Simon empezó a despotricar mientras se enrollaba una toalla blanca alrededor de la cintura. Después de haber estado haciendo ejercicio se había metido del tirón a la ducha que tenía en el gimnasio y se había olvidado por completo de traer ropa limpia del dormitorio. Estaba cabreado porque la maldita toalla apenas le tapaba las partes nobles.
Miró con asco el chándal sudado y maloliente. Ahora que estaba limpito, no se lo pensaba volver a poner.
Kara aún no había llegado a casa, así que, en principio, le daría tiempo a llegar hasta su cuarto. Se peinó con los dedos el pelo mojado y abrió la puerta del baño, listo para bajar corriendo las escaleras.
Sintió un golpe de aire frío al salir del baño lleno de vapor. ¡En el gimnasio hacía un frío que pelaba! Había bajado la temperatura para hacer deporte y ahora estaba congelado.
—Simon, ¿estás…?
La voz femenina lo cogió por sorpresa y se quedó inmóvil en medio del gimnasio. El corazón empezó a latirle a gran velocidad cuando Kara entró en la sala de máquinas con total normalidad.
Mientras Kara le recorría con los ojos, él se estremeció esperando una mirada de repugnancia… o algo peor. Las cicatrices que tenía en el pecho y el abdomen estaban a la vista, algo que trataba de evitar por todos los medios posibles. Siempre las ocultaba y, sobre todo, a las mujeres.
Trató de mover los pies para dar media vuelta y volver al baño, pero, cuando sus ojos se toparon con los de Kara, se quedó paralizado.
Se estaba acercando a él muy despacio con los ojos abiertos como platos, pero no parecía horrorizada, sino… ávida. Sacó la lengua para lamerse los labios y susurró extasiada:
—Madre mía, eres enorme. ¡Qué músculos! Sabía que estabas tremendo, pero no que a tu lado un estríper parecería un tirillas.
Al llegar a su altura Kara tiró la mochila al suelo y Simon tragó saliva:
—Tengo cicatrices.
«¡Como si no se hubiera dado cuenta!».
La tenía tan cerca que la podía oler. Empezó a empalmarse a medida que inhalaba su dulce fragancia y Kara estiró el cuello para mirarlo a los ojos con una expresión de deseo que le golpeó las entrañas como un tren de mercancías a gran velocidad.
Aunque le temblaba la voz, Kara logró pronunciar entre jadeos:
—Por favor, Simon, no me pidas que no te toque. Necesito tocarte. Si no me dejas, creo que me moriré.
Simon se había imaginado todo tipo de reacciones…, menos esta. La necesidad de sentir esas manos pequeñas y hábiles en su piel propagó un calor abrasador por todo su cuerpo. ¿Cómo podía mirarlo con tanto deseo?
—No me gusta que me toquen —replicó con voz grave.
—¿No te gusta o no estás acostumbrado? —preguntó con delicadeza.
¡Menudo mentiroso estaba hecho! En ese momento nada le apetecía más que sentir las manos de Kara sobre su cuerpo. En ese preciso instante.
—No lo sé —respondió con sinceridad, aturdido por la reacción que había desatado en Kara.
—Tienes un cuerpo muy bonito, Simon —le dijo levantando las manos para tocarle el pecho.
Simon se armó de valor mientras las manos de Kara le acariciaban el pecho y se deslizaban por su piel. El contacto era tan erótico, tan sensual, que era como estar haciendo el amor, y todo su ser empezó a arder. Apretó los dientes forzando a su cuerpo a relajarse…, pero no había manera. Kara deslizó los dedos despacio por su vientre hasta que a Simon se le cortó la respiración.
—Estás tan duro.
Así era. Estaba duro. Por todas partes.
—¡Kara!
Simon empezó a jadear cuando los labios húmedos de Kara se unieron a los intrépidos dedos y la lengua empezó a lamerle el pecho.
—Mmmm…, hueles tan bien. Y sabes aún mejor.
Cuando le mordisqueó un pezón casi se corrió allí mismo. Acto seguido, le pegó un sensual lengüetazo que le hizo estremecer el cuerpo entero, que ya estaba al borde de la combustión.
—Para —gruñó.
«No, no pares».
Le agarró de la toalla y tiró de ella. El trozo de tela no opuso gran resistencia y Kara lo lanzó al suelo.
—Me encanta cómo sabes, Simon. No me hagas parar —le rogó cogiéndole con su pequeña mano el miembro empalmado—. Quiero catarte.
¿En serio?
¿Se refería a…?
—Enterito.
Pues, sí, se refería a eso.
Sus ojos se tornaron de un azul más intenso cuando le dedicaron una mirada suplicante. Dios mío, no había escapatoria. Tenía más necesidad de que aquellos suculentos labios se posaran en su polla que de respirar.
—Kara… Yo nunca… Yo no…
Siempre había necesitado ser el dominante y atar a sus amantes. Nunca había querido meterles la polla en la boca cuando yacían indefensas debajo de su cuerpo. Y tampoco ninguna de ellas había querido que lo hiciera.
—Mejor. Así no te darás cuenta si no lo hago bien del todo.
La mirada de vulnerabilidad que Kara le dedicó lo dejó sin respuesta y le hizo olvidar las cicatrices que cruzaban su cuerpo y que lo hacían sentir tan inseguro. Le entraron ganas de ir a buscar al ex de Kara para darle una somanta de palos.
—Es imposible que contigo no sea extraordinario —repuso con una mezcla de rudeza y pasión desenfrenada.
Le apoyó la mano en la nuca para acercarse a su boca mientras le agarraba del culo con la otra mano para atraerla aún más hacia él.
«Mis cicatrices le dan igual. Aun así me desea. No hay mujer sobre la faz de la tierra capaz de fingir esa reacción».
Le embistió la boca una y otra vez, tratando de mostrarle de esa manera lo que había significado para él que le aceptara tal y como era. Ella le devolvió el beso con una fogosidad que lo puso a cien. Sus lenguas se entrelazaron y Kara emitió uno de sus dulces gemiditos dentro de su boca; un sonido que casi logra que Simon pierda la cabeza.
Kara separó la boca de la de Simon y se fue agachando hasta ponerse de rodillas. A medida que descendía fue recorriendo con la lengua el pecho y el abdomen. ¡Madre de Dios! Simon no tenía claro si podría aguantarlo.
Perlas de sudor se le acumularon en la frente y comenzaron a caerle por el rostro mientras la sangre le golpeaba los oídos, atacados a su vez por el ensordecedor latido de su corazón. Lo único que podía hacer era sentir.
El primer roce de su lengua fue algo sublime. Le chupó la punta, que estaba extrasensible, y lamió una gota de semen que la coronaba como si fuera un delicioso caramelo.
—Kara…
Le soltó el pelo y enterró las manos en la suave melena, que se desparramó formando suaves ondas sobre sus manos. Respiró hondo cuando Kara introdujo la polla en la boca, en la cavidad cálida y húmeda a la que daban paso sus labios. Se la metió hasta el fondo de la garganta, tratando de llegar lo más lejos posible de aquel mástil erecto.
Simon jamás había experimentado una sensación tan exquisita como la que le producía aquella talentosa lengua, que se deslizaba por su miembro y lo lamía con un placer tan erótico que tenía la impresión de que en cualquier momento le iba a estallar la tapa de los sesos. Ella siguió chupando, lamiendo, probando y enroscando la lengua hasta que Simon sintió que se iba a volver loco.
—¡Madre mía!
Las palabras se le escaparon de la boca con una voz atormentada que no reconoció como suya. Bajó la mirada para ver cómo le devoraba la polla con un placer más que evidente. Kara abrió los ojos y, cuando sus ardientes miradas se cruzaron, se quedaron enganchadas.
Simon sintió que se le tensaban los huevos y que la presión aumentaba en la base de su mástil. Estaba a punto de correrse… e iba a hacerlo pero bien. Echó la cabeza hacia atrás y perdieron el contacto visual, pero él la guio con las manos para que mantuviera un ritmo acelerado.
Kara lo agarró del culo y rozó con las uñas la zona más sensible de su piel. Simon apenas era capaz de hablar, pero hizo el esfuerzo de mascullar un «Sí… Me voy a correr», porque sabía que tenía que avisar a Kara de que estaba a punto de explotar como una bomba nuclear.
Ella no se apartó, sino que siguió gimiendo sobre su miembro, lo que produjo unas vibraciones que arrastraron a Simon al límite. Le clavó las uñas en el culo para atraerlo aún más hacia ella y prácticamente se la metió entera en la boca. Entonces Simon se dejó ir con un alarido atormentado al que se unieron sus músculos, que se tensaron y destensaron ante aquel intenso orgasmo.
Simon empezó a jadear mientras Kara continuaba dándole lengüetazos y lamiendo con una languidez sensual hasta la última gota. Quería besarla, lo necesitaba, pero estaba jadeando tanto que no lograba recuperar el aliento, así que se limitó a levantarla del suelo y rodear su dulce cuerpo con los brazos mientras Kara se acurrucaba en su cuello.
Simon tragó saliva tratando de meter aire en los pulmones, que le ardían, mientras Kara adhería su dulce cuerpo al de él.
—¿Ha estado bien? —le preguntó con timidez escondiendo la boca en su cuello.
Simon se echó a reír y respondió sin resuello:
—Cariño, si llega a ser mejor, me habrías matado.
Dios mío, qué mujer tan especial, tal dulce, tan sexy, tan… suya.
«Mía».
Le invadió un intenso deseo de poseerla y la abrazó con más fuerza.
—En realidad había subido a preguntarte qué querías de cena —le comentó con un tono tan pragmático que Simon dedujo que sus miedos a no hacerlo bien se habían desvanecido—. Pero al verte desnudo se me pasó el hambre. A lo único que me apetecía pegarle un mordisquito era a este cuerpo tan espectacular.
Recorrió su piel con las manos y a Simon se le encogió el corazón al darse cuenta de que el anhelo que sentía Kara era auténtico. Deseaba su cuerpo aunque estuviera lleno de cicatrices.
—No estaba desnudo hasta que me quitaste la toalla —puntualizó para refrescarle la memoria.
—¿Y cómo esperabas que me resistiera? Eres una tentación andante. Una fuente de testosterona tapada con una ínfima toalla —bufó Kara riéndose por dentro.
Simon se rio entre dientes rozándose con su pelo. No pudo reprimirse. Kara era excepcional. Y era suya.
—¿Y si el que te pega un mordisquito ahora soy yo? —bromeó Simon, que estaba de sobra preparado para empuñar las armas y lanzarse al ataque.
Kara se apartó de él para recoger la toalla del suelo y le golpeó en el abdomen mientras respondía:
—De eso nada, caballero. Estoy muerta de hambre. Aleja eso de mí. Es peligroso.
Le tiró la toalla a la altura del pecho y se echó a reír. Simon cogió la toalla en el aire y se la ató a la cintura para taparse la polla, que ya se estaba poniendo dura para Kara.
Le resultaba extraño sentirse tan cómodo estando en bolas delante de ella y seguía sin comprender que a Kara pudiera gustarle tanto su cuerpo desnudo, pero no pensaba darle más vueltas a algo que le hacía más feliz que… Vamos, más feliz que nunca.
—Venga, preciosa. Solo un mordisquito —insistió acercándose peligrosamente a ella.
—Que no. Ni de coña. Esconde eso. Necesito comer. —Soltó una carcajada corriendo hacia la puerta.
Él empezó a rugir y la persiguió por las escaleras hasta llegar a la cocina mientras la risa de Kara retumbaba en todas las esquinas de su casa vacía.
Y llenaba hasta el último centímetro de su corazón vacío.
«¿Qué coño hago con este vestido?».
Al día siguiente Kara estaba en su dormitorio contemplando su aspecto en un espejo de cuerpo entero.
Simon no tenía ninguna gana de ir a la celebración; de hecho, odiaba las fiestas de cumpleaños que le organizaba su hermano todos los años.
«¿Quién odia celebrar su cumpleaños?».
Kara frunció el ceño mientras se giraba a un lado y a otro tratando de decidir si iba demasiado elegante o si se quedaba corta. El vestido era de un color borgoña precioso, pero, al ser de seda, le marcaba cada curva y, como solo le cubría hasta la mitad del muslo, dejaba al descubierto una parte considerable de las piernas. Llevaba unos pantis de seda fina que se ajustaban a la parte superior del muslo por medio de un delicado encaje y que apenas abrigaban sus largas piernas. El vestido solo tenía un tirante, por lo que el hombro derecho iba al descubierto.
Cuando Simon sacó el vestido del armario, a Kara casi le da un patatús al ver la etiqueta del precio, que aún estaba puesta. ¿Quién se compra un vestido que cuesta como una compra semestral en el súper? Al ver aquella cantidad desorbitada le habían entrado ganas de guardarlo de nuevo en el armario, pero no lo había hecho porque no tenía nada que ponerse para una ocasión así.
Cogió unos zapatos a juego, con unos tacones de aguja tan altos que estaba segura de que sería igual de alta que muchos invitados.
Pero no tanto como Simon. No había zapatos que la pusieran a su altura.
Presa de los nervios, se atusó la oscura melena que le caía por encima de un hombro. Puede que dejárselo suelto no fuera la mejor idea del mundo, pero no tenía ni idea de cómo hacerse un recogido. Tener el pelo tan largo era una lata y, de hecho, ya se le había pasado por la cabeza más de una vez cortárselo muy corto.
Volvió a dirigir la mirada al espejo y se fijó en lo grandes que parecían sus ojos con maquillaje. Casi nunca se maquillaba porque lo consideraba una pérdida de dinero y de tiempo y, además, ni siquiera tenía claro que le gustara cómo le quedaba. ¿La barra de labios de color rojo resultaba demasiado atrevido? ¡Mierda! No tenía ni idea. No frecuentaba fiestas ni celebraciones de ese estilo. De hecho, hacía tantos años que no iba a una fiesta que ni recordaba cuándo había sido la última vez. Seguramente, cuando sus padres aún estaban vivos. Después del accidente su vida se había limitado a trabajar y a sobrevivir.
Echó los hombros hacia atrás para ponerse recta y se dijo a sí misma que no se sentiría intimidada. Simon le había pedido que fuera porque quería que ella estuviera allí y no pensaba defraudarle. Lo más fácil sería comportarse como una gallina y decirle a Simon que no podía ir porque no se encontraba bien, pero no podía hacerle algo así. Simon se había portado muy bien con ella; de hecho, le había salvado la vida. Literalmente.
Dirigió una última mirada al espejo, cogió un bolsito negro que había sobre la cama y salió hacia la cocina. Se puso una mano sobre el vientre tratando de apaciguar las mariposas que parecían haberle invadido el estómago.
«Relájate, Kara. Tan solo es una fiesta de cumpleaños. No es nada del otro mundo».
Se detuvo a la entrada de la cocina al ver a Simon, que ya estaba listo para salir, aunque no parecía muy entusiasmado. Se hallaba de pie delante de un armario y llevaba unos pantalones de vestir marrones y un precioso jersey de punto color crema. Iba muy bien peinado y llevaba una barbita de dos días. Estaba para comérselo.
«Eso ya lo has hecho. Ayer, precisamente».
Kara se sonrojó y le entraron los calores del infierno al recordar lo que había ocurrido el día anterior. Nunca se comportaba así. ¡Había sido tan descarada! Pero es que ver a Simon en todo su esplendor y que se mostrara inseguro, como si se sintiera atrapado, había sido demasiado para ella. El instinto de protección y la osadía que le había suscitado el verlo así la habían sorprendido hasta a ella. ¿Desde cuándo seducía a hombres con ese arrojo? En realidad era bastante mojigata, el tipo de mujer que jamás le entraría a un tío como Simon. Sin embargo, verlo tan inseguro la había empujado a insinuarle lo buenísimo que estaba, a proponerse como objetivo demostrarle lo tentador que era en realidad. Porque lo era. Claro que tenía cicatrices en el pecho y en el vientre —algunas pequeñas, otras no tanto, todas de un color blanco que contrastaba con su piel oscura—, pero, madre de Dios, marcharse sin tocar aquel cuerpo fornido y terso habría sido superior a sus fuerzas. Las cicatrices no le restaban atractivo sexual. Simon era simplemente… soberbio.
—¡Ah, estupendo! Ya estás aquí. Iba a…
Al levantar la mirada y verla entrar en la cocina Simon se detuvo a mitad de frase.
—Estoy lista —le informó tratando de parecer segura de sí misma.
A Simon se le fue oscureciendo la mirada a medida que recorría con los ojos el cuerpo de Kara, que empezó a sentirse abochornada cuando él, apretando la mandíbula, continuó su exploración hacia las piernas desnudas.
—Eh…, ¿estoy bien?
Mierda. Seguro que la había cagado poniéndose ese vestido.
—Estás deslumbrante —repuso con voz queda cuando sus ojos alcanzaron por fin el rostro de Kara—. Pero dejas demasiada carne al descubierto. Y llevas el pelo suelto.
Kara ladeó la cabeza y preguntó boquiabierta:
—¿Y eso es malo?
—No sé si quiero que otros hombres te vean así. —Simon dio un paso al frente y se detuvo a pocos centímetros de ella. Dejó caer una mano sobre su hombro desnudo y lo acarició con deleite. Aquel roce sensual hizo estremecer a Kara—. Eres una tentación muy difícil de resistir.
Kara, que sin darse cuenta había estado aguantando la respiración, exhaló un suspiro de alivio al saber que Simon daba el visto bueno a su atuendo.
—Eres el único hombre que piensa eso, Simon. Deberías ir al oculista.
—Eres tan guapa que mirarte me hace daño —susurró rozándole la sien con los labios—. Me he empalmado en cuanto has entrado por la puerta.
Le cogió la mano para que palpara su excitación. Estaba tan duro que a Kara se le empaparon las braguitas y se le hizo un nudo en el estómago.
«Madre mía, qué bien huele este hombre».
Kara le besó la barbita de dos días e inhaló su embriagador aroma masculino. Estiró los dedos sobre su paquete, incapaz de reprimir las ganas de palpar su miembro abultado.
—Kara, me vuelves loco —susurró Simon mientras atrapaba la mano aventurera de ella y se la llevaba a los labios para darle un beso cálido y lento en la palma—. Si empezamos así, no llegaremos a la fiesta. Aunque a mí me da igual… —rezongó.
—Es tu fiesta —respondió divertida ante su actitud—. No puedes faltar.
—Bésame y te demostraré lo que puedo y lo que no puedo hacer —respondió provocándola mientras le rodeaba la cintura con un brazo.
Kara sentía su cálido aroma sobre la mejilla. Su boca estaba tan cerca, tan sumamente cerca que resistirse a esa tentación le pareció una tortura.
—Tu madre no me lo perdonaría jamás. Vamos, cumpleañero.
Simon empezó a hacer pucheros como un niño al que le quitan su juguete favorito, si bien las palabras que salieron de su boca no tenían nada de infantil.
—Tienes que ponerte un abrigo —le advirtió con un tono protector y exigente.
—Tengo uno. Voy a por él. De todos modos, seguro que en casa de Sam hace calor —comentó en voz baja.
Se marchó a su dormitorio y regresó enseguida a la cocina con una chaqueta entallada en la mano. Simon alargó el brazo para coger la americana. La extendió para ella y Kara metió los brazos en la prenda negra, apreciando el suave tacto del forro de seda. Simon dio media vuelta a Kara para abrocharle los botones. Todos. Entonces, frunció el ceño:
—¿No pasarás frío?
—No. Así voy bien. Solo tengo que ir de casa al coche y del coche a la casa. Seguramente, si no me lo hubieras recordado, ni siquiera habría cogido la chaqueta.
Kara suspiró mientras se sacaba la melena de la americana. Le sorprendía que la emocionaran tanto todos esos pequeños gestos que tenía Simon con ella y que la hacían sentirse arropada. Hacía tanto tiempo que nadie se preocupaba por su bienestar que esas acciones cautivaban y emocionaban a la buscavidas que llevaba sola tanto tiempo.
—Sigue sin hacerme mucha gracia que muestres tanta carne —refunfuñó cogiendo el bolso de Kara y dirigiéndose a la puerta.
Kara se mordió el labio inferior y varios escalofríos le recorrieron la espina dorsal. La voz tan sexy de Simon parecía reclamarla como si ella le perteneciera.
«Ni lo sueñes. No significa nada».
—El vestido no es tan sexy —repuso con una mueca, pero deseaba ser tan irresistible como él le hacía sentir.
—Es demasiado sexy. Todos los hombres de la fiesta estarán pensando lo mismo que yo —repuso con frustración y esperando a que Kara saliera de la casa para cerrar la puerta con llave.
Kara llamó al ascensor y se giró hacia él:
—¿El qué?
—Que quiero follarte —respondió con sinceridad mientras ponía su mano en la parte baja de su espalda.
A Kara se le cortó la respiración en el preciso momento en que sonó el timbre del ascensor. Las puertas se abrieron ante ellos. ¿Se acostumbraría algún día a los comentarios tan directos de Simon? Se había puesto colorada y le habían entrado los calores. De hecho, estaba ardiendo. Prácticamente en llamas.
—¡Simon!
Se encogió de hombros y la siguió para entrar al ascensor.
—Es la verdad.
—Eres muy travieso —le reprendió imitando a una maestra.
—Aún no has visto nada. Puedo ser malo. Muy muy malo —le susurró juguetón mientras colocaba una mano a cada lado de su cara y la atrapaba contra la pared del ascensor—. Si me besas, intentaré portarme bien. De momento.
Kara levantó la mirada y vio aquellos ojos brillantes que parecían chocolate fundido. ¡Madre mía, le encantaba el chocolate! Así que hizo lo que haría un auténtico amante del chocolate: besarlo. Entonces las puertas del ascensor se cerraron y quedaron atrapados en el silencio de un pequeño mundo exclusivo para ellos.