Tres días después Simon garabateó su firma en el último de los documentos que su secretaria había apilado sobre la mesa esa misma mañana. Tiró el bolígrafo dorado con más fuerza de la necesaria sobre el montón de papeles que prácticamente llegaba al techo y se reclinó en la butaca de cuero suspirando frustrado mientras pensaba cuántos días más podría aguantar la tensión que había entre Kara y él.
«No nos acostamos juntos. No nos tocamos. No me despierto con su irresistible cuerpo abrazado al mío como si fuera una sábana de seda».
¡Manda narices! Hacía tres días se había levantado con la impresión de que aquella sería la mejor mañana de su vida, pero, por desgracia, lo que había ocurrido en el desayuno había convertido aquel día en uno de los peores de su vida.
Ella había querido hablar de lo sucedido la noche anterior.
Él, no.
Vamos, se había mostrado más que dispuesto a hablar sobre lo que había pasado después de que le diera el ataque —a comentarlo y a repetirlo, claro—, pero del ataque en sí… no, de eso no había tenido tantas ganas de hablar.
Se peinó el pelo con los dedos y se reclinó en la butaca tratando de relajar el cuerpo. En realidad la distancia que había entre los dos no era culpa de ella. No del todo. Kara no se había tomado mal que él no tuviera ninguna gana de hablar del tema, de hecho, le había dedicado una de sus dulces sonrisas y le había dicho que esperaría hasta que estuviera listo para hacerlo, pero entonces…, justo cuando él estaba pensando que ya podía esperar sentada porque posiblemente le saldrían canas y sería vieja antes de que a él le entraran ganas de sacar el tema, había soltado la bomba:
«No puedo hacer el amor contigo, Simon. No hasta que confíes en mí lo suficiente como para contarme lo que ocurrió. Es que no puedo».
Entonces, después de haberle puesto el mundo del revés con aquel comentario, lo había besado en la frente como si fuera un niño pequeño, le había deseado un buen día y se había marchado contoneando su lindo trasero. Y todo eso lo había hecho sin borrar la sonrisa. Alucinante.
En su favor había que decir que no le había puesto las cosas difíciles, ni había levantado la voz, ni había montado un escenita. ¡Ojalá lo hubiera hecho! De esa forma igual le habría cogido un poco de manía y le habría resultado más fácil superar este tormento.
Lo único que le molestaba de veras era que él sí que confiaba en ella. Lo que pasaba es que no quería hablar de ese tema.
—¡Vaya careto! ¡Ni que estuvieran a punto de llevarte a la horca! ¿Qué te pasa, hermanito? ¿Te empiezas a aburrir de Kara? Porque en ese caso a mí no me importaría…
—Si la tocas, te mato. —Simon se echó hacia delante, posó los puños apretados sobre la mesa y, mientras contemplaba cómo su hermano se paseaba por el despacho, lo amenazó con una mirada fratricida—. ¿Es que no sabes llamar a la puerta?
Sabía que Sam solo estaba intentando hacerlo rabiar. En realidad su hermano jamás volvería a acercarse a Kara. Se lo había jurado y perjurado cuando había ido a pedirle perdón por lo que había hecho en la fiesta. Sin embargo, eso no le impedía utilizar el tema para sacar a Simon de sus casillas.
Sam le dedicó una sonrisa vanidosa y se sentó en una silla delante de la mesa de Simon.
—¿Por qué iba a hacerlo? Soy el dueño de la empresa.
Simon pensó que lo único que era peor que compartir la propiedad de la empresa Hudson con Sam era que sus despachos estuvieron en el mismo piso.
—La última vez que lo comprobé yo también era el dueño —repuso de malos modos, pues no estaba de humor para las tonterías de su hermano mayor.
—Soy mayor que tú. Por tanto, tengo más antigüedad.
Sam puso los pies encima de la mesa de Simon, que esperó con paciencia a que su hermano se acomodara en la silla. Menudo caradura. Simon se inclinó hacia delante y pegó un brusco manotazo a los zapatos de cuero italiano, que acabaron por los aires.
—¡No pongas tus apestosos pies en mi mesa!
«¿Hay algo más gracioso en el mundo que ver a un hombre con un impoluto traje de diseño agitando los brazos como un pajarito para no caerse de una silla que está a punto de volcarse?».
Simon creía que no. No cuando el que aleteaba como una mariposa era Sam. Lo único que le hubiera hecho más gracia aún habría sido que la silla hubiera volcado y que su hermano se hubiera pegado un buen culazo.
Pero los pies de Sam se posaron a tiempo en el suelo y lograron evitar la caída. Se lo quedó mirando mientras se desabrochaba los botones de la chaqueta, que le quedaba como un guante, y se inclinó hacia delante para posar los codos sobre las rodillas.
—¿Era necesario?
Ahora al que le tocaba reírse era a Simon, que esbozó una sonrisa malvada.
—Creo que sí.
—No tengo la culpa de que hayas cometido el error de enamorarte y de que ahora estés hecho un asco. ¡Joder! ¡Pensé que estarías feliz porque ha vuelto a casa!
Sam se puso serio, se reclinó en la silla y puso las manos entrelazadas sobre el estómago. Simon levantó la cabeza con brusquedad.
—¿Acaso te he dicho yo que esté enamorado?
Sam dejó los ojos en blanco y respondió:
—No hace falta que me digas nada. Me lo dejaste bastante claro cuando cometí el error de tocarla y me metiste tal paliza que casi me dejas ciego.
—Eso no quiere decir que esté enamorado —farfulló Simon—. Y no fue porque la tocaras. Fue por la intención.
—¿Cuándo fue la última vez que me diste una paliza por haber tocado a una mujer?
—Jamás.
—A eso voy.
Simon suspiró.
—Kara y yo tenemos una desavenencia sin importancia.
Vale, para él sí que tenía importancia, pero tampoco era necesario contar toda la verdad a su hermano.
—¿Sobre qué?
—Quiere que confíe en ella y que le cuente el incidente que me dejó todas estas cicatrices —explicó con brusquedad—. Piensa que todavía tengo… —se mostró dubitativo antes de proseguir— traumas.
Sam entornó los ojos y preguntó:
—¿Y es así? ¿Los tienes?
La respuesta de Simon no se hizo esperar; de hecho, respondió demasiado rápido y demasiado a la defensiva:
—¡No! ¡Claro que no! Fue hace más de dieciséis años, ¡por el amor de Dios!
—El tiempo no lo cura todo, Simon —respondió Sam pensativo—. Quizá deberías contárselo. Puede que lo necesites. ¿Te arriesgarías a perderla por guardarlo en secreto? Es evidente que te ama y, quieras admitirlo o no, tú también estás enamorado. Supongo que lo que tienes que decidir es si esa chica merece la pena. —Sam se inclinó hacia delante y fulminó a Simon con la mirada—. No la cagues o te arrepentirás durante el resto de tu vida.
¿Dolor? ¿Remordimiento? ¿Tristeza? Simon vio pasar cada una de esas emociones por los ojos de su hermano durante un fugaz instante. Tomó aire y, cuando abrió la boca para preguntarle qué le pasaba, el semblante de Sam se había tornado indiferente y apático. Simon volvió a cerrar la boca tras analizar la expresión de su hermano: no había duda, no quería hablar del tema.
—No atiende a razones —refunfuñó Simon, volviendo a centrar la atención en su problema.
No presionaría a Sam para que compartiera su dolor si no quería.
—Admítelo. Estás enamorado de ella. —Sam se cruzó de brazos y dedicó a su hermano una mirada cómplice.
—Es muy cabezona.
—Estás enamorado de ella.
—Confío en ella. Se lo cuento todo, menos eso.
—Estás enamorado de ella.
—¡Joder! —Simon pegó tal puñetazo que la mesa entera tembló a pesar de estar hecha de roble macizo—. Me vuelve loco. Me hace feliz. Es tan guapa que me pasaría horas contemplándola. Es capaz de hacerme perder los estribos en cuestión de segundos. No le importa un pimiento que sea rico y está más cegata que un topo porque te juro por Dios que parece que no me ve las cicatrices. Me mira de un modo que me hace sentir como si midiera más de tres metros. Y me mira a mí. No mira al multimillonario, ni al empresario triunfador; mira al hombre que hay detrás de esa fachada. A veces se pone más terca que una mula, pero eso me gusta porque sabe lo que quiere. Es lista. Buena. Y me aguanta aunque sea un gruñón. Me acepta tal y como soy. —Se detuvo a tomar aire porque se estaba quedando sin aliento. Habiendo malgastado su ira en aquella retahíla, prosiguió sin fuerzas—. Total, que sí, que si estos sentimientos desenfrenados y absurdos que siento por ella cada minuto del día son amor… estoy jodido. No soy capaz de imaginar mi vida sin ella.
Estaba tan emocionado que la voz le temblaba y miró a su hermano mayor como si aquello fuera una tortura.
—Entonces no lo hagas —respondió Sam sin más, alzando una ceja y mirándolo a los ojos—. Esta empresa la montamos juntos, hermanito. Empezamos en un piso cutre de una sola habitación y ahora tenemos una de las empresas más importantes del mundo y somos más ricos de lo que jamás hubiéramos soñado. Si has sido capaz de lograr todo eso, te aseguro que eres capaz de superar esto. —El tono serio de Sam cambió para añadir—: Deja de mirarte el ombligo y busca soluciones.
Los labios de Simon dibujaron una tímida sonrisa. Hacía años que no oía a Sam decir esa frase. La repetían a menudo cuando empezaron a montar Hudson Corporation. Siempre que uno de los dos se quedaba encallado el otro le pegaba un empujón diciendo esas palabras. Se había convertido en una especie de mantra para ellos, pero hacía mucho tiempo que no lo necesitaban. Tenían un sinfín de trabajadores a su cargo que cobraban un buen sueldo precisamente para evitar que los problemas llegaran hasta cualquiera de los dos.
—A veces pienso que preferiría montar una empresa partiendo de cero que tener que enfrentarme a esto.
Sam se encogió de hombros.
—Los negocios son los negocios. A veces no es fácil, pero el resultado es bastante predecible. Las relaciones son una paranoia. No tienes datos, estadísticas ni nada que justifique la decisión de lanzarte. Solo emociones.
Sam se estremeció como si pensar en comprometerse con alguien fuera un tipo de tortura.
—Entonces, ¿por qué narices me animas a que lo haga? —Simon fulminó a su hermano con una mirada de irritación.
—Porque la necesitas. —Sam se levantó con brusquedad y se abotonó la americana—. Pero si alguna vez te cansas de ella…
—¡No empieces! —bramó Simon, pero su voz carecía de veneno.
Ese día se había dado cuenta de algo: su hermano también tenía secretos. No había superado a una mujer del pasado y, a juzgar por la extraña reacción que había tenido ante la pelirroja de curvas peligrosas, posiblemente fuera Maddie. Sospechaba que, fuera quien fuera, esa persona era la razón por la que Sam se cansaba tan rápido de las mujeres e iba de flor en flor sin que le afectara lo más mínimo. Lo que estaba intentando era llenar un vacío y olvidar. Simon sacudió la cabeza; su hermano mayor era lo suficientemente inteligente como para darse cuenta de que esa estrategia no funcionaría. Cuando una mujer se te metía bajo la piel, se quedaba allí para siempre.
La vida de Simon giraba ahora en torno a Kara y ninguna mujer podría sustituirla jamás, nadie podría llenar el terrible vacío que dejaría si algún día lo abandonara.
Sam recuperó su cautivadora sonrisa.
—Me quieres y lo sabes.
—Ahora mismo no —respondió Simon como por reflejo.
Sam se dirigió pavoneándose hacia la puerta con todos los pelos colocados en su sitio y el traje y la corbata impecables. Nadie se daría cuenta de que su hermano menor acababa de estar al borde de una crisis nerviosa y que él lo había presenciado.
Sam cogió el pomo de la puerta para salir, pero entonces Simon lo llamó con suavidad. Se giró sorprendido.
—¿Sí?
—Gracias por escucharme.
La mirada que se dedicaron valía más que mil palabras. Simon quería decir a su hermano lo mucho que le importaba, pero se le hizo un nudo en la garganta. Discutían a menudo, como suele pasar entre hermanos, pero Sam llevaba todos estos años dejándose la piel en el trabajo y, sobre todo, haciendo muchos sacrificios por él y por su madre.
—No hay nadie que merezca tanto la felicidad como tú, hermanito. La tienes al alcance de la mano. Cógela —respondió Sam mostrándole una vez más su apoyo incondicional antes de salir por la puerta sin volver a mediar palabra.
Tras una exhalación temblorosa Simon se puso de pie y cogió su maletín mientras contemplaba el elegante despacho. Toda la estancia —a excepción de la mesa y la silla— era art déco, un estilo que en realidad no le gustaba. ¿Cómo había sucedido eso?
Hace años que tenía ese despacho, pero nunca se había parado a pensarlo, nunca le había importado.
«Será porque le dijiste a la decoradora que hiciera lo que le viniera en gana».
Sí, esas fueron sus palabras exactas. Le daba totalmente igual la decoración que eligiera la diseñadora de interiores. Cada mañana venía al trabajo a ocuparse del negocio y después volvía a su piso para enfrascarse en sus proyectos en la sala de informática. A veces, al entrar y al salir del edificio de oficinas, saludaba con apatía a la secretaria y a su ayudante personal. A veces no. Siempre estaba tan concentrado en el trabajo, tan inmerso en esa burbuja, que de vez en cuando se olvidaba hasta de decir hola.
Tiró del nudo de la corbata color Borgoña para aflojársela y desabrochó el botón del cuello de la camisa. ¡Odiaba llevar traje!
«Cuidado con la corbata, ¡es una de las favoritas de Kara!».
En realidad no sabía si eso era cierto. No estaba seguro de que tuviera una favorita. Todas las mañanas, cuando entraba a la cocina vestido con traje y corbata, Kara le decía que estaba muy guapo. Pero la primera vez que se lo había dicho llevaba esa corbata y, desde ese día, le había dado por ponérsela bastante.
Se dirigió hacia la puerta del despacho sin hacer apenas ruido, pues la alfombra amortiguaba el sonido de las pisadas. ¡Estaba enamorado! ¿Desde cuándo se preocupaba por la corbata que se ponía, por la decoración de su despacho o por si era amable o no con sus empleadas?
Era obvio que había llegado la hora de irse a casa.
«A casa. Kara ha convertido mi piso en un hogar. Ya no es el lugar al que voy cuando acabo de currar. Su risa, su voz y su mera presencia lo convierten en un hogar».
Salió del despacho y cerró con delicadeza la puerta a sus espaldas. Entonces, desvió la mirada hacia Nina y frenó en seco ante su mesa.
—¿Necesita algo, señor? —preguntó con un tono profesional que contrastaba con su amplia y sincera sonrisa.
Miró con el ceño fruncido a su ayudante de pelo cano, que prácticamente quedaba oculta tras un gran ramo de rosas colocado en un sitio privilegiado de la mesa. ¿Se le había pasado su cumpleaños? No. Imposible. El cumpleaños de Nina era en septiembre y además Marcie, su secretaria, siempre se lo recordaba.
—Bonitas flores. ¿A qué se debe? —preguntó con curiosidad.
Nina le miró sorprendida con las gafas de cerca en la punta de la nariz.
—Es 14 de febrero, jefe. El día de los enamorados. Ya sabe: corazones, flores, romanticismo… —Esbozó una sonrisa de oreja a oreja—. Mi Ralph lleva 37 años enviándome dos docenas de rosas por San Valentín. —Suspiró—. ¡Siempre ha sido un romántico!
Su voz transmitía el cariño y la adoración que sentía por su pareja.
¿El día de los enamorados? Sí, conocía la tradición, pero nunca le había prestado atención: San Valentín pasaba cada año sin que le afectara lo más mínimo. Era otro día cualquiera, un periodo de veinticuatro horas durante el cual veía un montón de cupidos y corazones rojos…, eso si decidía prestarles atención, algo que no era habitual.
Echó un vistazo al despacho de su secretaria, que estaba al lado del de Nina, y le preguntó:
—¿Y tus flores?
Marcie dejó de teclear con diligencia para desviar la atención de la pantalla del ordenador y responder a la pregunta:
—Aún no me las ha dado. Mi marido me las regala todos los años antes de que salgamos a cenar. Es una tradición.
—Eh…, ¿es lo que se suele hacer? ¿Cena? ¿Flores?
Volvió a mirar a Nina con el ceño fruncido. ¡Maldita sea! No había preparado nada para Kara. Ella merecía romanticismo, corazones, flores y todas esas cosas que los hombres hacían por las mujeres el día de los enamorados.
—Depende. Cada pareja suele tener una tradición diferente —respondió su ayudante con una mirada inquisitiva—. ¿Se encuentra bien?
¡Mierda! No sabía qué hacer y odiaba esa sensación. ¿Qué podría convertirse en una bonita tradición? ¿Qué haría feliz a una mujer? ¿Qué la haría sentirse valorada? ¿Le habría mandado flores su ex? ¿La habría llevado a cenar?
Dejó el maletín en el suelo y trató de superar los celos que empezaban a crecerle por dentro. Daba exactamente igual lo que aquel capullo hubiera hecho por ella en el pasado… Simon lo haría mejor. Ahora era su chica y su deber era protegerla e idolatrarla. Quería que ese San Valentín fuera tan memorable que a partir de ese día no pudiera pensar en nada más que en él. El problema era que no tenía ni pajolera idea de cómo lograr su objetivo.
Se acercó a Nina inclinándose por encima de las flores y le susurró con vacilación:
—Kara.
Nina sonrió.
—Esa chica vale un potosí. Es una jovencita encantadora, jefe.
Solo una mujer en el mundo era capaz de hacerle pronunciar una palabra que jamás había salido de su boca:
—Ayúdame. —Curiosamente, como la petición estaba relacionada con Kara, no le resultó tan difícil decirla—. No sé qué hacer. ¿Podrías ayudarme, Nina?
Su ayudante se levantó de un salto con un entusiasmo y una velocidad que no eran normales para su edad. Hizo aspavientos a Marcie para que se acercara y las dos lo acorralaron para freírle a preguntas.
Normalmente se hubiera sentido avergonzado en una situación así: Simon Hudson, el multimillonario y socio de una de las empresas más potentes del mundo, en un corrillo con dos empleadas. Pero no se sentía abochornado, sino que escuchaba con suma atención cada palabra que pronunciaban las mujeres y cada consejo que le ofrecían.
Sam pasó por allí para dirigirse al ascensor y, a pesar de que cuchicheaban como si estuvieran organizando una conspiración, esbozó una sonrisa al lograr captar parte de la conversación.
Al ver la expresión de burla en el rostro de Sam Simon le hizo una peineta sin apenas despegar los ojos de las dos mujeres que parecían conocer al dedillo los misterios femeninos. En ese momento para él eran diosas.
Hizo caso omiso de la risilla que soltó Sam mientras se alejaba. Menuda pieza. Estaba deseando que llegara el día en que su hermano acudiera a él en busca de consejo.
Volvió a centrar toda su atención en Nina y Marcie y, dispuesto a aprender, las escuchó con los cinco sentidos.