Capítulo
6

Simon abrió la puerta de la nevera con un movimiento rápido de muñeca.

—¿Refresco o agua?

Cogió la lata directamente, pues ya sabía la respuesta.

—Refresco —respondió distraída.

Abrió la lata y se la dio antes de coger otro para él y beberse la mitad de un trago. No era de extrañar que Kara tuviera tanta sed. Él no había estado ni la mitad de tiempo que ella en el baño lleno de vapor y ya estaba deshidratado.

Se llevó la lata a los labios y bebió con la mirada fija en el pasillo abovedado que llevaba al comedor.

Simon se había olvidado por completo de los recados que había estado haciendo.

—¡Feliz día de San Valentín!

Se acabó el refresco de un trago y tiró la lata vacía a la basura. La siguió al comedor con el ceño fruncido. Kara no había pronunciado palabra. Quizá Nina y Marcie no habían acertado con los consejos. ¿Le gustaría algo de lo que le había traído?

Había tratado de ordenar bien las cosas: las flores sobre la mesa, los caramelos en las sillas, las joyas y el perfume en el suelo. Vale, había una mezcla de regalos y ositos de peluche desperdigados por el comedor, pero él lo había colocado todo lo mejor que había podido.

—¿No hay nada que te guste?

¡Maldita sea! Pensaba despedir a su ayudante y a su secretaria en cuanto las viera. Le habían dicho que esas eran las cosas que hacían sentir a las mujeres especiales y valoradas.

—Ay, Simon, pero ¿qué has hecho?

Kara acarició la superficie aterciopelada de una rosa roja, empujó con suavidad un globo con forma de corazón y se quedó mirando cómo se balanceaba en el aire.

—¡Voy a poner a esas dos de patitas en la calle!

¡Mierda! Lo único que quería era hacerla feliz pero, en lugar de eso, parecía traumatizada. Sabía que tenía que haberle comprado más cosas, pero no cabía nada más ni en el Veyron ni en el Mercedes.

—¿A quién vas a despedir?

Se giró y lo miró atónita.

—A Nina y a Marcie. Me dijeron que este tipo de regalos era el que hacía a las mujeres felices.

Maldita sea. No podía despedir a ninguna de las dos. Hacían su trabajo demasiado bien. En realidad era culpa de él, que no tenía ni puñetera idea de cómo mostrar su cariño a esta mujer. Daba igual; pensaba seguir intentándolo hasta lograrlo.

—Podemos ir de compras y así eliges algo que te guste —propuso con la esperanza de que le acompañara y le mostrara el tipo de cosas que a ella le parecían románticas.

—¿Pediste consejo a Nina y a Marcie?

—Sí.

—Simon, esto es una pasada. No sé qué decir —comentó con voz temblorosa mientras se agachaba para coger un osito de peluche marrón que sujetó con fuerza contra el pecho—. Creo que Marcie y Nina te estaban dando ideas. No sugerían que lo compraras todo.

¡Ay, no! Parecía que se iba a echar a llorar. Esperaba que no lo hiciera.

—No sé cuál es tu flor favorita ni la clase de caramelos que te gusta. Tampoco sé tu color preferido. ¿Debería saberlo? ¿No debería saber las cosas que te gustan? —preguntó malhumorado.

Tiró el osito con delicadeza al suelo y se acercó a Simon.

—No hacía falta que hicieras todo esto. Es la primera vez que me regalan flores.

¿Qué es lo que había hecho? Tan solo había ido de compras. No era para tanto. Es verdad que él prefería que le hicieran una endodoncia antes que ir de tiendas, pero, por primera vez, había disfrutado comprando cosas.

—He ido de tiendas. Tampoco cuesta tanto.

«Y he ido en el último momento porque ni siquiera me había dado cuenta de que era San Valentín. ¡Qué desastre! ¡Menos mal que el marido de Nina es muy detallista!».

—Has hecho todo esto por mí. —Estiró el brazo para señalar todo el comedor—. Las flores son preciosas. Me encantan. Se me hace la boca agua viendo esos caramelos y el resto de cosas me abruman de tal modo que me he quedado sin habla. Con un par de rosas y una tarjeta ya me habría emocionado. No hacía falta que hicieras todo esto. Hay mujeres que no reciben tantos regalos en toda su vida. Pero lo que más me conmueve no son las cosas, sino tú. Tus ganas de hacerme feliz. Eres el hombre más increíble del planeta. Por eso te amo.

Pegó un buen trago a la lata de refresco, la dejó en un hueco que quedaba libre en la mesa y se abalanzó a sus brazos de un salto. Simon saboreó la suavidad del cuerpo que se apretaba contra el suyo mientras los labios cálidos de Kara le rozaban la mejilla y el cuello. La abrazó con fuerza de la cintura, dejando que su cuerpo fuera deslizándose contra el de él hasta que los pies tocaron el suelo. En ese momento decidió que en lugar de echar la bronca a Marcie y a Nina lo que haría sería darles un aumento.

—Estás loco. Lo sabes, ¿verdad? —Se apartó y le plantó un sonoro beso en los labios—. Pero me encanta.

Pues, si le encantaba que estuviera loco, estaba dispuesto a comportarse como un auténtico zumbado.

Lo miró con adoración y añadió:

—Pero la próxima vez cómprame solo un regalo o una tarjeta, ¿vale?

De eso nada. No le iba a cortar las alas haciéndole prometer algo así, de modo que su respuesta fue evasiva:

—Ya veremos.

—Espera. Tengo una cosa para ti.

Se apartó de él y salió corriendo hacia su cuarto.

Regresó con una bolsita de regalo decorada con corazones y diablillos.

—La bolsa tenía tu nombre. —Lo miró con picardía y le entregó el regalo—. No tengo dinero propio, así que tuve que improvisar algo.

—¿Necesitas más dinero? ¿Por qué no me lo has dicho? —La miró con el ceño fruncido, cabreado porque no se lo hubiera dicho.

—No necesito que me des nada más. De hecho, quiero devolverte una parte. ¡Tengo casi cien mil pavos en la cuenta! No me hacen ninguna falta, Simon.

La miró a los ojos y levantó la barbilla con tozudez.

—Apenas has gastado nada. ¿Cómo vives? ¿Cómo cubres tus necesidades?

Kara resopló.

—De eso ya te encargas tú. ¿Para qué necesito el dinero? No tengo ninguna necesidad ni deseo. Vivo como una mocosa mimada. Basta con que mencione algo para que aparezca como por arte de magia. No hace falta que compre nada.

—A las mujeres les encanta ir de tiendas y comprar cosas que ni siquiera necesitan.

Eso lo sabía por su madre, cuyo pasatiempo favorito era ir de compras.

—A mí no. Prefiero pasar mi tiempo libre leyendo o jugando al MythWorld II. Tengo todo lo que necesito, vivo a cuerpo de rey. —Le acercó la mano a la cara y le acarició los labios antes de pasar el dorso de la mano por su barbita incipiente—. La única necesidad que tengo eres tú.

Estaba tratando de distraerlo y lo estaba consiguiendo.

—El dinero fue un regalo y te lo vas a quedar —gruñó negándose a que se saliera con la suya por ponérsela dura… Y dura estaba.

Durísima. Preparada para la acción.

—No me lo voy a quedar. —Le dio un beso ligero en la comisura de la boca—. Abre la bolsa.

Aguantó como pudo la tentación de arrancarle esa sugestiva bata y de devorarla entera. Empezó a abrir la bolsa de regalo con el cuerpo en tensión mientras se esforzaba por desviar la atención de su latente verga y por reprimir el irresistible impulso de hacerle el amor allí mismo.

Al recordar que tenía que decirle a Kara que el miserable que había tratado de secuestrarla estaba en la cárcel levantó la cabeza sin acabar la tarea:

—Hoy han cogido al otro tipo. Está en chirona. Probablemente tengas un mensaje de Harris.

—¡Gracias a Dios! Pues entonces quítame la escolta. Creo que intimida a mis compañeros. No pasa inadvertida precisamente—dijo como si la noticia no tuviera gran importancia, pero Simon se percató de que su cuerpo se relajaba y vio alivio en su rostro.

Daba igual lo mucho que ella hubiera insistido en que ese tipo había dejado de ser una amenaza, sabía que la situación la alteraba y que estaba asustada. Tendría que ser tonta para no estarlo. El día que la agredieron le faltó el canto de un duro para perder la vida.

—De eso nada. La escolta se queda.

—Ya no es necesario.

—¡No! No correré el riesgo de que te ocurra algo. Hay demasiado loco suelto y a lo largo de los años he hecho enemigos. —Vale que no había cabreado a tanta gente como su hermano Sam, pero es imposible ser multimillonario sin que haya gente que te odie a muerte—. La escolta se queda.

Al tirar del papel rojo de la bolsa salieron disparados trozos de cartón en forma de corazón. Agarró uno al vuelo antes de que tocara el suelo. Kara metió la mano en la bolsa y sacó lo que quedaba en el fondo: unos calzoncillos de seda negra que sujetó por el elástico. Simon se quedó mirando la prenda porque él siempre llevaba slips, pero entonces esbozó una sonrisa: la seda negra tenía un estampado de corazones y diablillos.

—Esto también tenía tu nombre, Simon. —Elevó las cejas al mismo tiempo que meneaba la ropa interior—. Vas a estar como un tren. Bueno, ya lo estás, pero cuando los vi no podía parar de pensar en lo sexy que estarías con esto puesto.

Kara se acercó los calzoncillos al rostro y se acarició con la suave seda. Simon la contempló fascinado y se empalmó imaginándose lo que sentiría cuando los labios de ella se posaran sobre la prenda cuando él la llevara puesta. ¡Madre mía! Aunque no estuviera acostumbrado a llevar bóxers, esos calzoncillos se acababan de convertir en sus favoritos.

—Ya he cortado las etiquetas. Póntelos para que te los pueda quitar —propuso entregándoselos con una sonrisa seductora.

En un abrir y cerrar de ojos Simon se abrió la bata y se los puso. Se estremeció al sentir el suave roce de las manos de Kara, que se posaron en sus hombros para quitarle la bata, y se quedó de pie frente a ella con sus nuevos calzoncillos favoritos.

—Como un tren. Como un auténtico tren —murmuró.

Aquel susurro era tan sensual y expresaba tal anhelo que Simon casi pierde los papeles. Le gustaba sentir la seda sobre la piel, acariciando su miembro empalmado y, por supuesto, le encantaba la cara de avidez que tenía su chica mientras lo devoraba con la mirada. Le volvía loco que ella le mostrara las ganas que le tenía sin ruborizarse y que no se preocupara por disimular que se le iban los ojos a su entrepierna abultada.

—¿Qué es esto?

Abrió la mano para mostrarle el diminuto corazón de cartón. Le dio la vuelta y vio un mensaje escrito a mano.

«Vale por un deseo».

Se quedó mirándola perplejo. Kara se mordió el labio inferior con cara de preocupación:

—Es un corazón-deseo. No tengo dinero propio… —Levantó la mano pidiéndole que se callara en cuanto abrió la boca para rechistar—. No empieces otra vez. Total, que hice esto. Los puedes canjear cuando quieras. Valen por un deseo o un favor de mi parte. Cualquier cosa que esté en mi mano.

—¿Lo que sea?

El corazón empezó a latirle con fuerza mientras se le pasaban diversas imágenes por la cabeza.

Kara elevó una ceja.

—Lo que sea que esté en mi mano.

—Deseo que te quedes el dinero que te metí en la cuenta y que dejemos de discutir por el tema de la escolta.

Simon frunció el ceño pues se sentía un poco culpable por usar el regalo en contra de ella.

Kara le dedicó una mirada como la que le solía dirigir su madre de pequeño: la muy temida «¡Me has decepcionado!». ¡Ay, eso duele!

Cruzó los brazos por delante del pecho:

—Ese deseo interfiere con mi ética y mis principios. Además, son dos deseos. No es justo.

—¿Llegamos a un acuerdo? —preguntó con dulzura, pues no le gustaba verla de mal humor.

El rostro de ella se relajó.

—Me parece bien.

—Deja el dinero en tu cuenta. Gástalo si lo necesitas. No digo que te lo tengas que quedar para siempre, pero al menos por ahora, hasta que acabes la carrera y encuentres trabajo. Más adelante podemos volver a negociar.

Obviamente no le dejaría que se lo devolviera nunca, pero en ese momento lo importante era que se lo quedara por si le ocurría algo a él.

—Deseo concedido. —Dejó caer los brazos por los costados y los apoyó en las caderas—. ¿Y los guardaespaldas?

—Déjame mantenerte la escolta. Me encargaré de que sean más discretos. Ni te darás cuenta de que están ahí. Pero déjame que sigan ahí. —Aguantó la respiración mientras observaba su rostro—. Será la única forma de que esté tranquilo, Kara. Hazlo por mí.

—Lo haré por ti siempre y cuando se mantengan a distancia y dejen de asustar a mis compañeros. Deseo concedido.

Le quitó el corazón de cartón de la mano y lo rompió en pedazos.

Simon se tiró al suelo para buscar como un loco el resto de los corazones.

—¿Cuántos me has regalado?

Había encontrado dos. Vio otro debajo de la mesa y gateó para cogerlo sin prestar atención a las rozaduras que se estaba haciendo con la alfombra en las rodillas. Lo único que le importaba en ese momento era encontrar a esos bribones. Valían su peso en oro.

—Cinco —respondió con una carcajada.

Suspiró aliviado al encontrar el quinto sobre la alfombra. Al ponerse de pie vio que Kara tenía la mano extendida y una mirada de expectación en el rostro.

—¿Qué?

No pensaba darle ninguno.

—Has pedido dos deseos. Me debes uno de esos.

—Hemos llegado a un acuerdo. He cedido —repuso acalorado. Dar el brazo a torcer debería tener alguna recompensa. No era algo que hiciera todos los días ni con cualquiera.

—Dámelo —insistió moviendo los dedos.

¡Maldita sea! Le había faltado poco para salirse con la suya. A regañadientes, cogió un corazoncito de la palma de la mano y se lo entregó acompañado de un gruñido.

—¿Me regalarás esto en todas las celebraciones?

—Ya veremos —masculló ocultando una sonrisa mientras hacía añicos el papel.

—¿Por qué has dicho que nunca te han regalado flores? Tuviste una relación larga.

Kara suspiró.

—No era de hacer regalos. Decía que no le gustaba malgastar el dinero. Sobre todo con flores, porque se mueren.

—No te ofendas, cariño, pero ¿cómo pudiste estar tanto tiempo con ese tío?

Apretó la mandíbula; lo que daría por pegarle un guantazo al ex de Kara.

—La verdad es que no lo sé. Probablemente tuvo algo que ver con la muerte de mis padres. Los echaba de menos y me sentía muy sola. Supongo que era demasiado joven, vulnerable y estúpida —comentó melancólica.

Simon le cogió aún más manía al impresentable ese, que se había aprovechado de una chica sola y desolada que acababa de sufrir la muerte de sus padres. «Ojalá hubiera estado a su lado en esa época. Pero lo estoy ahora». Atrajo hacia él el cuerpo de Kara, que no opuso resistencia, y se juró protegerla desde ese momento.

—Jamás volverás a sentirte así, nena. Siempre me tendrás a mí. Nunca dejaré que vuelvas a sentirte sola.

«Ninguno de los dos volverá a estar solo jamás».

Le quitó el pasador del pelo y lo tiró al suelo. Mientras acariciaba relajadamente los suaves mechones de cabello, se dio cuenta de que llevaba toda la vida solo. Lo que pasaba es que nunca lo había reconocido.

—Llevo toda la vida esperándote —susurró Simon con sensualidad.

En cierto modo la conocía desde el primer día que la vio. No de vista, sino de corazón.

Y solo Dios sabía cuánto la necesitaba.

Kara se apartó un poco para poder mirarlo a la cara. No dijo nada, pero tampoco era necesario. Simon podía ver en sus ojos lo mucho que lo amaba. Recorrió con los dedos sus labios, las mejillas y el cuello, deleitándose en la suavidad que sentía en las yemas. Dibujó unas iniciales en el nacimiento de sus pechos, que la bata dejaba al descubierto. Las iniciales eran las suyas y las repasó una y otra vez para marcar a la mujer que lo llevaba al éxtasis y lo arrastraba al borde de la locura.

—Simon —gimió empujándolo de la nuca para acercarlo a sus labios.

Con la impresión de que el corazón se le iba a salir del pecho él gruñó entre sus brazos, disfrutando de las delicadas caricias en los hombros y del roce de sus dedos sobre su acalorada piel.

Necesitaba poseerla, reivindicarla de algún modo, y le metió la lengua en la boca con desesperación. Tan intensa era la necesidad de hacerla suya que prácticamente le dolía. La bestia posesiva que llevaba dentro suspiró aliviada cuando Kara se mostró más que receptiva abriendo la boca para dejarlo pasar. Entró a saco hasta que los dos empezaron a jadear y se quedaron sin aliento. Simon se retiró para coger aire y le mordió el labio inferior, debatiéndose entre lo que le costaba separarse de ella y la necesidad de desnudarla cuanto antes.

Le cogió un pecho sin apartar la tela de seda y frotó con un dedo el prominente pezón.

—¿Recuerdas lo que te dije de esta bata? —masculló lamiéndole con la punta de la lengua los labios.

—Palabra por palabra —susurró con voz sugerente—. Tengo recuerdos muy placenteros de esta bata.

—Y yo —respondió con pasión, antes de soltarla a regañadientes para enseñarle un corazoncito—. Pero en este momento deseo que te la quites.

Con un movimiento grácil le cogió el corazón de cartón de la mano y lo rompió en pedazos. Desató despacio la lazada de la bata y la seda se deslizó por sus hombros. Simon tragó saliva al ver sus perfectos pechos mientras la prenda se detenía un instante en los codos antes de caer al suelo formando un charco negro y brillante.

Simon hizo un esfuerzo para respirar metiendo y sacando el aire de los pulmones. Era preciosa. Y suya.

«Mía».

—Me chiflan estos corazoncitos —afirmó sujetando con fuerza los dos que le quedaban.

Sus imponentes ojos azules bailaron de alegría sin dejar de transmitir un deseo apasionado.

—Ese lo has malgastado. Te lo hubiera concedido igualmente. Te necesito.

«Te necesito».

Él sentía el mismo deseo y, tras dejar los corazoncitos a buen recaudo bajo un mantel individual, su cuerpo empuñó las armas para reclamar lo que era suyo. Tenía el falo más duro que una piedra y sentía la necesidad de meterlo en su sexo húmedo y cálido. A estas alturas temía explotar en cuanto lo hiciera.

Ella dio un paso al frente y, cuando rozó su piel suave como la seda contra la de él, lo hizo estremecer. Pasó la mano con delicadeza por los calzoncillos y le acarició la verga empalmada como si se tratara de su mascota favorita.

Le apartó la mano para cogerla en brazos, incapaz de esperar ni un segundo más.

—Hora de ir a la cama.

—Ya era hora —murmuró ella expresando su impaciencia.

Entonces, la atención de Simon se desvió de sus necesidades carnales a la mujer que llevaba en brazos. A su chica. Ella lo deseaba, quería que le diera placer y que saciara sus necesidades. Él también satisfaría las suyas, pero antes se ocuparía de las de ella. En la cama y fuera de ella Kara siempre sería lo primero.