Simon Hudson permanecía de pie, oculto en la penumbra del lujoso vestíbulo. Tenía las manos metidas en los bolsillos de los vaqueros y un hombro apoyado contra el marco del ventanal que miraba a la calle. Su cuerpo entero estaba en tensión mientras observaba la acera con una intensidad y una concentración obsesivas.
«Pero ¿dónde se habrá metido? Ya son las once menos cuarto».
Sabía que Kara había ido al trabajo. Tras pasar dos días indispuesta se había incorporado hoy a Helen Place, donde trabajaba de camarera en el turno de noche. Simon se lo había preguntado a su madre, que era la dueña de ese coqueto restaurante. Aunque solía responder a todas sus preguntas sin reservas, Simon había actuado con cautela, pues no quería que su progenitora le diera la lata hasta descubrir por qué le interesaba la vida de Kara. Si se le pasara por la cabeza que Simon no solo preguntaba para darle conversación, su madre, una mujer maravillosa pero bastante entrometida, se comportaría como un sabueso olfateando un rastro y le daría la lata sin descanso hasta descubrir exactamente qué intenciones tenía con Kara.
Simon frunció el ceño. ¡Como si tuviera alguna intención! Lo único que tenía era fantasías. Se imaginaba a Kara tumbada en la cama y abierta de piernas gritando su nombre mientras le hacía alcanzar el orgasmo una y otra vez.
Simon respiró hondo y exhaló el aire despacio para intentar liberar la tensión acumulada mientras se decía a sí mismo que tenía que estar mal de la cabeza para esperar noche tras noche en el mismo sitio a una mujer que ni siquiera había conocido oficialmente. Pero ahí estaba… otra vez. Daba la espalda al entrometido del conserje mientras observaba la calle con una lascivia propia de un acosador desequilibrado y con un único objetivo: ver, aunque solo fuera un instante, a Kara Foster. Por alguna razón esa mujer despertaba en él unos instintos territoriales y un afán de protección a los que no estaba acostumbrado y que lo forzaban a plantarse allí cada noche a hacer guardia mientras ella regresaba desde el trabajo a su casa.
Cuando la viera, haría lo mismo que hacía todas las noches: la seguiría a cierta distancia para no alarmarla y esperaría hasta que entrara en su portal sana y salva. Luego daría media vuelta y volvería a casa.
No hablaría con ella ni se le acercaría. No lo había hecho nunca. No porque no le apeteciera, sino porque Kara estudiaba Enfermería, trabajaba a jornada completa en el restaurante y, por lo que le había contado su madre, se negaba en redondo a salir con nadie porque no disponía ni de la energía ni del tiempo necesario para mantener una relación. Y probablemente llevaba razón. La muy insensata apenas dormía ni comía. Nadie se preocupaba por ella, solo la madre de Simon… y Simon. ¡En el último año se había interesado por ella más de lo que lo hubieran hecho sus familiares! ¡Y ni siquiera eran amigos! El problema era… que no eran familia y que sus sentimientos hacia ella no eran precisamente fraternales.
«¡Es que está imponente!».
Simon tuvo que contener un gemido de frustración al recordar la primera vez que había visto a Kara: sus ojos azules brillaban con simpatía, se le habían soltado algunos rizos negros y sedosos de la coleta que siempre llevaba y su ágil cuerpo se movía con gracia entre las mesas del restaurante de su madre. A los veintiocho años aún conservaba una mirada inocente y un aspecto vulnerable que, sin que ella se lo hubiera propuesto, habían hecho prisionero a Simon, que permanecía cautivo en aquella telaraña desde el primer día que la vio.
La madre de Simon hablaba de Kara como si fuera su hija. Simon sabía que tenían un vínculo especial; no les unía la sangre, sino una íntima amistad. Vamos, que, si Kara fuera más joven, Simon estaba convencido de que su madre la habría adoptado. Apretó los labios al pensar que su madre tuviera la esperanza de que, en un futuro, la tratara como a una hermana. Ni de coña. Se empalmaba cada vez que la veía. Se le ponía dura como una piedra. ¿Qué coño tenía esta mujer en concreto para ponerle tan nervioso y alterarlo de esta manera?
Simon se había tirado a mujeres más atractivas y más sofisticadas, pero ninguna de ellas había despertado en él sentimiento alguno. Era un ermitaño que prefería invertir su tiempo en el ordenador que en eventos sociales, pero a veces tenía necesidades físicas que él solo no podía satisfacer, que únicamente podía aliviar la compañía de una mujer. Simon conocía a varias candidatas idóneas para tales ocasiones, pues le permitían tener en la cama el control que necesitaba —que le resultaba imprescindible— y ni hacían demasiadas preguntas ni exigían nada a cambio. ¡Maldita sea! Con eso se había contentado… hasta que vio a Kara.
Hizo una mueca sin despegar la mirada de la calle, introdujo las manos aún más en los bolsillos y cambió de postura, apoyando la cadera contra la pared para liberar el peso del hombro. ¡Dios mío, empezaba a dar pena! ¿Cuánto tiempo seguiría contemplando embelesado a una mujer que ni siquiera conocía? ¿Hasta que acabara la carrera y se marchara de la ciudad? ¿Hasta que se casara?
Le entraron ganas de gruñir al imaginar las manos de otro acariciando el irresistible cuerpo de Kara. Reprimió el instinto animal que le generaba la idea de que otro hombre tocara a esa mujer que era suya.
«No es tuya, capullo. Contrólate».
Por primera vez en la vida deseó parecerse más a su hermano mayor, el otro socio de Hudson Corporation. Sam no se lo pensaría dos veces antes de abordar a Kara. El estilo de su hermano consistía en engatusar, conquistar y desechar. Es más, la posibilidad de que ella lo rechazara ni se le pasaría por la cabeza. Seguramente porque todas caían rendidas a sus pies. Su único hermano se comportaba con la población femenina del mismo modo que una persona trata a un paquete de pañuelos cuando está resfriada. Sam echaría abajo las murallas que Kara había construido para defenderse, la camelaría para que se quitara las braguitas y después la abandonaría en busca de la siguiente conquista.
«¡Ni hablar!». Simon quería a su hermano, pero Sam tendría que pasar por encima de su cadáver antes de seducir a Kara. Es más, ni siquiera le haría gracia que estuvieran juntos en la misma habitación.
«Es mía».
Simon negó con la cabeza, atónito ante sus pensamientos. Sí…, le gustaba tener el control, de hecho, lo necesitaba, pero hasta ahora jamás había deseado a ninguna mujer en concreto y, sin embargo, ahora en lo único en lo que podía pensar era en la bonita camarera en la que se había fijado hacía justo un año.
«Le tienes miedo».
La idea le hizo fruncir el ceño. ¡Y una mierda! A él no le daba miedo nada y menos aún Kara Foster. Las posibilidades de llevársela a la cama eran remotas, así que ¿para qué seguir dándole vueltas?
Él solo follaba.
No salía con nadie.
Y eso era lo que quería seguir haciendo.
Su hermano Sam era la cara visible de la compañía, el empresario. Simon era un friqui de la informática y prefería quedarse en segundo plano. ¿Qué sabía él sobre el arte de la seducción? Jamás había tenido que engatusar a ninguna mujer para llevársela a la cama. Las tías a las que se tiraba se iban con él a cambio de un beneficio. Tenía fama de ser un amante generoso. No era tan tonto como para pensar que esas chicas sentían algo por él. Esa situación la entendía. Y la sabía manejar.
«Quizá lo único que tengo que hacer para superar esta absurda obsesión es tirármela».
¿Se contentaría con eso? ¿Dejaría de estar obsesionado con ella si encontrara el modo de llevársela a la cama?
¡Joder, tenía que hacer algo! Esa irracional fijación con Kara había ido en aumento en los últimos doce meses y le impedía desear a ninguna otra. Desde hacía más de un año su vida sexual se limitaba al placer que le ofrecían sus manos, y ya no podía aguantarlo más. Sin embargo, era incapaz de hacer nada al respecto. Cuando se proponía tomar cartas en el asunto y llamar a otra mujer, recordaba la dulce carita de Kara y colgaba el teléfono.
«¡Joder, estoy rayadísimo con esta tía!».
Simon se percató de que alguien se acercaba. Como era una mujer de pelo oscuro que llevaba una minifalda negra de cuero y un jersey rojo chillón, prácticamente la descartó de inmediato. Siempre había visto a Kara en vaqueros con una camiseta con el logo del restaurante; el atuendo informal que solían llevar las camareras del bistró de su madre.
A medida que ella se aproximaba Simon no daba crédito a lo que vislumbraban sus ojos y, cuando por fin vio con claridad su rostro, se quedó boquiabierto. ¡La hostia! Sí que era Kara. Estaba tan cerca que veía a la perfección sus facciones, aquel rostro que se le aparecía en sus sueños húmedos cada maldita noche, pero esa ropa…
«¿Qué coño lleva puesto?».
La falda era tan tan corta que dejaba al descubierto prácticamente cada centímetro de sus largas, esbeltas y torneadas piernas. La ropa se le ajustaba a los pechos, el torso y el trasero como un guante. Simon se empalmó de inmediato y sacó las manos de los bolsillos. Apretó los puños mientras una gota de sudor le resbalaba por la cara. Y después otra. Y otra.
«¡Maldita sea! ¿Cómo se le ocurre vestirse así? Está pidiendo a gritos que la aborde cualquier desconocido por la calle».
Juró por Dios que él sería ese desconocido. No pensaba brindar esa oportunidad a otro hombre, a alguien que quizá le hiciera daño.
«¿No se da cuenta de que estamos en una gran ciudad? Tampa no es una aldea por la que puedas deambular a tus anchas por la noche sin que nadie te moleste».
Sin despegar la mirada de la mujer que seguía acercándose, Simon estiró la mano para apoyarse en el marco del ventanal. Apretó los dientes mientras se hacía a la idea de que ese era el día en que tendría que aproximarse a ella, situarse más cerca de ella de lo que jamás había estado. Ya no podía controlar esos desenfrenados instintos animales. No le gustaban, no estaba acostumbrado a ellos. Lo único que deseaba era recuperar la cordura, volver a enfrascarse en su gran pasión, la creación de videojuegos, sin que le interrumpieran fantasías eróticas cuya protagonista era Kara.
Sensatez. Raciocinio. Control. Ese era su estilo de vida. Para volver a ser él mismo, para recuperar su estado de ánimo habitual, tenía que recuperar esas cualidades, y lo conseguiría costara lo que costara. Encontraría la manera de purgarse de este ridículo deseo incontrolable que sentía por Kara Foster.
Una vez tomada esa decisión se separó del ventanal y permaneció inmóvil mientras se ponía la «máscara» con la que ocultaba toda emoción de su rostro.
Esconder lo que sentía se le daba bien. Se había criado en una zona de Los Ángeles en la que la gente normal no se atrevería ni a parar; un lugar en el que mostrar un ápice de debilidad, torpeza o fragilidad podía suponer la destrucción.
Simon Hudson era, como mínimo, un superviviente. Oculto tras su disfraz, apartó la mirada de la calle, se giró con brusquedad y avanzó con paso decidido hacia la puerta.
¡Menudo día de perros había tenido Kara Foster!
Volvió a colocarse la mochila sobre el hombro para sujetarla con más firmeza y se tiró del dobladillo de la falda. Se sentía ridícula con aquella falda, que era tan corta que apenas le tapaba el culo. A Lisa, una compañera de clase, le sentaba muy bien esa ropa pero, claro, Lisa medía varios centímetros menos y era siete años menor. Por desgracia, a Kara, que era más alta y más corpulenta, no le quedaba igual. Su generoso pecho iba embutido en aquel jersey y la falda era sumamente corta.
Se había criado en una de las zonas más problemáticas de Tampa y para superar aquella experiencia sin un solo rasguño había tenido que espabilarse. Kara sabía de sobra cómo cuidar de sí misma y cómo evitar llamar la atención de quien no quería. Pero, entonces, ¿qué hacía así vestida? ¿Buscar jaleo? «Eres tonta, Kara. Tonta de remate».
Frunció el ceño y se obligó a no aminorar la marcha. No pasaría nada. Estaba en un buen barrio, ¿qué más daba que pareciera una gatita en celo con zapatillas de deporte?
Le quedaban ocho manzanas para llegar a casa y, una vez allí, podría ponerse cómoda y cambiar ese conjunto ridículo por unos vaqueros y una camiseta.
Kara suspiró centrando toda su atención en un objetivo: llegar al minúsculo apartamento que compartía con otra estudiante. Como tenía las piernas congeladas y había empezado a temblar, apresuró la marcha para entrar en calor. Durante el mes de enero en Tampa hace buena temperatura por el día, pero por la noche refresca. Esa mañana debería haber cogido la cazadora, pero había salido a toda prisa porque llegaba tarde. Nunca se hubiera imaginado que acabaría con las piernas descubiertas y el trasero prácticamente al aire.
«Ya queda poco para que acabe el día».
¡Gracias a Dios!
Por la mañana se le había caído un café y se había manchado los vaqueros y la camiseta. Como no le daba tiempo de ir a casa a cambiarse antes del trabajo, Kara había aceptado agradecida la ropa limpia que le había ofrecido Lisa, una compañera que siempre llevaba algún trapito de sobra en el coche. No es que Kara no apreciara su amabilidad, todo lo contrario; sin embargo, le daba rabia no saber llevar esa ropa con la actitud con la que lo hacía Lisa. Pero es que… era incapaz. Estaba acostumbrada a pasar inadvertida y le mortificaba la idea de parecer una prostituta de lujo con unas zapatillas de deporte que no le pegaban ni con cola. Se había pasado la mañana y la tarde ruborizada tratando por todos los medios de no agacharse.
Al llegar al restaurante, su amable jefa, Helen Hudson, se había apiadado de ella y había estado rebuscando en los cajones hasta encontrar un mandil que le llegara a las rodillas y le cubriera el trasero.
Mientras pensaba con frustración que ojalá se hubiera llevado el delantal puesto, volvió a tirar del dobladillo de la ceñida falda con la esperanza de que lo único que estuviera mostrando fuera un muslo desnudo.
Le pesaba el agotamiento y le rugían las tripas. Había estado tan ocupada en el trabajo que no le había dado tiempo a comer. Como era viernes, habían tenido más gente de lo normal en el acogedor bistró. En realidad, se alegraba de que hubiera habido tantos clientes, pues el dinero que había conseguido con las propinas era lo único que la alejaba de una cuenta bancaria completamente vacía. Quizá podría comprar algo de comida. La despensa de su casa estaba vacía y todo apuntaba a que la situación económica de su compañera de piso era aún más precaria que la suya. Lydia nunca compraba nada y, en cuanto Kara llevaba algo de comida a casa, desaparecía como por arte de magia.
«¡Solo queda un semestre! ¡Tú puedes!».
Caray…, los últimos cuatro años se le habían hecho muy largos y Kara, a sus veintiocho años, se sentía mucho más vieja de lo que realmente era. Es más, se sentía vieja. ¡Punto! Mientras sus compañeros de clase apenas tenían veinte años y lo único que les preocupaba era salir de fiesta, en lo único en lo que pensaba Kara era en que cada día que pasaba estaba un pasito más cerca de la graduación.
A los dieciocho años Kara había perdido a sus padres en un accidente de coche y desde entonces había tenido que enfrentarse ella sola a la vida. Tras varios años trabajando de camarera y sobreviviendo a duras penas se había dado cuenta de que tenía dos opciones: matricularse en la universidad o resignarse a una vida muy complicada en la que la pobreza sería una amenaza permanente.
Aunque no se arrepentía de su decisión, estudiar una carrera había sido muy duro; un camino arduo y solitario cuyo final por fin vislumbraba.
«Lo lograrás. ¡Ya casi lo tienes!».
Kara se paró en seco al sentir que la acera se inclinaba y que se le nublaba la vista. Ay, Dios. Estiró un brazo para agarrarse a una farola y tratar de recuperar el equilibrio mientras la cabeza le daba vueltas y le temblaba el cuerpo entero. El mareo le impedía seguir adelante, continuar avanzando. «Mierda. Debería haber hecho una pausa para comer».
«¡Kara!», una voz de barítono logró abrirse paso entre su mente nublada y alcanzar sus oídos. Era un tono brusco y serio, pero la tranquilizaba saber que estaba cerca alguien que la conocía y que la había reconocido.
Movió la cabeza tratando de recuperar la visión y se aferró con fuerza al poste de metal, concentrando sus esfuerzos en no desmayarse y caer en la fría y dura acera, pero su cuerpo se tambaleaba con precariedad preparándose para la caída.