7 de abril.
Querido Papaíto-Piernas-Largas:
¡Dios de mi vida, qué grande es Nueva York! No puedo convencerme de que viva usted en medio de ese loquero. Creo que me llevará varios meses recuperarme de los dos días que pasé en esa ciudad. No sé cómo empezar a contarle todas las cosas maravillosas que he visto. Además, me imagino que usted ya las sabe, puesto que vive allí.
Pero ¿no es verdad que las calles son muy entretenidas? ¿Y la gente? ¿Y los comercios? Nunca vi cosas tan preciosas como las que se exhiben allí en las vidrieras. Una desea casi dedicar el resto de su vida a los trapos.
El sábado por la mañana, Sallie, Julia y yo salimos de compras. Julia entró en el sitio más suntuoso que he visto jamás: las paredes blanco y oro, alfombras azules, lo mismo que los cortinados de seda, y sillas doradas. Salió a recibirnos una señora divina, de pelo rubio y elegantísimo traje de seda negro. Yo creí que estábamos de visita y quise darle la mano, pero parece que sólo estábamos comprando sombreros. Al menos, eso es lo que hacía Julia, que se sentó ante un enorme espejo y se probó como una docena, a cual más lindo, hasta que por fin eligió los dos más bonitos de todos.
No puedo concebir mayor placer que sentarse frente a un espejo y comprar cualquier sombrero que se elija sin tener que fijarse antes en el precio. No cabe duda, Papaíto: ¡Nueva York destruiría con toda rapidez el espíritu estoico que el orfanato John Grier fue edificando con tanta paciencia!
Cuando terminamos las compras, nos encontramos con el niño Jervie en Sherry. Es el restaurante más lujoso de la ciudad… Bueno, seguro que usted lo conoce. Ahora, imagíneselo y después imagine el comedor del orfanato John Grier, con sus mesas cubiertas de hule y sus tazas de loza gruesa, de ésa que no se puede romper ni a propósito, y tenedores y cuchillos con cabo de madera… ¡Sólo entonces sabrá cómo me sentía yo en Sherry!
Me equivoqué de tenedor cuando comimos pescado, pero el mozo me lo cambió amablemente y nadie se dio cuenta.
Después del almuerzo fuimos al teatro. ¡Fue deslumbrante, maravilloso, increíble! Sueño con eso todas las noches.
¿Verdad que Shakespeare es estupendo? Hamlet es incluso más magnífico en escena que cuando lo analizamos en clase. Bien sabe usted que yo lo valoraba como se merece, pero ahora… ¡Dios mío, no tengo palabras!
Creo que, si no tiene usted inconveniente, seré actriz más bien que escritora. ¿No le gustaría que dejara el colegio y entrara en una escuela de arte dramático? Así, cuando sea una gran actriz, le enviaré un palco para todas mis funciones y le sonreiré por detrás de las candilejas. Sólo que deberá ponerse una rosa roja en el ojal, para que pueda sonreír al hombre que corresponda. ¿No sería espantoso que me pusiera a sonreírle a cualquiera?
Durante el regreso al colegio, el sábado por la noche, comimos en el tren, en mesitas iluminadas por pequeñas lamparas rosadas y servidas por mozos negros. Yo no sabía que se servían comidas en los trenes y, sin pensarlo, lo dije en voz alta.
—¿Pero dónde te han educado? —me dijo Julia.
—En una aldea —le contesté con toda dulzura.
—¿Y nunca viajaste? —insistió mi amiga.
—Hasta que no vine a la universidad, nunca. Y en esa ocasión fue un viaje corto y no hicimos ninguna comida —le expliqué.
Se está tomando mucho interés por mí porque, según ella, digo cosas muy extrañas y divertidas. Yo me empeño en no decirlas, pero se me escapan cuando estoy sorprendida, y lo estoy la mayoría del tiempo. Es una experiencia vertiginosa, Papaíto, pasar diecisiete años en el orfanato John Grier y luego… ¡de repente!… ser lanzada al mundo.
Sin embargo, me voy aclimatando. Mis errores son ahora menos garrafales y ya no me siento incómoda con las otras chicas. Antes me estremecía cuando alguien me miraba, porque me parecía que, a través de mi ropa nueva, se me veían por debajo los delantales de percal. Ahora ya ni me acuerdo del algodón a cuadritos… «¡Bastan para ayer los males del día!», como dice la Biblia.
Me olvidaba contarle de las flores que recibimos. El niño Jervie nos mandó a cada una un gran ramo de violetas y lirios del valle. ¿No le parece muy amable de su parte? Estoy cambiando de parecer con respecto a los hombres. Antes no me gustaban nada, porque los juzgaba a través de los síndicos.
¡Cuatro páginas! Valor, ya termino.
Siempre suya,
Judy.
10 de abril.
Señor Hombre Rico:
Aquí le envío su cheque de cincuenta dólares. Se lo agradezco mucho, pero no creo que deba aceptarlo. Mi mensualidad es suficiente para comprarme todos los sombreros que necesito. Siento haberle escrito todas esas tonterías sobre la sombrerería; sólo fue porque en mi vida había visto nada igual.
Eso no significa que estuviera mendigando. Y preferiría no aceptar más caridad que la absolutamente indispensable.
Sinceramente suya,
Jerusha Abbott.
11 de abril.
Queridísimo Papaíto:
¿Quiere perdonarme por la carta que le escribí ayer? Me arrepentí en seguida de haberla echado al buzón y traté de recuperarla, pero el odioso del empleado de correos se negó a devolvérmela.
Ahora es medianoche y hace horas que estoy despierta pensando en el gusano que soy, ¡un gusano horrible de mil patas!, y no puedo pensar en nada peor. Cerré la puerta muy despacito para no despertar a Julia y a Sallie y le estoy escribiendo sentada en la cama, en papel arrancado de mi cuaderno de historia.
Quería decirle únicamente que siento haber sido tan descortés con respecto a su cheque. Sé que su intención fue amable y creo que es usted muy bueno en haberse molestado por una cosa tan insignificante como un sombrero. Debí devolverle ese cheque con más amabilidad.
Eso sí, tenía que devolvérselo. Debe usted comprender que mi caso es muy diferente del de las otras chicas. Ellas pueden aceptar dádivas de los demás, ya que tienen padres, hermanos, tíos… pero yo no estoy con nadie en una relación de esa clase. Me gusta imaginarme que usted es mi tío y que le pertenezco, pero es sólo un juego y yo sé muy bien que no hay tal tío. En realidad, estoy sola —de espaldas a la pared para luchar con el mundo— y, cuando lo pienso, pierdo un poco el aliento. A veces trato de olvidarme de esa idea y seguir fingiendo, pero ¿no se da cuenta, Papaíto? No puedo aceptar más dinero del necesario porque algún día voy a querer devolverlo, y ni aunque llegue a ser una escritora muy famosa podré hacer frente a una deuda tan tremenda.
Me encantan los sombreros bonitos y demás frivolidades, pero no puedo hipotecar mi futuro para pagarlos.
Me perdona, ¿verdad?, por haber sido tan grosera. Tengo la mala costumbre de escribir impulsivamente cuando se me ocurre una cosa y luego despacho la carta en seguida, de modo que se me hace imposible recuperarla. Pero si a veces aparezco como atolondrada o ingrata, no es en absoluto mi intención. Al contrario, le agradezco de corazón la vida libre e independiente que usted me ha proporcionado. Después de una larga infancia de rebelión y rencor, ahora soy tan feliz en cada momento de mi vida que todavía no puedo creerlo. Me siento como una heroína de novela.
Son las dos y cuarto y voy a salir de puntillas a despachar esta carta, así podrá recibirla con el correo siguiente al de la otra y tendrá menos tiempo para pensar mal de mí.
Buenas noches, Papaíto.
Lo quiero como siempre.
Judy