Los Sauces, 3 de agosto.
Querido Papaíto-Piernas-Largas:
Hace casi dos meses que no le escribo, lo cual no ha sido amable de mi parte, pero la cuestión es que este verano no lo quise mucho y, como verá, soy completamente franca al respecto.
No puede imaginarse mi desencanto al tener que renunciar al campamento de los McBride. Sé muy bien que usted es mi tutor y debo obedecer sus deseos, pero en este asunto realmente no he visto la «razón» de su negativa, ya que desde todo punto de vista era lo mejor que me podía haber pasado. Si yo hubiera sido Papaíto y usted hubiera sido Judy, yo le habría dicho lo siguiente: Dios te bendiga, criatura, vé y diviértete, conoce gente nueva y aprende cosas útiles, vive al aire libre y ponte fuerte y descansa bien para el intenso trabajo que te espera el año próximo… Pero no, ¡nada de eso! ¡Sólo unas breves líneas de su secretario dándome orden de ir a Los Sauces!
Creo que lo que más lastima mis sentimientos es lo impersonal de sus órdenes. Se diría que no siente usted por mí ni una milésima parte de lo que yo siento por usted. Si así no fuese, me enviaría de vez en cuando algún mensaje escrito de su puño y letra, en lugar de esas odiosas notitas escritas a máquina por su secretario. Con el menor indicio que tuviera de que a usted le importa lo que siento, me ablandaría por completo y no habría cosa en el mundo que yo no hiciera con tal de complacerlo.
Ya sé que tenía que escribirle cartas largas y agradables sin esperar la más mínima respuesta, y por lo que a usted se refiere por cierto que está cumpliendo lo convenido. Y debe pensar sin duda que yo no lo cumplo, ¿no es así?
Pero, Papaíto, ¡es que resulta un pacto muy difícil de respetar! ¡Estoy tan sola! Usted es la única persona que tengo a quien querer… ¡y es tan vago e indefinido! No es más que un hombre imaginario que yo misma me he fabricado y sin duda alguna la realidad es completamente distinta de mi fantasía. Sin embargo, en una ocasión, cuando estuve enferma, me envió usted un mensaje y todavía hoy, cuando me siento muy olvidada, saco aquella tarjetita suya y la releo.
Al final no le estoy diciendo nada de lo que quería comunicarle, que es lo siguiente:
Aunque mis sentimientos todavía están heridos, ya que me resultó humillante ser movida como una pieza de ajedrez por una Providencia arbitraria, terminante, irrazonable, omnipotente e invisible, cuando un hombre ha sido tan bueno y generoso como lo ha sido usted conmigo —hasta ahora—, supongo que tiene derecho a ser arbitrario, perentorio, terminante, irrazonable e invisible ¡si así se le da la gana! De modo que lo voy a perdonar y volveré a estar alegre como antes. ¡Lo cual no quita que me caiga muy mal recibir las cartas de Sallie contándome lo que se divierten en el campamento!
En fin, demos vuelta la hoja y empecemos de nuevo.
Todo el verano lo pasé escribiendo: cuatro cuentos terminados y enviados a diferentes revistas. Ya ve cómo estoy tratando de ser escritora, según sus deseos. Tengo mi cuarto de trabajo en un rincón del altillo donde el niño Jervie jugaba los días de lluvia. Es un rinconcito fresco y bien ventilado, con dos ventanas de bohardilla a las que da sombra un arce con una cueva en el tronco, donde vive toda una familia de ardillas.
De aquí a unos días le voy a escribir otra carta dándole todas las noticias de la granja.
Necesitamos lluvia.
Suya, como siempre,
Judy.
10 de agosto.
Señor Papaíto-Piernas-Largas:
SIR: Le escribo sentada en la segunda horqueta del sauce que hay junto al lago. Una rana está croando allá abajo y hay dos lagartijas que se pasean de arriba abajo por el tronco. Hace una hora que estoy aquí, pues la horqueta resulta muy cómoda tapizándola con dos almohadones. Subí a este árbol en la esperanza de escribir un cuento que me hiciera inmortal, pero mi heroína me está haciendo pasar un mal rato… ya que no consigo que se comporte como yo quiero, de modo que he resuelto abandonarla un momento y me puse a escribirle a usted. Esto no representa ningún adelanto, ya que tampoco consigo que usted se porte como yo quiero.
Si sigue en esa ciudad terrible que es Nueva York, quisiera poder enviarle un poco de este aire y un trocito de este paisaje, precioso en un día de sol. El campo, después de una semana de lluvia, se pone como un pedazo de cielo.
Hablando del cielo, ¿se acuerda del señor Kellogg, de quien le hablé el año pasado? Era el sacerdote de la iglesita blanca del pueblo. Pues bien, ha muerto el pobre. El año pasado, de pulmonía. Como fui varias veces a oírlo predicar, me enteré muy bien de los principios de su teología. Siguió creyendo hasta el final las mismas cosas en que había creído desde el principio de su vida. A mí me parece que un hombre que puede estar cuarenta y siete años sin cambiar una sola de sus ideas tendría que ser guardado en una vitrina como una curiosidad. ¡Espero que esté disfrutando del arpa y la corona dorada que estaba tan seguro de obtener! En su lugar hay un cura nuevo, bastante joven y engreído. Los feligreses se muestran dudosos, en especial la facción que tiene como líder al diácono Cummings, y se diría que va a haber un cisma en la iglesia. En estas vecindades no nos gustan nada las innovaciones en materia religiosa.
Durante la semana de lluvia me di un banquete de lectura sentada en el altillo, en su mayoría de Stevenson. Aunque tiene libros apasionantes como La isla del tesoro y Dr. Jekyll y Mr. Hyde, su personalidad es más interesante que la de cualquiera de sus personajes. Me atrevo a pensar que él mismo plasmó su vida como la de un héroe de novela, de los que quedarían bien en letra de imprenta. ¿No le parece fantástico que haya invertido los 10 000 dólares que le dejó su padre en un yate y saliese navegando en él a los mares del Sur? Realmente vivió a la altura de su credo aventurero. El solo pensar en esos sitios me pone frenética. Yo también quiero visitar los trópicos, conocer el mundo entero… Y algún día lo haré, Papaíto, palabra de honor; ya verá usted, cuando logre ser una gran escritora, o artista o dramaturga o sea cual fuere la persona importante en que algún día me convertiré. ¡Tengo verdaderas ansias de viajar! Sólo con ver un mapa me dan ganas de ponerme un sombrero, coger una sombrilla y partir. «Antes de morir, veré los templos y palmeras de septentrión…». (La cita no es mía, por supuesto. Se la pedí prestada a Stevenson).
Jueves.
Hora del crepúsculo. Sentada en el umbral.
Me cuesta mucho poner en esta carta las noticias de la granja. Judy se está poniendo tan filosófica últimamente, que lo único que desea es hablar y razonar largo y tendido acerca del mundo en general, en lugar de descender a los detalles triviales de la vida cotidiana. Pero si se empeña usted en tener noticias, aquí van:
El jueves, nuestros nueve lechones se escaparon y vadearon el arroyo, perdiéndose uno. No queremos acusar a nadie, pero sospechamos que la viuda Dowd tiene un lechón más de los que le corresponden.
El señor Weaver pintó su granero y los dos silos de un color amarillo zanahoria muy feo, pero que según él resultará durable.
Esta semana los Brewer tuvieron huéspedes; vinieron a quedarse, procedentes de Ohio, la hermana de la señora y las dos sobrinas.
Una de nuestras gallinas rojas de Rhode Island no sacó más que tres pollitos de los quince huevos que empolló.
No sabemos qué puede haber pasado. Decididamente, las rojas de Rhode Island son, en mi opinión, una raza muy inferior, y sigo prefiriendo las Orpington amarillas.
El empleado del correo del pueblo se bebió hasta la última gota la ginebra de Jamaica que tenían guardada, ¡por valor de siete dólares!
El viejo Ira tiene reumatismo y no puede trabajar más y, como nunca ahorró un centavo cuando ganaba buenos jornales, ahora deberá vivir de la caridad municipal.
El sábado próximo habrá una fiesta en la escuela. Servirán helados. Queda usted invitado con toda su familia.
Me compré un sombrero en el pueblo por veinticinco centavos. Le mando mi retrato más reciente, en camino a rastrillar el heno.
Bueno, está oscureciendo demasiado como para seguir escribiendo y, de todos modos, ya no tengo más noticias.
Buenas noches,
Judy.
Viernes.
¡Buenos días! ¡Hoy sí que tengo una noticia! ¿Quién cree usted que está por venir a Los Sauces? ¡Nunca lo va a adivinar! La señora Semple recibió una carta del señor Pendleton diciéndole que, cuando pase por los montes Berkshire en automóvil, querrá descansar en una granja tranquila y que le prepare un cuarto por si cae un día de éstos. Puede que se quede una semana, o dos… o hasta tres, según le vaya resultando el descanso.
¡Gran revuelo en Los Sauces! ¡Gran limpieza en toda la casa, con lavado de cortinas etcétera… etcétera! Mañana me voy al pueblo a comprar un pedazo de linóleo para la entrada y un tarro de barniz para pisos, a fin de renovar el hall y las escaleras. Mañana viene la señora Dowd a lavar los vidrios (en la emergencia, hemos olvidado nuestras sospechas con respecto al lechoncito). De esta crónica podría usted deducir que la casa no estaba ya limpísima, pero le aseguro que estaba inmaculada. Porque, sean cuales fueren los defectos de la señora Semple, jamás se la podrá criticar como ama de casa.
Lo malo es que —¡típico de lo absurdos que son los hombres!— el señor Pendleton no nos hace la más mínima insinuación de si caerá mañana o de aquí a quince días… Viviremos sin poder respirar hasta que no llegue, y si no se apura, ¡habrá que hacer de nuevo toda la limpieza!
Ahí me está esperando Amasai con la calesa y Grover. Conduciré yo, pero si viera usted al viejo Grover, no se preocuparía en lo más mínimo por mi seguridad.
Adiós, con la mano en el corazón,
Judy.
P. D.
¿Le gusta este final? Lo saqué de las cartas de Stevenson.
Sábado.
¡Buenos días otra vez! Como ayer no ensobré la carta, hoy puedo agregar algo antes de que venga el cartero (viene una sola vez por día). El reparto postal es una bendición para los granjeros, ya que el cartero no se limita a entregarnos la correspondencia sino que también nos hace mandados a cinco centavos por encargo. Ayer me trajo cordones para zapatos y un pote de crema (se me había pelado toda la nariz con el sol antes de comprarme el sombrero), una cinta negra y un tarro de betún. Me cobró sólo diez centavos por todo, lo cual salió muy barato, dada la importancia del pedido.
Además, nos entera de todo lo que pasa en el pueblo e incluso en el mundo en general, pues los pasajeros que reciben diarios son varios y él va leyéndolos al trotecito de sus caballos, repitiéndoles las noticias a los que no están abonados. De modo que, si estalla una guerra entre los Estados Unidos y el Japón, o asesinan al presidente, o el señor Rockefeller le deja un millón de dólares al orfanato John Grier, no se moleste usted en comunicármelo, porque ya lo sabré.
Del niño Jervie… ¡ni señales! ¡Pero tendría que ver usted lo limpia que está la casa y con qué cuidado nos limpiamos los pies antes de entrar!
Estoy deseando que venga, lo confieso, porque me muero por tener alguien con quien conversar. La señora Semple, la verdad sea dicha, se pone monótona con sus repeticiones y nunca salpica su conversación con alguna que otra idea. Es gracioso lo que pasa con esta gente… Su mundo no es más grande que esta colina… No son nada universales, si me explico. Viene a ser lo mismo que en el orfanato John Grier: nuestras ideas estaban limitadas en los cuatro lados por la verja de hierro. Sólo que entonces no me importaba mucho, porque era más joven y, además, estaba siempre tan ocupada que, una vez que había hecho todas las camas, lavado las caras de los chicos, asistido a la escuela, zurcido las medias y cosido el remiendo en los pantalones de Freddy Parkins (se los rompía todos los santos días) y aprendido las lecciones en los intersticios, no veía otra cosa que la cama y no extrañaba la falta de intercambio social. Pero después de vivir dos años en un colegio que se especializa en conversación, uno la echa de menos y voy a estar feliz de tener alguien a mano que hable mi idioma.
Siempre suya,
Judy.
P. D.
La lechuga no dio nada bien este año. Es porque faltó lluvia al principio de la estación.
25 de agosto.
Bueno, Papaíto, ¡el niño Jervie ya está aquí, por fin! Y nos divertimos en grande. Por lo menos me divierto yo y creo que él también, porque ya hace diez días que está y ni habla de marcharse. Es escandalosa la manera como la señora Semple mima a este hombre. Si hacía lo mismo cuando era chico, no me explico cómo pudo salir tan bueno.
Él y yo comemos en una mesita en el corredor del costado y bajo los árboles, o bien —si llueve o hace frío— en la sala principal. Cada vez, elige tranquilamente el sitio donde quiere comer y Carrie sale trotando tras él con la mesita. Luego, si dio mucho trabajo y Carrie tuvo mucho que andar con los platos, se encuentra con un dólar bajo la azucarera.
Es en verdad muy buen compañero, aunque nadie lo diría si lo tratara sólo ocasionalmente. A primera vista parece un auténtico Pendleton, pero no lo es en absoluto, es sencillo y natural y simpatiquísimo. Suena raro decir de un hombre que es dulce, pero es la purísima verdad. Además, es amabilísimo con los granjeros de por aquí. Les habla de igual a igual y eso los ha desarmado por completo, porque al principio le tenían una desconfianza horrible. ¡Lo veían tan bien vestido! Tiene una ropa de sport magnífica y sabe cómo vestirse para el campo. Cada vez que baja con algo nuevo, la señora Semple, llena de orgullo, da vueltas a su alrededor, mirándolo desde todos los ángulos, y le recomienda que tenga cuidado dónde se sienta, no se vaya a ensuciar… A él la cosa lo aburre sobremanera y siempre le dice: «¡Vamos, Lizzie!, atiende tu trabajo y déjame tranquilo; ya no puedes mandarme. He crecido, ¿sabes?».
Resulta gracioso pensar que este hombre de piernas tan largas (casi tan largas como las suyas, Papaíto) se ha sentado alguna vez en las faldas de la señora Semple, sobre todo al ver sus faldas ahora… Pero Jervis dice que antes era delgadita, vivaracha y ágil, ¡y que le ganaba a él en correr!
Todos los días tenemos aventuras. Hemos explorado kilómetros de campo. Me enseñó a pescar con moscas especiales hechas de plumitas. También a tirar con revólver y con rifle, y a montar… ¡Hay que ver qué espíritu hemos logrado inyectar en el viejo Grover!
Lo alimentamos con avena durante tres días y después de eso embistió a un ternero y casi se desboca conmigo encima.
Miércoles.
El lunes a la tarde subimos a la Colina del Cielo, una montaña que hay por aquí cerca, quizá no muy alta, ya que no tiene nieve en el tope, pero lo bastante como para dejarlo a uno sin aliento al llegar a la cima. Las laderas bajas están cubiertas de bosques, pero la cima es todo rocas y páramos. Nos quedamos arriba a fin de ver la puesta del sol e hicimos fuego para la comida. En realidad fue él quien cocinó, pues dice que sabe hacerlo mejor que yo. Y resultó verdad, ya que él está acostumbrado a hacer camping y yo no. El camino de regreso fue a la luz de la luna y, cuando llegamos al camino del bosque, como estaba muy oscuro, lo iluminamos con una linterna de bolsillo que él llevaba. ¡Lo pasamos tan bien! Bromeábamos y reíamos todo el tiempo. ¡Y sabe hablar de cosas tan interesantes! Leyó todos los libros que he leído yo y muchos más. Es impresionante la cantidad de cosas que sabe ese hombre.
Esta mañana salimos a dar una larga caminata y nos pescó una tormenta. Nos empapamos por completo, pero volvimos tan contentos como si nada hubiera pasado. ¡Pero había que ver la cara de la señora Semple cuando entramos chorreando en la cocina!
—¡Niño Jervie, señorita Judy! Están calados hasta los huesos… ¿Qué voy a hacer con ustedes, Dios mío? ¡Vean ese hermoso abrigo nuevo, completamente arruinado!
Estaba cómica en su desesperación. Parecía ni más ni menos como si tuviéramos diez años y nos iba a dejar sin postre.
Sábado.
Hace siglos que empecé esta carta y nunca encuentro el momento de terminarla. ¿Qué le parece este pensamiento de Stevenson?
«El mundo está tan pleno de cosas buenas que deberíamos ser felices como reyes».
Es verdad, ¿no cree? El mundo está lleno de felicidad y ésta alcanza para todos, sólo que la gente no siempre está dispuesta a aprovechar la que le toca en suerte. El secreto está en tener flexibilidad para adaptarse. Sobre todo en el campo, donde son tantas las cosas entretenidas. Yo puedo caminar por las tierras de los demás, disfrutar del paisaje que es de todo el mundo, chapotear en cualquier arroyo y sentarme bajo todos los árboles. Es decir, gozar de todo eso igual que si fuese la propietaria… ¡y sin tener que pagar los impuestos!
Ahora es domingo por la noche y debería estar durmiendo para estar bien fresca mañana, pero tomé café negro en la comida y no puedo pegar los ojos.
Esta mañana la señora Semple le dijo al señor Pendleton con tono muy decidido:
—Tenemos que salir de aquí a las diez y cuarto para llegar a la iglesia a las once.
—Muy bien, Lizzie. Tengan el surrey listo y, si yo no estoy vestido, vayan sin mí.
—Lo vamos a esperar —respondió ella con energía.
—Perfecto. Pero no tengan demasiado tiempo parados a los caballos.
Luego, mientras la señora Semple se vestía, el muy pícaro le pidió a Carrie que preparase una canasta con almuerzo para dos. Después me dijo a mí que me cambiara y me pusiera ropa de caminar, nos escapamos por la puerta trasera y… nos fuimos a pescar.
Esto desorganizó por completo la marcha de la casa, ya que los domingos en Los Sauces se come a las dos de la tarde y él pidió la comida para las siete. Siempre pide las comidas a la hora que se le antoja, como si estuviera en un restaurante. Los pobres Carrie y Amasai se quedaron sin paseo. Pero cuando se lo hice notar, me contestó que era mejor así, ya que no era adecuado que salieran solos siendo novios. Y de todos modos, él necesitaba los caballos para llevarme a mí a pasear. ¿Ha oído usted algo más escandaloso?
Y la pobre señora Semple cree que los que van a pescar en domingo —¡domingo, nada menos!, ¡el día del Señor!— se van derecho al infierno… Está muy afligida por no haber sabido educar mejor a su niño cuando era pequeño y tuvo a mano la oportunidad. Además, quería lucirse con él en la iglesia.
Bueno, la cuestión es que nos fuimos a pescar nomás, y Jervis pescó cuatro pececitos chicos. Los cocinamos a las brasas, pero los habíamos clavado en unos palitos y siempre se nos caían, así que sabían bastante a ceniza, pero los comimos igual. Iniciamos el regreso a casa a las cuatro, viajamos en la calesa hasta las cinco, y comimos a las siete. A las diez me mandaron a la cama y aquí estoy, escribiéndole a usted.
Pero me está dando sueño, después de todo este ajetreo.
Buenas noches,
Judy.
P. D.
He aquí la figura del único pez que yo saqué:
¡Adelante, Capitán Piernas-Largas!
¿Adivina usted lo que estoy leyendo? Hace dos días que nuestra conversación es exclusivamente náutica y de piratería. ¿No es cierto que La isla del tesoro es estupenda? ¿La leyó, o todavía no se había escrito cuando usted era chico? Stevenson no ganó más que treinta libras como derechos de autor, por publicarla en folletín. Me parece que no rinde ser escritor. Quizá me decida por ser maestra de escuela.
Perdóneme que le hable tanto de Stevenson; por el momento tengo la cabeza completamente ocupada con él.
Hace dos semanas que estoy escribiendo esta carta y creo que es hora de terminarla. ¡No dirá que no le doy detalles de todo! Ojalá estuviera usted aquí con nosotros. ¡Nos divertiríamos tanto! Me gusta que mis amigos se conozcan entre ellos. Habría querido preguntar al señor Pendleton si lo conoce a usted de Nueva York, como supongo que es posible, ya que ambos deben figurar en los mismos elevados círculos sociales y los dos se interesarán por las reformas obreras y cosas por el estilo. No pude hacerlo, por ignorar su verdadero nombre. ¡Es lo más ridículo que he oído en mi vida! La señora Lippett me había advertido que era usted un excéntrico. ¡Y cuánta razón tenía!
Afectuosamente,
Judy.
P. D.
Al releer esta carta me di cuenta de que no trata toda de Stevenson, que hay en ella tres o cuatro alusiones al niño Jervie.