Capítulo
7

No sé qué te da mi hermano, pero si, cuando acabe contigo, acudes a mí, te daré más.

El silencio fue interrumpido por una sensual voz masculina que le susurró al oído. Kara se pegó tal susto que, de no haber sido por la fornida mano que la cogió de la cintura, se habría caído del embarcadero.

—Eeeh…, tranquila.

Kara se giró hacia la voz, que ya sabía de quién era. Sam la acorraló, poniéndole las manos en los costados para evitar que huyera.

—¿Qué…, qué me dices?

Aquel hombre no le afectaba lo más mínimo, pero no le hacían ninguna gracia las confianzas que se estaba tomando.

—Te pagaré. La suma que me digas y del modo que elijas.

Aquella mirada tan fría la hizo estremecer. ¡Dios mío! Le estaban dando arcadas. Tragó saliva y observó aquel rostro con aspecto de deidad, incapaz de creer que se le estaba insinuando.

Como si fuera una ramera.

Una furcia.

Una prostituta.

En su interior la ira se despertó como un ave fénix y empezó a aumentar y a hacerse cada vez más intensa. Una rabia incontenible le nubló la visión y su cuerpo comenzó a temblar.

—A Simon no le importará —le aseguró Sam, poniéndole la mano sobre el hombro.

Su comentario le atravesó el cuerpo entero y la hizo saltar. Pero ¿qué narices se pensaban los Hudson? ¿Que podían comprar a toda mujer a la que se quisieran tirar? Echó el brazo hacia atrás y le pegó un tortazo… con todas sus fuerzas. Al golpear su arrogante rostro sonriente se produjo un chasquido que irrumpió en la oscuridad casi silenciosa, retumbando en la paz de la noche.

—Maddie tenía razón. Eres una víbora —le espetó temblando de rabia.

—¿Maddie? ¿Maddie Reynolds?

Sam estaba atónito. No sabía si se había quedado así por la bofetada o por oír el nombre de Maddie, pero tampoco le importaba. Lo apartó de un empujón y echó a correr. Se salió del camino iluminado y corrió por el césped recién segado hasta llegar a la entrada de la casa. Corrió entre los coches buscando a James, que esperaba pacientemente en el Mercedes. Abrió la puerta del coche y se instaló en el asiento del copiloto.

—Llévame a casa, por favor —le rogó con un nudo de lágrimas en la garganta que le quebraba la voz—. Por favor.

—¿Se encuentra bien, señorita Kara?

Aunque estaba oscuro y no podía verle la cara supo por la voz del chófer que estaba preocupado.

—No me encuentro bien. Tengo que irme a casa —afirmó incapaz de ocultar la desesperación con la que se lo pedía.

—¿Puedo hacer algo por usted?

—Sí. Llévame a casa. Me pondré bien.

No se pondría bien. Ni ahora ni mañana. Seguramente tardaría mucho tiempo en recuperarse, pero eso no se lo dijo.

El bueno de James no le hizo más preguntas. Arrancó el vehículo y se dirigió directo al piso.

A Kara le temblaban las manos y se aferró con fuerza a los zapatos que llevaba en el regazo mientras se esforzaba por que las lágrimas que le inundaban los ojos no rebosaran. No podía llorar. No tenía motivos para hacerlo. Los Hudson tan solo estaban haciendo lo que para ellos era normal. La que tenía el problema era ella. Había hecho una absoluta estupidez: no había logrado resistirse a enamorarse de Simon Hudson. Estaba locamente enamorada. Lo amaba con una pasión y un desenfreno que en nada se parecían al amor que había sentido por su ex. Este amor la tenía hecha un lío, le arañaba el alma y le revolvía las entrañas; era el tipo de amor que la haría sufrir. Y mucho.

Reprimió un amargo sollozo mordiéndose el labio hasta que se hizo sangre y giró la cabeza a la derecha para ver pasar la ciudad por la ventana del coche que la llevaba a casa.

«Ya te has enfrentado antes a la pérdida, Kara. Lo superarás».

A raíz del fallecimiento de sus padres se había acostumbrado a recurrir a palabras de ánimo y arengas para superar las batallas más arduas. Hasta ahora siempre le habían funcionado. Al fin y al cabo había llegado hasta aquí, ¿no?

«Lo olvidarás. El tiempo lo cura todo».

Notó que un peso insoportable se instalaba en su pecho y la aplastaba.

Por primera vez en la vida Kara Foster sintió que se estaba mintiendo a sí misma.

—¡Kara! —vociferó Simon dando un portazo tras entrar en el piso.

Tiró las llaves sobre la encimera de la cocina sin ningún cuidado. Vio que había una tarjeta y un pequeño regalo envuelto con cuidado, pero lo ignoró y continuó corriendo por el piso como un poseso.

»¡Kara!

Siguió gritando su nombre hasta quedarse afónico, pero todos los cuartos estaban vacíos. El dormitorio de ella estaba intacto; tan solo faltaba su mochila.

»¡Mierda!

Volvió a la cocina y, al coger la tarjeta y el paquete envuelto en papel de colores, encontró un cheque de Kara por un valor de noventa mil dólares y una nota.

Te devolveré el resto en cuanto encuentre un trabajo. He dejado todos tus regalos excepto un par de vaqueros y algunas camisas. Gracias por todo. Siempre te estaré agradecida.

Kara

¿Qué era eso? No quería su gratitud…, sino a ella.

Arrugó el papel con fuerza hasta que se le quedaron los nudillos blancos.

¿Le había dejado?

Sin darle una explicación.

Sin despedirse.

Se había… esfumado.

Cogió el regalo y la tarjeta y se fue al salón a servirse una copa. Se tomó un whisky de un trago antes de servirse otro y se sentó en un sillón de cuero tras dejar la copa en una mesita a su lado.

Apoyó la cabeza en el respaldo y cerró los ojos. Deseaba volver al momento en el que Kara y él habían salido del piso para ir a la fiesta. Si pudiera volver atrás, se habría comportado de otra manera: no habrían salido de casa.

Esa noche había estado a punto de matar a su hermano. Le había dado una paliza tras enterarse de que le había entrado a Kara. No le había costado mucho averiguarlo: Kara había desaparecido y Sam llevaba la marca de una bofetada en la cara que obviamente le había propinado alguna mujer cabreada. Se había pasado de la raya: le había hecho creer a Kara que a Simon no le importaría que Sam se la follara.

Sam iba como una cuba cuando le había confesado lo ocurrido y Simon había perdido los papeles de tal modo que no le había importado lo más mínimo lo borracho que estuviera: lo había tirado al suelo y no había dejado de golpearlo hasta que su madre se había interpuesto entre ellos. Era la primera vez que su hermano y él llegaban a las manos. Sam jamás le había puesto un dedo encima y Simon nunca se hubiera imaginado pegando un puñetazo a su hermano. Hasta ese día. Hasta que llegó Kara. La idea de otro hombre tocándola le hacía perder los estribos.

Simon no se sentía mejor porque Kara hubiera rechazado a Sam y le hubiera pegado semejante guantazo. Seguramente se había sentido agredida y confundida. Encima, lo había abandonado. Solo de pensarlo le entraban ganas de volver a la casa para pegarle otra paliza al imbécil de su hermano.

Abrió los ojos al darse cuenta de que había arrugado la tarjeta. La extendió y la abrió.

Simon,

¡Feliz cumpleaños! Quería regalarte algo sin gastarme tu dinero, algo que fuera especial. Se me ocurrió este regalo porque sé que tienes una colección de monedas.

Es de mi padre. Era su penique de la suerte. Lo encontró el día que conoció a mi madre. Juraba y perjuraba que lo había encontrado pocos segundos antes de verla por primera vez. Siempre decía que gracias a ese penique había tenido la inmensa suerte de conocerla.

Siempre lo he llevado conmigo. He llegado hasta aquí, así que supongo que me ha dado suerte.

No es gran cosa, pero quiero que lo tengas tú. Sé que en realidad no necesitas tener suerte, pero me sentiré mejor si sé que lo tienes. Espero que te proteja.

Kara

Simon rompió el envoltorio y se quedó mirando con mucha concentración la cajita de plástico gastado. Finalmente la abrió para ver mejor la moneda.

Perplejo, le dio una vuelta y después otra. Madre mía, era un penique de cuño doblado de 1955 y estaba en muy buen estado. No era un tasador profesional, pero estaba convencido de que tenía bastante valor.

¿Era consciente la loca de ella de que había estado yendo por ahí con una pieza tan singular? Una moneda que, si la vendiera, tendría para comer varios meses.

Probablemente no. Además, sabía que Kara preferiría morirse antes que vender un objeto con tanto valor sentimental.

Pero se la había dado a él. Había renunciado a algo que era muy valioso para ella para regalárselo por su cumpleaños.

Cerró la cajita y apretó la moneda entre los dedos antes de ponérsela sobre el corazón. Sintió que el dolor le atravesaba el esternón: ¿por qué se había desprendido de una moneda que había pertenecido a su padre? ¿Por qué se la había dado a él? El instinto le decía que para ella era un objeto especial, tanto que siempre lo había llevado consigo.

Simon se acabó la segunda copa de whisky y se guardó la moneda en el bolsillo delantero. No se separaría de ella hasta que pudiera devolvérsela. En persona.

Cogió el móvil y llamó a su jefe de seguridad. Hoffman respondió al segundo toque.

—¿La estáis siguiendo? —preguntó Simon con brusquedad, sin preocuparse de las formalidades.

—Por supuesto. No sabía qué estaba ocurriendo, pero la hemos seguido y parece haber encontrado un lugar para pasar la noche. Es un buen barrio, la casa es decente y pertenece a una tal doctora Reynolds —informó Hoffman.

—Se ha marchado. Que la siga un equipo las veinticuatro horas del día. Quiero saber hasta cuándo estornuda.

—Muy bien, jefe. Así será.

Simon colgó con un suspiro. Era evidente que había ido a dormir a casa de su amiga Maddie. Allí estaría bien. De momento.

No le había contado a Kara que llevaba escolta desde el día del incidente de la clínica. El equipo de Hoffman trabajaba por turnos para vigilarla y permanecía alerta cada minuto del día. La policía no había detenido a los yonquis que le habían disparado en la clínica y Simon no estaba dispuesto a correr ningún riesgo. Kara los había visto de cerca y había ayudado a la policía a realizar los retratos robot. Tenía que estar protegida hasta que pillaran a esos capullos. Simon necesitaba asegurarse de que Kara estaba a salvo.

Todos sus instintos, cada célula de su cuerpo, lo instaban a ir a buscarla para traerla de vuelta, en brazos si fuera necesario. Estaba deseando hacerlo, pero sabía que no saldría bien. Era obvio que el incidente con Sam la había disgustado y sería mejor que le diera un poco de tiempo. Arrastrarla a su casa solo solucionaría el problema temporalmente y Simon no estaba interesado en el corto plazo. Necesitaba a Kara y quería tenerla para siempre. No se contentaría con otra cosa.

Si hace unas semanas alguien le hubiera dicho que conocería a una mujer sin la cual no podría vivir, se habría desternillado de la risa. Pero en ese momento no le hacía ninguna gracia. Kara era lo más importante en su vida y era incapaz de plantearse un futuro sin ella.

¿Qué tipo de vida había llevado antes de conocerla? Frunció el ceño recordando a todas las mujeres que se había tirado en el pasado. Mujeres que tenían que beber y ser agasajadas con regalos prohibitivos para ofrecerle sus cuerpos. Habían sido experiencias vacías con personas que toleraban sus actos a cambio de dinero. Aquellos tratos habían satisfecho de forma temporal sus necesidades, pero le habían dejado un inmenso vacío, que ni siquiera había notado antes de conocer a Kara. Había descubierto lo que suponía estar con una mujer que lo deseaba de verdad y ya no había vuelta atrás. Necesitaba a Kara más que al aire que respiraba. Simon puso a Dios por testigo de que, a pesar de que no la merecía, la recuperaría.

Hizo un esfuerzo para ir al dormitorio, se desnudó y se dirigió hacia la cama. Se dio la vuelta con brusquedad y volvió a la pila de ropa que había dejado en el suelo para rebuscar en el bolsillo de los pantalones. Sacó la moneda que Kara le había regalado, cerró la mano y, aunque estaba totalmente desvelado, se metió en la cama deseando que el sueño lo ayudara a olvidarse de todo.

La partida de Kara era como una tortura cruel. La casa estaba demasiado silenciosa, demasiado vacía. Desde que había cruzado la puerta por primera vez, su presencia había sido palpable y Simon percibía el fantasma de su esencia y los ecos de su risa.

Metió la moneda bajo la almohada y se tumbó de espaldas. Estaba agitado y rezó para que el sueño se lo llevara…, pero Dios debía de estar ocupado porque se pasó en vela casi toda la noche, buscando la mejor estrategia para recuperar a Kara.

La recuperaría. Era la única opción que se planteaba. Tan solo tenía que encontrar la mejor forma de alcanzar su objetivo.

Cuando por fin consiguió dormirse ya despuntaba el día, pero no logró descansar, pues las visiones de Kara lo atormentaron en sueños.