Simon se paseaba por el patio del lujoso complejo turístico con el ceño fruncido. ¿Estaba a punto de cometer un grave error? ¿Y si le decía que no? Las últimas seis semanas habían sido los días más felices de su vida. ¿De verdad estaba dispuesto a arruinarlo todo?
Se quedó contemplando el agua mientras suspiraba satisfecho reviviendo algunos de esos bellos recuerdos.
«No quiero meter la pata, pero la necesito. Quiero que sea mía».
La necesidad de apoderarse de ella, de demostrarle al mundo que era suya, le superaba.
Miró a la puerta de la suite y sintió un escalofrío. ¡Joder! ¿Por qué le costaba tanto esto? Kara y él lo compartían todo. No había un rincón de su corazón o de su alma que ella no conociera.
Le vibró el móvil en el bolsillo de la chaqueta. Llevaba traje y corbata aunque no estaba en la oficina. Habían ido a Orlando, ni más ni menos que a Disneylandia, para hacer realidad uno de los sueños de Kara. ¡Era increíble que una mujer de Tampa no hubiera ido jamás al Parque Disney!
Es verdad que él tampoco había estado nunca, pero Simon había venido a vivir a Florida cuando ya casi era un adulto.
Llevaba en la mano el último corazón de cartón que le quedaba y apretó el puño hasta que prácticamente se quedó sin circulación y la palma se le puso blanca.
Aún le restaba un deseo. El otro lo había gastado para convencerla de que hicieran un viaje en las vacaciones de primavera. Un mes antes le había dado el corazón de cartón y le había dicho que deseaba llevarla al lugar que ella eligiera de vacaciones.
Sí, es cierto, pensaba que elegiría París, Londres, Asia o incluso África, pero, en lugar de esos destinos, Kara había mascullado que siempre había querido ir a Disneylandia. Teniendo en cuenta que el parque estaba a poco más de una hora en coche y que tenían a su disposición un avión a reacción privado que podía llevarlos a cualquier parte del mundo, la propuesta de Kara había dejado a Simon pasmado.
¡Concedido!
Y la verdad es que se lo habían pasado en grande. Donde más había disfrutado Simon había sido en las atracciones, porque, cuando Kara se asustaba, se lanzaba a sus brazos gritando y riéndose encantada. Esa era la última noche que pasarían en el complejo hotelero y pensaba llevarla a cenar a uno de los mejores restaurantes de Orlando. Ojalá tuvieran algo importante que celebrar.
Sacó el móvil del bolsillo y miró la pantalla:
«Hudson, Samuel».
—¿Qué? —respondió con brusquedad.
—¿Se lo has pedido ya?
A Simon casi le da la risa al percibir cierto nerviosismo en la voz de su hermano. Sam se comportaba como si aquella respuesta le importara tanto como a Simon.
—No. Se está vistiendo. Vamos a salir a cenar.
—Ya ha pasado una semana. ¿A qué esperas?
—¿Y a ti qué te importa?
En realidad Simon sabía de sobra por qué a Sam le importaba tanto: si Kara decía que sí, lo más probable era que Sam volviera a ver a Maddie Reynolds.
—Te hace bien. La necesitas. Y no tengo ganas de soportar tus malas pulgas si te dice que no.
No iba a decirle que no. No podía decirle que no. Si lo hiciera, tendría que convencerla. No aceptaría un no por respuesta.
La puerta de la suite se abrió y Simon perdió todo el interés en la conversación:
—Luego te llamo.
—Pídeselo.
Simon colgó y se guardó el móvil en el bolsillo sin despegar la mirada de la imponente mujer de rojo que esperaba en la puerta de la suite.
«¡Madre mía! Es de ensueño. ¿Me acostumbraré algún día a su belleza?».
Probablemente… no. Daba igual dónde estuviera o qué llevara puesto, en cuanto la veía, le palpitaba el cuerpo entero.
Esa noche llevaba un elegante vestido rojo hasta la rodilla y unos zapatos de tacón a juego. A Simon se le cortó la respiración. Tenía el pelo suelto y la suave brisa del océano le arremolinaba algunos mechones negros.
—Estás preciosa —le dijo con total sinceridad al llegar a su lado y plantarle un beso en los labios.
«Pareces una diosa». Es lo que pensaba todos los días. Cada vez que la veía.
—Gracias. Usted también va muy elegante, señor Hudson. ¿Estamos listos? —le preguntó con una sonrisa de felicidad.
«Yo, sí. Estoy listo para quitarte ese vestido tan sexy y ver qué ropa interior llevas puesta. Después te la arrancaré con los dientes y te follaré hasta que pierdas el sentido».
La tenía dura como una piedra, pero eso no era ninguna novedad. Le pasaba todos los días, cada vez que ella le sonreía. Y también cuando no le sonreía. Y cuando fruncía el ceño. Y cuando discutía. ¡Joder! Su presencia era suficiente para que se empalmara. Y su voz. Y pensar en ella. Maldita sea…, con Kara estaba perdido.
—En un minuto. —La guio para que entrara de nuevo en la suntuosa habitación y cerró la puerta a sus espaldas—. Tengo que hablar contigo.
Su sonrisa se desvaneció y a Simon le entraron ganas de darse a sí mismo una patada en el culo.
—¿Pasa algo? —preguntó preocupada.
—No. —Se puso cómodo en un sofá de cuero y cogió a Kara para que se sentara en su regazo—. Tengo que preguntarte una cosa.
«Hazlo de una vez. No le des más vueltas o te volverás loco».
Abrió el puño para mostrarle el último corazón de cartón que le quedaba.
—No lo malgastes pidiéndome sexo porque contigo estoy totalmente entregada—respondió riendo con suavidad.
La apartó con suavidad del regazo y la dejó caer a su lado. Metió la mano en el bolsillo y sacó una cajita.
Kara lo miró a los ojos, después al corazón de cartón y por último a la cajita. La cogió despacio y levantó la tapa.
—Deseo que te cases conmigo —pidió con su aterciopelada voz, vacilando entre la esperanza y el miedo.
—¡Dios mío, Simon! No me lo esperaba. —Con dedos temblorosos sacó de la cajita de terciopelo el gigantesco diamante engarzado en una alianza de platino—. No sé qué decir.
—Di que sí. Por favor.
«Di que sí o me da un síncope».
Lo miró perpleja:
—¿Quieres casarte conmigo? Pero si ni siquiera me has dicho que me quieres. Pensaba que no estabas preparado. Me has cogido por sorpresa.
¿Cómo era posible que no se lo esperara? Su corazón, su cuerpo y su alma eran suyos desde hacía una eternidad, o eso le parecía a él.
—Te quiero. Te quiero. Te quiero. —Estaba convencido de que ya se lo había dicho—. Es la verdad. No me puedo creer que no te lo haya dicho antes, pero tú ya lo sabías.
Kara le sonrió.
—Lo sabía. Lo que no tenía claro es si estabas preparado para decirlo.
—Estoy de sobra preparado. Eres mía y quiero que sea oficial. —Le dedicó una apasionada mirada con el cuerpo entero en tensión—. Debería haberte dicho que te quiero. De ahora en adelante me aseguraré de decírtelo tan a menudo que acabarás harta de oírlo. Mereces que te lo diga todos los días. Quizá no lo haya verbalizado antes porque las palabras no pueden expresar lo que siento por ti. El amor no es suficientemente intenso, no se puede comparar con lo que siento. Sin embargo, me encanta cuando esas palabras salen de tus labios. Debería haberme dado cuenta de que tú también querías escucharlas. —Suspiró—. Eres mi vida, cariño. Sé mía. Sé mía para siempre.
Kara se abalanzó a sus brazos y Simon la recibió encantado cerrando los ojos con fuerza, consciente de que su mundo entero se encontraba en ese momento en aquella habitación.
—Mío para siempre —le susurró al oído con incredulidad.
Simon se apartó levemente para mirarla a los ojos. Estaba llorando, un río inagotable de lágrimas le recorría las mejillas.
—No llores. No me gusta.
—Lo sé, pero son lágrimas de felicidad.
En cualquier caso estaba llorando y Simon no soportaba verla así. Tomó el anillo de sus dedos temblorosos y le cogió la mano con delicadeza para ponérselo en el dedo anular. El corazón se le aceleró mientras decía:
—Vas a casarte conmigo.
—Tan solo me has hecho una pregunta. —Le dedicó una mirada traviesa—. Aún no he respondido.
—Dime que sí —le advirtió con rudeza—. Dime que te casarás conmigo.
«Responde ya o me dará un ataque al corazón. ¡Dime que sí de una vez!».
Kara le cogió el puño y se lo abrió para recuperar el corazón de cartón. Entonces, lo partió en pedazos y dejó que los trocitos se desperdigaran por el sofá.
—Deseo concedido.
Simon respiró aliviado mientras el corazón le palpitaba con fuerza.
—¿En serio?
—Sí. Me casaré contigo. Yo también te quiero.
—Cuanto antes —exigió él.
—Ya veremos. ¿Esto sí lo negociaremos?
—¡No! —La cogió de la mano y besó el anillo que le acababa de poner en el dedo—. Esta vez no cederé ni un milímetro.
Kara le rodeó el cuello con los brazos y le besó los labios mientras le acariciaba la nuca.
—¿Un poquito?
—No.
Kara le tiró del pelo y lo abrazó con tal pasión y frenesí que Simon acabó gruñendo y jadeando.
—Un poco sí que puedes ceder… —susurró con voz persuasiva.
Simon gimió mientras Kara deslizaba la mano por su pecho y la metía por dentro de los pantalones.
—¿Me estas seduciendo para que dé mi brazo a torcer?
—Puede. ¿Funciona? —repuso con su irresistible voz en plan «fóllame».
—¡Ya te digo! —exclamó abrazándola—. Vale. Llegaremos a un acuerdo, pero ahora no.
Simon se puso de pie levantándola también a ella.
Estaba entregado.
—Ahora no —accedió ella—. Después.
Lo cogió de la corbata y tiró de él, que la siguió encantado hacia el dormitorio.
Quizá estar entregado no era tan malo.
Obviamente, no llegaron al restaurante, sino que varias horas después pidieron servicio de habitaciones. Antes de celebrar su compromiso con una cena en la suite, Simon se dio cuenta de que ceder no siempre era un error y que estar entregado podía ser algo muy muy bueno.