Capítulo
6

Samuel Hudson vivía en una lujosa mansión en South Tampa, una zona tan rica que Kara, a pesar de haber crecido en la ciudad, nunca había pisado. Cuando James detuvo el coche en la glorieta que daba acceso a la entrada principal de la residencia palaciega, Kara estaba tan atónita que le costaba cerrar la boca.

—Es… espectacular —le susurró a Simon cuando este la cogió de la mano para ayudarla a salir del coche.

—¿Ahora entiendes por qué no he traído el coche? —preguntó con desgana observando la gran cantidad de ostentosos vehículos que estaban aparcados en fila.

—Atrae a las masas, señor Hudson —le susurró Kara al oído mientras recorría con los ojos su masculino rostro—. Feliz cumpleaños. Tengo un regalo para ti, pero te lo daré luego.

Se le iluminó la cara con una sonrisa traviesa y picarona mientras le dedicaba una mirada fogosa.

—Pensé que ya me lo habías dado anoche. Y otro hace un rato.

—¡Simon!

Se negaba a volver a sonrojarse. No lo haría. Por supuesto que no. Era una mujer adulta y madura, y no se escandalizaría por una simple indirecta. Por el amor de Dios, si ya casi era enfermera, una profesional acostumbrada a ver el cuerpo humano vestido y sin vestir. No era ninguna jovencita y le enfurecía que Simon pudiera hacerla sentir como tal.

—Vale, vale… Pero, si quieres volver a hacerlo, yo no opondré resistencia. De hecho, podemos volver a casa ahora y…

—Entra ahora mismo, cumpleañero.

Kara se echó a reír mientras él la cogía de la cintura y la guiaba hacia la puerta con una tímida sonrisa de satisfacción en los labios.

—Mañana por la noche saldremos los dos solos —masculló agarrándola con más fuerza mientras la guiaba hacia la puerta principal.

—¿Mañana? —preguntó confusa.

—Por tu cumpleaños. Te invito a cenar. Los dos solos.

Tras subir la escalinata de mármol Kara se detuvo ante la gran puerta de doble hoja y se giró para mirarlo a los ojos.

—No me vas a invitar a cenar. Ya has hecho bastante. No hace falta.

—Hace muchísima falta —respondió Simon con rotundidad—. Quiero hacerlo. Es tu cumpleaños.

La puerta se abrió de par en par antes de que Kara pudiera responder.

—¿Qué pasa, hermanito? Me alegra que hayas decidido venir a tu fiesta.

Kara reconoció de inmediato a Sam Hudson. Simon tenía razón: tenía la belleza típica de una estrella de cine. Iba vestido con un estilo parecido al de Simon y llevaba un jersey verde esmeralda, que prácticamente era del mismo color que sus ojos. Parecía un dios mitológico: rubio, enorme…, pero a Kara no le parecía ni la mitad de atractivo que Simon; desde un punto de vista objetivo Sam tenía unos rasgos muy estéticos y un cuerpo espectacular, pero… no le llegaba ni a la suela del zapato a su hermano menor.

Sam dio un paso hacia atrás y les indicó con la mano que pasaran. Kara notó cómo le pasaba revista, cómo la analizaba para tratar de encasillarla. Mientras cruzaba el vestíbulo de mármol se preguntó qué le habría contado Simon de ella.

—Kara, este es mi hermano Sam.

Simon los presentó sin formalidades antes de coger la chaqueta que Kara se estaba quitando. Un hombre mayor —un mayordomo, era obvio— retiró la americana del brazo de Simon.

—Vaya, hermanito, ahora entiendo por qué últimamente no te he visto el pelo —bromeó Sam en voz baja.

Kara estiró el brazo con educación.

—Es un placer conocerte, Sam. Tu madre me ha hablado mucho de ti.

—Lo mismo digo. —Una mano enorme agarró la de Kara engulléndola por completo. El apretón de manos duró un poco más de lo normal—. Mi madre también me ha hablado mucho de ti. Todo cosas buenas, claro —respondió Sam con una sonrisa de oreja a oreja y un tono convincente.

«Se le da bien. Ahora entiendo por qué Helen dice que cautiva a todo el mundo. Es una pena que su sonrisa no alcance el brillo de sus ojos».

Kara tiró del brazo para zafarse de su mano y lo dejó caer a un costado.

—Comed, bebed, divertíos… —sugirió Sam con efusividad mientras daba unas palmaditas en la espalda a Simon—. Feliz cumpleaños, hermanito.

—Gracias por la fiesta —refunfuñó Simon fulminándolo con una mirada en plan «Te la devolveré».

Tras lanzarle esa mirada que solo puedes dedicar a un hermano Simon empujó a Kara hacia la muchedumbre que comía en el salón.

—Me quieres y lo sabes. —El tono de Sam era burlón y arrogante al mismo tiempo.

—Hoy no —renegó Simon.

Sam soltó una carcajada traviesa antes de dirigirse a un grupo de invitados que le hacían gestos para que se acercara.

—Menudo cabrón —murmuró Simon irritado.

Kara puso los ojos en blanco mientras se reía por dentro.

—Es tu hermano, Simon.

—Hoy no —repitió acariciándole la espalda, mientras la empujaba hacia las mesas repletas de exquisitos canapés y bebidas.

La casa de Sam era impresionante. La llamativa decoración en blanco aportaba gran luminosidad y hacía que el espacio, grande de por sí, pareciera aún más amplio y elegante. La ropa que llevaban los invitados y la comodidad con la que charlaban en aquel entorno tan suntuoso dejaban patente su estatus y su riqueza.

Kara intentó que no se notara mucho que prácticamente era una indigente, pero le costaba no mirar boquiabierta todo lo que había alrededor. Las mujeres, ataviadas con diamantes y piedras preciosas, tenían pinta de estiradas. Los hombres, que olían a dinero y poder, se agrupaban en círculos en los que, con toda probabilidad, se hablaba de negocios o de fútbol.

Simon se acercó a un gran bufé que reponían constantemente unos camareros en silencio y llenó dos platos con canapés elaborados. Kara fue a coger servilletas, pero estaban dobladas con tal precisión que prácticamente se sintió culpable por descolocarlas. Frunció el ceño al darse cuenta de que los platos eran de porcelana fina. A ella le daría mucha rabia tener que lavar toda esa vajilla y se preguntó cuántos lavaplatos serían necesarios para limpiar todo aquello cuando concluyera la fiesta. ¿Es que los ricos no habían oído hablar de las servilletas y los platos de papel?

Una vez que se hubieron situado en un lugar tranquilo Kara se dispuso a comer y, aunque no tenía ni la menor idea de lo que se estaba llevando a la boca, no hizo ascos. Ni mucho menos. Cada bocado que daba se le derretía en la boca y, cuando acabó con el último manjar, se lamió los labios temiendo que le quedaran migas por la cara.

—Madre mía, estaba todo delicioso —comentó agradecida mientras le entregaba el plato vacío a un camarero.

—¿Desea que le traiga algo más, señora? —preguntó con cortesía el camarero.

—No, gracias. Estoy llena.

Kara sonrió al hombrecillo, que respondió inclinando la cabeza antes de marcharse.

Simon, que ya se había deshecho de su plato, cogió dos copas de champán de la bandeja de una camarera.

—Eso es lo que me encanta de ti —susurró dándole la copa.

—¿El qué?

Le miró sorprendida antes de coger la copa. Pegó un sorbito al champán para decidir si le gustaba o no. Era seco, pero no estaba mal.

—Disfrutas con la comida. Ni le haces ascos ni comes como un pajarito. Cuando te miro casi me da envidia. Se nota que gozas cuando la comida es buena —respondió antes de pegarle un buen trago a la copa—. Verte comer es una experiencia erótica.

Kara se encogió de hombros mientras inclinaba la copa.

—Cuando no tienes una despensa inagotable ni sabes cuándo será la próxima vez que podrás llevarte un bocado a la boca, aprendes a valorar el sabor de la comida.

—¿Comer siempre será una experiencia orgásmica para ti? —preguntó como quien no quiere la cosa, pero con un brillo especial en los ojos.

Intentó reprimir la sonrisa con todas sus fuerzas, pero en cuanto lo miró a los ojos sus labios se curvaron.

—Seguramente.

—¡Simon!

Una voz masculina de tenor cruzó la sala y los dos se giraron para ver a un hombre de mediana edad con un brazo en alto que trataba de llamar la atención de Simon.

—Date una vuelta, cumpleañero. Eres el invitado de honor —le dijo Kara sonriendo—. Voy a acercarme a hablar un rato con tu madre.

Aunque no mostró mucho entusiasmo, se alejó de ella y se dirigió hacia el hombre que seguía agitando los brazos para saludarlo. Bebió otro sorbo y observó cómo Simon avanzaba por la sala, saludando a gente con una sonrisa encantadora. Quizá no tuviera el carisma de Sam, pero se las apañaba bastante bien. No mostraba rastro alguno de incomodidad codeándose con esa gente. De hecho, iba de grupo en grupo charlando y manteniendo conversaciones triviales como si fuera lo más natural del mundo.

«Porque para él lo es. Puede que no le gusten los eventos sociales, pero es capaz de seguir el rollo».

No lograba despegar la mirada de Simon. Le fascinaba descubrir una faceta que no había visto hasta ese momento. Simon tenía muchas capas, una personalidad llena de matices.

Se esforzó por dejar de mirarlo embobada y empezó a buscar a Helen, a quien encontró junto al bufé.

Estuvieron hablando un rato hasta que se llevaron a su amiga. Como no quería que se notara que no conocía a nadie más, se acercó a unas puertas ornamentadas, convencida de que darían al exterior y de que la vista sería espectacular.

En una terraza sobre un jardín se sentaban varios invitados en mesitas al resguardo de curiosos. No todas se encontraban ocupadas. Estaba empezando a oscurecer y se había levantado cierta brisa, pero Kara llevaba tanto tiempo dentro de aquella casa abarrotada que le sentó bien un poco de aire fresco.

Respiró hondo al salir. Bajo las escaleras nacía un caminito de adoquines que parecía conducir a un embarcadero. Justo antes de decidirse a bajar oyó una conversación que la hizo detenerse en seco.

—Pensé que podríamos pasar un rato juntos, Simon. He visto una pulsera de diamantes divina y me encantaría tenerla. —La voz femenina tenía un deje fingido y afectado.

Kara esperaba no ver al Simon que prácticamente le acababa de dejar sin aliento en un ascensor, pero necesitaba saberlo, así que se armó de valor y giró la cabeza despacio. Al ver los hombros anchos, el pelo oscuro y el jersey que sabía que llevaba Simon se le cortó la respiración. Estaba de espaldas a ella a pocos metros. Unos brazos estilizados le rodeaban el cuello y unas uñas de manicura se apoyaban con naturalidad sobre su nuca.

—Me han hablado del tipo de tratos… que ofreces. Esperaba que pudiéramos llegar a un acuerdo. —La edulcorada voz resultaba muy seductora y las manos de la mujer se paseaban por los hombros de Simon como si fueran suyos.

Kara empezó a sentir náuseas y se alejó de la pareja sin hacer ruido. No quería que Simon la viera ni que la mujer anónima pensara que los estaba espiando aunque probablemente le daría igual. Aquella rubia era como un gato clavando las uñas en una presa y no dejaría que la distrajeran de su objetivo.

Aunque la luz no era tan intensa como en el interior de la casa a Kara le bastó una mirada fugaz para darse cuenta de que la mujer que Simon tenía entre los brazos era todo lo que ella no era: rubia, delgada, bien maquillada y peinada con esmero. Es decir…, tan estupenda que daban ganas de vomitar.

Kara era incapaz de moverse o de reaccionar; tenía los ojos pegados a la pareja y sus pies parecían estar enterrados en cemento. Oyó susurrar algo a la mujer, pero no pudo descifrar lo que decía. Los labios rojo pasión esbozaron una sonrisa calculada antes de que la rubia agarrara a Simon por la nuca y lo acercara a su boca.

Con el corazón a cien por hora Kara bajó los escalones más rápido de lo que sus delicados tacones de aguja se lo permitían. Necesitaba escapar cuanto antes de la escena digna de una película de terror que se acababa de proyectar ante sus ojos. Como los tacones se le enganchaban en los adoquines del camino, se quitó los zapatos sin apenas detenerse y continuó avanzando con ellos en la mano.

«Respira. Concéntrate en respirar».

Llegó al embarcadero jadeando y con el estómago revuelto. Se aferró a la barandilla de madera para recuperar el equilibrio y trató por todos los medios de normalizar la alterada respiración.

«Respira. Inhala. Exhala. Inhala. Exhala. No pasa nada. No pasa nada». La vida sexual de Simon Hudson no era asunto suyo. No tenía ningún compromiso con él y, visto lo visto, él con ella menos. Se habían acostado sin ataduras.

«Inhala. Exhala. Inhala. Exhala otra vez».

Logró volver a respirar con normalidad, pero seguía sintiendo náuseas. Ahora entendía por qué Simon nunca había tenido novia. Había un sinfín de mujeres haciendo cola para entretenerlo… a cambio de algo. ¿Un acuerdo? ¿En serio? Ahora entendía que Simon nunca hubiera tenido una relación larga. Las mujeres lo utilizaban y él las utilizaba a ellas. El estómago le dio otro vuelco y se agarró con más fuerza a la madera.

«Olvídalo. No importa».

No debería importarle…, pero le importaba. Le dolía que Simon estuviera negociando un acuerdo para follarse a otra mujer cuando estaba tonteando con ella. Es más, hacía apenas unas horas que habían echado un polvo increíble. O eso pensaba ella. Quizá solo había sido decisivo para ella. Quizá él echaba de menos atar a las mujeres, tenerlas indefensas con los ojos vendados. Quizá es eso lo que necesitaba.

«¿Pensabas que eras alguien especial? ¿La mujer que ayudaría a Simon a librarse de las inseguridades del pasado? Quizá no tiene ninguna. Quizá le gusta vivir así. Quizá lo que pasa es que eres tonta de remate y no sabes entender a un playboy multimillonario que puede comprar a la mujer que desee».

Sus pensamientos eran un torbellino que la martirizaba y acabó preguntándose si todo lo que hasta ahora había visto en Simon no era más que un castillo en el aire, una falacia que ella misma se había inventado, un hombre que se había imaginado.

«En el fondo no piensas así».

—El problema es… que ya no sé qué pensar —murmuró para sí misma con voz temblorosa.

Todas sus ilusiones se habían desvanecido y ya no tenía ni idea de qué pensar. Había confiado en Simon, lo había tomado por un hombre decente con un pasado oscuro, pero su comportamiento la había dejado hecha un lío, se sentía humillada y devastada.

Con la mirada perdida en las luces que parpadeaban en las ondas del agua se frotó los brazos para que dejaran de temblar. ¿Cómo lograría borrar la imagen de Simon besando a un pibón descerebrado, a una mujer tan perfecta que Kara no entendía qué había visto Simon en ella?

Pestañeó y una lágrima le cayó en silencio por la mejilla. Lo más probable es que jamás lo olvidara. Esa escena, la sensación de traición y el terrible dolor se quedarían con ella durante un tiempo. Kara permaneció ensimismada en sus pensamientos como una sombra inmóvil en el embarcadero. Había dejado de tener frío. Ojalá no tuviera que volver a la fiesta ni enfrentarse a la realidad.

Pero lo haría. Tenía que hacerlo. Aunque lo evitaría todo el tiempo que fuera posible.