Capítulo
2

«Madre mía, ¡estás hecha un asco!». Entre el desconcierto y el mareo oyó de nuevo la impaciente voz grave, y sintió que unos brazos fornidos y musculosos la ponían de pie y la apoyaban contra un pecho robusto, duro como una roca.

Y cálido…, tan cálido que no pudo reprimirse y se hizo un ovillo al calor de aquella figura recia con la esperanza de que aquella fuente de energía desbloqueara sus músculos ateridos por el frío.

La cabeza seguía dándole vueltas y la apoyó en aquel hombro robusto y fuerte. Exhaló un suspiro mientras aquel hombre misterioso le hacía cruzar una puerta para entrar en un edificio cálido. En el fondo sabía que lo sensato sería zafarse de aquel individuo desconocido, cuya voz no reconocía, pero no tenía fuerzas para enfrentarse a él.

Kara reconoció el pitido típico de un ascensor y sintió que el estómago le daba un vuelco cuando aquella caja de metal despegó a una velocidad de vértigo.

Poco después la depositaron con delicadeza sobre una mullida cama y la cubrieron con un edredón, gracias al cual no tardó en entrar en calor. Al percatarse de que le quitaban las zapatillas con brusquedad y las tiraban al suelo abrió los ojos, pero no logró ver con claridad. Tampoco fue capaz de incorporarse, y unas manos fuertes se apoyaron en sus hombros y la empujaron de nuevo contra los almohadones.

—Estate quieta. No muevas ni una pestaña.

—Estoy bien. Cogí un virus insignificante y pensaba que ya me había curado. Tan solo ha sido un mareo sin importancia —replicó tratando de incorporarse de nuevo.

—No estás bien —ladró el hombre—. Ha venido a verte un médico. Observó desde su ventana cómo prácticamente te estampabas de bruces contra la acera.

—¿Un médico? —Alarmada, desvió la mirada de aquel marimandón y vio que a sus espaldas había otro hombre—. No necesito ningún médico.

En realidad lo que pasaba era que no tenía dinero para pagarlo.

—Demasiado tarde. Ya ha venido y te va a hacer una revisión.

—Puedo negarme a que me la haga —respondió dubitativa mientras posaba la mirada por primera vez en los oscuros ojos del hombre que la había rescatado.

—No lo harás —repuso él con tono de advertencia.

Su aspecto agresivo la tenía tan impresionada que reprimió el impulso de replicarle. ¡Madre mía, era enorme! Mientras Simon se agachaba para ponerse de cuclillas junto a la cama, sus anchos hombros ocuparon por completo el campo de visión de Kara. Ya había notado lo musculoso que era cuando la había socorrido en la calle, pero, ahora que había recuperado la visión y la sensación de mareo se iba disipando, podía además percibir con los ojos la fuerza de aquellos brazos y su complexión corpulenta. Fornido. Turbio. Peligroso.

Los ojos azules de Kara se encontraron con los ojos oscuros de Simon. Casi sintió miedo al contemplar una mirada tan salvaje. Simon se pasó la mano por el cabello, corto y negro, con expresión seria y una impaciencia evidente. No tenía una belleza al uso —unos rasgos demasiado marcados y dos pequeñas cicatrices, una en la sien y otra en la mejilla izquierda, malograban su tez morena—, pero…, ¡madre mía!, era irresistible. Kara sintió cómo la intensa vibración que despedía aquel hombre penetraba en su cuerpo hasta ponerle los pezones duros y sensibles.

—¿Quién eres? —susurró al recordar que la había llamado por su nombre.

—Simon Hudson. El hijo de Helen Hudson —respondió mientras se ponía de pie y retrocedía unos pasos para dejar paso al otro hombre.

¿El hijo de Helen? Simon. Kara no conocía ni a Sam ni a Simon, pero su jefa, una mujer que con el paso del tiempo se había convertido en una amiga íntima, le había hablado mucho de ellos. Simon era el más pequeño. Rondaba la treintena. Era un crack de la informática, el creador de los videojuegos que habían convertido Hudson Corporation en una empresa multimillonaria.

—Tengo entendido que has estado enferma, jovencita. Soy el doctor Simms. Permíteme que te eche un vistazo.

Un rostro amable de mediana edad reemplazó a don Cachas Refunfuñón. Kara exhaló un suspiro de alivio antes de dedicar media sonrisa al jovial médico.

—Estoy bien. Es que tuve un virus. Supongo que aún no estoy recuperada del todo y no tenía la energía necesaria para afrontar un día tan largo como el de hoy —le explicó al médico, deseando volver a ponerse las desgastadas zapatillas de deporte cuanto antes y salir corriendo de aquella situación que la hacía sentir tan pequeña.

Simon estaba de pie detrás del amable doctor con los brazos cruzados y una expresión imponente. Madre mía…, ¡menuda fiera! A lo largo de la vida Kara había visto cientos de hombres de aspecto temible, pero Simon tenía algo que hacía que su corazón latiera más fuerte y que su cuerpo entero permaneciera en alerta.

Kara dejó que el médico la examinara. El doctor Simms era atento y eficiente, y consiguió sacarle una sonrisa con una conversación distraída y una amabilidad de lo más profesional. Le dio varias instrucciones y le hizo las preguntas de rigor. Ella respondió de la manera más escueta que supo, pues quería acabar cuanto antes con esa situación y poder alejarse de la asfixiante presencia de Simon Hudson.

El doctor Simms esbozó una sonrisa amable cuando dio el reconocimiento médico por concluido.

—Lo que necesitas es reposo, comida y algo más de tiempo para superar ese virus. Hoy te habrás sentido mejor porque te había bajado la fiebre, pero te ha vuelto a subir y aún no has expulsado el virus. Estás exhausta y me da la impresión de que ni duermes ni comes lo suficiente. —Amplió la sonrisa—. Es típico de nuestro gremio. Aunque haya pasado mucho tiempo desde que hice la carrera de Medicina, aún recuerdo con nitidez aquella época. —Hizo una pausa antes de preguntar con un tono profesional—: ¿Hay alguna posibilidad de que estés embarazada?

Kara lanzó una mirada avergonzada a Simon mientras sentía cómo le ardían las mejillas. ¿Era imprescindible que se enterara de eso? Los ojos de Simon se clavaron en los de Kara mientras su cuerpo permanecía en tensión a la espera de una respuesta.

—No. Es totalmente imposible —respondió con una timidez que no era propia de su forma de ser.

No había ni la más remota posibilidad de que estuviera embarazada; a no ser que ahora los vibradores fueran capaces de hacerle a una un bombo. Además, últimamente no había tenido tiempo ni para eso. La universidad y el trabajo a jornada completa inhibían por completo su apetito sexual. Lo único que ocurría en su cama era que, bien entrada la noche y después de una larga sesión de estudio, Kara, y solo Kara, se tendía unas pocas horas a descansar allí.

El médico cambió de tema sin darle importancia alguna y le recomendó que guardara reposo y que combatiera los síntomas con medicamentos sin receta. Kara le dio las gracias y le dedicó una sonrisa trémula. El médico se giró hacia Simon y salieron juntos conversando en voz baja.

Kara se incorporó de inmediato, pero lo hizo demasiado rápido y el dormitorio empezó a darle vueltas. Tardó un minuto en recuperar el equilibrio. ¡Madre de Dios, la fiebre y la inanición la habían dejado tan débil! Se inclinó despacito, cogió las deportivas del suelo y se sentó al borde de la cama para ponérselas sin siquiera desatar los cordones.

—Pero ¿adónde te crees que vas?

Kara, que aún no había acabado de ponerse las zapatillas, pegó un bote al oír aquella voz atronadora.

—Tengo que ir a casa —respondió.

Estar a solas con Simon la hacía sentirse incómoda. Era demasiado grande, demasiado brusco, demasiado exigente, demasiado de todo. Con él se sentía inestable y esa sensación no tenía nada que ver con el virus.

Simon volvió a extenderle las piernas sobre la cama y le quitó las deportivas. ¡Mierda! ¡Tanto esfuerzo para nada! Le había costado mucho calzarse y no le hacía ninguna gracia tener que volver a hacerlo.

—Estás enferma y vas a quedarte aquí —afirmó con rotundidad mientras la fulminaba con sus ojos oscuros y hacía una mueca.

—No puedo. Mañana trabajo. Necesito dormir un rato.

—No volverás al trabajo hasta la semana que viene como pronto. Ya he llamado a mi madre y le he dicho que te busque una sustituta. —Mantuvo un gesto de desaprobación mientras la tapaba con el edredón y se sentaba sobre él; estaba atrapada—. Como no sabía si tu compañera estaría en casa, también me he tomado la libertad de cogerte las llaves de la mochila para que mi asistenta vaya a tu piso a por algo de ropa.

—Pero…

—¡Deja de rechistar! ¡Se acabó la discusión! Voy a prepararte algo de cena y te lo vas a comer. Después te irás a dormir.

Se puso de pie y se marchó, pero sus órdenes se quedaron resonando en el espacioso dormitorio.

Kara se incorporó furiosa y se preguntó si se atrevería a salir de un salto de la cama y cruzar la puerta de lo que parecía un piso. ¡Un piso impresionante! El dormitorio era inmenso, y en él se combinaban los tonos canela y negro. Dominaban el espacio una suntuosa alfombra color café con leche y unos muebles de tonalidad oscura y líneas masculinas. La cama era gigante y estaba encastrada en una base de hierro negro, sobre la que se apoyaba un dosel, que combinaba lo que a la vista parecía seda color canela con lanas negras y marrones. Era un cuarto precioso, oscuro y atrevido… Igual que su dueño.

¿De verdad este tío pensaba que iba a quedarse aquí? Vale, era hijo de su jefa, que era una buena amiga, pero a él no lo conocía y ni siquiera tenía claro si le caía bien. Era un mandón impaciente que daba por hecho que, cuando él decía «salta», todo el mundo saltaba y que, cuando decía «quieto», todo el mundo se quedaba quieto, igual que los perros amaestrados. Pero, por desgracia para él, Kara no estaba acostumbrada a recibir órdenes. Llevaba dirigiendo el rumbo de su vida desde que sus padres fallecieron y lo último que necesitaba era que un multimillonario dominante se dedicara a tomar decisiones por ella. A ella lo único que le interesaba del dinero era la estabilidad que ofrecía. Una vez garantizada esa seguridad, los caprichos que se pudieran comprar le daban totalmente igual. Nadie echa de menos lo que no ha tenido nunca.

«¿Ha llamado a Helen para que busque a una sustituta?». No podía permitirse perder una semana de trabajo. Faltar dos días ya había hecho mella en su cuenta vacía. Para llegar a fin de mes necesitaba ganar propinas y nadie le daría ninguna si se quedaba en casa rascándose la barriga. Había faltado dos días porque le había resultado totalmente imposible ir: aquel virus se la había tragado, después la había escupido y finalmente la había dejado postrada en la cama. Llevaba sin ponerse tan enferma desde que era una niña.

Exhaló un suspiró y se reclinó sobre los almohadones. Estaba exhausta y se sentía sumamente débil. En el fondo, lo que le apetecía de verdad era taparse con el edredón hasta la nariz y dormir en esa cama tan cómoda y tan calentita hasta sentirse totalmente descansada. ¿Cómo sería esa sensación? No recordaba la última vez que no se había sentido agotada. Estaba más que acostumbrada a ese estado: llevaba cuatro años durmiendo muy poco y comiendo de manera esporádica lo que podía pagar en cada momento.

Kara levantó la mirada al oír un tintineo y vio que Simon entraba en el dormitorio haciendo malabares con unos platos. Reprimió una sonrisa: ¡menos mal que se había dedicado a la informática porque como camarero no tenía mucho futuro! Llevaba un vaso en una mano y un plato en la otra, y sujetaba con gran dificultad un cuenco entre el codo y el pecho. Le entraron ganas de explicarle que le resultaría más fácil si pusiera el cuenco sobre el plato, pero se contuvo.

—No sé lo que te gusta —refunfuñó mientras posaba el vaso sobre la mesita de noche y le entregaba el cuenco. La falta de información parecía ponerlo de mal humor—. Sopa. Tómatela.

«Eso sí que es ser parco en palabras». Lanzaba órdenes como si fuera un sargento dando instrucción militar.

—Simon, no puedo quedarme —repuso con cautela mientras cogía el cuenco humeante.

Sopa de tallarines con pollo. Su favorita. El tentador aroma que emanaba del cuenco hizo que le rugiera el estómago, así que cogió la cuchara y probó la sopa con cuidado de no quemarse. Se notaba que era de lata, pero a Kara le pareció deliciosa y su impaciente estómago la animó a devorarla como una auténtica muerta de hambre.

—Te vas a quedar aquí. Tómate esto.

La miró frunciendo el ceño y dejó un puño suspendido en el aire. Cuando ella le mostró la palma de la mano, dejó caer dos pastillas de un potente paracetamol. Agradecida, se las metió en la boca y estiró el brazo para coger el vaso de zumo, pero Simon se lo acercó antes de que pudiera alcanzarlo. Tragó las pastillas y devolvió el vaso a Simon, que esperaba con la mano extendida.

—Tengo que ir al trabajo. No puedo permitirme dejar de trabajar. Ya me cogí dos días libres porque estaba enferma. Seguro que mañana me encontraré mejor.

—Puedes apostar tu lindo trasero a que sí. Yo me encargo de eso —respondió con un tono irascible.

Kara siguió tomándose la sopa sin dejar de observar el semblante de Simon. Estaba muy serio. Mucho. ¿Cómo era posible que un tío con tan malas pulgas fuera el hijo de una mujer tan encantadora como Helen?

—No eres mi jefe.

—No, pero mi madre sí, y no quiere que vayas a trabajar. No se había dado cuenta de que no te habías recuperado del todo —repuso malhumorado—. No sé cómo se le pudo pasar por alto. ¡Hay que estar ciego para no verlo! Pareces un mapache con esas pedazo de ojeras. Tienes una pinta de muerto viviente que no puedes con ella. Está claro que mamá está perdiendo facultades. Siempre ha sido capaz de oler los problemas y de sonsacar los secretos por muy dolorosos que resulten —refunfuñó como si estuviera rememorando esas malas experiencias.

—Por la tarde me encontraba mejor y me buscó algo de ropa con la que taparme un poco —le explicó con calma mientras se acababa la sopa.

—¿De dónde leches has sacado esa indumentaria? Siempre te he visto con vaqueros —preguntó en voz baja recorriendo la cama con la mirada.

Kara sintió el peligro y se estremeció. Tenía la sensación de que Simon podía ver a través del edredón la escasa tela que le cubría el cuerpo.

—Me la han prestado —respondió mientras Simon retiraba el cuenco y le ofrecía un sándwich con muy buena pinta que ella aceptó de inmediato—. Es que soy idiota… Esta mañana me tiré un café encima y, como no me daba tiempo a pasar por casa antes de ir al trabajo, me presenté allí llena de manchas.

—Tú no eres idiota —afirmó Simon con rotundidad.

Kara le lanzó una mirada de asombro mientras tragaba un bocado del delicioso sándwich de ensalada de huevo.

—No nos conocemos. ¿Cómo me reconociste? ¿Cómo sabes la ropa que suelo llevar?

Se encogió de hombros y desvió la mirada.

—Te he visto en el restaurante.

—Yo a ti no.

—Voy a menudo a ver a mi madre, pero no suelo pasar por la entrada principal.

Aquello tenía sentido, pues el despacho de Helen estaba en la parte de atrás. Kara permaneció en silencio mientras devoraba lo que le quedaba de sándwich. Madre mía, estaba muerta de hambre… y le estaba muy agradecida por aquella comida.

—Gracias —le dijo de corazón mientras le devolvía el plato, que él dejó sobre la mesilla.

—Tienes que comer y dormir. —Acarició las ojeras de Kara con el dedo índice—. Como nunca había estado tan cerca de ti, no me había percatado de lo exhausta que se te ve.

—El virus me ha dejado hecha un asco —murmuró sin darle importancia.

Se sentía a gusto no solo por tener el estómago lleno, sino también por la preocupación que veía en el ceño fruncido de Simon.

—Me encuentro bien. Mañana podré ir a trabajar.

Le entregó el vaso de zumo antes de contestar:

—Ni lo sueñes. Acábate eso y a dormir.

Estaba demasiado cansada para discutir, así que se acabó el zumo y, como Simon seguía con la mano extendida, le devolvió el vaso. Ya lo discutirían después. Se le caían los párpados de sueño y sentía el peso del agotamiento como una losa sobre su cuerpo. Necesitaba cerrar los ojos.

Suspiró, apoyó la cabeza en la almohada y se acurrucó bajo el edredón. Hacía años que no se sentía así: llena, cómoda y… a salvo. Aunque fuera un poco gruñón, Simon parecía haberse adjudicado la misión de proteger a Kara y aquello resultaba en cierto modo reconfortante.

Siguió dándole vueltas a aquella insólita idea hasta que se quedó dormida.