Simon la dejó en la cama con delicadeza. Ella rodó hacia un lado para abrir el cajón de la mesilla y sacar las vendas y las esposas.
—Átame. No me importa —le dijo dándoselas.
«Por favor. Átame y fóllame antes de que me muera de deseo».
Kara había perdido el control de la mente y del cuerpo, y jadeaba extasiada. Como ese cuerpo musculoso y ardiente no la poseyera en cuestión de segundos, se iba a poner a chillar.
La miró confundido.
—¿Quieres que te ate?
—Te quiero a ti. Átame. Desátame. Haz lo que quieras. Me pone cachonda. Tú me pones cachonda. Lo único que deseo es que me folles, tú eliges el modo de hacerlo.
«Madre mía, ya no sé ni lo que digo. Me está volviendo loca».
—Cariño, al cavernícola posesivo que llevo dentro le encantaría tenerte a su merced y hacer que te corrieras como nunca, pero no necesito atarte. —Le quitó los accesorios de las manos y los tiró junto a la cama—. Pero ahora que sé que te pone, lo volveré a hacer otro día. Ahora mismo lo único que necesito es ver cómo te corres y hacerte el amor hasta que ninguno de los dos sea capaz ni de moverse.
Todas las luces estaban encendidas porque no las habían apagado. Simon tenía una expresión agresiva a la par que tierna y, curiosamente, plácida. Kara respiró hondo con el cuerpo tembloroso y el sexo empapado, listo para recibirlo. Se sintió embriagada cuando Simon se tumbó sobre ella y la seda de sus bóxers recién estrenados rozó los pliegues de su sexo. Abrió las piernas para darle la bienvenida y gimió al sentir su erección dura como una roca contra su monte de Venus, estimulándole el clítoris, que antes de eso ya estaba más que excitado.
Se aferró a él como si tuviera miedo de que se escapara. Necesitaba confirmar de algún modo que era real y que era suyo. Nunca había sido posesiva ni obsesiva, pero Simon era un hombre tan increíble, tan maravilloso, que casi parecía imposible que existiera y que además fuera de ella. A veces parecía un sueño, un sueño maravilloso que convertía su ordinaria existencia en algo extraordinario.
—Relájate, princesa —le susurró Simon al oído, y su cálido aliento le hizo estremecer.
Relajó los brazos y le rodeó el cuello con ellos, tratando de controlar ese instinto visceral de aferrarse a él, de mantenerlo siempre cerca.
—Lo siento. Creo que estoy un poco desesperada.
No tenía pensado decirle eso porque resultaba lamentable, pero era la verdad. Aunque sentía una sobrecarga de emociones, su cuerpo insaciable le pedía más.
La boca entreabierta de Simon recorrió su cuello con besos cálidos:
—No más de lo que estoy yo. Cada vez que oigo tu voz, que te veo o que hablo contigo, siento la necesidad de acercarme más a ti. Es más, me basta con pensar en ti para sentirme así. —Le rozó los labios con la lengua, perfilando el contorno de su boca—. Quiero penetrarte y que nuestros cuerpos se fundan de tal manera que no podamos volver a separarnos jamás.
«Ha dado en el clavo. Yo me siento igual».
Esta vez acercó su boca a la de ella sin más juegos ni seducción. La acosó, la asaltó y la saqueó con los labios y la lengua, y ella se abrió para él como una flor ante los rayos del sol. Kara gimió porque aquellos besos saciaban una ínfima parte de su deseo, y levantó las caderas como por reflejo esperando que otras partes del cuerpo la rozaran, pues necesitaba aliviar de algún modo la tremenda excitación que sentía.
Arrancó la boca de la de ella y con la voz entrecortada exclamó:
—Eres un gustazo. ¡Me pones a cien!
Le apartó los brazos del cuello y, agarrándola por las muñecas, se las colocó a ambos lados de la cintura. Ella trató de retorcerse, pero la estaba sujetando tan fuerte que no podía moverse. Fue lamiéndola y besándole el escote hasta llegar a los pechos. Al no lograr satisfacer su intenso deseo a Kara le entraron ganas de ponerse a gritar.
No era delicado, y ella no quería que lo fuera. Sus pechos tenían la sensibilidad a flor de piel y sintió placer a la par que dolor cuando tiró de un pezón con su ardiente boca, utilizando los dientes y la lengua.
«Placer y dolor».
—¡Simon! ¡Sí, sigue!
La cabeza empezó a darle vueltas cuando se dirigió al otro pezón para seguir torturándola, aumentando su deseo hasta límites insospechados.
El ataque erótico a sus pechos no había finalizado y, sin soltarle las muñecas, Simon continuó lamiendo y mordisqueando una teta y después la otra. Sentir que estaba completamente a su merced la volvía loca, la embriagaba y le cortaba la respiración.
Su boca continuó bajando por su cuerpo dejando un sendero de calidez hasta que se detuvo sobre el vientre para trazar círculos apasionados. Finalmente, le soltó las muñecas y le separó las piernas con las manos, mientras se colocaba entre sus muslos.
—Hueles tan bien… Hueles a excitación de mujer. Eres mi chica y mi deber es satisfacerte y lamer tu miel.
Respiraba con intensidad y el aire caliente que le salía de la boca acariciaba los pliegues mullidos de su sexo. Sintió que le iba a explotar el cuerpo solo de oír sus gruñidos varoniles y de sentir su excitación y su afán de poseerla.
—Sí, Simon. Por favor. Te necesito. Tengo que correrme.
—Tengo que hacer que te corras. Tengo que satisfacer a mi chica.
Le levantó las piernas en el aire y le hizo doblar las rodillas para abrirle el camino a su ávida boca.
El ataque sumamente carnal no se hizo esperar: la boca la devoraba y la lengua la penetraba, poseyendo su sexo con tal avidez que Kara empezó a gritar su nombre mientras su cuerpo entero se estremecía.
Le introdujo la lengua entre los suaves pliegues, explorando hasta el fondo de su sexo y lamiéndola con tal desenfreno que a ella se le cortó la respiración y dejó de gemir. La lengua encontró el clítoris y lo atacó sin mostrar atisbo alguno de compasión.
Kara lo agarró del pelo, absorta en el intenso éxtasis que su cuerpo estaba experimentando gracias a la misión primitiva y animal que Simon se había propuesto: hacerle alcanzar el orgasmo. Un orgasmo de verdad.
Lamía el trocito de carne sin descanso. Cada vez más rápido. Una y otra vez.
Con el cuerpo tembloroso Kara lo empujó de la cabeza para sentir aún más aquella sensual boca en su palpitante sexo.
Le ardían todos los poros de la piel y se estremeció de tal modo que se le arqueó la espalda. El placer era tan extremo, tan intenso que no lo soportaba y trató de apartar su persistente boca, pero él la sujetó de las caderas para que no pudiera moverse y la forzó a cabalgar sobre las olas de placer que su boca le generaba. Empezó a gritar su nombre y Simon no se detuvo hasta que cesó el último espasmo, que la dejó totalmente desfallecida.
Entonces, ascendió por su cuerpo para tumbarse a su lado y Kara, que aún no había recuperado la respiración, se acurrucó junto a él dejando el brazo sobre su fornido pecho y enterrando la cabeza en su hombro.
—¿Ya te encuentras mejor? —preguntó con brusquedad aunque obviamente le parecía divertido.
—¿Estabas intentando matarme? —repuso Kara dándole una palmadita en el hombro.
—De placer, cariño —susurró con pasión.
—Pues entonces lo has conseguido.
Le acarició el pecho con la mano, siguiendo los caminos que marcaban las cicatrices y preguntándose por qué un hombre tan maravilloso había tenido que sufrir tanto. A veces la vida era injusta.
Su mano siguió bajando por el vientre trazando los contornos de sus músculos tonificados. Era como una estatua griega. Solo que él la tenía mucho más grande que esas esculturas de mármol.
—Eres tan atractivo —susurró embelesada mientras acariciaba el camino de seda que dibujaba el vello desde el ombligo hacia abajo.
—Empiezo a pensar que deberías ir al oculista —gruñó encantado.
—Tengo una vista de lince y un perfecto sentido de la percepción. Eres muy fuerte y muy guapo. —Agarró con los dedos su verga empalmada—. Y bien dotado.
Simon jadeó cuando Kara metió la mano por debajo de los calzoncillos y pasó la yema de los dedos por la punta de su miembro, extendiendo una gota de semen por la sedosa piel y frotándola despacio con suavidad.
—Me encanta cuando me tocas. Es la mejor sensación del mundo.
Lo sujetó con un poco más de fuerza y comenzó a mover la mano con sensualidad para provocarlo. Simon nunca había experimentado algo así porque hasta entonces las mujeres con las que se había acostado habían tenido que estar atadas. Eso había cambiado. Simon jamás sería un amante dócil, pero el hecho de que se sintiera cómodo mientras ella le tocaba —no solo eso, sino que deseara que le tocara— le hizo sonreír. A pesar de la terrible experiencia que había sufrido en el pasado confiaba en ella.
Simon gruñó y el sonido que salió de sus labios transmitió una sensación entre el placer y el tormento. Puso la mano sobre la de ella, que era mucho más pequeña.
—Móntame, cariño. Fóllame hasta dejarme inconsciente.
Se quitó los calzoncillos que acababa de estrenar pero que ya eran sus favoritos y los tiró al suelo.
Kara levantó la cabeza para mirarlo a los ojos mientras él la rodeaba con los brazos y la tumbaba sobre su cuerpo.
—¿Estás seguro?
Lo que más quería en el mundo en ese momento era meterse ese gigantesco falo en el sexo y contemplarle gozar bajo su peso, pero le angustiaba mucho hacerle revivir otro mal recuerdo.
—Sí. Quiero ver cómo cabalgas sobre mí. Quiero contemplar tu rostro cuando te corras sobre mi verga —respondió con determinación y necesidad.
Le montó a horcajadas, pero se detuvo vacilante con el corazón a cien por hora. ¿Podría Simon hacerlo así? No era necesario.
—No tienes que demostrarme nada. No tenemos que hacerlo.
—Métetela, cariño. Necesito follarte. Te necesito —bufó con una voz ronca plagada de deseo.
«Te necesito».
Bastaron esas dos palabras para que Kara levantara las caderas, le cogiera el falo empalmado y colocara la punta en la abertura de su húmeda cavidad. Entonces le invadió una tremenda necesidad de que la penetrara, un deseo visceral de sentirlo dentro, lo más dentro que pudiera. Apoyó las manos en su pecho y empezó a subir y bajar para metérsela poco a poco. Bajó todo lo que pudo metiéndosela casi por completo y volvió a elevar las caderas para tratar de llegar hasta el fondo.
Sus grandes manos fornidas la agarraron de las caderas para que descendieran justo en el momento en que él elevaba las suyas, de modo que sus cuerpos chocaron y, por fin, la penetró hasta el final, llenándola por completo. Siguió sujetándole de las caderas para estirar y abrir su cavidad mientras sus cuerpos permanecían ensartados con la verga metida hasta el fondo.
—¡Dios mío! ¡Me muero de placer! ¡Lo tienes tan estrechito y caliente! ¡Qué ganas tenía de estar dentro de ti! —exclamó con desenfreno y pasión.
Lo observó con atención, buscando cualquier señal de que la postura lo estaba incomodando, pero lo único que vio en su rostro fue placer. Sus ojos color chocolate se clavaron en los de ella atrapando su mirada. Simon guiaba sus caricias con las manos mientras elevaba las caderas embistiéndola con fuerza.
Mientras se miraban a los ojos Kara derramó una lágrima al darse cuenta de que no había temor alguno en su rostro y de que reconocía perfectamente a su amante.
—Solo tú, Kara. Tú siempre has sido la única —le dijo mientras su pecho se hinchaba y deshinchaba—. Estás preciosa. No te cortes. Cabalga sobre mí. Córrete para mí.
Kara cerró los ojos mientras Simon la empalaba, sujetándola de las caderas con sus robustas manos. Echó la cabeza hacia atrás para dejarse llevar por las fricciones de su falo, por las embestidas furiosas de sus caderas y por la sensación de que la hacía suya una y otra vez. Sus pechos rebotaban con cada una de sus arremetidas y Kara se los sujetó con las manos y empezó a pellizcarlos con delicadeza.
—Sí, haz todo lo que quieras, cariño. Todo lo que necesites —jadeó dándole con más ímpetu y metiéndosela aún más.
Cuando Simon la agarró con más fuerza y sus manos se volvieron más exigentes, Kara empezó a pellizcarse los pezones. Lo cabalgó con frenesí, apretando su cuerpo contra el de él y metiéndosela tan al fondo que sintió escalofríos.
Volvió a echar la cabeza hacia atrás e implosionó: los músculos de las paredes de su cavidad se tensaron y destensaron varias veces, exprimiendo el miembro que la invadía. Mientras se estremecía, Kara sintió que el cuerpo de Simon se tensaba bajo su peso.
En el momento en que se corrió sus miradas se cruzaron y Kara se quedó observando a ese ser salvaje, viril y perfecto. Estaba tremendo. Jamás había oído un sonido más bello que el gemido que salió de la garganta de Simon.
Una explosión de fluidos cálidos le llenó el útero y los dos se desplomaron. Kara notaba cómo temblaba Simon bajo su cuerpo, que le cubría como una manta.
—Te quiero —masculló ella suspirando sobre su pecho.
Simon la rodeó con los brazos y la apretó contra su cuerpo. Estaban sudados y exhaustos, pero se sentía completa y dichosa. Después de un rato logró normalizar la respiración y apaciguar su acelerado corazón y se separó del cuerpo de Simon para tumbarse a su lado, pero no le dejó: le dedicó un gruñido y volvió a colocarla encima de él.
—Quieta.
Debería cabrearse porque le hubiera dado una orden como quien se la da a un perro, pero lo había dicho con tal anhelo que, en lugar de enfadarse, sonrió. Además, estaba tan satisfecha que apenas se podía mover.
Acurrucó la cabeza en su hombro y se dijo que, en cuanto recobrara la energía, se apartaría, porque, de lo contrario, acabaría aplastando al pobre hombre.
Simon comenzó a respirar de forma más pausada y regular y, a pesar de que siguió abrazándola, se le relajaron los músculos.
«Se ha dormido. Acabamos de acostarnos en la postura que lo tenía traumatizado y se ha quedado dormido conmigo tumbada encima».
Le dio un vuelco el corazón y sintió un dolor profundo que le cruzaba el cuerpo entero. Se fiaba tanto de ella que podía estar totalmente relajado en la postura en la que más vulnerable se consideraba. Giró la cabeza para darle un beso ligero mientras era consciente de que el amor que sentía por ese hombre desbordaba su pecho.
Un hombre para el que las necesidades de ella eran lo primero.
Un hombre que confiaba en ella.
Un hombre que haría cualquier cosa para complacerla.
Un hombre del que estaba enamorada.
Siempre valoraría su confianza por encima de todas las cosas y trataría de cultivarla como algo precioso. Pues lo era.
El agotamiento le cerró los ojos y le relajó el cuerpo.
«Quítate de encima, de verdad. Así no podréis dormir».
Su respiración se fue haciendo más profunda hasta que imitó el ritmo de la del hombre que tenía tumbado debajo.
A la mañana siguiente se levantaron en la misma postura. Descansados y a gusto.