comiendo mi cerebro.
—Ponte caprichosa. Ponte gruñona. Ni siquiera te pediré que no llores. —Bueno, al menos lo intentaría. Esperaba que no le diera por llorar, porque, en tal caso, para cuando naciera el bebé Simon estaría hecho un asco—. Pero no me pidas que no me preocupe, que no trate de protegerte ni que no me raye con tu felicidad o tu seguridad. No puedo evitarlo —refunfuñó apretándole los dedos.
—¿No te pondrás mandón?
Simon tragó saliva.
—No.
Bueno, quizá con menos frecuencia.
—¿Ni exigente?
Eh, podría contenerse, ¿no?
—No.
—¿Dominante? ¿Controlador?
¡Le estaba dando en todos sus puntos débiles!
—Lo intentaré —afirmó con sinceridad.
Kara se echó a reír a mandíbula batiente. Simon llevaba más de dos semanas sin oír semejante carcajada y el cautivador sonido le animó el corazón. Se rio tan fuerte que acabó resoplando.
—Te doy veinticuatro horas. Esa forma de ser la llevas en el ADN. No podrías reprimirla ni un día.
Siguió riéndose mientras avanzaba hacia el dormitorio. A Simon se le quedó la boca seca al ver que Kara se quitaba la parte de arriba del uniforme revelando su suave y fina piel. Él también se rio porque sabía que seguramente tenía razón, pero aun así lo intentaría por todos los medios.
—¡Una semana por lo menos! —gritó con arrogancia.
La risa de Kara cobró fuerza y sonoridad y retumbó por el pasillo hasta llegar en forma de eco a los oídos de Simon, que sonrió de oreja a oreja. Lo conocía demasiado bien.
Moviendo la cabeza, se dirigió a la cocina para servir un helado a su chica.