A Kara le salió un suspiro del alma cuando se metió en la bañera ovalada de Simon. El agua caliente y las burbujas la cubrían casi por completo; tan solo la cabeza quedaba fuera del agua. Hacía tiempo que Simon le había dicho que podía usar el cuarto de baño principal siempre que quisiera, pero nunca había aceptado la oferta. Junto a su dormitorio había una ducha y una bañera estupenda aunque no era tan increíble como esta.
«Admítelo. No has venido por el tamaño de la bañera, sino porque él se lava aquí».
Con el ceño fruncido cogió una esponja de lufa de la repisa que había junto a la bañera y empezó a frotarse los brazos con tal fuerza que se arañó la piel. ¡Maldita sea! Se resistía a admitir que echaba tanto de menos a Simon que había venido a su baño para usar su bañera e inhalar su aroma.
«¡Fuiste tú la que dijiste que no os volveríais a acostar! ¡Menuda idea!».
Sí, lo había propuesto ella, pero no paraba de dar vueltas al asunto. En un momento dado le había parecido la opción más acertada porque no quería estar con él hasta que estuviera completamente segura de que Simon confiaba en ella. Si no sabía lo que le había ocurrido, podría volver a cometer fallos y a herirlo sin querer, y no soportaba esa idea. En aquel momento había pensado que se abriría, compartiría su trauma con ella y le permitiría ayudarlo a superarlo. Pero se había equivocado de principio a fin.
En lugar de compartir con ella lo que le atormentaba por dentro Simon se había distanciado. Desde que Kara le había dicho que no volverían a hacer el amor hasta que le contara el «incidente» Simon no la había vuelto a tocar ni a besar. ¿Qué le había pasado? ¿Lo había presionado demasiado? ¿No había esperado suficiente? ¿Habría sido mejor haberse conformado con lo que estaba dispuesto a dar?
«Puedo decirle que me ate a la cama y que me haga lo que quiera. Así, no podré volver a hacerle daño».
Emitió un gruñido, dejó de frotarse los brazos y sacó una pierna del agua para dejarla en el borde de la bañera. La idea era muy tentadora. Aunque Kara era una mujer muy independiente, le había encantado cómo la había sometido Simon en la cama y cómo se había apoderado hasta de sus sentidos. Por algún motivo el macho alfa que aparecía cada vez que la tocaba la ponía tan cachonda que se volvía loca. Esa virilidad, unida a la ternura y a la vulnerabilidad que en ocasiones dejaba entrever, ejercía una fuerza irresistible que la atraía como la luz a una polilla.
Simon la hacía sentir preciosa.
La hacía sentir a salvo.
Madre mía… Lo cierto es que adoraba a ese macho protector y posesivo que tenía un corazón de oro y que, además, era suyo.
Levantó la pierna en el aire y la esponja se deslizó por la pantorrilla, avanzando despacio hacia la rodilla y el muslo. Le vinieron a la mente retazos de recuerdos que hicieron que su entrepierna comenzara a palpitar y que su corazón se detuviera por un instante.
Atada a la cama de Simon, a merced de su boca hambrienta.
En el sofá, agarrada por las muñecas, sintiendo que el mundo entero le daba vueltas.
En el ascensor, abierta de piernas para que la penetrara con todo su ser y la hiciera gritar.
Hace tres días, abrazada a él mientras la partía en dos.
¡Madre mía! Ese hombre había convertido todas sus fantasías eróticas en una realidad de vivos colores y no había una sola cosa de él que no le gustara.
Una lágrima solitaria le recorrió la mejilla mientras cambiaba de pierna y empezaba a frotar la otra con la esponja.
Tres días. Tan solo habían pasado tres días y ya se sentía devastada. Lo anhelaba en soledad y aquella sensación la reconcomía por dentro y la dejaba hecha polvo. Él no solo cumplía sus fantasías eróticas, también era todas sus fantasías. Lo tenía todo. Jamás había conocido a una persona como él y, seguramente, no volvería a conocer a un hombre así.
Era un encanto aunque dijera que no.
Era atento aunque dijera que no.
Dulce.
Bueno.
Un auténtico genio, del que aprendía algo nuevo cada día aunque, sin duda, eso también lo negaría.
Porque además era humilde. Simon Hudson no se consideraba una persona especial, pero ella lo veía tal y como era: como uno de esos hombres que si consigues atraparlo no debes soltarlo jamás.
Una segunda lágrima rodó por la otra mejilla mientras sentía que el corazón se le hacía añicos.
No quería recuperar la vida que tenía antes de Simon. Y ese deseo nada tenía que ver con la pobreza: siempre había sido pobre y lo único a lo que aspiraba en la vida era a lograr una estabilidad que le permitiera no agobiarse con llegar a fin de mes. El dinero no compra la felicidad y las cosas materiales jamás podrán competir con el verdadero amor, con la satisfacción y la felicidad que produce el hecho de tener cerca a esa persona especial que te complementa. ¿De qué sirven las cosas y el dinero cuando una no se siente satisfecha en su vida emocional ni está orgullosa de sus logros sin que importe lo grande o lo pequeños que sean?
«Si no fuera rico, sentiría exactamente lo mismo por Simon. Lo único que me importa es que sea feliz».
Es verdad que Simon era demasiado inteligente y demasiado ambicioso como para no tener éxito en la vida, pero a veces a Kara le gustaría que no fuera tan rico y que no trabajara tanto. Sin embargo, esa astucia y esa necesidad de lograr que sus productos fueran los mejores eran cualidades de Simon que a Kara le encantaban. Lo aceptaba tal y como era. Estaba loca por ese peculiar amasijo de masculinidad y testosterona que lo hacían único…, que lo hacían Simon.
Se sentó en un escalón de la bañera, cerró los ojos y, mientras se frotaba despacio el vientre con la esponja de lufa, dejó que el efímero aroma a hombre impregnado en la esponja se apoderara de sus sentidos y las imágenes de Simon invadieran sus pensamientos.
Kara se mordió el labio al sentir el roce áspero de la lufa en los pechos y jugueteó con sus pezones duros. Se imaginó a Simon lamiéndolos y mordisqueándolos con delicadeza. Se dejó llevar por esos pensamientos eróticos y por la excitación que sentía y acabó cediendo a los ruegos de su cuerpo: abrió las piernas y deslizó una mano por el resbaladizo muslo para sumergirse en una fantasía.
Si no podía estar con Simon en la realidad, al menos podría estar con él en su imaginación.
«Ya no hay motivos para que Kara siga en casa».
Llamó a la puerta de la habitación de ella y se le encogieron las entrañas esperando a que respondiera. Hoffman lo había llamado hacía apenas una hora para informarle de que la policía había detenido al agresor que andaba suelto, al otro miserable que había tratado de secuestrar a Kara.
Despotricando entre jadeos, abrió la puerta del cuarto, pero estaba vacío. Suspiró aliviado al ver su móvil y su mochila sobre la cama. Estaba en casa, en algún lugar del piso. Jamás salía sin su mochila.
«¿Lo sabe? ¿La ha llamado ya el agente Harris?».
Aunque sabía de sobra que no debería hacerlo, cogió el móvil para consultar el registro de llamadas. Solo había una reciente: Harris la había llamado hacía treinta minutos. Había un mensaje en el buzón de voz, pero escucharlo le parecía pasarse de la raya y no lo hizo. Además, ya sabía lo que decía el mensaje: estaba a salvo, los dos hombres que la habían agredido se hallaban en la cárcel.
«Y la razón que la obligaba a quedarse en su casa se había esfumado».
Tenía que contárselo. Aunque a veces se comportara como un egoísta, no podía permitir que Kara sufriera un solo minuto más pensando que un tipo que quería matarla andaba suelto.
No había vuelto a tener pesadillas. Al menos que él supiera. Todas las noches permanecía atento a los ruidos y dejaba la puerta de su cuarto abierta por si lo necesitaba. Y no lo había hecho.
Volvió a dejar el teléfono en la cama y tiró del nudo de la corbata hasta deshacerlo por completo, dejando que la prenda colgara del cuello. Unos minutos antes, al llegar a casa, había dejado la chaqueta en la cocina. Mientras la incertidumbre caía sobre él como una nube negra, salió del dormitorio. ¿Se quedaría en casa aunque sus agresores estuvieran en la cárcel? Y si quisiera marcharse, ¿cómo iba Simon a permitirle hacer algo así?
«Eso no pasará. Es mía, ¡maldita sea!».
Apretó los dientes y siguió buscándola por la casa mientras sentía determinación y miedo casi en igual medida. Lo más probable era que estuviera en la sala de informática. Esbozó una tímida sonrisa, preguntándose si le daría la brasa para que le soltara pistas sobre MythWorld II. Ese era el único juego al que jugaba, decía que los demás no eran tan interesantes y añadía otros comentarios para alabarlo por ser un genio y, de paso, para sonsacarle trucos. Simon sabía que en el fondo no quería que se los dijera, pues entonces el juego perdería la gracia y dejaría de ser un reto. Si de veras quisiera saberlo, le bastaría con desviar esos ojos azul cielo hacia él. Una mirada inquisitiva de Kara sería suficiente para que Simon confesara todos los secretos del juego, los que ella le preguntara y los que no.
Miró en la sala de informática, pero no estaba allí. Seguro que se encontraba en el gimnasio. Cuando se dirigía hacia allí, cambió de idea y se fue a su dormitorio mientras se desabrochaba la camisa. Quería quitarse esa incómoda prenda y esos irritantes pantalones, ponerse un chándal y empezar a levantar pesas hasta liberar toda la tensión acumulada. Aunque iba a ser muy difícil relajarse si Kara estaba en el gimnasio con su ínfima ropa de deporte. Daba igual, quería estar con ella, se moría por verla.
No le echaría en cara si en cuanto entrara por la puerta ella se diera media vuelta para largarse. En cualquier caso, esperaba que no lo hiciera aunque se lo mereciera. Los últimos tres días habían sido muy tensos y él se había mostrado muy borde con ella: había respondido a sus alegres preguntas con monosílabos y exabruptos y, siempre que habían coincidido en el mismo cuarto, prácticamente la había ignorado. Poco a poco Kara había empezado a imitar su comportamiento, de modo que solo se dirigía a Simon cuando tenía que decirle algo. Seguía siendo amable, pero distante.
Mientras cruzaba el vestíbulo para llegar a su dormitorio se prometió a sí mismo que arreglaría ese asunto. No soportaba seguir así. Por una vez Sam tenía razón. Simon necesitaba a Kara y ver que se alejaba de él poco a poco le hacía sentir como si le estuvieran amputando una pierna. ¡Peor! Era como si alguien estuviera tratando de arrancarle el corazón con un cuchillo poco afilado.
Se quitó la corbata del cuello y la tiró a la cama antes de terminar de desabrocharse la camisa. Cuando se disponía a meter las prendas en el cesto de la ropa sucia, la oyó.
El corazón empezó a latirle a gran velocidad y ladeó la cabeza para oír mejor. Escuchó un breve sollozo, un gemido femenino y después… su nombre.
—Simon.
Varios escalofríos le recorrieron la espina dorsal al oír aquella voz aterciopelada y seductora expresando un anhelo tan apremiante. Ni siquiera se dio cuenta de que se le había caído la ropa al suelo. Avanzó hacia los gemidos que lo reclamaban, pero se detuvo delante de la puerta del baño. Dejar de respirar y alejarse de aquella puerta le resultaba en aquel instante igual de imposible. La puerta se encontraba cerrada, pero el pestillo no estaba echado. Algo aturdido, empezó a abrir la puerta y una nube de vapor le dio la bienvenida. Avanzó otro paso en silencio y abrió la puerta de par en par.
«¡Madre mía!».
Cuando sus ávidos ojos se posaron en el cuerpo de Kara, el corazón le dio un vuelco y se le cortó la respiración. Estaba sentada en un escalón de la bañera y la espuma solo le cubría parte de las piernas, de modo que el agua le lamía los tobillos y le acariciaba los muslos. Simon empezó a salivar al fijarse en que tenía las piernas abiertas de par en par y que se le veía la irresistible carne húmeda de la entrepierna. Seguía con la cabeza hacia atrás y los ojos cerrados, tan absorta en el éxtasis sexual que ni siquiera se había dado cuenta de que la estaba observando. La mano que jugueteaba entre sus piernas tenía hipnotizado a Simon. Cada vez que bamboleaba las caderas para aumentar el roce con los dedos que lo frotaban apasionadamente sus turgentes pechos rebotaban.
A Simon le costaba respirar y la tenía tan dura que, si se lo hubiera propuesto, podría haber partido diamantes de un pollazo.
Contuvo un gemido. Sabía que debería respetar su intimidad, pero era incapaz. Era imposible. Lo único que hubiera podido separarlo de la escena más erótica y bella que había visto en la vida habría sido un cataclismo terrible que hiciera explotar el mundo, el apocalipsis.
—Simon.
Estaba fantaseando con él. Imaginándolo a él. Se moría por saber qué le estaba haciendo en su fantasía. Lo más probable era que estuviera haciendo exactamente lo que estaba deseando hacerle: meter la cabeza entre sus muslos sedosos y penetrarle el estrecho agujero con los dedos mientras la boca y la lengua se deleitaban con su clítoris.
Se bajó los pantalones y los calzoncillos y, sin apartar la vista de su cuerpo tembloroso ni hacer ruido alguno, los dejó caer al suelo. Dio un paso al frente para apartarse de la ropa. Una parte de él quería acercarse a ella para prestar atención a esos pezones duros como piedras y para venerar ese trocito de carne rosa e hinchada que le imploraba entre sus muslos. Pero no podía moverse. La excitación de ella lo tenía embelesado; era una escena tan sensual que empezó a tocarse mientras se acercaba a la bañera.
Simon no pudo reprimir un gruñido gutural que sobresaltó a Kara, quien, al levantar la cabeza y abrir los párpados, tenía los ojos anegados de lujuria y sensualidad.
—No pares, por favor. Quiero ver cómo te corres —dijo con una voz ronca que transmitía un intenso anhelo.
Kara detuvo la mano, pero no la apartó de su sexo.
—Lo siento, Simon. Yo…
—Córrete para mí, Kara. Continúa. Y piensa en mí. Lo que más quiero en el mundo en este momento es ver cómo gozas con tus propias manos. Estás muy guapa.
Ella no se hacía una idea de lo cautivadora que estaba con las mejillas sonrojadas y esa expresión de haberse abandonado al deseo.
Kara recorrió con ojos vacilantes el cuerpo viril que estaba frente a ella y se detuvo en el falo, que Simon tenía bien agarrado.
—No. Tú eres muy guapo, Simon. El hombre más guapo que he visto en la vida.
Pensaba que no podía estar más excitado de lo que estaba, pero casi alcanza el éxtasis al oír el susurro de Kara en plan «fóllame». Saber lo mucho que lo deseaba le hizo perder la cabeza.
Cuando sus miradas se cruzaron, quedaron unidas por un lazo invisible. Kara comenzó a mover la mano y, a medida que lo hacía, sus ojos transmitían aún más erotismo. Simon le respondió gimiendo y bombeando su miembro.
Se observaban con una pasión sin límites ni restricciones. Kara se lamía los labios con desenfreno y sin mostrar un ápice de inhibición mientras él se estremecía con la verga a punto de explotar.
Sin desviar ni por un instante la mirada Kara empezó a susurrar su nombre entre jadeos y gemidos que la hacían palpitar y crear una red de deseo tan potente que a Simon le empezó a correr el sudor por la frente y las piernas le flaquearon.
—Eso es, preciosa. Llega hasta el final —le pidió aumentando la fuerza con la que se masturbaba.
Verla gozar sin ningún tipo de inhibición le producía tal placer visual que se le endurecieron los testículos, lo que aumentó la presión que sentía en su interior.
Varios mechones de sedoso pelo negro se habían soltado del pasador con el que se sujetaba la melena y le enmarcaban el rostro rozándole los hombros. El banquete que veía ante sus ojos lo tenía embrujado, intoxicado y cautivado.
Kara deslizó dos dedos por el clítoris y los introdujo en la estrecha cavidad. Empezó a meterlos y sacarlos con fuertes y profundas embestidas. Acompañaba cada movimiento con un gemido y cada vez se metía los dedos más dentro y más rápido. Simon también aumentó el ritmo para que fueran acompasados.
—Córrete para mí —le exigió consciente de que, por mucho que deseara quedarse contemplándola durante el resto de sus días, no aguantaría mucho más tiempo.
Ella volvió a dirigir los dedos al clítoris, que se deslizaban con facilidad por el húmedo e hinchado trocito de piel. Dejó caer la cabeza hacia atrás y emitió un largo gemido gutural. Alcanzó un clímax intenso, gritando su nombre con la espalda arqueada y con estremecimientos que le recorrían todo el cuerpo.
Incapaz de contenerse ni un segundo más, Simon explotó. De no haber puesto la mano delante habría manchado la pared.
Kara se reclinó con la respiración entrecortada y los ojos vidriosos.
Simon se lavó las manos a toda prisa y cruzó el espacio que los separaba para meterse en la bañera. Atrajo hacia él el cuerpo de ella, que no opuso resistencia, y le cubrió la boca con un beso lánguido y tierno. Ella se apartó y desvió la mirada abochornada:
—No puedo creerme que haya hecho eso.
—No, Kara. —Le cogió la barbilla para levantarle la cabeza y mirarla a los ojos—. Jamás te sientas avergonzada conmigo. Eres preciosa. La mujer más atractiva que he visto en la vida. Ver cómo te masturbabas me ha puesto tan cachondo que me extraña que no me haya dado un ataque cardiaco. Ha sido increíble. No hay de qué avergonzarse.
Deseaba ser capaz de expresar lo mucho que le gustaría compartir con ella todas sus intimidades y la obsesión que sentía por estar cerca de ella. Se sentó en un asiento encastrado en la bañera y se apoyó en el respaldo, mientras el agua le lamía el torso. La colocó entre sus piernas y ella acomodó su cuerpo al de él, apoyando la espalda contra su pecho. Él la abrazó por la cintura para que no resbalara. Cuando sintió su cuerpo relajado apoyado sobre el de él, casi suspiró extasiado. Enterró el rostro en su pelo y al oler su cautivador aroma por primera vez en tres días sintió que por fin había vuelto a casa.
—Es que nadie me había visto hacerlo antes. Ya te he dicho que no tengo mucha experiencia —susurró—. Te he echado de menos. Sé que fui yo la que te apartó de mí. No debería haberlo hecho. Lo único que quería era que compartieras conmigo tu pasado y que me ayudaras a comprender lo que ocurrió la otra noche. Lo siento de veras, Simon. Yo…
—Chsss… ¡Calla! —Acercó la boca a su oído y susurró—: No ha sido por tu culpa, Kara. —Sus disculpas le hacían daño en el pecho, pues era él quien debería estar de rodillas pidiéndole perdón por no haberla tratado bien, por haberla apartado. Pero es que jamás había estado con una mujer que de verdad quisiera estar a su lado, con una mujer a quien le importara tanto como para intentarlo—. Es culpa de mi trauma. Es algo que no le he contado a nadie. ¡Ni siquiera se lo conté al loquero al que mi madre me envió cuando pasó lo que pasó! Al menos no todo.
—¿Helen te mandó a un psicólogo? —preguntó pensativa en voz baja.
Kara tenía las manos sobre los brazos que le rodeaban la cintura y las apretó con delicadeza a modo de consuelo.
Aunque el agua que lamía su piel aún estaba caliente, Simon sintió un escalofrío. Tomó aire y lo exhaló poco a poco, consciente de que en ese momento ya no había vuelta atrás. Era hora de arriesgarlo todo, de poner todas las cartas sobre la mesa y rezar por salir vencedor, por que ella lo quisiera lo suficiente como para quedarse a su lado. En realidad sí que confiaba en Kara, pero ¿de verdad quería sacar a la luz sus miedos irracionales y sus complejos? Pues no, por supuesto que no tenía ni puñetera gana de hablar de eso. Sin embargo, le obsesionaba estar con esa mujer que descansaba entre sus brazos con una fe y una confianza plenas en él, y con una paciencia y una dulzura que lo tenían cautivado.
«Nada se interpondrá entre nosotros. Jamás».
—Sí. Estuve yendo a la consulta del doctor Evans más de un año —comentó con un tono vacilante y seco, como si sus instintos libraran una batalla contra sus sentimientos—. Mi madre quería asegurarse de que estaba bien emocionalmente.
Kara volvió a colocarse en la bañera presionando su cuerpo contra el de él para acercarse todo lo posible. Deslizó las manos por los brazos hasta encontrar las suyas, que estaban bajo el agua, y entrelazó los dedos con los de él.
Simon inhaló su aroma, que lo embargó por completo, cuando ella inclinó la cabeza para apoyarse en su mandíbula.
—¿Simon? —susurró con suavidad.
—¿Sí? —preguntó apretándole los dedos con delicadeza.
—Te quiero. —Lo dijo tan bajito que él apenas la oyó—. Me encanta todo tu ser, adoro cada parte de ti. Nada de lo que te haya ocurrido en el pasado cambiará eso. Te quiero hasta cuando te vuelves mandón.
—Yo no soy mandón —repuso como por reflejo mientras las paredes del corazón se le desmoronaban para que pudiera salir volando. ¡Madre mía! Llevaba tiempo queriendo oír esas palabras de su boca, pero jamás se había imaginado que ese momento sería tan maravilloso. No tenía muy claro qué había hecho para merecer a una mujer como ella, pero no era idiota; se la pensaba quedar—. Sabes que no dejaré que me abandones en la vida, ¿verdad?
En realidad no le estaba haciendo una pregunta, sino dejando claras sus intenciones.
—No te lo he dicho para ponerte en un compromiso. Tan solo quería que lo supieras. —Con una entonación más relajada añadió—: Y sí que eres un mandón. Venga, cuéntame lo del doctor Evans.
¿En un compromiso? Ella no era ningún compromiso. Era su vida entera.
Emocionado, la estrechó entre los brazos con fuerza.
«¡Me quiere!».
Empezó a sentirse relajado a medida que la tensión abandonaba su cuerpo. De pronto hablar del pasado no le parecía tan difícil. Obviamente, preferiría llevarse a esta mujer a la cama y mostrarle lo mucho que la idolatraba, pero quería hacerlo habiéndose sincerado. Necesitaba explicarle lo que había ocurrido la otra noche y la única manera de hacerlo era hablando del pasado.
«¡Me quiere!».
Se dispuso a contarle toda la verdad.