Los Sauces.
3 de octubre.
Querido Papaíto-Piernas-Largas:
Esta mañana me llegó su notita, escrita por su propia mano (y una mano bastante temblorosa). ¡Cuánto siento que haya estado enfermo! De haberlo sabido, no lo habría molestado con mis asuntos privados. Sí, naturalmente que le contaré de qué se trata. Pero es un asunto complicado… y muy reservado. Por favor, no conserve usted esta carta. ¡Quémela!
Antes de empezar, aquí va un cheque de mil dólares. Parece raro que yo le envíe dinero a usted, ¿verdad? ¿De dónde cree que he sacado esa suma? Pues he vendido mi libro, Papaíto. Lo van a publicar en una serie de siete partes y luego, en forma de libro. Usted creerá que estoy loca de alegría, pero no es así. El asunto me ha dejado completamente apática. De lo que realmente me alegro es de poder empezar a pagarle. Todavía le debo como otros dos mil… Ya llegarán, a plazos. Por favor, no se ponga pesado y no trate de rehusarlos, porque me hace muy feliz devolverle esos importes. En realidad le debo mucho más que dinero, y eso seguiré pagándoselo toda mi vida con gratitud y cariño.
Y ahora, Papaíto… al otro asunto. Por favor, deme usted el consejo que crea más eficaz, le parezca o no que me vaya a gustar.
Usted sabe muy bien que siempre tuve un sentimiento muy especial para con usted, ya que representaba para mí toda mi familia, pero… ¿verdad que no le va a importar si le digo que tengo un sentimiento mucho más especial para con otro hombre? No le dará mucho trabajo adivinar de quién se trata. Me parece que hace bastante tiempo que mis cartas están llenas del niño Jervie.
Ojalá pudiera hacerle comprender a usted cómo es, y lo buen compañero que es para mí. Pensamos igual sobre casi todas las cosas… Aunque sospecho que yo tengo tendencia a rehacer mis ideas para que concuerden con las suyas. Pero es que siempre tiene razón en lo que piensa, y así corresponde que sea, ya que me lleva catorce años de ventaja. En ciertas cosas, sin embargo, no es más que un muchachote grande y necesita que lo cuiden. No tiene la menor precaución respecto de su salud, por ejemplo, y siempre hay que estar recomendándole que se ponga las galochas cuando llueve… En cuanto al sentido del humor, coincidimos de un modo asombroso. Siempre nos parecen graciosas exactamente las mismas cosas. ¡Y eso tiene tanta importancia en la vida! Es horrible cuando dos personas discrepan en su sentido humorístico. No creo que sea posible salvar semejante abismo entre dos seres.
Además, es… Bueno, es sólo él; con eso queda todo dicho, y lo extraño como loca. Mucho más de lo que puedo expresarle. Parece como si todo el mundo estuviera vacío y doliente. Odio la luz de la luna porque él no está conmigo para que la admiremos juntos. Tal vez no necesito explicarle nada, ya que probablemente usted también ha estado enamorado alguna vez y sabrá todo lo que uno siente. Si es así, no necesito explicárselo. Si nunca estuvo enamorado, de nada vale que se lo explique.
Así son en verdad las cosas. Y sin embargo, me negué a casarme con él.
No le quise decir por qué me negaba. Sólo me quedé sentada y muda, sintiéndome muy desdichada, y él se marchó creyendo que me quiero casar con Jimmie McBride, cosa que jamás se me ocurriría. Jimmie ni siquiera terminó de crecer… Después, el niño Jervie y yo nos hundimos en un mar de desentendidos, lastimándonos recíprocamente los sentimientos más hondos. A usted sí puedo decirle por qué lo rechacé: no por no quererlo bastante, sino por quererlo demasiado. Tuve miedo de que más adelante fuera a lamentarlo… y eso no lo podría soportar. No me pareció bien que una persona con mi falta de antecedentes familiares se una a una familia como la suya, ¡que tiene tantos! Nunca le dije nada a él acerca del orfanato y me pareció detestable tener que explicarle que ni siquiera sé quién soy. Mi origen puede ser espantoso, y su familia tiene mucho orgullo. Sin contar con que el mío es también muy considerable.
Otro inconveniente es que me siento en cierto modo atada a usted. Después de haberme educado para que sea escritora, lo menos que puedo hacer es tratar de serlo; no sería justo haber aceptado la educación que usted me brindó y luego mandarme a mudar sin utilizarla. Por más que, ahora que empecé a estar en condiciones de devolverle ese dinero invertido, me siento como si ya hubiera pagado en parte esa deuda. Además, supongo que podría continuar escribiendo si me casara… Las dos profesiones no son forzosamente excluyentes.
Me vuelvo loca pensando en estas cosas. Es cierto que él es socialista y tiene ideas poco convencionales; es posible que no le importe tanto como a otros hombres casarse con un miembro del proletariado. Quizá cuando dos personas están en perfecto acuerdo, siempre felices cuando se encuentran juntos y tristes cuando se separan, no deberían dejar que nada en el mundo pudiera apartarlos. Por supuesto, eso es lo que yo quiero creer. ¿Pero es correcto este pensamiento? Todas estas ideas encontradas me están trastornando. Por eso deseo su opinión desapasionada. Es lo más probable que usted pertenezca a una familia igual a la de él y va a saber mirar este asunto desde un punto de vista mundano y no solamente desde el ángulo humano y de la comprensión de los sentimientos ajenos. En realidad, soy muy valiente al exponerle a usted el asunto para que lo solucione, siendo que puede resolverlo en mi contra.
Supongamos que voy y le explico que la dificultad no es en modo alguno Jimmie, sino el orfanato John Grier. ¿Le parece que eso estaría bien o no? Sé que se necesitaría para ello mucho coraje… Tanto, que casi preferiría seguir siendo desdichada por el resto de mi vida.
Hace ya dos meses que sucedió todo esto. Y no he vuelto a recibir una sola palabra después de que él estuvo aquí. Ya me estaba aclimatando a vivir con el corazón destrozado, cuando una carta de Julia vino a desbaratar de nuevo todo mi estoicismo. Me dice, como al pasar, que a «tío Jervis» lo sorprendió una tormenta mientras cazaba en el Canadá y que se quedó afuera toda la noche, pescándose una pulmonía que todavía lo tiene mal. ¡Y yo sin saberlo! ¡Sintiéndome resentida con él por haberse esfumado así, sin una palabra! Estoy segura de que sufre y se siente desdichado. Por mi parte, estoy segura de que yo también lo estoy.
¿Qué cree usted que es lo mejor que debo y puedo hacer?
Judy
6 de octubre.
Queridísimo Papaíto-Piernas-Largas:
Naturalmente que iré a verlo: a las cuatro y media del próximo miércoles. ¡Claro que no me voy a perder! Estuve tres veces en Nueva York y no soy precisamente una nena.
No puedo convencerme de que realmente lo voy a conocer. Hace tanto tiempo que lo imagino, que ya me parece imposible que sea usted una persona concreta, de carne y hueso. Es usted muy bueno, Papaíto, de tomarse tanto trabajo por mí cuando no se siente muy bien. ¡Mucho cuidado con tomar frío! Estas lluvias de otoño suelen ser muy dañinas.
Afectuosamente,
Judy.
P. D.
Acaba de asaltarme una idea horrible. ¿Tiene usted mayordomo? Siempre les tuve mucho miedo a los mayordomos, y si uno de esos señores me abre la puerta de su casa, sé que me voy a desmayar en el umbral. ¿Qué le voy a decir? ¿Tengo que preguntarle por el señor Smith?
Jueves por la mañana.
Mi muy queridísimo Niño-Jervie-Papaíto-Piernas-Largas-Pendleton-Smith:
¿Dormiste bien anoche? Yo no pude pegar un ojo. Estaba demasiado atónita, demasiado confundida, demasiado emocionada y demasiado feliz; tengo la sensación de que ya no volveré a dormir nunca más, ni a comer tampoco. Pero tú debes dormir, queridísimo. Es preciso que te pongas fuerte lo más pronto posible para venir a reunirte conmigo. Mi hombre querido, no puedo soportar la idea de lo enfermo que has estado y yo sin enterarme. Cuando el doctor me acompañó ayer hasta el coche, me dijo que durante tres días te habían desahuciado. ¡Dios mío!… Si no te hubiera recobrado, la luz habría desaparecido para mí. Me imagino que algún día, en un futuro muy lejano, uno de los dos deberá dejar al otro; pero por lo menos entonces habremos disfrutado ya de nuestra felicidad y nos quedarán los recuerdos para seguir viviendo.
Mi intención era levantarte el ánimo, pero resulta que soy yo la que necesita que me reanimen. Porque, a pesar de lo feliz que me siento, en cierto sentido también estoy más sosegada y más seria. El temor de que pueda llegar a sucederte algo malo echa una sombra sobre mi alegría. Antes podía ser frívola, despreocupada e indiferente, porque no tenía nada precioso que perder. En cambio ahora… Ahora me acosará siempre La Gran Preocupación, por todo el resto de mi vida.
En cuanto te apartes de mí un segundo estaré pensando en todos los automóviles que pueden pisarte, en todos los letreros que te pueden caer en la cabeza y en todos los microbios que puedes tragarte. Mi paz espiritual ha desaparecido para siempre. Pero lo cierto es que nunca me importó demasiado tener paz.
Por favor, mejórate pronto, pronto, pronto… Quiero tenerte lo antes posible cerca de mí para tocarte y convencerme de que eres palpable y concreto. Fue tan breve la media horita que pasamos juntos, que a veces pienso si no la habré soñado. Si yo fuese un miembro de tu familia, algo así como una prima lejana en cuarto o quinto grado, podría con toda propiedad ir a visitarte todos los días y leerte en voz alta y acomodarte las almohadas y alisarte esas dos arruguitas de la frente y hacerte sonreír… con tu linda y alegre sonrisa.
Aunque creo que ahora estás alegre de nuevo, ¿no? Ayer lo estabas, antes de que yo me fuera. El doctor dijo que debía ser buena enfermera, ya que tú parecías diez años más joven. Espero que estar enamorado no le quite a todo el mundo diez años de encima… ¿Me querrías lo mismo, querido, si resultara que no tengo más que once años?
Ayer fue el día más maravilloso desde que el mundo es mundo. Aunque llegue a los noventa años, no olvidaré ni el detalle más insignificante. La muchacha que salió de Los Sauces a la madrugada era una persona muy distinta de la que regresó por la noche.
La señora Semple me había llamado a las cuatro y media de la mañana. Comencé a vestirme a oscuras sin poder dejar de pensar: «¡Voy a conocer a Papaíto-Piernas-Largas!». Me desayuné en la cocina a la luz de una vela y luego hice diez kilómetros hasta la estación en la calesa, con un paisaje bellísimo de colores otoñales.
A mitad de camino salió el sol y tanto los arces como los cornejos tomaron tonalidades rojas y anaranjadas, mientras las paredes y rocas brillaban con la helada. El aire estaba fresco y penetrante, muy promisorio. Yo sabía que en el curso del día iba a suceder algo importante. Mientras avanzaba en el tren, el ruido de los rieles parecía repetirme: «Vas a conocer a tu Papaíto-Piernas-Largas». Me hacía sentir segura, tanta fe tenía en la habilidad de Papaíto para arreglar las cosas. Y sabía que, en otra parte, otro hombre más querido aún que Papaíto, también quería verme y presentía que antes de que aquel viaje terminara lo iba a ver a él también… Y ya ves cómo así fue, exactamente.
Cuando llegué a la casa de la avenida Madison me pareció tan grande, oscura e imponente, que no me atrevía a entrar, de modo que di la vuelta a la manzana para cobrar valor. Pero no tenía por qué tener miedo. Tu mayordomo es un viejo tan paternal y encantador que me puso cómoda en seguida.
—¿Usted es la señorita Abbott? —me preguntó.
—Sí —le dije, sin tener que mencionar para nada al señor Smith. Me hizo esperar en la sala, que me pareció grande y sombría, como cuarto típicamente masculino, aunque magnífica. Sentada en el borde de un gran sillón, no podía pensar más que:
«¡Voy a conocer a Papaíto-Piernas-Largas!… ¡Voy a conocer a Papaíto-Piernas-Largas!…».
Después, volvió el sirviente y me pidió que pasara a la biblioteca. Estaba tan emocionada, que parecía como si los pies no quisieran llevarme. Al llegar a la puerta, se volvió y me dijo por lo bajo:
—Ha estado muy enfermo, señorita, y hoy es el primer día que le permiten sentarse fuera de la cama… ¿Verdad que no se quedará usted mucho para no excitarlo?
Por el modo como me dijo esas palabras comprendí que te quiere mucho y me pareció un tesoro de viejo.
Luego golpeó a la puerta y anunció:
—La señorita Abbott. —Y al entrar yo, él cerró la puerta tras de mí.
La luz era tan tenue, comparada con la del hall iluminado, que apenas si pude distinguir nada en el primer momento; por fin, vi un gran sillón frente al fuego y una mesa de té, brillante de platería, con una sillita al lado. Y me di cuenta de que en el sillón había un hombre recostado en varios almohadones y con una manta sobre las rodillas. Antes de que pudiera impedírselo, el hombre se levantó, algo tembloroso, y trató de serenarse apoyándose en el respaldo del sillón. Me miró sin decir una palabra. Y entonces… sólo entonces, ¡me di cuenta de que eras tú! Aún así, no podía entender. Llegué a creer que Papaíto te había llevado allí para sorprenderme…
En ese momento te echaste a reír y extendiste la mano, diciendo;
—Mi pequeña Judy, ¿no pudiste adivinar que tu Papaíto-Piernas-Largas era yo?
En un instante me iluminé, pero, por Dios, ¡qué tonta he sido! Mil cosas pudieron habérmelo indicado si hubiera tenido la cabeza bien puesta. No sería yo buena detective, ¿eh Papaíto?… Jervie… ¿Cómo tengo que llamarte? Jervie a secas parece irrespetuoso y no puedo ser irrespetuosa con mi Papaíto…
Fue una media hora deliciosa la que pasamos, hasta que vino tu médico y me echó. Cuando llegué a la estación, estaba tan aturdida que casi tomo el tren para St. Louis… Tú también estabas ofuscado, tanto, que te olvidaste de convidarme siquiera con un té. Pero fuimos muy felices, ¿verdad?
El viaje de regreso a Los Sauces fue con noche cerrada, pero ¡cómo brillaban las estrellas! Y esta mañana anduve visitando con Colín todos los lugares donde estuvimos juntos y recordando las cosas que dijiste y qué aspecto tenías cada vez. Los bosques están hoy de color bronce y en el aire se siente el frío de la helada. Hace tiempo bueno para trepar y ¡ojalá estuvieras aquí para subir conmigo por las colinas! Te extraño espantosamente, Jervie querido, pero es una nostalgia feliz; pronto estaremos juntos y ahora sí que nos pertenecemos sin duda alguna; nada de juegos de «hacer creer». Parece raro que yo pertenezca por fin a alguien, ¿no? Pero es una sensación muy, muy dulce. Y no dejaré que lo lamentes un solo instante.
Tuya para siempre,
Judy.
P. D.
Ésta es la primera carta de amor que escribo en mi vida. ¿No es una maravilla que haya sabido cómo hacerlo?
Fin